La posición realista formo parte también de la contestación, se montó sobre el deseo multitudinario de salir de un estado de situación asfixiante, tanto como en la capacidad de múltiples espacios, colectivos, tramas más o menos amplias, de impugnar la experiencia neoliberal y explorar otros caminos. Sólo que, si en el primer caso, el realismo tuvo que ver con el dinamismo de las lógicas financieras, empresariales, corporativas o incluso policiales; el más reciente realismo de raigambre popular, aletargó todo signo de dinamismo de ese deseo multitudinario más o menos organizado.
Llamamos realismo político a una posición enunciativa que, de derecha a izquierda, invariablemente se arroga la decisión sobre lo posible. En algunos casos, se trata de una posición sustentada en el conglomerado de corporaciones y poderes fácticos que, empoderados institucionalmente, establecen las reglas del juego, ponen al árbitro y a los tribunales que lo controlan. En la historia reciente, quienes sostuvieron golpes de Estado, dictaduras o situaciones de extorsión prolongadas, se hicieron, ya en democracia, con la suma del poder confundida con el funcionamiento mismo de las cosas. Pero, más recientemente, la posición realista formo parte también de la contestación, se montó sobre el deseo multitudinario de salir de un estado de situación asfixiante, tanto como en la capacidad de múltiples espacios, colectivos, tramas más o menos amplias, de impugnar la experiencia neoliberal y explorar otros caminos. Sólo que, si en el primer caso, el realismo tuvo que ver con el dinamismo de las lógicas financieras, empresariales, corporativas o incluso policiales; el más reciente realismo de raigambre popular, aletargó todo signo de dinamismo de ese deseo multitudinario más o menos organizado.
¿Hay un “There is no alternative” populista? ¿A la izquierda de los últimos gobiernos populares está la pared (como se le escuchó decir a Cristina Fernández sobre su propio gobierno en pleno contexto de “década ganada”)? La crítica radical al “realismo político” es considerada por los referentes intelectuales, mediáticos y políticos de ese realismo como una forma dogmática, ideológicamente hablando, demasiado principista como para tener incidencia práctica y, con ello, algo cómoda a la hora de discutir poder. Pero es en la aceptación de lo posible (tal como se lo define desde los proyectos de poder) donde encontramos la mayor radicalidad… en defensa de lo que hay.
La caída o derrota de los gobiernos de raíz popular del último ciclo no se dio en condiciones de un dinamismo insoportable para las élites o de conflictividades insostenibles para los grandes poderes internacionales
El razonamiento indica que lo que hay se consiguió evitando lo peor, sin margen para una pregunta que suena contrafáctica y de la cual lo posible huye con pavor: ¿hubiera sido posible otro camino, otro tipo de accionar, otra participación en la relación de fuerzas? Quien llegó a lo que hay como posibilidad desencantada, unas veces apoyo crítico desesperado, otras entusiasmos de coyuntura asociados a cuadros políticos carismáticos, cuando no “frentes” amplios contra lo peor, se opondrán con fuerza –¿con la fuerza de un converso?– a cualquier posición que les recuerde “lo que podría haber sido”. Quien, en cambio, llegó a lo que hay por el camino de sus convicciones, por oportunismos más o menos conscientes o identidad política sin más, sostendrá lo que hay hasta que no haya más.
Contra el realismo político que en el caso argentino vuelve como farsa y a nivel de la región asoma con comodidad a la sombra de los, tarde o temprano, fracasos de las derechas gobernantes, proponemos un diagnóstico: la caída o derrota de los gobiernos de raíz popular del último ciclo no se dio en condiciones de un dinamismo insoportable para las élites o de conflictividades insostenibles para los grandes poderes internacionales, sino en su momento menos dinámico (especularmente, también se trató de un momento poco dinámico para las organizaciones sociales y movimientos de base). En cambio, si repasamos desde esta lente presente la interrupción de los procesos revolucionarios y reformistas, los dinamismos de los 60 y 70, en América Latina la historia, justamente la historia, es diferente.
