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Siete tesis sobre la destitución

Kiersten Solt :: 19.03.21

A partir de la reciente publicación de un texto («Onward Barbarians») en la revista marxiana Endnotes, en febrero de 2021 Kiersten Solt publicó el siguiente texto en el sitio web de Ill Will. Su objetivo es hacer avanzar el debate revolucionario sobre la asimetría constitución/destitución, alimentándolo con la agitación insurreccional que ha vivido Estados Unidos en el último año.

Siete tesis sobre la destitución (tras Endnotes)

Kiersten Solt

 


A partir de la reciente publicación de un texto («Onward Barbarians») en la revista marxiana Endnotes, en febrero de 2021 Kiersten Solt publicó el siguiente texto en el sitio web de Ill Will. Su objetivo es hacer avanzar el debate revolucionario sobre la asimetría constitución/destitución, alimentándolo con la agitación insurreccional que ha vivido Estados Unidos en el último año.


Tesis 1. La proyección retrospectiva de una identidad política intacta para explicar nuestro presente ofusca las verdades de nuestro tiempo.

 

Recientemente se nos ha dicho que, a la luz de la actual crisis de la representación política, el persistente impulso identitario de la agitación contemporánea es «racional». ¿Qué racionalidad es ésta? En «Onward, Barbarians», la revista Endnotes sitúa nuestro presente en las secuelas de la desaparición de los movimientos obreros, una línea familiar para algunas corrientes del pensamiento revolucionario contemporáneo. El argumento procede como sigue. En la época de los movimientos obreros, la economía determinaba lo político. La estructura antagónica del capital se manifestó como un antagonismo social entre proletarios y burgueses. La determinación económica de lo político permitió así que la energía rebelde tomara forma como un movimiento librado por la clase obrera. Hoy en día, según el argumento, la dinámica socioeconómica sigue determinando el campo político, pero principalmente como fuerzas de disolución y no de construcción. Así, en lugar de la composición de clase encontramos la descomposición de clase, en lugar de la base socioeconómica de la representación democrática encontramos una base ausente de la representación democrática, y en lugar de movimientos obreros encontramos los «no-movimientos». En esta lectura, los campos socioeconómicos y políticos de hoy aparecen así como las imágenes negativas de lo que eran hace sesenta años.
Se nos dice que las luchas contemporáneas son «identitarias» debido a su pasado, un pasado que hoy se ha perdido. ¿Qué significa esto para los partisanos? Si traducimos el argumento a los términos de la experiencia vivida, la imagen que obtenemos es melancólica. Los insurrectos de hoy procesan la pérdida de una identidad de clase trabajadora antaño intacta y legítima. Sentimos nostalgia por un sistema de representación política clasista que antes funcionaba y que nuestro mundo ya no puede ofrecer, nos dicen. Pero, ¿son la muerte de los movimientos obreros y el colapso coincidente de la representación política efectiva los verdaderos problemas animadores de nuestra época? No. Los protagonistas del verano pasado son demasiado jóvenes y apenas suficientemente «educados» para experimentar la nostalgia de una identidad obrera ausente. Si nos preocupa la falta de carreras viables, se debe mucho más a nuestra incapacidad para pagar la renta y nuestras deudas que al hecho de que anhelemos enlazar los brazos con nuestros compañeros trabajadores ausentes. Tampoco ninguna condición humana ha demostrado ser lo suficientemente estable como para concluir —junto con la reciente lectura de Francis Fukuyama sobre el giro identitario en la política estadounidense— que un anhelo objetivo y ahistórico de pertenencia se ha encontrado de repente sin ninguna forma positiva. La desaparición de los movimientos obreros y la crisis de la representación política se asemejan más a las condiciones previas que a los fenómenos vivos de nuestro tiempo, a las cuentas saldadas mucho antes de que entráramos en escena. Por lo tanto, una explicación tanto del persistente identitarismo como de las demandas de reconocimiento estatal debe comenzar en algún lugar que no sea la descomposición de los movimientos obreros, cuyas secuelas comenzaron hace más de un siglo. Podría comenzar, tal vez, en las formas de potencia habilitadas por las reivindicaciones de comunalidad identitaria y lo que hace que tales formaciones sean deseables, y no sólo racionales, en nuestro presente. Pero explicar los orígenes de los persistentes conflictos identitarios no es precisamente mi tarea.
En lugar de ello, aquí persigo lo que queda oculto por esas representaciones románticas del presente. Llamo al argumento de Endnotes romántico. Romántico, es decir, que plantea un núcleo de verdad en un pasado imaginado, un núcleo que debe ser redescubierto y restaurado de nuevo. ¿No se opone la visión dialéctica al romanticismo? Insisto en el término, porque lo que el romanticismo y la dialéctica cruda tienen en común es la estructura de la presuposición, la negación y la posterior postulación de un nuevo universal positivo y unificado.

