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El arte y los artistas en la Comuna de París

Comunizar :: 06.03.21

Fue un momento excepcional que sacó a los intelectuales y a los artistas del cada día, y los obligó a tomar una posición en un sentido u otro.

El arte y los artistas en la Comuna de París

Comunizar

Artistas y escritores comprometidos con la Comuna

Fue un momento excepcional que sacó a los intelectuales y a los artistas del cada día, y los obligó a tomar una posición en un sentido u otro. Básicamente, se dieron tres grandes corrientes. Se puede hablar de un «bloque reaccionario», sobre todo entre aquellos que tenían como bandera la idea del “arte por el arte”, y que consideraba al pueblo como una horda de desarrapados, y a las revoluciones como una reacción primitiva. Este sector se identificaba con un pasado aristocrático (o con una idealización de este). Eran antirrepublicanos, y se sintieron más o menos a gusto con Napoleón el pequeño, entre ellos se encontraban nombres siniestros como el racista conde de Gobineau, autor del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, o como Leconte de Lisle, cuyo desprecio hacia el pueblo hizo que tuviera que salir escapando en algunas de sus conferencias. Después de uno de estos casos, escribió: “¡Qué ralea sucia y asquerosa es la humanidad! ¡Qué estúpido es el pueblo! Es una eterna raza de esclavos que no puede vivir sin albarda y sin yugo. No será, pues, por él por quien sigamos combatiendo, sino por nuestro sagrado ideal. ¡Que  revienten de hambre y de frío, ese pueblo fácil de engañar que pronto comenzará a sacrificar a sus verdaderos amigos!” (1). En ocasiones, aunque presumían de estar por encima de las cosas mundanas, defendían los privilegios adquiridos por la tradición y la propiedad, como fue el caso de Gustave Flaubert, cuya vocación elitista quedó expresada en la siguiente declaración: “Yo incluyo en el nombre de burgués tanto al burgués de blusa como a los burgueses de levita. Somos nosotros y nosotros solos, es decir los literatos, los que somos el pueblo o por decirlo mejor: la tradición de la humanidad”. Las reacciones de este sector resultan especialmente virulentas. Aún y así, es justo registrar dos detalles: los más auténticos rechazaban también “lo burgués” en el mismo sentido que se daba en Balzac y de ello dará buena muestra la obra de Alfred de Vigny, Chatterton (1835). Además, en algunos casos este reaccionarismo no estaba reñido con la genialidad literaria, lo que en el caso de Flaubert está por encima de cualquier duda.
Tampoco lo estaba en el caso de los republicanos y laicistas que provenían del ala liberal del ’48, y que pensaban que no se podía ir más allá de las instituciones republicanas representadas por el historiador Auguste Thiers. Entre ellos se encontraban personalidades como Aurora Dupin Dudevant, más conocida como “George Sand”. La autora era ya una señora mayor, reconocida en el mundo de las letras y con un ideario sobre el “buen trabajador” (a la manera del carpintero de Nazareth: trabajadores autodidactas que aspiraban a ser reconocidos aunque ninguno de ellos lo fue, entre otras cosas porque poseían un talento imitativo). A Sand le exasperaba la osadía de los “federados”. En este sector habría que registrar  a antiguos radicales cansados, pero también jóvenes cachorros del republicanismo como Emile Zola y Anatole France que, por entonces, eran republicanos de derecha. Estaban todavía lejos de lo que serían años después, cuando en el curso del “affaire Dreyfus”, ambos fueron la punta de lanza de los intelectuales comprometidos. Zola escribió Germinal, y abrazó el socialismo, en tanto que France fue el primer “compañero de viaje” del partido comunista francés. Muy por delante de todos ellos emergió la figura gigante del anciano Victor Hugo, el autor de Los miserables (1862), la primera obra de la gran literatura que trata del “proletariado”, que a sus setenta años mostró sus afinidades con Louise Michel, la “petrolouse, y defendió contra viento y marea la dignidad de los represaliados. Esto le valió la repulsa expresa de George Sand y de todos aquellos para los que los comuneros no eran víctimas sino verdugos.

Los artistas

Uno de los centros más activos de la Comuna fue la Federación de los Artistas de París. Su programa fue firmado por Gustave Courbet y otros trece artistas en abril de 1871, en tanto que en nombre de los artistas industriales firmó Eugene Poitier. Entre los artistas elegidos como miembros activos estuvieron Manet y Mollet, que no se encontraban en París. El programa garantizaba a los artistas una completa libertad de cualquier interferencia estatal y proponía nuevos centros para la promoción de la enseñanza artística. Trataron de reemplazar la Ecole de Meaux-Arts, centro de la odiada tradición elitista y académica.
Entre los artistas más comprometidos destacaron especialmente Courbert y Daumier, ante todo porque fueron consecuentes hasta el final. Jean Désiré Gustave Courbert (1819-1877), fue un pintor romántico, y luego realista, francés, de procedencia trabajadora y de formación autodidacta. Fue uno de los adelantados del realismo. Militante socialista, afín y gran amigo de Proudhon -recordemos que su famoso Retrato de Proudhon y su familia (1865), será justamente célebre-.

