El movimiento de mujeres de Haití es amplio y aguerrido, y se nutre de su cultura ancestral y profundamente rebelde para enfrentar el patriarcado nacional y extranjero.
Representaciones de la mujer haitiana
La mujer haitiana es como las cariátides antiguas, las figuras femeninas esculpidas en la arquitectura ateniense con forma de columna o pilastra, como aquellas que podemos encontrar en el Erecteion de la Acrópolis griega sosteniendo al mundo sobre sus cabezas. O, para partir de “nuestra Grecia” y no de la Grecia que no es nuestra, podríamos mencionar a las “indiátides”, tal y como llamó José Lezama Lima a las figuras femeninas mestizas que yacen en el portal de la Iglesia de San Lorenzo de Carangas, en Potosí. Los esfuerzos pilares de estas mujeres, sus múltiples labores -productivas, reproductivas, religiosas y de todo tipo-, sostienen al mundo haitiano tal y como lo conocemos.
El 80 por ciento de los hogares dependen en Haití de un ingreso femenino y el 48 por ciento de las mujeres labora en simultáneo fuera y dentro de su casa. Estas jornadas extenuantes incluyen la cocina a leña, mucho más demorada que la cocina a gas si consideramos la necesidad de aprovisionarse de carbón vegetal o madera; el lavado de la ropa, a mano, por lo general, en el lecho de los ríos y arroyos; la crianza de una prole numerosa y el cuidado de los enfermos y ancianos; en el campo, toda la cadena de las tareas agrícolas, desde el desmalezamiento, la roturación sin maquinaria y, por lo general, sin animales de tiro, la siembra, el riego y la cosecha; en las ciudades, también el trabajo de comercialización de las llamadas madanm sara y el abastecimiento de géneros alimenticios de la capital en las grandes y pequeñas urbes; y por último, la venta directa en los mercados callejeros, en largas jornadas que van de sol a sol.
Durante décadas, algunas vertientes del feminismo han puesto en debate, en el campo de la arquitectura, la asociación entre lo femenino y la ornamentación, y entre lo masculino y la estructura. La presunción, tácita, de que, mientras lo femenino embellece, lo masculino sostiene. De que lo femenino es grácil y lo masculino fuerte, etc. Pero las indiátides, mientras sostienen el peso, sostienen la mirada. No se trata del animal manso ni de la burra de carga. La indiátide sólo puede mirar a los ojos, pero, paradójicamente, es incapaz de verse a sí misma. Y nada recuerda tanto a ellas como la pose recta y digna de las mujeres campesinas y urbanas, las piernas duras, los brazos fuertes, cuerpos fraguados justamente en el acarreo de los más diversos enseres sobre sus propias cabezas. Desde estas miradas, la representación de las mujeres en función estructural y su firme mirada puesta en lontananza pareciera ser elogiosa, pero un rápido vistazo a la situación de las mujeres realmente existentes puede convencernos sobre cuáles son los costos de aquella presunción de fuerzas sin duda existentes.
Es necesario señalar que la cultura haitiana tiene sus propias formas de representar a la condición femenina, muchas positivas y otras no exentas de cargas patriarcales y mandatos sexuales conservadores. Quizás la más corriente y poderosa de todas las representaciones sea aquella que reza que fanm yo se potomitan lavi a, la que relaciona a las mujeres con elpotomitan, la estructura central del hounfor. Este es el espacio en donde se desarrolla la práctica del vudú -o vodú-, la religión tradicional y -aunque solapada-, en algún sentido, mayoritaria del país. El potomitan es el centro simbólico e imaginario que religa a los individuos, a la comunidad, a la nación, a la humanidad y al cosmos. No es un burdo palo ni una columna de cemento que conecta el piso y el cielo raso. El potomitan, en sí, no sostiene peso alguno ni cumple una función estructural, aunque mantiene intactas las preguntas sobre la libertad y el peso: ¿es la libertad ligera y pesado el deber? El potomitan es ni más ni menos que el centro sagrado presente en toda religión. Es una metáfora y una metáfora poderosa y llena de significado en este país. Otros apelativos comunes dirigidos hacia la mujer haitiana serán los que resaltan su poder y su entereza: fanm djanm -mujer fuerte, firme, recia- o fanm vanyan -mujer valiente, guerrera-, fanm chèf kay la -jefa de hogar-, entre tantos otros.