En Brasil, en 1964, el golpe tuvo lugar en un contexto de afianzamiento de relaciones del gobierno de João Goulart con las experiencias comunistas a nivel internacional, cuando internamente se llevaba adelante un intento de reforma agraria –por cierto, no poco frecuente en ese período en toda la región. De hecho, Celso Furtado, economista de la CEPAL y Ministro de Planificación de Goulart, tomaba al dinamismo social (las comunidades de base, la opción por los pobres de sectores de la iglesia, la fuerza renovada de las experiencias sindicales, los movimientos rurales, etc.) como dato para fortalecer el argumento en favor de la reforma agraria y justificar la confrontación inevitable con la clase terrateniente. De algún modo, el propio Perón, muy atento al Vargas de los 40, durante el año anterior a la irrupción del 17 de octubre, se paseó por los espacios y oficinas de sectores empresarios y partidos conservadores evocando el peligro comunista como corolario de la penuria económica que pesaba sobre los sectores populares (es recordado, en ese sentido, el discurso que dio en la Bolsa de Comercio el 25 de agosto de 1944). Por entonces se utilizaba políticamente el descontento popular y la desigualdad para presionar sobre los sectores dominantes con opciones reformistas de mayor o menor calibre; hoy da la impresión de que, inversamente, se pide a las bases sociales paciencia e incluso en algunos casos obediencia por temor a la reacción conservadora.
En Chile gobernaba Salvador Allende como resultado de una movilización clasista y popular sin precedentes en ese país, muy diferente a la experiencia del Frente Popular de la década del 30, que había formado parte de la política de la III Internacional y seguido el mandato de conformación de frentes antifascistas en todos los países con experiencias políticas y sindicales comunistas. Según Raúl Zibechi, la fuerza social que emergía de los campamentos conformados por los “sin casa”, las juntas vecinales, los clubes de madres, entre otras experiencias, habían sido capaces de “poner en pie casi 20.000 organizaciones de base en todo el país”(1). Tras la nacionalización de la minería de cobre y la revitalización de la reforma agraria, en la elección parlamentaria de marzo de 1973 el gobierno de la Unidad Popular había perdido, pero la oposición no había logrado, tras una feroz campaña, reunir los dos tercios de escaños necesarios para impulsar el juicio político contra el gobierno, y en septiembre de ese mismo año se produjo un golpe de Estado asesino que encumbró a Pinochet y desterró la avanzada clasista, combativa o contestataria.
En Bolivia, tras una revolución obrera como la que había tenido lugar en 1952, el proceso de desmovilización y burocratización –en detrimento del potencial dinámico de sectores del campesinado– consolidado con el Movimiento Nacionalista Revolucionario en el gobierno, puede contener alguna pista para comprender la derrota o el derrocamiento en condiciones no tan dinámicas. El golpe lo dio el exgeneral de aviación y vicepresidente con los militares (1964), y no está precedido por el momento más dinámico de la revolución, sino por un estado de acuerdos por arriba, entre el gobierno y las organizaciones sindicales y campesinas. Se recuerda, de hecho, el pacto militar-campesino, durante el gobierno de Ovando y Barrientos –tiempo en que los llamados “rangers” se cobraron la vida del Che Guevara–, cuya propuesta insurreccional no había conseguido más que indiferencia por parte de los movimientos integrados al régimen acuerdista. En cambio, en 1971, tras la nacionalización del petróleo por segunda vez (1969), la avanzada de una Asamblea Popular y una nueva Central Obrera Boliviana, junto a otros sectores dinámicos como los que en oposición a las estructuras sindicales del campo fundan el indianismo katarista, en tránsito entre el campo y la ciudad y organizándose contra la dictadura, con fuertes movilizaciones durante la dictadura comandada por Hugo Bánzer Suárez, inscrita en el denominado Plan Cóndor.
Dos años después del golpe, el Manifiesto de Tiwanaku (firmado por el Centro de Coordinación y Promoción Campesina, el Centro Campesino Túpac Katari, la Asociación de Estudiantes Campesinos de Bolivia y la Asociación Nacional de Profesores Campesinos) produciría un balance de la revolución de 1952 y la reforma agraria, articulando una mirada con “dos ojos”, el de la discriminación étnica y el de la opresión de clase.