 

Courbert se destacó en la lucha contra el bonapartismo y fue diputado comunero. La asamblea de artistas eligió a Courbet como presidente de la comisión artística de la Comuna, que estaba a cargo de la conservación de los museos nacionales y de las obras de arte. Es posible que fuera a Courbert a quien se deba la idea de desmontar la columna Vendôme, máxima representación del colonialismo galo. Un gesto claramente antipatriotero por el que fue procesado y encarcelado durante seis meses y obligado pagar diez mil francos. Tras cumplir la condena, en 1873, se trasladó al exilio donde murió. El arte de Courbet, de una gran fuerza plástica y de una riqueza de materia que lo enlaza con los grandes maestros barrocos, marca la cima del realismo de su época y antecede la pintura moderna. Al mismo tiempo es el arquetipo del artista que no olvida nunca su condición social, ni su ideario. De su estancia en la cárcel, de sus amigos republicanos radicales, de la brutal represión “blanca” —entre 20.000 y 30.000 fusilados— y de la herida personal que dejó en su alma la Comuna, Courbet legó una serie de pinturas y dibujos impresionantes que serían motivo de una sonada Exposición en París a principios del siglo XXI. Más incisivo todavía fue Honoré Daumier, (Marsella, 1808-Valmondos, 1879), artista comprometido con las ideas sociales más avanzadas, y con el pueblo. Nació en una familia donde había un clima artístico, su padre, Jean-Baptiste-Louis era poeta y dramaturgo, aunque se ganaba la vida como tallista y restaurador de cuadros. Honoré vivió en París desde niño, comenzó a trabajar como mandadero y luego como caricaturista en La Silhoutte. Comienza a dedicarse a la pintura en 1822, gracias a la ayuda de Alexandre Lenoir, pintor y escultor romántico. Con el apoyo de éste y los estudios que realizó en la Academia Suiza de París, Honoré fue haciendo su forja hasta encontrar su profesión definitiva como grabador de actualidades. Iniciado por las tradiciones revolucionarias del siglo XVIII y por la Gran Revolución, Honoré no tuvo nunca una militancia concreta ni siquiera una preferencia política dentro de las diferentes escuelas, pero tomó partido por los trabajadores y el socialismo. Daumier tomó parte en las revoluciones de 1830, 1848 y durante la Comuna, ya viejo, y casi ciego, fue uno de los componentes en la comisión para la vigilancia del patrimonio artístico. Sus actividades como artista fueron inseparables de su condición de revolucionario. Con una constancia extraordinaria dibujó en periódicos y revistas de la oposición, en las cuales se mostró como un sensible observador de la situación de los explotados y los oprimidos, al tiempo que zahirió sin piedad a la burguesía y a las instituciones —en particular a la «aristocracia de la toga»—. Así en uno de sus dibujos un joven insurrecto comparece encadenado ante un brutal y oscuro tribunal, pero sólo contempla una luz que proviene de una mujer que, con un gorro frigio, avanza hacia él. Sus caricaturas del rey Louis-Philippe fueron célebres y terribles. En una de ellas el monarca toma el pulso a un cadáver y dice: “A éste pueden soltarlo, ya no es peligroso”. A pesar del valor de su obra, Daumier vivió  y murió pobre. Su estilo inspiró a varios artistas como Delacroix, Corot, Theodore Rousseau, Duprez y Manet y a los impresionistas a los que abrió nuevos caminos (2).
Otro artista comunero destacado fue Jules Dalou (1818-1902), designado como uno de los tres conservadores del Louvre. Dalou había sido un apasionado republicano, igual que su padre, un proletario confeccionista de guantes que había participado en la revolución de 1848. En los esfuerzos de Dalou por convertirse en escultor había sufrido muchos años de miserable pobreza y, al igual que muchos otros jóvenes artistas vanguardistas de antes y después, había atravesado un período de bohemia. Aunque su papel en la Comuna sólo se remitió a lo artístico, su compromiso le llevó al exilio en Londres. Allí enseñó en el Royal College of Art hasta que fue amnistiado en 1879. Dalou siempre mantuvo su devoción por la clase trabajadora, dedicando buena parte de sus últimos trece años de vida a un proyecto, de inspiración suya, para un enorme Monumento a los Obreros. Esta coherencia quedó demostrada la hora de su muerte, cuando dejó —entre muchos bocetos— dos estatuas ya terminadas, algunos relieves, y modelos bocetados de más de ciento cincuenta estatuas de obreros de todos los oficios. Menos conocido es el caso del pintor James Tissot, amigo de Ingres así como de Whistler y de Degas, que se vio obligado a exiliarse a Inglaterra por haber sido communard. Las escenas de la vida elegante en la alta sociedad que pintó en los años siguientes, y que le permitieron ganar una fortuna amén de un renombre, difícilmente harían sospechar el interés por la revolución social que le habían convertido en integrante de la Comuna. Que se sepa, Tissot nunca renunció a su pasado.