Organizaciones feministas, movimientos sociales y ONG coloniales
Sabine Lamour, haitiana, socióloga, feminista y directora de la organización Solidarité Fanm Aysyen (Solidaridad de las Mujeres Haitianas – SOFA), escribió un interesantísimo texto sintetizando los trazos definitorios del movimiento feminista -no siempre equivalente al movimiento de mujeres- de Haití: “La originalidad del movimiento feminista haitiano radica en el hecho de que no cabe pensarlo en términos de ola (primera, segunda o tercera) ni en términos de corriente definida (liberal, negra, descolonial…). Este movimiento, a contrapelo de los demás movimientos feministas, contribuye enormemente a la identificación de las realidades nacionales problemáticas, como, por ejemplo, las violencias cometidas contra mujeres y niñas, la participación política, la impunidad, la soberanía nacional y la lucha contra el oscurantismo”.
El movimiento de mujeres y feminista haitiano es como una serie de bolillas imantadas que tan pronto se dispersan como se aglomeran en el centro de la escena política, siempre cuando las situaciones críticas ponen en riesgo la reproducción de la vida. Siempre en todos y cada uno de los más dramáticos clivajes históricos, allí aparecen las mujeres de Haití, como una mayoría nacional constituida al hecho, aunque luego, en los momentos de repliegue, sean grupos y corrientes más pequeñas las que se prolonguen en movimientos e identidades específicamente feministas. Así sucedió, según la propia Lamour, en 1915 -cuando la ocupación norteamericana-, en 1957 -al inicio de la dictadura de los Duvalier-, en 1991 -en el movimiento de masas que llevó al poder al gobierno popular de Aristide- y en 2004 -con la ocupación internacional y la resistencia frente a la MINUSTAH-.
En Haití, existe una total identificación, en las feministas y no solamente en ellas, entre el cuerpo de las mujeres, el cuerpo de las comunidades y el “cuerpo” de la nación haitiana. Por lo común, las situaciones críticas son producidas por factores doblemente externos: sean internacionales, como las ocupaciones militares, los golpes de Estado tramados y financiados desde el extranjero, o el desembarco de “misiones de paz”. O ya sean factores estatales, los cuales también son externos si atendemos a la ajenidad del Estado y de sus clases dominantes respecto a la nación haitiana en sentido estricto, conformada por campesinas, campesinos, trabajadores, trabajadoras y habitantes de las periferias urbanas. Estas coyunturas impactan, agreden y tienden a desestructurar un tejido social particularmente fuerte y resistente. Esto es lo que constituye a un feminismo que, en gran medida y en gran escala, no será teórico -de ahí el rechazo a la adscripción a corrientes u “olas” determinadas por fuera de pequeñísimos círculos intelectuales, muchos de ellos en la diáspora-, sino, más bien, práctico. Y no sólo práctico, sino también oral, en plena sintonía con las características de la cultura creol.
Por eso es que podemos escuchar aún hoy, en el campo haitiano, cómo las mujeres cantan canciones sobre Anacaona, “la flor de oro de las mil espinas”, indígena taína, poetisa y guerrera que enfrentó a los conquistadores españoles desde su cacicazgo en Xaraguá. Anacaona, quien fuera, si se nos permite la expresión, la primera feminista práctica de América -concepto desarrollado en otro lugar- y la que primero enfrentara no solo el fenómeno de la colonización como un todo, sino la tentativa de someter, violar y reducir a bestias parideras a las mujeres que, como ella, ostentaban en la isla de Quiskeya importantes roles de organización y mando.
