El cuidado preventivo en pandemia ha mostrado la cara oculta de una serie de procesos en curso que no se daban a ver. A pesar de poder percibir que ya no vivíamos en una ciudad, se ha aclarado una mirada capaz de ver en la espesa neblina. Solo ahora, en nuestra proximidad inmóvil, podemos darnos cuenta de todo lo que no éramos de capaces: apreciar las ascuas en la noche del presente es también una forma de prestar atención no solo a aquello que se nos escapa sino a lo que se encuentra, entre el suelo y el cielo, en pleno proceso de descomposición. Es ahí donde siempre hemos vivido. Los ideólogos imperiales del Hoover Institute en Palo Alto no han tardado en alabar, no sin cierta alevosía, el próximo “gran éxodo” de los centros metropolitanos de Estados Unidos: Silicon Valley, San Francisco, Nueva York, Boston, o Chicago. Lo que hasta ayer trataba de hacerse ver como el gran diseño de la civilización de la urbs, ahora es una ruina latente, de la que incluso sus ciudadanos más ruines tratan de escapar con el fin de evadir impuestos fiscales y regulaciones medioambientales, esos paliativos propios de época en estancamiento.
La metrópoli que hacia finales del siglo brillaba como la pequeña arcadia civilizatoria, hoy es un reducto en vías de desaparición (en el grandilocuente imaginario de los Musk o Bezos, incluso se ha fantaseado con la salida a otro planeta). Cabe, sin embargo, un matiz: mientras que, durante el fordismo, la industrial city se organizó gracias a la relación entre trabajo y forma comunitaria (la familia); en la época de estancamiento, la mediación formal de la división del trabajo queda supeditada por la producción, que es siempre producción de la escasez; en otras palabras, de los modos de optimización de la descomposición en curso. La civilización metropolitana es el efecto colateral de una época sin movimiento, pero que, en virtud de su parálisis, se ve en la obligación de poner en aceleración las transferencias que hacen homologables todos los desvíos de la vida.
La “superficie” es la unidad mínima de la metrópoli una vez que el tiempo de la división del trabajo ha quedado varado. Metrópoli es la conversión de todos los fragmentos en una misma unificación topológica. Ciertamente, la metrópoli no es una ciudad, sino una estructura hylemórfica que se desentiende del sentido vernáculo del intercambio y de los modos de vida en común. Así, la metrópoli se transforma en una Gehäuse, un exceso de cohabitación donde la destrucción característica del habitar tiene lugar como grieta absoluta entre faciticidad y mundo. Existen múltiples formas a la hora de imaginar un cautiverio; sin embargo, es posible añadir que en nuestra tradición la figura del “navegador” (kubernēsis) ha sido índice máximo de las formas de la sumisión, del orden y del acatamiento: dar legibilidad a un espacio en la tierra, delimitar un proceso de agrimensura, para después poder separar las formas de los cuerpos. Y, pese a ello, a Gehäuse de la metrópoli introduce un nuevo estatuto de disponibilidad: el recorrido espacial en la superficie retiene el sentido de habitación y pertenencia del singular. Dicho de otra manera: la metrópoli se “legitima” bajo la rúbrica que entiende que naturaleza es técnica, pero siempre a cambio de que, a su vez, se sacrifiquen las antropotecnias de nuestros modos de existir con las cosas. La metrópoli busca unificar, una y otra vez, la técnica y la naturaleza desde la topología.
La metrópoli es el dispositivo de la inmanencia una vez que la experiencia ha sido traducida al topos de la superficie. De ahí que una pensadora como Simone Weil pudo haber dicho, no sin dosis de exotismo, que la “vida desde hace mucho pareciera acontecer lejos de los baños calientes”. He aquí un Gehäuse que interfiere entre el espacio irreductible entre mi cuerpo y la atmósfera. Ahora bien, que la metrópoli se haya convertido en una gran bañera– se nos ha dicho recientemente que Santa Mónica no es más que un laboratorio de intervención para reproducir un mismo esquema del rostro, del registro de nuestro aparecer en el mundo – confirma la vieja intuición de la lectura de la Ilíada: en tanto philía, la vida sólo puede entenderse como desidentificación de los modos absolutos con los que técnica aparece como el deus absconditus de la Naturaleza.
Así podemos comprender que la metrópoli es también la superficie que esconde los agujeros del estiércol, la catacumba que funda la relacionalidad de toda “sociedad civil”, tal y como algunos antropólogos han mostrado. Por eso la crítica a la “gentrification” sigue estando dominada por las relaciones productivas; dado que, en ningún momento se trata de la redistribución de botín, sino de buscar un afuera de lo sensible para introducir lo ilimitado de la mono-técnica contra todas las técnicas posibles. Por esta razón la metrópoli no constituye un problema propio de la economía política sino de la metafísica de la infraestructura. Asumir los modos propios de la apariencia es una forma de preparar un gran éxodo del entramado metropolitano, permaneciendo siempre en su seno.
Un nuevo éxodo, una nueva soledad, un nuevo cultivo. Hacernos de nuestra parcela aparece como la tarea ineludible. Y, pues, se trata de moverse al interior de un proceso de declinación de la homogeneidad de la superficie. Las nuevas fugas de la metrópoli por parte de los nuevos amos de la Tierra no constituyen fugas, sino meras transmisiones en el seno la una superficie total, sin fisuras. Desde su concepción, lo importante es ejecutar la magia de los espacios homologables con respecto de todo aquello que resulta transferible y equivalente: lo que el valor ya no puede darnos en A lo podré realizar en B hasta que pueda volver a reposicionarlo en C. No es menor que usemos el verbo “realizar”; puesto que la –res es el punto de inflexión por el cual el proceso de metropolitización planetaria converge de pleno con lo que entendemos por realidad. No es que en la metrópoli nos sintamos en falta; sino que la vida siempre acontece como sensación hipotecada en la intemperie, a la que también le somos extraños. En este sentido, la fuga de Silicon Valley no es sino la habilitación de la realidad, una vez que esta ha sido articulada como redil. Por todo ello buscar un afuera es hacer posible una discordancia atonal entre mundo y la realidad. En cada momento de desrealización rechazamos el valor absoluto de la domesticación de la vida.
Esa “desrealización” implica la afirmación del desamparo; aunque el abandono no sea propiamente político, o no solo. En la noche también es posible experimentar el desamparo de la metrópolis tanto en la figura del sereno como la del baño eléctrico de las luces artificiales que jamás podrá compensar la imposibilidad de ver la lejanía del cielo estrellado. Atravesar la resaca de esa oscuridad sin caer en el abismo es el paso a la tonalidad de toda vida que se resiste, tal vez obstinadamente, a sacrificar la textura de sus hábitos y los misterios de sus complicidades.