¿Cuáles son las repercusiones de las medidas de seguridad y control impuestas a la población? ¿Es el coronavirus el único mal? ¿Es posible que la vida prospere en aislamiento?
¿Cuáles son las repercusiones de las medidas de seguridad y control impuestas a la población? ¿Es el coronavirus el único mal? ¿Es posible que la vida prospere en aislamiento?
Charles Eisenstein es un escritor y conferenciante que se describe a sí mismo como “narrador de historias”. Además de dar conferencias públicas en cumbres de economía alternativa, decrecimiento o incluso en festivales de música, es ensayista y contribuye artículos con regularidad a publicaciones como Reality Sandwich, The Guardian o Shareable.Ver bio completa
Esta es la sexta parte del relato “La coronación”, de Charles Eisenstein. La primera parte habla de la crisis de la COVID-19 y los primeros cambios que supuso en nuestras vidas, la segunda sobre del desarrollo inicial de la pandemia y las cifras reales, la tercera sobre las teorías de la conspiración y las libertades de la población, la cuarta sobre los sacrificios que debemos realizar y la quinta sobre las decisiones que debemos tomar ante esta nueva realidad.
* * *
La paradoja del programa de control es que su progreso rara vez nos acerca más hacia su objetivo. A pesar de que haya sistemas de seguridad en casi todos los hogares de clase media-alta, las personas no se sienten menos ansiosas o inseguras de lo que estaban hace una generación. A pesar de las elaboradas medidas de seguridad, las escuelas no están presenciando menos tiroteos masivos. A pesar del increíble progreso de la tecnología médica, en los últimos 30 años las personas han adoptado una vida menos saludable, ya que las enfermedades crónicas han proliferado y la esperanza de vida se ha estancado (y ha empezado a disminuir en EE. UU. y Gran Bretaña).
De la misma forma, las medidas que se están implementando para controlar la COVID-19 pueden acabar causando más sufrimiento y muertes de los que previenen. Minimizar las muertes significa minimizar las muertes que sabemos predecir y medir. Es imposible medir las muertes añadidas que pueden derivar de la depresión inducida por el aislamiento, por ejemplo, o por la desesperación causada por el desempleo, o la disminución de la inmunidad y el deterioro de la salud que puede provocar el miedo crónico. Se ha demostrado que la soledad y la falta de contacto social aumentan la inflamación, la depresión y la demencia. Según la doctora Lissa Rankin, la contaminación del aire aumenta el riesgo de morir en un 6 %; la obesidad, en un 23 %; el abuso del alcohol, en un 37% y la soledad, en un 45 %.
Otro peligro que no se está contabilizando es el deterioro de la inmunidad provocado por una higiene excesiva y el distanciamiento. El contacto social no es el único contacto necesario para la salud, también lo es contacto con el mundo microbiano. En términos generales, los microbios no son nuestros enemigos, sino unos aliados en lo que respecta a nuestra salud. Es esencial tener un bioma intestinal diverso, compuesto por bacterias, virus, hongos y otros organismos para que nuestro sistema inmunológico funcione correctamente y esta diversidad se mantiene mediante el contacto con otras personas y con el mundo vivo. Un lavado de manos excesivo, el abuso de los antibióticos, la limpieza aséptica y la falta de contacto humano pueden hacer más mal que bien. Las alergias y los trastornos autoinmunes derivados podrían ser peores que la enfermedad infecciosa a la que sustituyen. Desde un punto de vista social y biológico, la salud proviene de la comunidad. La vida no prospera en aislamiento.
Desde un punto de vista social y biológico, la salud proviene de la comunidad. La vida no prospera en aislamiento.
Contemplar el mundo con una perspectiva de “nosotros contra ellos” nos ciega a la realidad de que la vida y la salud tienen lugar en comunidad. Utilizando el ejemplo de las enfermedades infecciosas, no logramos mirar más allá del malvado patógeno y preguntarnos: ¿cuál es el papel de los virus en el microbioma? ¿Cuáles son las condiciones corporales en las proliferan los virus nocivos? ¿Por qué algunas personas tienen síntomas leves y otras, síntomas graves (además de la pseudoexplicación comodín de tener una “resistencia baja”)? ¿Qué papel positivo podrían desempeñar las gripes, resfriados y otras enfermedades no letales en el mantenimiento de la salud?