En Perú, el golpe de 1968 estuvo asociado, no tanto al escandalete del Acta de Talara –mediante la cual el Estado recuperaba ficticiamente campos petrolíferos en detrimento de una compañía estadounidense–, sino al vaticinio del ascenso al poder de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) con Víctor Raúl Haya de la Torre como candidato, quien en la elección precedente se vio influenciado por la política del gobierno estadounidense de Kennedy para América Latina. El gobierno militar se propuso disputar bases sociales con APRA (creando incluso sus propias ligas agrarias y organizaciones sociales o el propagandístico y censor SINAMOS), pero también con los sectores que, a la izquierda del Partido de la Estrella, se debatían entre la opción institucional y la insurrección. Avanzó con la nacionalización del petróleo y reabrió la discusión de la reforma agraria (que ejecutó despertando críticas por izquierda y derecha) como parte de su imaginario de “seguridad y desarrollo”, ya nada doctrinario, sino más bien uno de los nombres del pragmatismo que, por un lado reprimía experiencias como la toma del arenal de Villa El Salvador (con sus incursiones feministas y comunitarias a cuestas) y, por otro (o no tan otro), llevó al régimen militar a contar con el beneplácito de Fidel Castro.
Más allá de la crítica furibunda de quienes permanecieron en la CCP (Confederación Campesina del Perú) a una reforma agraria que imponía a los campesinos una “deuda agraria” como condición o que montaba cooperativas gerenciadas por funcionarios o por los propios terratenientes, los sectores más poderosos del ejército y del poder económico acusaron “infiltración comunista” (2) para, finalmente, darle fin al gobierno de Velasco. El gobierno militar de Francisco Morales Bermúdez desarmó las políticas que en su momento habían contribuido a dividir en gran medida a los movimientos populares y las vanguardias revolucionarias. Ahora la confrontación se volvía más directa. Los militares reemplazaron la ambigüedad de la cooptación por la sinceridad de la represión.
Tal vez el cometido inmediato de la dictadura argentina (cívico, militar, corporativa, religiosa) no fue otro que el de interrumpir el momento más dinámico del siglo XX argentino junto con el 17 de octubre de 1945
En Argentina, el Plan Gelbard –continuación del GAN (Gran Acuerdo Nacional) elucubrado por las cúpulas empresarias, sindicales y eclesiástica, con la dictadura de Lanusse– se desflecaba ante los efectos duraderos de la crisis internacional del ’73 y, en el plano local, mostraba los límites del esquema que se pretendía instalar con la vuelta de Perón: una burguesía nacional beneficiada, congelamiento salarial, la promesa del gobierno de controlar precios y el rol de los sindicatos como “contenedores” del conflicto.
La herencia de la serie de revueltas que tuvieron lugar entre fines de 1968 y la primera mitad de 1969, del Rosariazo al Cordobazo, pasando por el Tucumanazo, el Rocazo, el Villazo, y así; incluyendo la división de la CGT en beneficio de la creación de la CGT de los Argentinos (parte de un gran movimiento clasista popular hasta entonces inédito) y la experiencia guerrillera (PRT-ERP, Montoneros, FAP, etc.), mostró su mayor consistencia cuando, tras la muerte de Perón en medio del proceso de “depuración interna” del partido y el terrorismo paraestatal de la Triple A, y ante la tendencia (reaccionaria) de Isabel Perón, miles de trabajadoras y trabajadores se mantuvieron movilizados, en plan de lucha, ejecutando huelgas y boicots, tomando fábricas o amenazando con hacerlo y discutiendo agudas agendas durante varios meses.
De la experiencia conocida como SITRAC-SITRAM, el SMATA de René Salamanca, Luz y Fuerza cordobesa dirigida por Tosco, la “democracia obrera” contra las políticas empresariales de IKA-Renault, a la resistencia contra el “Rodrigazo” el despliegue y la riqueza política del movimiento obrero logran atravesar umbrales antes insospechados e interpelar a sectores menos activos de la sociedad. Pero las medidas económicas del gobierno de Isabel –con aval de la burocracia sindical–, extremadas por el ajuste de Celestino Rodrigo, no explican por sí mismas la atmósfera de agitación. Fue la trama de coordinadoras, mesas intersindicales, delegaciones, asambleas, tácticas de lucha y las distintas instancias favorables a la horizontalidad política de la organización de los trabajadores, la que dio cuerpo a su capacidad de ampliar el campo de lo posible.
Por un lado, las experiencias políticas de base que, dentro o fuera del movimiento peronista, contaban con brazo armado y la trama de organización de clase más importante que conoció la historia argentina y, por otro, la incapacidad de la CGT, los gobiernos de Perón e Isabel y de la acción paraestatal persecutoria y asesina de aniquilar o encauzar alternativamente la movilización y el descontento social, sirvieron como argumentos o dieron lugar a la percepción militar para intervenir una vez más, abriéndose una dictadura caracterizada por la sistematización de la desaparición de personas. Tal vez el cometido inmediato de esa dictadura (cívico, militar, corporativa, religiosa) no fue otro que el de interrumpir el momento más dinámico y, por ello, conflictivo del siglo XX argentino junto con el 17 de octubre de 1945. Por añadidura y no sin contradicciones con algunos de los mandos militares, especialmente los más nacionalistas, la complicidad de las cúpulas empresarias aportando ministerios clave, alteró la estructura económica que, en parte, había sido condición de esa forma de lucha de clases que se venía librando con intensidad inusitada.