 

Tesis 2. Mientras uno se aferre a la perspectiva del espectáculo —el régimen de visibilidad que domina en la sociedad mercantil, el régimen blanqueado de la visualización— nuestro presente está destinado a aparecer en negativo, es decir, como carencia, ausencia y negación. En consecuencia, el futuro de la actividad revolucionaria se enmarcará en la necesidad de un nuevo universal o una nueva visión positiva.

 

Cuando a una configuración política del pasado se le otorga el peso de la positividad, es lógico que el presente aparezca en negativo. Si nuestro presente aparece como un conjunto de ausencias —la descomposición de clase, la base ausente de la representación democrática, el no-movimiento de los movimientos de hoy— es porque se ha visto obligado a responder a un pasado presupuesto, un sistema intacto de determinación económica y de representación política. Cuando al capital, al Estado y a la política que los favorece se les otorga el peso, la positividad y la continuidad de lo real, es perfectamente lógico que los movimientos contemporáneos aparezcan en negativo, como nada más que «alianzas débiles» y «desorden generalizado». Ciertos teóricos incluso afirman esta analítica rotunda («Es la conciencia del capital como nuestra unidad-en-separación la que nos permite plantear desde dentro de las condiciones existentes —aunque sólo sea como negativo fotográfico— la capacidad de la humanidad para el comunismo» —«LA Theses», énfasis nuestro—). Al capital se le atribuye la positividad de la «unidad», aunque sea modificada, frente a la cual la agitación aparece únicamente en modo negativo.
La positividad está en el pasado o en el lado del capital, o en ambos; el presente está destinado a aparecer en negativo. El siguiente paso teórico está igualmente determinado. Lo que se necesita asumirá la forma doblemente invertida de lo que se ha perdido. Por esta razón, las propuestas futuristas para la acción revolucionaria que surgen de marcos como éstos aparecen como positividades. Por ejemplo: «Los no-movimientos apuntan a la necesidad de un universalismo que vaya más allá de las ruinas de los movimientos obreros». Debemos «prever los medios por los cuales los no-movimientos podrían eventualmente tomar el control del estancamiento/desindustrialización capitalista», e incluso considerar «la preparación de un plan de subproducción», se nos dice. Una vez más, lo que está disponible en otra parte, en el pasado o en el lado del capital, se encuentra ausente en el presente y dicta la forma de lo que debería venir (aunque no lo hará). Cuando uno se empeña en enmarcar la agitación en lo negativo, lo que se pide siempre será una positividad nueva y actualmente ausente, un común [common] novedoso y actualmente ausente, un universal nuevo e impensado. Pero todo esto es para decir que lo que encuentran que falta es la unidad del proletariado, lo universal, un sujeto agente revolucionario, y que nos dicen que es hacia esto que debemos organizarnos.
Si nos quedamos con una concepción de la revolución como un ciclo interminable de violencia, si no desarrollamos una ambición alternativa, no podemos entender los movimientos revolucionarios como otra cosa que no sean fracasos, y nos arriesgamos a que nuestras ambiciones tomen la forma de lo que se proponen socavar.

 

Tesis 3. En contra de toda perspectiva espectacular, la relación entre los elementos revolucionarios y sus aspirantes a representantes es la de un conflicto persistente y asimétrico.