 

Novelistas

Sin duda el más conocido fue Jules Vallès (Puy-en-Velay, 1832-1885), periodista, escritor y miembro de la Comuna de París. Hijo de un modesto celador de colegio, padeció en su infancia la opresión de una madre espartana, “colmada de grasas y enfermedades, quien, según Frantz Jourdain, tiene tanto instinto maternal como mostachos una tortuga y le niega las caricias por la misma razón que le niega los puerros ¡porque le gustan!”. Esta experiencia familiar “dejó un profundo surco en su alma y contribuyó poderosamente a formar el futuro rebelde e insurrecto» (Andreu Nin). El 2 de diciembre de 1851, será el principal animador de un Comité de jóvenes que intenta levantar al pueblo contra el golpe de Estado de Bonaparte, y construye barricadas en varias calles.
La derrota le inspira el poema Ras les coeurs en el que se puede leer: “Por los campos en donde germinaba nuestra fe plebeya. Los soldados sembraron las entrañas de los fuertes. El valor y el derecho largan vela rumbo a Cayena… Nacieron los esclavos y el hombre ha muerto”. Temeroso por sus actividades “descarriadas” su padre lo interna en un centro psiquiátrico donde es golpeado por un enfermo que le abre la cabeza. Pasa toda clase de dificultades hasta que empieza a trabajar en la prensa. Escribe en varios periódicos pero las dificultades le asedian y tendrá que trabajar como su padre de celador de un colegio. Comienza de nuevo su lucha contra el régimen bonapartista, tiene «sed de oposición».
Igualmente escribe contra la invasión de México donde, dice, “habrá más cadáveres en las llanuras que amapolas en los trigales”. Vallès denuncia a los cortesanos como “cerdos vendidos” y exalta la actitud de Proudhon. Funda Le cri de peuple, y escribe en La marselleise desde donde preconiza una negativa a pagar impuestos, al servicio militar y al alquiler: «No le debo nada al poder que se ha puesto fuera de la ley… Es preciso que la burguesía que ha sido reina, negocie con el pueblo que se está convirtiendo en rey». Luchador infatigable, carece de un programa, de una doctrina, aunque durante la Comuna se alineará con los federalistas. Está a favor de «lo que quiera el pueblo» y la Comuna se convertirá en su referencia política hasta la muerte. Jules participa en la agitación que precede a esta. En una ocasión, por gritar ¡Viva la paz! fue maltratado por las «blusas blancas» del Emperador, siendo condenado a muerte tras la tentativa blanquista de agosto de 1870. Es uno de los redactores del famoso cartel que exclama: “¡Paso al pueblo! ¡Paso a la Comuna!». Durante el gobierno comunero resucita su periódico Le cri de peuple. Presidirá la última sesión de la Comuna y, cuando ya está todo perdido, huye disfrazado de enfermero. En Londres se entera de que está condenado a muerte. Será en el exilio donde reanudará su carrera como novelista, al tiempo que sigue su actividad como periodista revolucionario. De él se ha dicho que era “un insurrecto mucho más que un revolucionario. No esperaba de su rebeldía ni cargos, ni dinero, ni siquiera la posibilidad de moldear según sus planes, una nueva sociedad: no tenía planes. Su orgullo tenía pendiente una venganza, y sus esperanzas, como las de la multitud, eran todas sentimentales» (Jean Prevot).
Su obra como escritor ha sido muy controvertida, ha tenido amigos y adversarios dentro de la izquierda. Sobre este aspecto escribió Andreu Nin: Este gran escritor revolucionario, fue, por encima de todo, un gran artista. Su obra es la más clara demostración de que «hacer arte popular» no significa rebajarse al plebeyismo, sino partir de todo aquello que hay de profundamente humano y bello en la vida de los de abajo, para elevarse a las alturas de la creación artística. Sus obras son inexcusables para comprender la militancia revolucionaria de su tiempo (3).
Singularmente, Philippe-Auguste-Mathias, conde de Villiers de l’Isle-Adam, célebre autor de Cuentos crueles, fue un entusiasta de la Comuna. Otro communards literato, Felix Pyat (1810-1889), estaba considerado como uno de los jefes del socialismo “romántico”, dirigió la Revue britannique y fue diputado por la Montaña en 1848 y 1849. Tomó parte en la sublevación republicana radical del 13 de junio de 1849, por lo que tuvo que huir a Suiza. Volvió a París en 1870 y fundó Le combat. Diputado (1871), fue miembro de la Comuna y marchó a Gran Bretaña huyendo de la represión. Retornado en 1880, fundó La commune y fue elegido de nuevo diputado por los socialistas en 1888. Gustave Lefrancais (1826-1901), fue uno de los miembros más activos de la AIT parisina, durante el periodo comunero estuvo muy ligado a Delescluze, y fue uno de los que puso mayor énfasis en evitar el fusilamiento de los rehenes. Exiliado a Suiza, escribió sus memorias, además de un extenso testimonio sobre la Comuna. También tomó parte en el Congreso antiautoritario de Saint-Imier (1872).