Pero, además del movimiento feminista en sentido estricto, conformado por algunas de las organizaciones mencionadas y otras más de raigambre regional, encontramos un vasto movimiento de mujeres plasmado en la existencia, al menos en las organizaciones sociales más antiguas y fuertes, de ramas femeninas a su interior. En particular, las organizaciones mayores del movimiento campesino cuentan con sectores o, al menos, comités de mujeres que incentivan su protagonismo en la lucha por la tierra y la reforma agraria, y contra las violencias y la carestía de la vida. También diferentes partidos políticos de izquierda que cuentan con cuadros al interior de estas organizaciones de masas, promueven debates y agendas específicamente feministas. Sin embargo, la separación entre organizaciones de mujeres y organizaciones feministas es apenas una esquematización, dado que, en la práctica, resultan difícilmente distinguibles.
Por esta compleja situación organizativa, por esta memoria histórica y porque las agresiones que han de enfrentar las mujeres y el pueblo de Haití son externas y, la mayoría de las veces, trasnacionales, es que el feminismo haitiano no emerge como una onda en el estanque de ideas ultramarinas y conmociones lejanas, sino como una sucesión de réplicas de un sismo que viene de tierra adentro. El feminismo haitiano viene de sí mismo y desde sí mismo puede emprender -si encuentra interlocutores que así le reconozcan- un diálogo con el Caribe, Latinoamérica, Norteamérica, Europa o África.
Pero este diálogo puede llegar a ser un diálogo de sordos cuando consideramos a otro actor en disputa en el campo del feminismo: se trata de las ONG, en particular, aquellas de origen euro-norteamericano y con perspectivas coloniales. Las mismas naciones que practican la injerencia, notablemente Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea (UE), mientras financian ONG autodenominadas feministas, promueven las ocupaciones internacionales que cometen violaciones masivas, abusos de niños y niñas, y participan de redes de prostitución y trata. En conversación con Lamour, su balance es tajante: “No podemos considerar a esas personas nuestros amigos. Nosotros luchamos para tener un Estado fuerte, una sociedad civil fuerte y organizaciones que puedan garantizar la integridad física de las mujeres”. Esto se relaciona con la sustitución estatal que emprenden las ONG coloniales y a su cooptación de militantes y dirigentes valiosos de los movimientos populares.
Pero hay aún otro problema: muchas de estas ONG divulgaron, a comienzos de este siglo, la teoría de la “epidemia de violaciones”, haciendo del varón haitiano algo así como un violador nato y un depredador sexual natural -se sobreentiende que por motivo de su negritud-, soslayando que, según las propias estimaciones de las organizaciones feministas, el principal factor de incidencia de la violencia sexual eran, por ese entonces, los cascos azules de la ONU y el propio Estado. A esto, se sumaba la imposibilidad de aplicar las formas de justicia comunitaria que la sociedad local reserva a los pedófilos y violadores haitianos. Frente a estos crímenes sexuales perpetrados por “agentes de paz”, estos reciben, en cambio, la cobertura de su “inmunidad humanitaria”, por lo que, ante las denuncias y casos comprobados de violación y abusos, son rápidamente retirados del país, negando a las víctimas y sus familias la más elemental noción de reparación y justicia.
El estereotipo racista que equipara a negros con violadores es muy parecido a lo que refiere Angela Davis en un capítulo deMujeres, raza, clase, destinado a desmenuzar lo que la activista e investigadora llama “el mito del violador negro”, por el cual los supremacistas blancos norteamericanos del tiempo de la post-plantación utilizaban las denuncias de violación como excusa para linchar a los varones negros de forma sumaria y masiva. Para el caso de un Haití ocupado, podríamos preguntarnos entonces: ¿quién sospecharía de los blancos, pulcros y educados depredadores sexuales llegados con las misiones de paz o a través del sistema internacional de cooperación al desarrollo, siendo que los estereotipos racistas de siempre han hecho de los negros seres bárbaros, hiper-sexuados y genéticamente peligrosos?