¿Podemos seguir pensando con categorías y diagnósticos propios de aquellos tiempos tan lejanos y cercanos a la vez? Halperín Donghi invitaba en los ‘90 a pensar la historia de América Latina a partir de la derrota de los ’70, la clausura de las alternativas por las que se peleó: “no hay duda que sobre esa clausura del horizonte ideológico latinoamericano gravita aún más poderosamente la derrota decisiva de los movimientos populares que en Latinoamérica se movilizaron en pos de esas alternativas…”(4) Al mismo tiempo, ¿cómo asumir la derrota en un sentido otro que el anímicamente derrotista o el patológicamente negador? Para que la arenga revolucionaria que reza “hasta la victoria siempre” no se convierta en “víctimas por siempre”, es necesario no cejar en la búsqueda de los espacios enunciativos y praxis activas desde los cuales actuar y seguir pensando, tanto la derrota como la especificidad de las vitalidades que hicieron a los dinamismos mencionados. ¿Es hoy el repliegue bajo la forma del “mal menor” de turno, una vez más, la cara estratégica de un oficialismo frágil que enfrenta a un enemigo construido no solo como menos frágil, sino inmensamente poderoso? ¿Agregaremos en la serie de las repeticiones de lo mismo un nuevo eslabón de la manía de las izquierdas más dogmáticas de pensarse por fuera de las mezclas y ambivalencias populares? Nos debemos detenciones (cuestión de velocidades), tanto como intersecciones (cuestión de multiplicidades) para asumir la apuesta a redes que hoy desbordan, tanto coordenadas partidarias, sindicales y movimientistas clásicas, como al “realismo capitalista”. Vivimos en el último tercio del siglo pasado una brecha posible de insurrección que recorrió la política de la región, ¿el “fin de ciclo” progresista está montado sobre un final mal digerido de ese otro ciclo, en el que la revolución se creyó posible, con un capitalismo que mostraba su fragilidad? ¿Se trató, entonces, de un fin de ciclo de lo imposible (“seamos realistas, pidamos lo imposible”) como motor de la política?
Si el arrepentimiento esquiva la crítica material, la verdadera crítica no admite arrepentimiento. Si el derrotismo deja intacta la nostalgia justo ahí donde se vuelve necesario comprender, la derrota merece ser pensada. La afirmación de Toni Negri según la cual “Toda revolución termina en un termidor”, es decir, en una apropiación conservadora, o la provocación de Miguel Benasayag en pleno 2001 en una escuela revolucionada de La Matanza: “Lo peor que puede ocurrir con una revolución es que triunfe”, advierten sobre la fragilidad de los momentos constituyentes, de las fuerzas insurrectas, tanto como sobre la prepotencia de la inercia del poder, estableciéndose y licuando la vitalidad revolucionaria, disipando el elemento procesual.