 

Aunque la agitación contemporánea no exige por sí misma una referencia a los movimientos obreros de principios del siglo XX, es posible tenerlos en cuenta sin producir visiones románticas del presente. Diversas fuentes ofrecen relatos alternativos de la desaparición de los movimientos; yo retomo la lectura de la revista Tiqqun sobre el período autonomista italiano. Es en esta época cuando surgió la noción de «descomposición de clase», la «descomposición» que caracteriza ostensiblemente nuestro presente. En la lectura de la revista Tiqqun, lo que muchos llaman nostálgicamente «el movimiento obrero» no son, de hecho, los elementos revolucionarios de la época, sino su corolario capitalista-estatista. «El movimiento obrero coincidió a lo largo de su existencia con la fracción progresista del capitalismo», se escribe en la revista Tiqqun. «Desde febrero de 1848 hasta las utopías autogestivas de la década de 1970, pasando por la Comuna, jamás ha reivindicado, para sus elementos más radicales, más que el derecho de los proletarios a gestionar ellos mismos el Capital» («Esto no es un programa»). Al reconocer la distinción entre proletariado y clase obrera, la equiparación de los elementos revolucionarios con la clase obrera es un error.

 

El elemento revolucionario es el proletariado, la plebe. […] Siempre que ha intentado definirse como clase, el proletariado se ha vaciado de sí mismo, ha tomado como modelo a la clase dominante, la burguesía. En cuanto no-clase […] el proletario es aquel que se experimenta como forma-de-vida. O es comunista, o no es nada. En cada época se redefine la forma de aparición del proletariado, en función de la configuración general de las hostilidades. Al respecto, la confusión más lamentable se relaciona con la «clase obrera».

 

El significado de este período es, pues, la dislocación histórica y conceptual del proletariado —es decir, de los elementos revolucionarios— de su tradicional confusión con la clase obrera. La confusión de los elementos revolucionarios con una formación socioeconómica molar es y fue su desaparición. En su texto más reciente, Endnotes echa una mirada al pasado. No hay manera de que la gente que vivía en ese pasado se viera a sí misma viviendo en el tipo de unidades que Endnotes invoca aquí. ¿Cómo podríamos entender las leyes Jim Crow, el período de la Reconstrucción o las dos guerras mundiales si los conflictos de la época estuvieran realmente organizados en torno a una fuerte identidad de clase obrera? La pregunta se responde sola.
Los elementos revolucionarios se definen únicamente por su vocación. Son alérgicos a la representación, democrática o no, y al Estado. Por lo tanto, existe un conflicto asimétrico en el seno de la agitación revolucionaria.
En Estados Unidos, democracia liberal y exportadora de políticas identitarias por excelencia, la asimetría del conflicto revolucionario es familiar. Aquí, la naturaleza asimétrica de la agitación revolucionaria es visible en la traducción obligatoria de las energías rebeldes en forma de movimientos sociales, es decir, una forma de contestación susceptible de diálogo con el Estado. A partir de las energías, los gestos, las prácticas y las ideas revolucionarias, las fuerzas contrainsurreccionales pretenden extraer una constitución discreta cuyas quejas puedan articularse de forma legible con el Estado sobre la base de un contrato social imaginado. Así, en 2011, vimos cómo un conjunto de artículos en Adbusters, jefes de comités de medios, comités de demandas y asambleas generales producían «el 99 %» que «quería a las corporaciones fuera de la política» a partir de las ocupaciones, los bloqueos y los amoríos que estallaron en todo el país. En 2014, vimos a Alicia Garza y Fox News, a miembros del clero negro, a activistas y a la franquicia nacional llamada «Black Lives Matter» producir «vidas negras que importan» a partir de los motines, los saqueos, las ocupaciones y los actos de comunización en lugares como Ferguson, Milwaukee, Baltimore y Charlotte. En 2016-2017, vimos cómo el conjunto de David Archimbault, la Oficina de Asuntos Indígenas, la entidad legal que es la «Tribu Sioux de Standing Rock», las demandas que buscan bloquear la construcción del oleoducto y el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos producían un «pueblo indígena» que busca el «reconocimiento de sus derechos a la autonomía y a la tierra» a partir de los campamentos, las comidas compartidas, la destrucción del equipo de construcción, la estampida de búfalos y las batallas campales con la policía en Standing Rock. Y el verano pasado, vimos cómo un levantamiento se convertía en un deseo esloganista de desfinanciar a la policía y en otra farsa electoral. Esta vez, sin embargo, el proceso de gestión ha sido mucho menos completo.
De nuevo: existe un conflicto asimétrico en el seno de la agitación revolucionaria. Cuando se habla de ella de forma unívoca, ya sea como «movimientos» o «no-movimientos», esta asimetría —el conflicto dentro del conflicto— queda oculta.

