La política de los chapulines colorados
Alberto Bonnet
Comunizar
El domingo 14 de febrero de 2021 nos recibió con la esperada noticia de la muerte de Carlos Saúl Menem. Me vino a la memoria en ese instante la historia del padre de un amigo, un gallego exiliado por la dictadura franquista, que guardó en la heladera durante años una botella del mejor champán francés para festejar cuando reventara Franco. Yo estaba lejos de casa, no tenía ni champan ni amigos a mano. Y no pude concederme la efímera alegría de ese brindis, antes de que la imagen de un desfile de alcahuetes más jóvenes rindiendo homenaje al ex mandatario fallecido me recordara que, muerto el perro, la rabia sobrevive. ¿El neoliberalismo? No: la política burguesa.
En el camino. En el cierre del XIX Congreso de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresas, reunido el 29 de junio de 2016 en el Hotel Sheraton, el Presidente Macri declaró que “si yo les decía a ustedes hace un año lo que iba a hacer y todo esto que está sucediendo, seguramente iban a votar mayoritariamente por encerrarme en el manicomio”. A años de esa declaración y a juzgar por “lo que estaba sucediendo”, los quizás ejecutivos chupacirios que estaban escuchando sus palabras deberían haber organizado alguna gala de beneficencia para financiarle el manicomio en cuestión. No sabemos si lo hicieron ni nos importa. Continuemos. Una semana antes, su entonces Ministro de Energía se había sincerado ante el Senado: en materia tarifaria, “estamos aprendiendo de nuestros errores”. Aquí sí sabemos que las capacidades adaptativas del ex ministro resultaron insuficientes en su lucha por su supervivencia. Pero, en cualquier caso, tampoco es éste el asunto que nos importa.
Nos interesa, en cambio, el contraste entre ambas declaraciones. Mientras este ex ministro declaraba que su gobierno carecía de estrategia alguna para implementar el ajuste de tarifas, que había sido uno de los puntos centrales de la agenda política en las elecciones de 2015 (y no sólo de la agenda de Macri claro, sino también de las de Scioli y Massa), el presidente afirmaba que todas las políticas que venía implementado su gobierno estaban “fríamente calculadas” desde los meses de su campaña electoral (aunque el astuto Mauricio no las adelantara, por temor a ser manicomializado). La diferencia inmediata entre ambas declaraciones, por supuesto, se explica a la luz de la diferencia entre los declarantes. El presidente era un empresario que, aunque a duras penas y sin gran éxito aparente, pudo convertirse en algo así como un dirigente político de la burguesía gracias a sus gestiones previas en Boca Juniors y en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Al ex ministro, en cambio, no le dieron tiempo suficiente… También los empresarios pueden adornarse de demagogia, pero saben que su mando no depende, en última instancia, de tales asuntos de modales. Digamos que, si Macri alcanzó la cintura política de un rinoceronte delgado, Aranguren seguía teniendo la de un elefante más bien gordito. Pero esto sólo puede explicar las razones por las cuales alguien dice algo, nunca el sentido de lo dicho.
Ambas declaraciones, muy desafortunadas, alcanzaron amplia repercusión en los medios y generaron alguna indignación. Los motivos de esta indignación fueron diferentes, aunque equívocos en ambos casos. La de Aranguren generó indignación porque parecía poner en evidencia una peculiar incompetencia política, pero vamos a recuperarla más adelante porque, en realidad, contiene más verdad que la de Macri, y la verdad es un asunto que conviene posponer a las conclusiones. La de Macri, en cambio, generó indignación porque recordaba aquella otra declaración de Menem en el sentido de que, “si yo hubiera dicho durante la campaña lo que iba a hacer, nadie me hubiera votado”.
Un análisis minucioso de estas declaraciones puede echar algo de luz sobre ciertas características claves de la política burguesa. Hagamos pues este análisis en tres pasos, de manera que cada uno de ellos profundice el anterior, aunque sin descartarlo.