El pensamiento de la guerra contra los gérmenes obtiene resultados similares a los de la guerra contra el terrorismo, la guerra contra el crimen, la guerra contra las malas hierbas y las interminables guerras que luchamos en la política y la sociedad. En primer lugar, genera una guerra sin fin; en segundo, desvía la atención de las condiciones intrínsecas que originan enfermedades, terrorismo, crímenes, malas hierbas, etc.
A pesar de la afirmación perenne de los políticos de que es necesario acometer una guerra en interés de la paz, es inevitable que la guerra traiga consigo más guerra. Bombardear países para matar terroristas no solo ignora las condiciones intrínsecas del terrorismo, sino que las exacerba. Encerrar a criminales no solo ignora las condiciones que originan el crimen, sino que crea esas condiciones al romper familias y comunidades y aculturar a los encarcelados en la criminalidad. Y las prescripciones de antibióticos, vacunas, antivirales y otros fármacos causan estragos en la ecología de nuestros cuerpos, que es la base de una inmunidad robusta. Dejando a un lado nuestros organismos, las campañas de fumigación masiva desencadenadas por el Zika, el dengue y ahora la COVID-19 causarán daños incalculables en la ecología de la naturaleza. ¿Ha considerado alguien cuáles serán los efectos en el ecosistema cuando los rociemos con compuestos antivirales? Esta medida (que ha sido implementada en varios lugares de China e India) solo tiene cabida desde la mentalidad de la separación, que no entiende que los virus son una parte integral de la vida.
Para comprender la cuestión de las condiciones intrínsecas, echemos un vistazo a algunas de las estadísticas de mortalidad de Italia (de su Instituto Nacional de Salud), basadas en un análisis de cientos de muertes por COVID-19. De los analizados, menos del 1 % estaban libres de enfermedades crónicas graves. Alrededor del 75 % sufría de hipertensión, el 35 % de diabetes, el 33 % de isquemia cardiaca, el 24 % de fibrilación auricular, el 18 % de disfunción renal, junto con otras enfermedades que no pude descifrar en el informe italiano. Casi la mitad de los fallecidos tenían tres o más de estas patologías graves. Los estadounidenses, asolados por la obesidad, la diabetes y otras condiciones crónicas, son al menos igual de vulnerables que los italianos. ¿Deberíamos entonces culpar al virus (que mató a unas cuantas personas sanas) o deberíamos culpar a la mala salud que subyace en la sociedad? Aquí también se aplica la analogía de la soga tensa. Millones de personas en el mundo moderno se encuentran en un estado de salud precario, esperando a que algo que normalmente sería banal las lleve al borde del precipicio. Lógicamente, a corto plazo queremos salvarles la vida. El peligro reside en que nos perdamos en una sucesión interminable de cortos plazos, luchando contra una enfermedad infecciosa tras otra y sin abordar en ningún momento las condiciones intrínsecas que hacen a las personas tan vulnerables. Ese es un problema mucho más complicado porque estas condiciones intrínsecas no cambiarán mediante la lucha. No existe ningún patógeno que provoque la diabetes o la obesidad, la adicción, la depresión o el trastorno de estrés postraumático. Sus causas no son un agente externo, no son un virus separado de nosotros ni nosotros somos sus víctimas.
Incluso en enfermedades como la COVID-19, en la que podemos identificar un virus patógeno, el asunto no es tan simple como una guerra entre el virus y su víctima. Existe una alternativa a la teoría microbiana de la enfermedad que considera a los gérmenes como parte de un proceso mayor. Cuando las condiciones son adecuadas, los gérmenes se multiplican en el cuerpo, matando en ocasiones al huésped, pero también, potencialmente, mejorando las condiciones a las que se adaptaron en un principio, como por ejemplo limpiando las desechos tóxicos acumulados mediante la secreción de mocos o, metafóricamente hablando, quemándolos con la fiebre. Esta teoría en ocasiones recibe el nombre de “teoría del terreno” y defiende que los gérmenes son más un síntoma que la causa de la enfermedad. Un meme lo refleja a la perfección: “tu pez está enfermo. Teoría de la enfermedad: aísla al pez. Teoría del terreno: limpia el tanque”.
La cultura moderna de la salud se ve afligida por una esquizofrenia particular. Por un lado, está el floreciente movimiento del bienestar (o wellness) que se abre a la medicina alternativa y holística. Aboga por las hierbas, la meditación y el yoga para potenciar la inmunidad. Valida las dimensiones emocionales y espirituales de la salud, tales como el poder de las actitudes y las creencias para enfermar o para curar. Todo esto parece haber desaparecido tras el tsunami del coronavirus, ya que la sociedad vuelve a la antigua ortodoxia por defecto.