Pese a la sobre-determinación de los factores externos, también es cierto que el patriarcado haitiano es tan nacional y singular como su feminismo. Por eso mismo, comprender sus características y sus violencias intrínsecas, así como elaborar cursos de acción en una perspectiva feminista y popular, exigen de su conocimiento detallado, siendo improcedente el aplicar recetas o moldes extraterritoriales. La propia Angela Davis, y también investigadores como el martiqueño Edouard Glissant, afirman que la sexualidad, la violencia sexual y el patriarcado de las sociedades caribeñas es completamente ininteligible sin comprender cómo funcionaba la sociedad y la división sexual y social del trabajo en las sociedades esclavistas de plantación. Por mencionar solo un ejemplo: el patriarcado de plantación nunca impuso algo parecido al “confinamiento doméstico” a las mujeres esclavizadas, que, en sus funciones estrictamente productivas -las que no se detenían en el embarazo y el puerperio-, eran consideradas como sujetos igualmente productivos y, por lo tanto, igualmente explotados que el varón esclavizado. En cierto sentido, esto se prolonga hasta hoy, considerando el rol preponderante de las mujeres haitianas en tareas extra domésticas como la agricultura y el comercio. Tampoco el patriarcado de plantación elaboró los estereotipos de debilidad, fragilidad y minusvalía construidos en torno de las mujeres blancas, lo que quizás ayude a comprender la primacía de las representaciones de la mujer haitiana con un sujeto fuerte y aguerrido.
La mirada histórica es, entonces, central, más aun considerando una historia como la haitiana, en la que sobresalen una multiplicidad de heroínas desde los tiempos de la Revolución de 1804, como Cecile Fatiman, Sanité Belair, Catherine Flon, Victoria Montou, Marie Jeanne Lamartinière, Dédée Bazile, Marie-Claire Heureuse Félicité y, en el siglo XX, figuras como las de la feminista Yvonne Hakim-Rimpel y la comunista Yanick Rigaud. Pero, además de esta mirada histórica, es aún más claro que, en sociedades periféricas, recolonizadas y permanentemente intervenidas, estudiar el patriarcado local sin tener en cuenta una perspectiva geopolítica y el accionar de las potencias imperialistas es tan solo una ficción que, tarde o temprano, acaba por victimizar a las víctimas y convertir en salvadores a los victimarios.
Objetivos, estrategias y programas
Un documento de 2010, fecha del terremoto que devastó al país, es una completa declaración de rasgos y principios del movimiento feminista haitiano. Lleva la firma de Olga Benoit y Yolette Andŕe Jeanty por las organizaciones Fanm Deside (Mujeres Decididas), Kay Fanm (Casa de la Mujer), REFRAKA y SOFA, en el marco de la Coordinación Nacional de Incidencia por los Derechos de la Mujer (CONAP), la más importante articulación de organizaciones de mujeres y feministas del país, la cual supo tener una importante presencia nacional a comienzos de siglo.
El sujeto que buscan representar las organizaciones es claro: las obreras de las zonas francas industriales, las trabajadoras domésticas, las comerciantes del sector informal y las productoras campesinas, es decir, los sectores más expuestos a la feminización de la pobreza y la violencia de género. Igual de nítido aparece el sistema a que se enfrentan: “Un modelo capitalista patriarcal erigido sobre la subordinación y la dominación de las mujeres y grupos vulnerables, y fundado sobre la exclusión y la superexplotación de las clases trabajadoras”. Esto en el marco de “una economía política periférica, dependiente, elitista, machista y extrovertida”, articulada en torno a “recetas neoliberales”.