Poetas

Indudablemente, el más activo de los poetas de aquellas jornadas fue Eugene Pottier (París, 1816-1887), dibujante, obrero y poeta francés, autor de La Internacional, la canción más universal y popular del movimiento obrero. Nacido en París, trabajó sucesivamente de aprendiz de embalaje, jornalero, dependiente de una pastelería, oficinista y diseñador de imprenta. Su primera canción data de la revolución de 1830 y se llamaba iViva la Libertad! Escribió obras teatrales en verso, vodeviles y libretos de revistas. Durante la revolución de 1848 participó como uno de los líderes obreros, traduce a Charles Fourier en coplas y canta Los árboles de la libertad, en la que, entre otras cosas, proclama: “Pueblo ya se renuevan las hojas / Eres como un inmenso árbol/Alto y erguido”.
Eugene pronto se alinea con las tendencias más socialistas, con los insurgentes aunque escribe: “¡No entiendo nada de política / Pero necesito movimiento! / La calle estalla en disparos / El pueblo sigue adelante / ¡Vamos a hacer barricadas!”. Consigue salvarse de la ejecución casi milagrosamente, pero la represión le afectará permanentemente en la salud: hasta el final de sus días, Pottier padecerá una neurosis aquejada de congestiones cerebrales. Con ocasión del golpe de Estado de diciembre de 1851 se libra de ser deportado a Cayena por estar en cama muy enfermo. En la clandestinidad sus poemas no dejan pies con cabeza: escribe contra el golpe, contra el Emperador, los peces gordos del ejército, de la burguesía, de la Iglesia. También lo hará contra la política imperial, contra la guerra y llama al pueblo, llegando a sugerir una “huelga de mujeres” en el momento de la invasión de las tropas de Maximiliano en México. En 1867 abre el taller de dibujo más importante de París, es ya un patrón pero su línea de actuación no cambiará. Anima a sus trabajadores a crear una Cámara Sindical y a que se adhieran a la Internacional.
Durante la guerra franco-prusiana forma parte del Comité de Vigilancia del distrito II y participa en la tentativa insurreccional de finales de Octubre de 1870, llama a la proclamación de la Comuna: “Nombremos una Comuna roja / ¡Roja como un sol naciente!”. Miembro del Comité central republicano vota a favor de la unión de este organismo al Comité central de la Guardia Nacional. Destaca desde el primer momento en su labor dentro de la Federación de Artistas, su intervención es fundamental para que cuatrocientos de ellos se pronuncien por “el principio de la república comunal», que exige entre otras cosas «la libre expansión del arte, ajeno a toda tutela gubernamental ya todo privilegio”. Es elegido alcalde en la alcaldía de la Bolsa. Es de los que resisten hasta el final y sobrevive escondido.
Pottier escribe el poema El terror blanco y La Internacional, donde resume líricamente los ideales antiburgueses y autoemancipatorios de la vanguardia obrera de su época. Más de un siglo después algunas de sus estrofas permanecen silenciadas, tales como estas: “Con humos nos emborrachan / Los reyes y los déspotas / ¡Fraternidad entre soldados / Para las guerras acabar! / Si estos caníbales se empeñan / En tener soldados leales / Sabrán que nuestras balas matan / A nuestros propios generales”, toda una premonición del principio de Karl Liebknecht según el cual “el enemigo estaba en nuestro propio país”.
Después pasa dos años de exilio en Londres y luego otros dos en Boston viviendo en la más absoluta miseria. En Norteamérica compone un poema a la Comuna que dice: “¿Comuna, dónde estás pues, tú que te habías alzado / Para derribar al monstruo? / ¿Dónde están tus defensores? / ¿Dónde tu bandera roja y la llama de los corazones? / ¿Reanudarás pronto tu trabajo inacabado? / Su programa era el vuestro, obreros / Restituir este globo a las manos laboriosas / y rogar a los ociosos que cambien sus paraderos / y reunir después de siglos sin fortuna / A los pueblos en uno solo para que cuando el ventenal / La libre humanidad siguiendo su ideal/Exponga al universo esta inmensa Comuna”.
En el exilio, Eugene conoció a Marx, y pudo acabar siendo uno de sus yernos. En 1880 vuelve a Francia y apoya a Guesde y a Lafargue en sus esfuerzos por crear un partido obrero marxista. Sigue escribiendo canciones y poesías revolucionarias hasta su muerte. En 1888 a instancias de un dirigente socialista, Pierre Degeyter pone música a la Internacional. La canción será adoptada por el Partido Obrero Francés y en 1900 pasa a ser también de la II Internacional, y después de todo el movimiento obrero (4).