Siguiendo la saga de francotiradores, León Rozitchner, que a fines de la década del ‘60 había analizado críticamente y en tiempo real (en la revista Contorno) el amargo paso del “mal menor” Frondizi por la presidencia, en 1985 (retornado de su exilio) publicó un texto agudo en el que desarma el “esquematismo político” de la izquierda revolucionaria de los setenta: “se había dejado de lado nada menos que la propia sensibilidad, el propio afecto, la propia percepción como un índice despreciable.” (5). La intuición que sobrevolaba la crudeza de su análisis era que más allá de la derrota en el plano anímico y del extrañamiento de lo que hacía unos años había sido entusiasmo, algo de ese esquematismo perduraba, como si no hubiera sido precisamente ese el blanco de una crítica (y autocrítica) verdadera. Entre la inmutabilidad acrítica y el arrepentimiento –que no es otra cosa que la aceptación de la crítica en los términos en los que la formulan los enemigos–, no se aprende de la derrota. Tal vez solo se aprenda de los balances críticos formulados desde una imaginación política vital que incluya nuevos elementos y escenarios. ¿Qué triunfa cuando triunfa una revolución en los términos planteados durante el siglo XX? ¿Qué es lo que fue derrotado con esos procesos revolucionarios y, sobre todo, con la red de instancias insurreccionales y de construcciones de base? Al mismo tiempo, ¿en qué condiciones emergieron nuevos movimientos populares e insurreccionales, es decir, nuevos protagonismos sociales en nuestra región? (pregunta, esta última, que repercute inmediatamente sobre una lectura posible del “comienzo de ciclo”…)
Estas preguntas se pueden formular a la hora de pensar el ciclo de gobiernos de raíz popular en la América Latina de comienzos del siglo XXI y, de acuerdo con la propuesta de este texto ofrecido en dos partes, a la hora de dar cuenta del “fin de ciclo”. Es necesario, entonces, un reconocimiento algo descarnado de las potencias y límites de estas experiencias políticas (con sus matices y diferencias), y una mirada sobre su final, mezcla de agotamiento, derrota, incapacidad…
1. Hacia 2010 o 2011 el progresismo de la región empezaba a mostrar signos de agotamiento. De hecho, el fin de ciclo no coincide con la derrota electoral, que ocurre posteriormente en la mayoría de los países e incluso sería (recientemente) revertida en Argentina, Bolivia, Ecuador… A fines de 2010, aprobada una nueva Constitución por el Movimiento Al Socialismo (MAS) y reelección de Evo Morales, se vivió un “gasolinazo” con fuerte resistencia en el Alto, que vio por primera vez cuestionar al presidente desde una ciudad que era considerada base electoral y que simbólicamente había sido el epicentro de las movilizaciones de 2003 que llevaron al MAS al gobierno.
El MAS siempre enfrentó movilizaciones, pero después de las victorias de 2009 empezarían a tener otro carácter político, de oposición contestataria contra actos de gobierno y ya no disputa por el poder impulsada desde las fuerzas desplazadas. En 2011 llegaría la ruptura definitiva con las ya distanciadas organizaciones indígenas (antes aliadas) tras la represión de la marcha indígena por el conflicto del TIPNIS (6). Desde los departamentos de las tierras altas que habían votado por el MAS se notaría un desencantamiento. Rechazaba un perfil estatal cada vez más orientado a las “clases medias”, y un discurso triunfalista que ya no hablaba como pueblo en el gobierno, y se distanciaba de las banderas indianistas, adoptando la voz de representante de un pueblo algo abstracto o, a veces, de gobierno a secas.
En Brasil en 2010 sería la primera elección de Dilma, apadrinada por Lula, contra Aecio Neves del PSDB, todavía dentro del juego partidario surgido de la redemocratización. El país ya no era el mismo pero todavía no se tenía eso en claro. La disputa electoral del PT buscó neutralizar una tercera opción, de la ex ministra de Medio Ambiente de Lula, Marina Silva, que representaba, justamente, lo que el PT dejaba de ser –de hecho, había salido del gobierno en disputas con el lobby del agronegocio– y, a su vez, lo que el PT hubiera podido y no llegaría a ser –una centro derecha liberal y actualizada con sensibilidad social. Recién a partir de las jornadas de junio de 2013 tendría lugar un quiebre de tendencia, con índices de aprobación popular negativa históricos para la presidenta y la llegada de la crisis económica y política, que el gobierno de Rousseff no podría contornear. La fuerza de las movilizaciones y la incapacidad de reacción o incluso articulación mostraban una derrota que se venía cocinando desde hacía mucho tiempo atrás.
El atajo hacia el poder exigía renunciar a lo deseable construido a fuerza de lucha e inventiva, por el camino más o menos poroso de lo posible
El gobierno de lo posible había dado como una de sus caras el monstruo de Belo Monte, la represa que financiaría la reelección de Dilma y daría lugar a una catástrofe de destrucción para la vida de poblaciones cercanas, del sistema fluvial y la selva, con consecuencias terribles (7). Como el TIPNIS en Bolivia, los conflictos de megaminería en toda la cordillera, por no mencionar los escándalos de corrupción, que, junto al descontento multitudinario, serían material fresco para el discurso moral de una derecha reaccionaria, y los acuerdos políticos con sectores conservadores mostraban que la potencia de los movimientos y los deseos populares de buen vivir previos a la llegada del “ciclo progresista” ya no eran lo que guiaba las agendas de los gobiernos. ¿Era aún fuente de legitimidad para éstos? Acuerdos bilaterales de comercio en Ecuador, antes siempre criticados por quien los implementaba, también conflicto en territorios indígenas como Sarayaku, o el fin de la propuesta de mantener el petróleo bajo la tierra en el Yasuní, que generaría la candidatura anti correista del movimiento indígena y Alberto Acosta, ex ministro y presidente de la Asamblea Constituyente como candidato opositor. ¿No comenzaba a agotarse el ciclo en el momento en que los gobiernos progresistas enfrentarían movilizaciones de estudiantes, pueblos indígenas, trabajadores, cuando en varios aspectos se abría la puerta a distintas formas de ajuste, austeridad o “sintonía fina”?