Un buen ejemplo son los acupunturistas de California, que se han visto obligados a cerrar sus negocios tras ser catalogados como un servicio “no esencial”. Esto es totalmente comprensible desde el prisma de la virología convencional, pero, como un acupunturista señaló en Facebook: “¿qué hay de mi paciente, con el que estoy trabajando para que deje de tomar opiáceos para el dolor de espalda? Va a tener que empezar a usarlos de nuevo”. Desde el punto de vista de las autoridades médicas, las modalidades alternativas, la interacción social, las clases de yoga, los suplementos y un largo etcétera son frívolos a la hora de tratar enfermedades reales causadas por virus reales. Ante una crisis, estas realidades quedan relegadas al reino etéreo del “bienestar”. El resurgimiento de la ortodoxia frente a la COVID-19 es tan intenso que cualquier cosa remotamente inusual, como es la vitamina C administrada por vía intravenosa, había quedado descartada por completo en Estados Unidos hasta hace dos días (todavía pululan por ahí artículos que “exponen” el “mito” de que la vitamina C puede ayudar a combatir la COVID-19). Tampoco he oído al Centro para el Control y Prevención de Enfermedades evangelizar sobre los beneficios del extracto de baya del saúco, los hongos medicinales, la reducción del consumo de azúcar, la NAC (N-acetil cisteína), el astrágalo o la vitamina D. No son meras cábalas sobre el “bienestar”, sino que todas ellas están respaldadas por una amplia investigación y explicaciones fisiológicas. Por ejemplo, la NAC (información general, ensayo doble ciego controlado con placebo) ha demostrado reducir drásticamente la incidencia y la gravedad de los síntomas de enfermedades parecidas a la gripe.
Tal y como indican las estadísticas que he mencionado anteriormente sobre la autoinmunidad, la obesidad, etc., Estados Unidos y el mundo moderno en general se enfrentan a una crisis sanitaria. ¿La respuesta es hacer lo mismo que hemos estado haciendo, pero con más ahínco? Hasta la fecha, la respuesta al coronavirus ha sido duplicar la ortodoxia y apartar las prácticas no convencionales y los puntos de vista discordantes. Otra respuesta sería ampliar nuestra perspectiva y examinar el sistema al completo, incluyendo quién paga por ello, cómo se concede el acceso y cómo se financia la investigación, pero también abriendo el abanico para incluir campos marginales como la herbología, la medicina funcional y la medicina de la energía. Quizás podamos aprovechar esta oportunidad para reevaluar las teorías predominantes sobre la enfermedad, la salud y el cuerpo. Sí, protejamos a los peces enfermos de la mejor forma posible ahora mismo, pero si limpiamos el tanque antes quizás la próxima vez no tengamos que aislar y medicar a tantos peces.
Con todo esto no estoy diciendo que salgas corriendo ahora mismo a comprar NAC o cualquier otro suplemento ni que, como sociedad, debamos dar un giro radical a nuestra respuesta, suspender el distanciamento físico inmediatamente y empezar a tomar suplementos en su lugar. Pero podemos aprovechar esta ruptura de la normalidad, esta pausa en nuestra encrucijada, para elegir de forma consciente el camino que seguiremos para avanzar: qué tipo de sistema de salud, qué tipo de paradigma sanitario, qué tipo de sociedad. Esta reevaluación ya está teniendo lugar a medida que ideas como la asistencia sanitaria universal y gratuita están tomando fuerza en los EE. UU. Y ese camino también lleva a otras bifurcaciones. ¿Qué tipo de asistencia sanitaria se universalizará? ¿Estará disponible para todos o será obligatoria para todos, de manera que todos los ciudadanos sean pacientes? Tal vez acabemos con un código de barras tatuado con tinta invisible que certifique que se está al día de todas las vacunas y revisiones obligatorias. Así podríamos ir a la escuela, subir a un avión o entrar a un restaurante. Este es uno de los caminos hacia el futuro ante nosotros.
Ahora también hay otra opción disponible. En vez de redoblar el control, podríamos adoptar finalmente los paradigmas y las prácticas holísticas que se han mantenido al margen, esperando a que el centro se disolviera para que, en nuestra humilde situación, podamos llevarlas al centro y construir un nuevo sistema a su alrededor.