 

Igualmente notable fue la participación de Jean-Baptiste Clement (1837-1903). Era hijo de un molinero acomodado, abandonó su familia para seguir su vida. Llegó a pasar “por treinta y seis oficios y muchas más miserias”. En sus canciones —Las canciones del pedazo de pan, Las canciones del porvenir—, denuncia la esclavitud de los trabajadores, se manifiestan las reivindicaciones proletarias y hace un llamamiento por un 1789 de los trabajadores: “¡En nombre de la justicia / Ya va siendo hora / De que los siervos de las fábricas / De la tierra y de las minas / Tengan su Ochenta y nueve¡». Tiene que exiliarse en Bélgica en 1867, y allí publica su obra maestra, El tiempo de las cerezas, que luego será convertida en una de las canciones más emblemáticas de la Resistencia contra la ocupación nazi en voces como la de Ives Montand, y se proyectará en el cancionero proletario internacional. De vuelta a Francia funda La Casse-téte y colabora con Delescluze en Le reforme. Es detenido en 1870 por “ofensas al Emperador” e “incitaciones a cometer diversos crímenes”. Durante el Sitio de París, Clement forma parte de la Guardia Nacional, y es elegido miembro del Comité de vigilancia de Montmartre. Tras la insurrección del 18 de marzo fue elegido dirigente de la Comuna representando al distrito XVIII. Su actividad es desbordante, es miembro de la Comisión de servicios públicos y de la de enseñanza, delegado en los talleres de fabricación de munición y del municipio. Es de los que resisten en Belleville. Escapa al ocultarse en casa de un leñador y escribe La semana sangrienta, una denuncia de la represión. Escapa a Londres y en 1874 es condenado a muerte en rebeldía. Vuelve a Francia en 1880 y milita en varios grupos socialistas hasta pasar al partido de Guesde y Lafargue. Durante casi diez años trabaja intensamente como sindicalista y socialista en el departamento de las Árdenas. Es condenado a dos años de cárcel en 1891, pero la presión popular logra reducir la pena. Su última obra fue El desquite de los Comuneros (1886). Evolucionó del mutualismo hacia el marxismo en el exilio.
También tuvo un papel destacado Clovis Hugues (1851-1907), hijo de un molinero republicano, que estudió para cura, pero a los 18 años colgó los hábitos y comenzó a trabajar como aprendiz en Le Peuple, donde también se inició publicando poesías. Participó activamente en la Comuna en Marsella, pasando tres años de cárcel después. En 1881, sale elegido diputado de la extrema izquierda por Bouches-du-Rhóne, y por entonces publica un volumen de poesías, Los días del combate donde proclama su socialismo. Dos años más tarde será de nuevo diputado socialista por Montmartre.