El progresismo mantenía el voto. Y ese era el argumento político que permitía sostener la virtud de las gestiones populares. Pero eran fuerzas políticas que habían surgido en la oposición al neoliberalismo de Menem, de Fernando Henrique y otros que, como el PRI en México, o el uribismo en colombia también se apoyaban en la fuerza del mandato electoral. Lo que se vivía, esta vez, debe leerse en la perspectiva de una militancia política que emerge con el fin de las dictaduras y que generacionalmente había encontrado la posibilidad de ser gobierno en una Latinoamérica neoliberal. Una dirigencia culturalmente de izquierda, con pasado militante, que había acompañado el ascenso de los movimientos sociales de los años ‘90, y que se veía depositaria de una oportunidad política por caminos institucionales en un trazado político que esas propias trayectorias habían delimitado por fuera del conflicto social, del anticapitalismo o de las agendas políticas de luchas actuales.
El progresismo es de esta manera la reacción política en condiciones neoliberales, que se manifiesta, sobre todo, como una cultura anti conservadora, antagonista de sus líderes y con simbología de izquierda, o indígena en los Andes, pero sin haber encontrado la llave para desarmar las bases de organización neoliberal (y neocolonial) de la sociedad y sin dejar de atender las necesidades de un capitalismo cada vez más “realista”. El atajo hacia el poder exigía renunciar a lo deseable construido a fuerza de lucha e inventiva, por el camino más o menos poroso de lo posible. Veríamos entonces reformas constitucionales que rebautizaban los estados como plurinacionales y anti neoliberales, veríamos las fotos de dictadores siendo retiradas públicamente del edificio estatal donde todavía permanecían, y veríamos ex presos políticos y torturados por la dictadura ocupar cargos presidenciales en Brasil, Chile y Uruguay. Se escucharía eslóganes como “revolución…”, Buen Vivir, “década ganada”, nombrando políticas públicas, la propaganda estatal, titulares de medios propios. Pero el PMDB en Brasil, los gobernadores conservadores en Argentina, los empresarios de siempre o los nuevos en todos lados marcarían una cercanía política en el modo de construcción de poder que nada tenía que ver con la confrontación con las elites o la transformación de las condiciones socioeconómicas.
Entre aquella revolución posible de los 70 y lo posible como renuncia de la revolución en los 2000 se ubica ese lugar político realista que percibimos al mismo tiempo victorioso y derrotado. Victorioso, frente a una línea insurreccional, clasista o de trabajo de base contra la que militó y de la que muchos de sus cuadros se habían desprendido. Fracasado, porque vimos a la derecha triunfar desde dentro de sus gobiernos, en distintas zonas de sus gestiones, en lo limitado del horizonte que construyeron y lo frágil de los avances de los que fueron capaces. Progresismo desplazando con claridad en Brasil, generando situaciones intermedias en Bolivia, Argentina o Ecuador, donde el progresismo muestra su fuerza de alguna forma y en paréntesis en Chile, donde la ideología del presente es todavía mayoritariamente progresista, pero las revueltas de octubre de 2019 dejaron ver una composición social más dinámica.
En algún punto, mientras lo permitieron las coyunturas, los gobiernos de raíz popular lograron encarnar reparaciones históricas (salariales, públicas patrimoniales, etc.) y transformaciones localizadas (ampliaciones de derechos), obteniendo consensos y alentando la interpretación hegemonista, en contraposición a las izquierdas más ortodoxas. Pero cuando los escenarios, los actores o las circunstancias permitieron avizorar mayores coeficientes de transformación política y social, los progresismos mostraron su cara reactiva y, en algunos casos más que en otros, operaron como fuerzas de reacción. Finalmente, el realismo neoliberal es más realista y la mística progresista demasiado simbólica, como contracara de su impronta negociadora con el statu quo en lo que importa al funcionamiento social.