 

Tesis 4: La agitación contemporánea es el lugar de un encuentro conflictivo entre gestos destituyentes y fuerzas constituyentes.

 

Uno no puede salir ileso de su primer motín y tampoco puede experimentar una situación ingobernable sin aprender sus señales desfamiliarizantes. La ingobernabilidad conlleva la clara sensación de que las cosas se están desarrollando demasiado rápido para que ninguna de las partes pueda lograr un control total de la situación. Esto es tan cierto en cualquier motín en particular como en la situación más amplia que nos ocupa. Los llamamientos a la acción proliferan desde campos innumerables y desconocidos; las multitudes se reúnen por intuición en lugar de en eventos publicitados; uno se entera de ataques insondables después de que ocurren. Mientras una multitud arrastra escombros hacia un edificio que ya está en llamas, es perfectamente posible que otra esté lanzando botes de gas lacrimógeno a la policía a través de barricadas en llamas a una manzana o diez de distancia. Mientras tanto, bandas de saqueadores entran y salen de las manifestaciones, mientras que otras pueden estar arrasando un distrito comercial en la otra punta de la ciudad. Aparecen imágenes inexplicables que luego se desvanecen en el paisaje: alguien con un megáfono y otro a caballo, equipos de constructores que observan cómo podría encajar cierta pieza de madera contrachapada con ese trozo de valla de tres metros de altura, círculos de amigos que comparten un porro, otra persona llevando a un niño pequeño sobre sus hombros, hacen la escena efímera. Sprints y forcejeos, granadas aturdidoras y fuegos artificiales, abucheos largos y bajos, el silbido estúpido de un crustie de la calle. Las cosas no son del todo alegres: de vez en cuando hay gente que grita de dolor o se tira al suelo llorando; otros se van porque se han visto comprometidos o se han encontrado desprevenidos. Y la situación no es del todo propicia para las corrientes revolucionarias: los deseos entran en conflicto, se producen luchas por la estrategia y abundan las tendencias contrarrevolucionarias. Pero un levantamiento, una insurrección, una situación ingobernable está marcada por la sensación no sólo de que todo es posible, sino de que se puede actuar de la manera que se quiera sin la menor duda. Del 26 de mayo al 1 de junio de 2020, en Estados Unidos, por ejemplo.
Cuando posibilidades como éstas están sobre la mesa, el proceso de constitución no puede establecerse mediante un único acto de represión o contención, sino que requiere una acumulación de gestos y vacilaciones. Alguien que grita «si no eres negro…» llega a los oídos de una parte notable de una multitud, y no sólo de un puñado de participantes más confusos. Una trifulca o casi una pelea a puñetazos entre machos fornidos puede detener una marcha en medio de la calle. En lugar de una proliferación de acciones tan extensa que hace falta tiempo para determinar por dónde empezará el día, las acciones se anuncian con días de antelación y son patrocinadas por una lista anexa de organizaciones. Las mismas personas aparecen constantemente para pronunciar discursos, con el efecto no sólo de crear un sentimiento o una dirección para la multitud, sino de convertirse poco a poco en figuras reconocibles, indicadas, en estos días, cuando empiezan a dejar caer los nombres de usuario de Instagram para algo más que sugerencias sobre lo que debería sonar en el camión de sonido.
Al final llegan las reuniones. No se trata de que los grupos se informen o hagan planes o busquen la coordinación entre múltiples elementos que acaban de reunirse. Todo esto tiene su lugar en la confusión ingobernable e incluso puede ser un medio clave para ampliarla. Por el contrario, el proceso de constitución saca a relucir las reuniones de organizadores y activistas. «Esto es un movimiento, no un momento», han dicho por sus megáfonos el día anterior. En las reuniones, más de un asistente invocará a un misterioso y nunca presente «pueblo», gente que quiere algo, gente que podría verse «alienada» por tal o cual bloqueo o cualquier otra cosa que no sea una protesta pacífica, gente que debería ser «incorporada» porque los oradores se están despojando por completo de su capacidad de actuar en su propio nombre, y preferirían que todos los demás ahí presentes siguieran su ejemplo. Después de hablar demasiado, se formarán los grupos de ruptura y todos descansarán en paz en los papeles que les correspondan. Pequeños burócratas. Así, se empieza a formar una capa de gestores. Si los motines, los saqueos y las batallas callejeras siguen en marcha, convocarán acciones a distancia de estos acontecimientos más revoltosos, conduciendo a las multitudes hacia lo que llaman objetivos «estratégicos», que son siempre los tronos vacíos del poder, la mansión de los gobernadores, los juzgados, los edificios federales. Pronto estarán en la mesa de los políticos, donde siempre quisieron estar.
Ésta es una imagen de un proceso constituyente en marcha en los Estados Unidos del siglo XXI.