El extraño caso de Rimbaud

En su momento, quizás el más famoso “comunero” de todos los poetas de su tiempo fue Jean-Arthur Rimbaud (1854-1891), el más célebre todos los poetas revolucionarios franceses, cuyos méritos empezaron a ser reconocidos después de la I Guerra Mundial y cuyas convicciones comunistas están más que probadas en contra de las tentativas conservadoras en despolitizarlo. Nació en una aldea francesa próxima a la frontera belga. Su familia fue su madre. Le tiranizó de pequeño, ya los 13 años ya apareció como un rebelde precoz en el colegio, diciendo: “Napoleón merece las galeras”. A los quince años se revela como un antimonárquico y un crítico de las ilusiones reformistas en Napoleón el pequeño. Beberá en el venero del jacobinismo y es todavía un niño cuando escribe: “Arrasaremos las fortunas y derribaremos los orgullos individuales. Ya no habrá ocasión de que un hombre diga, u soy más poderoso, más rico. Sustituiremos amargas envidias y admiraciones estúpidas por concordia apacible, igualdad y trabajo de todos para todos…”. Su rebeldía contra el orden social establecido es también una rebeldía contra la Iglesia y el cristianismo: “…¡Oh, qué amargo el camino / Desde que el otro Dios nos ha uncido en la cruz! / ¡Carne, mármol, flor, Venus, sí creo en alguien es en ti!”.
En Las primeras comuniones, lanza el siguiente anatema “¡Cristo!, Oh, Cristo, eterno ladrón de energías / Dios que durante dos mil años consagraste / a tu palidez / Hincadas en el sueño, de vergüenzas y cefalalgias / O derribadas, de dolor las frentes de las mujeres.” Adversario intransigente de Napoleón clama cuando éste empieza a caer: “Como el Emperador estaba ebrio tras veinte años de orgía / se dijo: ¡Voy a apagar la libertad / De un soplo muy delicado igual que una bujía!/ ¡La libertad revive! ¡EI Emperador jadea de debilidad!”. Se ha hablado mucho de su participación en la Comuna. Los historiadores reaccionarios han llegado a establecer una historia plena de falsificaciones. Según estos (5), Rimbaud participó pero quedó asqueado del ambiente, de los comuneros. Lo cierto es que no pudo ser un federado, pero fue un partidario ferviente de la Comuna y siguió defendiendo sus ideales incluso cuando su vida aventurera le arrastró muy lejos de los medios socialistas, de los “monos azules del proletariado” al que cantó en uno de sus versos. Luego, la represión de la Comuna le inspiró tres de sus mejores poemas como fueron La orgía parisiense o París se vuelve a poblar, Las manos de Jean-Marie y La bateu ivre.
Más tarde escribiría un proyecto de Constitución “comunista” que se perderá desgraciadamente y en la que propugna un Estado basado en la supresión del dinero, una civilización del trabajo que se gobernaba por delegados temporales, no remunerados y con mandato imperativo. En 1879, cuando algunos piensan que ya ha “sentado la cabeza”, Rimbaud se sigue mostrando como un comunista convencido que escribe: “Mejor sería menos variedad y más potencia. Hay demasiados propietarios. El uso de las máquinas es muy restringido, por no decir imposible, a causa de la escasa extensión y de la dispersión de las parcelas. La fertilización mediante abonos o rotación de cultivos, etc… No está al alcance del cultivador aislado; sus medios no le permiten hacer las cosas en grande; aún se afana más que por un rendimiento mínimo. Esa «hermosa conquista» de 1789; la fragmentación de la propiedad es un daño”. Sobre su trayectoria personal ulterior, habría mucho que decir pero muy poco en relación a esta fase subversiva. Al final de su vida, cuando está a punto de morir consumido por la gangrena, su hermana, aprovechando el coma, impone un final de arrepentimiento “cristiano”.
En una línea muy similar a la de Rimbaud se sitúa el caso de Paul Verlaine (1844-1896), que sí tomó parte en las barricadas de la Comuna de París. Parnasiano, y uno de los más influyentes precursores del simbolismo, tuvo una gran influencia en Rubén Darío, Su padre era capitán de ingenieros, frecuentó el Liceo y estudió Derecho por poco tiempo. En uno de sus primeros poemas glorifica a los revolucionarios de 1832 y 1834, escribe también contra Bonaparte y critica a los «burgueses ladinos», así como a los poetas conformistas. Trabaja como funcionario y colabora con la prensa radical. Su esposa, Mathilde Manté, es una discípula de Louise Michel. Tras la proclamación de la República, Verlaine se enrola en la Guardia Nacional: “La guerra me vio estremecer / y la Comuna irrumpir…».
Durante la Comuna, trabaja como jefe de la Oficina de prensa del Ayuntamiento y se identifica “con esa revolución a la vez pacífica y temible conforme con el tan cierto sí vis pacern belum, con ese manifiesto anónimo, a fuerza de hombres oscuros y deliberadamente modestos bajo la simple rúbrica del Comité Central, que, tal como ya caracterizaban su impulso del principio unos versos míos, de los que sólo el primero he conservado en la memoria: «sin declamación y sin logomaquía», planteó, con aplomo, nitidez y franqueza el problema político interior e indicó perfectamente el futuro problema social que hay que resolver de inmediato, aunque sea por las armas». Escapa de la represión y se refugia en Londres, donde mantiene sus famosas y turbias relaciones con Rimbaud, pero también colaborará con los exiliados. En uno de sus últimos escritos, Verlaine todavía afirmaba que la poesía debe de integrarse al combate revolucionario.
Por otro lado, no olvidemos que la heroína más reconocida (y más odiada por la “gente bien”) de la “Commune”, Louise Michel (1830-1905), fue, entre otras muchas otras cosas, autora de unas memorias (existe una traducción al castellano), y autora de una Obra Poética de Louise Michel que fue recogida por D. Armogathe y Marion Piper y publicada por Maspero en su colección «Actes et Mémoires de peuple», París. Además, su gesta de mujer rebelde fue cantada por poetas de la talla de Víctor Hugo y Paul Verlaine.
El poema de Víctor Hugo dedicado a Louise fue escrito en diciembre de 1871, cuando éste se encontraba en manos de los versalleses y fue publicado en una recopilación de poemas sueltos suyos, Toute la Lyre. Dice así:
“Los que saben de tus versos misteriosos y dulces, de tus días, de tus noches, de tu solicitud, de tus lágrimas derramadas por todos, de tu olvido de ti misma por socorrer a los demás, de tu palabra semejante a la llama de los apóstoles; los que saben del techo sin fuego, sin aire, sin pan, del catre y la mesa de pino, de tu bondad, tu dignidad altiva de mujer del pueblo, de tu ternura austera que duerme bajo tu cólera, de tu fija mirada de odio a todos los inhumanos, y de los pies de los niños calentados en tus manos; y ésos, mujer, ante tu majestad bravía, meditaban, y, a pesar del pliegue amargo de tu boca, a pesar del maldiciente que, encarnizándose contra ti, te lanzaban todos los dicterios indignados de la ley, a pesar de la voz fatal y alta que tu acusa, veían resplandecer el ángel a través de la Medusa.”