Primer paso. A nivel de los hechos, Menem nunca realizó esa declaración. Se sabe que el tenista Guillermo Vilas afirmó, en un episodio de 1990 de la abominable saga intitulada Tiempo Nuevo y protagonizada por Bernardo Neustadt: “yo creo que si la gente que lo votó sabía que él iba a tomar las medidas que ha tomado después que asumió, no lo hubiese votado”. Y, según parece, desde entonces esta afirmación comenzó a ser atribuida al propio Menem. Incluso la ex presidenta Fernández de Kirchner, durante un discurso de 2009 en Costa Salguero, en el marco del Primer Encuentro Nacional de Jóvenes de la Agricultura Familiar (algo que vaya uno a saber qué significaba y qué escenificaba en ese escenario), afirmó en referencia a Menem que “tal vez algunos otros no pueden contar qué proyecto tienen porque si hubieran contado lo que iban a hacer seguramente nadie lo hubiera votado”. Ahora bien, ¿el carácter apócrifo de esa declaración de Menem impide su análisis? Al contrario: exige su análisis.
En efecto, la primera pregunta que nos plantea es: ¿por qué esta declaración fue atribuida al propio Menem? No es una pregunta sencilla. La respuesta que tenemos más a mano es la que prescribe cierta moda impuesta en los últimos años: sucede que los medios masivos de comunicación construyen la realidad a su gusto. Pero es una falsa respuesta. Los medios no construyen la realidad a su gusto, sino dentro de ciertas condiciones que otorgan verosimilitud a su discurso para los consumidores de ese discurso. La realidad es algo más que una simple construcción discursiva -a pesar de Laclau y sus adláteres locales. Una respuesta más correcta sería, entonces, que los medios atribuyeron esa afirmación a Menem simplemente porque podían atribuírsela, es decir, porque dicha afirmación era acorde con las características de su discurso y eventualmente de su política. Menem nunca realizó esa declaración (aunque tampoco la desmintió, hasta dónde sabemos), pero podría haberla realizado. Esto es suficiente para continuar con nuestro análisis.
Segundo paso. La nueva pregunta que se nos impone entonces es la siguiente: ¿cuáles eran esas características del discurso y la política menemistas que otorgaron verosimilitud a la atribución de esa declaración al propio Menem? Su característica decisiva, en este punto, era su cinismo. La declaración fue atribuida a Menem porque fue considerada como una expresión más de su cinismo –mientras que la realizada por Macri, dicho sea de paso, era apenas una muestra más de su estupidez. Ese cinismo es un rasgo distintivo del discurso neoliberal o, al menos, del discurso de los neoliberales en aquellos años en los que parecían poder aplastarnos sin enfrentar obstáculo alguno –y que no eran como los de Macri, por cierto. Porque la condición social de posibilidad de un discurso cínico como éste es que su emisor y el resto de su pandilla se crean impunes, es decir, se consideren a sí mismos definitivamente victoriosos en la lucha de clases.
Keynes y Roosevelt, por ejemplo, no fueron ni podían ser cínicos en aquellos años que se extendieron entre la salida revolucionaria de la primera guerra y la gran depresión del treinta. Ellos tenían que convencer a las masas de que el capitalismo podía albergar un mundo mejor. Friedman y Thatcher, en cambio, pudieron limitarse en los ochenta a afirmar que el capitalismo realmente existente era el único mundo posible. Recordemos que el aristócrata Don Giovanni se sentía impune cuando seducía a alguna joven campesina, pero el igualmente aristócrata Valmont pagó muy cara su costumbre de andar seduciendo a sus pares, las señoritas de la aristocracia. Quizás nadie haya analizado mejor que Žižek este cinismo posmoderno, es decir, este cinismo distintivo de la ideología de un capitalismo que quiso erigirse a sí mismo como el único mundo posible, tras el final de la historia y de los grandes relatos –o sea, de un infame muro que partía en dos la ciudad de Berlín.