 

Tesis 5. El proceso de constitución es el proceso que opera en todos los Estados, y en todos los llamados movimientos sociales y en todos los identitarismos, así como en todos los populismos, los fascismos y las guerras civiles.

 

Las fuerzas estatistas siempre se presentan como conjunciones plenamente compuestas de un pueblo, un territorio y una ley que los gobierna a todos. Pero no hay «pueblo», no hay «sociedad», no hay «nación», no hay «cuerpo político», no hay «constitución» hasta que se producen como tales, siempre mediante una demarcación violenta entre los incluidos y los excluidos. No hay «intereses», «deseos», ni «voluntad del pueblo» hasta que no se les da forma, siempre mediante la reducción de los deseos reales al mínimo común denominador. Y no hay santificación de esa voluntad en forma de ley hasta el momento en que la ley se aplica, siempre por la fuerza arbitraria. La distinción del abate Sieyès entre poder constituyente y poder constituido, la Teoría de la constitución de Carl Schmitt, la distinción de Walter Benjamin entre violencia que funda el derecho y violencia que la conserva, el Urstaat de Deleuze y Guattari, la «paradoja de la soberanía» de Agamben y el concepto de constitución que movilizamos aquí son todos intentos —aunque con motivaciones bastante diferentes— de hacer visible el proceso por el que los Estados surgen al tiempo que ocultan las operaciones productivas necesarias para su realización. La contribución singular de Agamben fue recoger este linaje y afirmar, contra Negri, que las formas, las actividades y las potencialidades propias del poder constituido no pueden aislarse de él. Los constituyentes, el potencial constituyente y las propias constituciones son efectos secundarios de un proceso constituyente más fundamental. «Constitución» nombra, pues, los procesos por los que las energías, los deseos, los gestos y la vida se canalizan y modulan en formas susceptibles de ser utilizadas por el Estado. Lo que está en juego en el concepto es la capacidad de apartarse del panorama del Estado.
Si el «movimiento social clásico» debe definirse, siguiendo a Carl Schmitt, como «la mediación entre el pueblo no organizado y el Estado», se trata de una definición del movimiento social como proceso de constitución. A partir de aquí se despliega una potencial taxonomía de las formas límite de la agitación contemporánea. No todo movimiento social es populista, pero todo populismo es un movimiento social. Los movimientos populistas se producen cuando un pueblo constituyente se rebela contra la concepción imperante de la cultura burguesa. No todo movimiento es identitario, pero todo movimiento identitario es constituyente. Los movimientos identitarios plantean un pueblo parcial marginado o excluido de la dimensión popular del Estado. Su trayectoria es, pues, doblemente constituyente en la medida en que apunta a la constitución de la población excluida y a la reconstitución de la totalidad popular. La distinción entre movimientos sociales identitarios y populistas es menos evidente desde la perspectiva del Estado, pero importante desde la perspectiva de los partisanos, ya que cada uno presenta diferentes oportunidades para salir del esquema constituyente. Sin embargo, ambos implican la constitución de un pueblo, ambos acaban en la mesa de los políticos y ambos son, en última instancia, constituyentes. Además, una combinación de tendencias identitarias y populistas puede, como han demostrado los últimos cinco años, dar lugar a movimientos sociales coloquialmente entendidos como fascistas.
Cuando un partido de la oposición adquiere una forma demasiado discreta y poderosa para que el Estado pueda responder, cuando la dimensión popular del Estado se fractura más allá de la posibilidad de reconstitución, y cuando el Estado deja de tener el monopolio de la legitimidad y la violencia, la agitación que podría haber sido un movimiento social puede asumir la forma constitutiva de la guerra civil. La guerra civil, como forma límite de agitación, sigue siendo «social» en la medida en que la propia sociedad está en juego. Una línea de batalla concreta llega a definir todo el conflicto. Los partisanos se enzarzan en un antagonismo mutuamente constitutivo. El apego al lugar —real o imaginario— facilita el cierre de filas. El conflicto militarizado llega a sustituir a todo el conflicto, como cuando «las armas se convirtieron en el sucedáneo de la estrategia». El conflicto ya no es generativo, sino que se reduce a lo que ya está presente en la batalla. La guerra civil se define por su uso del conflicto como mecanismo predominante para constituir un pueblo, y en este sentido, es en última instancia un proceso constituyente.
El movimiento social clásico, el populismo, el fascismo y la guerra civil: aunque hay diferencias significativas que delimitan estos fenómenos políticos, el motor de cada uno es constituyente. Dicho de otro modo, el fascismo y la democracia están ligados en una misma línea de contigüidad, indudablemente establecida por los acontecimientos del siglo XX. El movimiento social clásico y la guerra civil son las formas extremas que asume la agitación cuando predominan las tendencias constituyentes.