Algunos detalles a considerar

Fotos. La Comuna fue uno de los primeros grandes acontecimientos europeos que sería ampliamente fotografiado. Si bien no existen imágenes de todo, pues escasean las de los combates —ni los medios técnicos las permitían, ni parece que los reporteros fuesen muy valerosos—, así como las de los fusilamientos. Hay, en cambio, abundantes fotos de los muertos, todos con ropa muy sencilla, tomadas con fines administrativos. La Comuna tendrá el triste privilegio de inaugurar también el empleo de la fotografía con criterios policiales. De ese modo, algunos participantes de las barricadas fueron fusilados porque una foto probaba que estaban en el campo de los insurrectos. Y las fotos sirvieron también, distribuidas en los puestos fronterizos, para dificultar los  exilios.

Gracias a Dios. Los vencedores, además de organizar las ejecuciones masivas ante el llamado mur des Fédérés, montaron una buena campaña de propaganda. Con la ayuda de actores, recrearon algunos de los acontecimientos vividos en París poniendo hincapié en las supuestas crueldades de los derrotados, con mención especial para las mujeres revolucionarias, tratadas de “mesalinas”, “bacantes borrachas”, “lobas sedientas de sangre” o “petroleras” adjetivo este último que servía para atribuir a las mujeres que no se conformaban con ser madres, esposas y trabajadoras, la responsabilidad de los incendios que desfiguraron la capital francesa.

Ruskin. Entre todos los sucesos mundiales durante la vida de Ruskin, la Comuna de París fue lo que suscitó su mayor entusiasmo. Algunas de las cartas más notables de su Fors Calvigera –una miscelánea de cartas a obreros que comenzó a publicar en 1871, el mismo año de la Comuna- fueron escritas bajo el estímulo de noticias de esa revolución, cuya causa principal atribuía a la pereza, la desobediencia y la codicia de las clases medias y ricas. En julio de 1871 declaró: «Yo mismo soy un comunista de la vieja escuela: el más rojo entre los rojos».  Ruskin  nunca fue integrante de ningún partido marxista. Ya anciano, Ruskin se sintió incapaz de hacer otra cosa que enviar su adhesión mientras se disculpaba con el lamento de que «mis huesos ya están bastante templequeantes». Y aunque en 1886 escribió en una carta a un joven amigo: «desde luego soy socialista (…) de la especie más severa», agregó «pero también un Tory de la especie más severa», dado que continuaba combinando sus opiniones radicales con la creencia en la necesidad de una jerarquía social. A esta altura, las actividades y pronunciamientos sumamente radicales de (William) Morris, preocupaban a Ruskin, aunque calificaba a Morris como el hombre más competente de su época, declaraba en esa carta que «Morris tiene toda la razón con lo que dice (…) solo que no debe decirlo”. (Donald Drew Egbert, en El arte y la izquierda en Europa. Desde la revolución francesa a Mayo de 1968).

 