Frente a la dimensión del problema, las firmantes propondrán romper con: la dinámica de exclusión, las relaciones de dependencia estructural frente a los países imperialistas, gran parte de la clase política sumisa y el modelo de crecimiento hiperconcentrado, extrovertido, anticampesino y antinacional. Por su parte, Lamour agregará que “estas luchas se organizan en torno a pilares estratégicos basados en reivindicaciones populares como el derecho a la autodeterminación, el reparto igualitario de los lotes entre hombres y mujeres, y el derecho a los recursos”, por lo que “el movimiento feminista lucha contra las asimetrías entre los sexos en una perspectiva popular global”.
En síntesis, un claro programa de feminismo nacional, popular, pro-campesino, anti-neoliberal y anti-imperialista, que parece enfrentarse a tres antagonistas principales: las fuerzas de ocupación internacional, el Estado haitiano y las agendas antifeministas de los partidos ultraconservadores dominantes. Pero veamos cuál ha sido la política de estos actores, sobre todo, los locales, hacia el feminismo y las mujeres de Haití.
Los actores de un patriarcado sui generis
Desde que el partido hoy gobernante llegara al poder -el llamado PHTK, un partido ultraneoliberal, ultrapatriarcal y neoduvalierista-, comenzó a imitar una cierta gestualidad calcada de las derechas multiculturales de Occidente, lo que incluye la incorporación de discursos políticamente correctos -pero carentes de iniciativas reales que los acompañen- en torno al protagonismo de las mujeres. ¿Protagonismo en qué? En el desarrollo, paradójico, de políticas que atentan contra las mayorías femeninas y populares del país: principalmente, en los campos del país, en las zonas francas industriales y en los mercados populares. Desde la óptica de un feminismo nacional, popular y situado como el de Haití, la evaluación de estas políticas es evidente: el combo explosivo de pobreza, desempleo, hambre, precariedad de las infancias, inflación acelerada, devaluación de la moneda, ruina agrícola y cierre de los mercados por el accionar de bandas criminales impacta antes que nada en las mujeres trabajadoras del país, quienes ven crecer el peso de sus múltiples jornadas laborales, cargando en sus hombros con las crecientes dificultades para reproducir la vida de sus hijos y sus familias, las que anteponen, por lo general, a su propia vida.
El primer gobierno del PHTK fue presidido por Michel Martelly, un outsider de la política nacional y ex-paramilitar durante la dictadura de los Duvalier, que alcanzó su popularidad como cantante de canciones particularmente machistas, misóginas y prostibularias. Durante su gobierno, se impulsó una política de cuotas y se pretendió dar por zanjadas las demandas y debates del movimiento feminista con la incorporación de mujeres en ciertos cargos -siempre vinculados a tareas de cuidado- de un gobierno, por lo demás, completamente masculinizado.
Varios artículos de un libro de las feministas del país resitúan el debate en su justo lugar. La socióloga haitiana Danièle Magloire considera que “lo más importante no es la presencia de las mujeres. Sobre todo, tenemos que ver la orientación del gobierno en cuestiones sociales, económicas y del estado de derecho”. Y, aún más taxativa, añade Michaëlle Desrosiers: “La presencia (de) mujeres en un gobierno de extrema derecha -aunque popular- refleja la visión y el posicionamiento ideopolítico (sic) y económico de este último en un momento de extrema apertura de Haití a inversiones vinculados a los neocolonialistas”. Aparte, Julien Sainvil, profesor de sociología política, plantea que las mentadas cuotas fueron “un intento de la democracia liberal de resolver su problema de legitimidad” y que, a futuro, “esto no resolverá el problema político esencial y fundamental que plantean las feministas en términos de emancipación humana de la mujer”.