 

Tesis 6: Los procesos destituyentes se diferencian de las fuerzas constituyentes en acción y, al hacerlo, las socavan.

 

Para describir lo que ocurre en la agitación al margen de las tendencias constituyentes, ha aparecido el término «destitución». En su significado para el pensamiento revolucionario contemporáneo, el concepto se ha desarrollado a la luz de un contexto histórico y político definido por el colapso del movimiento obrero y las crisis de representación, así como una refutación de todo programatismo. La distinción entre constitución y destitución no es meramente descriptiva, sino pragmática: pretende responder a la cuestión de lo que hay que potenciar y lo que no.
Sin duda, una «estrategia destituyente» no es del todo revolucionaria, siempre y cuando el término «revolución» se reserve para aquellos levantamientos que instalan un nuevo poder en lugar del derrocado. «Y si al poder constituyente corresponden revoluciones, levantamientos y nuevas constituciones, es decir, una violencia que funda y constituye el nuevo derecho, para la potencia destituyente hay que pensar en estrategias completamente diferentes, cuya definición es la tarea de la política que viene», escribió Agamben en 2014 (El uso de los cuerpos). En 2017, el Comité Invisible desarrolló la distinción de la siguiente manera:

 

La noción de destitución […] es necesaria para hacer un corte en el seno de la lógica revolucionaria, para operar una partición en el interior mismo de la idea de insurrección. Pues existen las insurrecciones constituyentes, las que terminan como han terminado todas las revoluciones hasta este día: volcándose en su contrario, aquellas que se hacen «en nombre de…» — ¿en nombre de quién? El pueblo, la clase obrera o Dios, poco importa. Y existen las insurrecciones destituyentes, como lo fueron mayo de 1968, el mayo rampante italiano y una gran cantidad de comunas insurreccionales. (Ahora)

 

Las insurrecciones constituyentes son las que asumen, de un modo u otro, una forma compatible con el Estado, ya sea el vigente o el que está por venir. Las insurrecciones destituyentes —de las que hemos visto muy pocas— apuntan a otro lado y se han subordinado en su mayor parte a las tendencias constituyentes. Las fuerzas destituyentes son intrínsecamente difíciles de ver.
La destitución dispersa el poder sin acumularlo. Es el proceso por el que los acontecimientos y las singularidades se sirven de fuerzas y potencias que no poseen ni encarnan. La destitución deshace tanto a las naciones como a los Estados al dispersar los poderes que concentran en el mundo, desmembrando y desagregando los ejércitos y las riquezas por igual.
Endnotes objeta que el término «destituyente» es demasiado amplio. «Todo poder se está volviendo destituyente», escriben. Todo poder es destituyente «incluso cuando conducen a una (potencialmente) nueva constitución como en Chile… [E]l voto [a favor de una nueva constitución redactada por miembros distintos de los políticos actuales] fue en sí mismo un voto contra el sistema político». Extender un concepto más allá de su alcance habitual puede conducir a su desarrollo, pero también puede, como ocurre con cualquier forma de vida, condenarlo a la desaparición. Es Endnotes quien ha ampliado la categoría más allá de su utilidad. Y no hace falta que nadie tome nuestra palabra, porque los propios autores franceses lo han explicado. Unas líneas más abajo de la mencionada distinción del Comité Invisible entre insurrecciones constituyentes e insurrecciones destituyentes, escriben: «A pesar de todo lo bello, vivo, inesperado que pudo pasar en él, Nuit Debout, del mismo modo en que antes el movimiento de las plazas español u Occupy Wall Street, mantenía todavía el viejo prurito constituyente. […] En la medida en que se debatan palabras, en la medida en que la revolución se formule en el lenguaje del derecho y de la ley, las vías de su neutralización son conocidas y están preparadas». Por mucho que los referendos constitucionales de Chile, Túnez o Sudán se presenten como votos «contra el propio sistema político», en ellos sigue imperando la tendencia constituyente.
Si se empieza a ver el carácter destituyente de las insurrecciones incluso cuando son derrotadas por las fuerzas constituyentes, no se debe a una ruptura de los términos sino a un paso en el uso de los conceptos. Al delimitar las tendencias constituyentes, la noción de destitución pone en marcha el proceso de pensamiento en el punto en el que la dialéctica estructuralista sólo puede concluir: en el terreno del propio acontecimiento. Si asistimos a la proliferación de movimientos destituyentes en todo el mundo —siempre que tengamos en mente las revueltas chilenas y los comedores sociales, y no el voto—, entonces estaremos llamados a desarrollar una imagen más fina de cómo proceden. A cada cual sus fragmentos. Para decirlo de forma más decisiva: el fracaso en la demarcación de lo que aquí llamo fuerzas constituyentes y destituyentes nos deja con una ambición hacia la revolución como nada más que un ciclo interminable de violencia, consignando otro siglo a los fracasos fatales que estructuran nuestro presente.