Cine. Siendo la primera revolución social  en la que participaron codo con codo todas las corrientes republicanas y socialistas, entre ellos “marxistas” y “bakuninistas”, la historia de la Comuna es una de las grandes ausencias temáticas del cine francés (e internacional), aunque es verdad que se contabilizan un gran número de documentales, en su mayor parte franceses, comenzando por una mítica película de Armand Guerra de 1914. Entre todos ellos, quizás el más ambicioso y asequible sea Memoria común, realizado con ocasión del centenario (1971), una evocación histórica de Patrick Pôidevin, de 85 minutos, que combina materiales fotográficos y entrevistas con historiadores con la recreación de algunas escenas emblemáticas. De fecha anterior (1972) fue La Commune. Louise Michel et nous, de Michele Gard. Por su lado, la cadena ARTE produjo 1871, que fue dirigida por el interesante cineasta británico Ken McMullen, autor de Zina (1985), en la que evoca el drama de una de las hijas de Trotsky, en una clave parecida a la de Antígona, mientras es tratada en un instituto psiquiátrico de Berlín.
Aparte de alguna que otra referencia muy de pasada en películas como El festín de Babette (Francia, 1987) o Lenin en París (URSS, 1981), cabe contar como una excepción la producción soviética La nueva Babilonia, de Leonard Trauberg y Gregori Kozintev (1928), que según Ángel Ferrero “además de estar considerada una de las últimas obras maestras del período silente del cine soviético, la elección del tema resulta, vista retrospectivamente, sintomática: finalizada la lucha de facciones dio comienzo en la URSS su Termidor particular, encabezado por la figura del Secretario General del Partido, Jósef Stalin, y que tuvo su traducción cultural en el zhdanovinismo, por el cual habrían de ser condenados todos los representantes de la vanguardia cultural soviética. La Nueva Babilonia puede interpretarse como el canto del cisne de la misma; la elección del tema sin duda no debió de ser casual”.
Según Richard Porton, esta obra clásica “resume el antiautoritarismo de las bases que actuaron los 72 días de la Comuna de París de 1871, al tiempo que anticipa el comunismo libertario de la década de 1930 y el radicalismo antiestatista que estalló durante los acontecimientos de 1968”. También valora muy positivamente una adaptación de Aun Bonheur des dames, de los mismos autores, “cuyo montaje delirante y espíritu anárquico la convierten en una de las producciones más anómalas que se hayan hecho en la Unión Soviética”.
La obra más importante (y la más extensa) sobre este capítulo fundacional del movimiento obrero es, hasta ahora, La commune (París, 1871), docudrama firmado en el año 2002 por Peter Watkins (fotógrafo y director británico autor de, entre otras películas, The War Game, un estremecedor alegato que fue Oscar en 1966 al “mejor documental” sobre lo que significaría un desastre nuclear). Se le ha relacionado con el anarquismo, y en la filmografía editada por Christie se citan algunos títulos suyos y una entrevista con él. Ángel Ferrero, de la Universidad de Barcelona, habla de un “film-río (que) entroncó con el legado de las vanguardias históricas, desde Sergei M. Eisenstein (preponderancia del escenario sobre el guión, del protagonista colectivo sobre el individual) hasta, como se dijo, la aplicación cinematográfica de las principales técnicas del teatro brechtiano (extrañamiento, reflexividad, interpretación distanciada, interpelación directa al espectador, intercalación de didascalias). La Commune se concibió como un film didáctico que había de acompañarse de debates y jornadas informativas, pero fue boicoteado por los mismos productores. Watkins muy bien pudiera haberles dirigido el reproche procedente del Coriolano de Brecht: “Me parece que usted no se da cuenta de lo difícil que es para los oprimidos unirse”. Watkins utilizó una cobertura mediática actual para filmar in situ (en un enorme decorado funcional que “reconstruye” el París de la época) una “información” de los acontecimientos más significativos con la ayuda de doscientos actores, en su mayoría no profesionales.

 

Notas:

(1) Las notas de este apartado están extraídas de Los escritores contra la Comuna, de Paul Lidsky (Ed. Siglo XXI, México, 1971). Otra obra básica es Los poetas de la Comuna, de Maurice Choury (Los libros de la Frontera, Barcelona, 1975);
(2) cf. José María Moreno Galván, Honoré Daumier, “Tiempo de Historia”, n.» 51, febrero de 1979).
(3) He aquí una breve lista de sus obras: El dinero (1857), Los refractarios, La calle (1868), El niño (Alianza, Madrid, 1971, prólogo de Jorge Semprún), Los hijos del pueblo (1879), El bachiller (1881), La calle de Londres, El insurrecto (Ed. Mateu, col. Maldoror, Barcelona, 1970, presentación de Manuel Serrat Crespo). Después de su muerte se editaron: Las brusas, Las palabras, Recuerdo de un estudiante pobre, El espectro de París y Un gentilhombre. Sobre su vida, ver en el ensayo de Teresa Pámies en Romanticismo militante (Galbas, Barcelona, 1976).
(4) Cf. Maurice Dommaguet, Eugene Pottier, membre de la Commune et chanteur de l’Internationale (Espartacus, París, 1971).
(5) En torno al compromiso de Rimbaud resulta fundamental la obra de Pierre Gascar, Rimbaud y la Comuna (Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1975).

 


Nota del Editor: la versión original de este artículo escrito por Pepe Rodríguez-Alvarez fue publicada tiempo atrás por Anticapitalistas. El fragmento editado que se reproduce fue enviado a este espacio por Rodrigo de Lázaro.


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