Lejos de menguar, esta política ha continuado profundizándose desde que llegara al poder el presidente -hoy de facto- Jovenel Moïse, apoyado por el establishment internacional y elegido al efecto por su antecesor Michel Martelley. Desde entonces, ha comenzado a aplicarse una estrategia de paramilitarización de la vida social para intentar desestructurar el robusto tejido social que, desde mediados de 2018, impulsa colosales y permanentes protestas antigubernamentales. Financiación de grupos armados, alianzas con bandas criminales, tráfico de armas, infiltración de mercenarios norteamericanos y masacres recurrentes en barrios son los elementos centrales de esta estrategia represiva. Y, por supuesto, si hablamos del tejido social haitiano, las mujeres son sus hebras fundamentales.
Allí donde han sido cometidas masacres, desde los tiempos de la MINUSTAH hasta la actualidad -Cite Soleil, La Saline, Carrefour-Feuilles, Bel Air, etc.-, el asesinato de jóvenes de las periferias ha sido acompañado siempre por la violación sistemática de las mujeres del lugar. Pero esto también acontece en los despojos de tierra que sufre el campesinado por parte de los grandon -terratenientes- o a cuenta de las trasnacionales mineras en el norte del país. Estas relaciones mediatizadas en el cuerpo de las mujeres por el Estado, la oligarquía y las fuerzas de ocupación, esta auténtica “pedagogía de la crueldad”, tienen un hito histórico en la ocupación norteamericana de 1915, como señalan las feministas e historiadoras del país, como Suzy Castor.
La vida y sus pilares
Volviendo al comienzo, es indudable que, tras esta idea de la mujer como un potomitan, como un pilar central de la vida haitiana -representación que es, a la vez, una autorepresentación orgullosa-, se esconde también el doble filo de una justificación patriarcal de sus jornadas múltiples y extenuantes. La celebración y reconocimiento de aquellos esfuerzos pilares no puede estar reñida con la necesidad de sumar debajo otros hombros y otras cabezas para compartir el peso de crear, amparar y reproducir la vida en condiciones particularmente hostiles.
Pero no se puede transformar su rol en la división social y sexual del trabajo sin atacar el complejo ensamblaje de la producción-reproducción de la vida, lo que implica poner en tensión el propio lugar del país y sus clases populares en la división colonial del trabajo. Por eso, las mujeres del país tendrán como prioridad absoluta de sus agendas, además de la lucha contra las violencias por razones de género y contra la exclusión política de las mujeres, ejes de acción de corte nacional, soberanista y anti-imperialista. Y también demandas que abrevan en los programas del conjunto del movimiento social, en la primera línea de las luchas por el acceso a la salud, el agua, el trabajo, la alimentación, la educación de las infancias y la propiedad de la tierra, demandas tan específicamente feministas, desde este enfoque, como todas las precedentes. Porque el hecho de que las jornadas laborales de las mujeres sean las más onerosas no significa que los campesinos varones, los jóvenes de las periferias urbanas o las infancias, no lleven su parte del drama en el país más empobrecido y desigual del hemisferio.
Por ejemplo, una medida feminista sería el acceso a la energía eléctrica y a una mínima tecnificación de las tareas reproductivas, que permitan reducir de forma abrupta una jornada laboral doméstica que es prácticamente idéntica a como era hace dos siglos. El mismo impacto tendría la provisión de gas y el abandono progresivo de la cocina a leña, lo que, además, redundaría en el combate a la deforestación y la crisis ecológica. O la construcción de un sistema nacional de provisión de agua potable -pendiente y exigido a la ONU por su responsabilidad en la introducción de la epidemia de cólera en el país-. O el acceso a créditos rurales, semillas y maquinaria agrícola para volver menos gravosas las tareas del campesinado.
El 8 de marzo, cuando el movimiento de mujeres y feminista aletea por el país precedido por las icónicas mariposas mirabalinas, o por la mítica figura de Anacaona, las potomitan de la vida exigen tan solo que la fortaleza no implique el despojo de sí y que a la vida se sumen otros pilares, para que esta sea menos frágil, más duradera y aún más digna de ser vivida.
Publicado originalmente en La tinta