 

Tesis 7. Las fuerzas revolucionarias de nuestro tiempo no se desarrollarán en forma de una nueva unidad, un nuevo sujeto o un nuevo universal. Por el contrario, el pensamiento estratégico comienza como una demarcación dentro de la agitación contemporánea y las polarizaciones que toman forma en ella.

 

No habrá un nuevo universal. No habrá una nueva unidad. No habrá una convergencia de luchas que se organice en la forma de un agente subjetivo de la revolución que tome el Estado capitalista por la fuerza. Esto no se debe ni a la debilidad colectiva de un esfuerzo comunista frente a un régimen catastrófico, ni a un ficticio «fin de la historia». Por el contrario, quizá se deba a que esos nuevos universales, nuevas unidades, nuevos movimientos, nuevos comunes y nuevas diferencias ya están surgiendo, en plural. Es porque hay una potencia en estas «débiles alianzas», alianzas que en otro lugar hemos llamado «impías». No son simplemente formas políticas debilitadas de nuestro tiempo que hay que «trascender», sino la materia de una nueva política, bien preparada para una época marcada por la confusión y el desorden en todos los niveles.
Nuestra tarea consiste en delimitar estos puntos de densidad, entre los que albergan posibilidades de nuevas maneras de ser y los que sólo pueden dar lugar a la proliferación de formas susceptibles de ser utilizadas por el Estado. Aquí radica la diferencia —que es, de hecho, una línea de batalla— entre, por un lado, los nuevos partidos populares con sus programas socialistas o fascistas, las luchas revolucionarias que culminan en batallas territoriales o en luchas por el reconocimiento en el escenario político internacional, las dictaduras militares y los golpes de Estado y, por otro lado, los devenires moleculares de los desertores y de los delanteros, de los actores secundarios y de los artistas nacidos y transformados por el conflicto. Si los movimientos sociales clásicos, los universalismos y el potencial constituyente pertenecen a los primeros, a nosotros nos pertenece un vocabulario conceptual de destitución, opacidad, insurrección, evocación y consistencia.
Afirmar el carácter transformador de nuestra época liminar significa afirmar que vivimos entre afanes experimentales. Algunos tendrán éxito; otros serán aplastados por las tendencias constituyentes, la organización del capital y las crisis biopolíticas de nuestro tiempo; otros aún se esfumarán por razones propias. No se trata de sugerir que todo está perfectamente bien, ni de negar los límites de nuestro movimiento. Tampoco se trata de afirmar que la revolución es una mera acumulación de luchas, una posición que sospecho que se me imputará erróneamente una vez más. Afirmo que las potencias que nos impulsan se encuentran, en efecto, dentro de las formas de vida que propician, emergen y son transformadas por las convulsiones de nuestro tiempo. Nuestra tarea es forjar vínculos para cultivar —desde aquí, y no desde otro lugar— un conjunto de fuerzas capaces de abandonarse al acontecimiento.
 

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