Quienes se indignaron en los noventa ante aquella declaración que Menem nunca había realizado, en todo caso, se indignaron ante este cinismo. Menem parecía haber reconocido públicamente un engaño que, en los hechos, habría perpetrado en las elecciones. Y no se trataba de un engaño cualquiera: podía tratarse de un engaño constitutivo de aquella democracia en la que muchos habían creído y que había salido tan maltrecha de la primavera alfonsinista de los creyentes. Pero ojo: esta indignación era muy importante, políticamente hablando. Si esos indignados hubieran dejado que los neoliberales los intoxicaran completamente con sus cínicos eticidas, como diría nuestro querido Berger, y hubieran perdido por completo su capacidad de indignación, no hubieran podido salir a las calles años más tarde a acabar con toda aquella porquería de los noventa. Aunque esto tampoco agota nuestro análisis.
Tercer paso. No lo agota porque, si Don Giovanni acabó creyendo en sus propios engaños y Valmont acabó enamorándose, se impone otra pregunta: ¿en qué consistió, exactamente, ese engaño de Menem? Y esta es la pregunta que apunta al secreto último de esa declaración que Menem nunca realizó. El engaño de Menem consistió, sostuvimos antes, en no haber dicho durante su campaña lo que iba a hacer una vez que asumiera el gobierno. Pero esto es insuficiente. Su engaño consistió, además y fundamentalmente, en fingir que durante esa campaña ya sabía lo que iba a hacer una vez que asumiera el gobierno… Cuando en verdad “eso que haría”, a saber, las principales políticas neoliberales que implementaría en los noventa, fue definiéndose paso a paso a través de un crítico proceso de incontables ensayos y errores que se extendió, fundamentalmente, entre su asunción en julio de 1989 y el lanzamiento de la convertibilidad de la moneda en marzo de 1991.
Aquella presunta declaración de Menem reviste entonces, psicoanalíticamente hablando, la naturaleza de una racionalización. ¿Habrá acabado creyendo el propio Menem en esta racionalización post-hoc respecto de su conducta previa? Si así es, su cinismo no quedaría desmentido, sino más bien consumado, puesto que el cinismo sólo alcanza su culminación cuando quien engaña se engaña también a sí mismo. Aunque esto, desde luego, nunca lo sabremos. Plantearnos esta pregunta, sabiendo que nunca podríamos responderla, sólo tiene sentido en la medida en que nos indica el punto límite de nuestro análisis de esa presunta declaración de Menem en esta clave del cinismo.
Pero este límite no coincide con el límite de nuestro análisis en su conjunto. Esto es así porque, si bien su cinismo requiere esa racionalización, otras racionalizaciones semejantes no requieren, en otros casos, un cinismo semejante. Tras la crisis política desencadenada a comienzos de 2008, por ejemplo, la citada ex presidenta Fernández de Kirchner supo inventar un presunto modelo nacional y popular de desarrollo con inclusión social, palabras más o menos, cuyo alcance retroactivo otorgaría un sentido unitario a las políticas implementadas desde el ascenso al gobierno de su marido en abril de 2003 (más no así a las implementadas por su predecesor y padrino político, Eduardo Duhalde), arrasando así con cuantas continuidades y discontinuidades pueda detectar nuestro inteligente lector. La racionalización (aunque no así el cinismo, que puede o no acompañarla) aparece así como un recurso altamente independiente respecto de la orientación político-ideológica de los mandatarios de turno.
Llegamos. ¿Por qué será? ¿Será porque la política burguesa consiste siempre en ese proceso de ensayos y errores que aquel ex ministro Aranguren confesaba y que sólo puede racionalizarse retroactivamente? ¿Será porque los políticos burgueses se comportan siempre como unos chapulines colorados que, después de cada ocasión en la que se golpean tontamente la cabeza contra una puerta, exclaman: “todos mis movimientos están fríamente calculados”? Quizás sea así. La importancia política de conducir nuestro análisis hasta este punto radica en que recién en este punto esos políticos burgueses se nos revelan, no ya como unos grandes manipuladores a quienes deberíamos temer, sino como unos pequeños saltamontes que podríamos aplastar.
Marzo de 2021. @Comunizar.