Aprendió a diferenciar entre bolcheviques y Revolución. Se dio cuenta que ambos aspectos eran opuestos y antagónicos en cuanto a su objetivo y propósito y que los bolcheviques eran los sepultureros de la Revolución.
La clave de la autonomía fue para ella tomar en sus manos cada uno de los detalles de su existencia, por ínfimos que fueran, «porque lo ínfimo es también dominio del poder» (Consejo Nocturno: Un habitar más fuerte que la metrópoli, p. 81). El objetivo que se marcó fue que el hacer permaneciera siempre autónomo con respecto a cualquier forma de poder y conformar un «nosotros/as» que resonara cuando decía «yo». Por ello, la autonomía significaba constituir una forma de vida. No fue una excepción su posición crítica respecto a las dos revoluciones que tuvo oportunidad de vivir: la Revolución rusa (1917), en la que nos vamos a centrar, y la Revolución en España (1936).
Emma Goldman fue calificada por el FBI como «la mujer más peligrosa de América»; su pecado para merecer dicho calificativo fueron sus conferencias, mítines, escritos y su entrega a la lucha que le ocasionaron constantes prohibiciones, detenciones y encarcelamientos en Estados Unidos.
Dos campañas, especialmente la segunda, fueron consideradas peligrosas para el Gobierno estadounidense: la primera fue en favor del control de la natalidad con información sobre métodos anticonceptivos y la segunda, en contra de la intervención de Estados Unidos en la Iª Guerra Mundial, defendiendo posiciones claramente antimilitaristas. Esta segunda campaña y las acciones llevadas a cabo provocaron la suspensión de la libertad de expresión oral y escrita en todo el país. En su caso concreto fue detenida, juzgada y encarcelada durante dos años entre 1917 y 1919.
Cuando salió de la cárcel encontró destruido todo lo que había levantado lentamente a lo largo de los años junto con un grupo reducido de anarquistas entre los que se encontraba Alexander Berkman (su compañero de vida, solo brevemente su pareja). Pero ahí no quedó todo puesto que se inició un proceso de expulsión del país y pérdida de la ciudadanía por motivos políticos contra ella, Berkman, y centenares de hombres y mujeres que se habían movilizado contra la guerra.
Lo que fue conociendo de la Revolución le desilusionó profundamente, al observar la poca relevancia que el bolchevismo daba al componente existencial, algo tan importante para el anarquismo que renunciar a ello era renunciar a la manera en que entendía la revolución.
Cuando fue deportada a Rusia, su país de origen, desde Estados Unidos en diciembre de 1919, Goldman llegó ilusionada y decidida a colaborar con la Revolución. Sus ganas eran tan grandes que adoptó una posición de suma prudencia a la hora de enjuiciar lo que veía: «Debo esperar. Debo estudiar la situación. Debo conocer los hechos. Sobre todo, debo tener la oportunidad de ver por mí misma al bolchevismo en acción» (Emma Goldman: Mi desilusión en Rusia, Barcelona).
En efecto, buscó hacerse una idea propia de la Revolución recogiendo información y hablando con obreros/as, campesinos/as y mujeres en los mercados. Sus dudas estaban relacionadas con la preocupación y la desconfianza que le generaba el protagonismo del Partido Bolchevique y con la personalidad de su líder, Vladimir I. Lenin.
Enseguida aprendió a diferenciar entre bolcheviques y Revolución. Se dio cuenta que ambos aspectos eran opuestos y antagónicos en cuanto a su objetivo y propósito y que los bolcheviques eran los sepultureros de la Revolución. Hacia junio/julio de 1920 ya había sacado las conclusiones principales sobre el carácter de la Revolución bolchevique. El propio Kropotkin, en las dos entrevistas que tuvo con Goldman (especialmente en la segunda, en julio de 1920), le transmitió su percepción de que la Revolución inicial llevó a la gente a cotas espirituales de altura y profundas transformaciones sociales, pero el bolchevismo con su política basada en la opresión, persecución y acoso la habían hecho fracasar.
La impresión que le causó Lenin fue negativa, percibió a un líder cuya aproximación a la gente era meramente utilitaria, en función del uso que pudiera obtener de ella para su proyecto. La libertad de expresión y de prensa, que siempre defendió Goldman, no significaban nada para él.
Goldman y Kropotkin fueron conscientes de que el anarquismo ruso no había sabido dar respuestas en la fase constructiva de la Revolución y proponer la reorganización de la vida sobre bases libertarias. Sabían que la Revolución bolchevique no era anarquista puesto que ésta debía generar una transformación existencial que era imposible que se produjera tras «siglos de despotismo y sumisión». Sin embargo, lo que fue conociendo de la Revolución le desilusionó profundamente, al observar la poca relevancia que el bolchevismo daba al componente vital, algo tan importante para el anarquismo que renunciar a ello era renunciar a la manera en que entendía la revolución.
El pensamiento de Emma Goldman era global, ya que todos los aspectos eran elementos que formaban un todo en el que se producía una fusión entre las opciones políticas y las opciones de vida. El anarquismo para ella era «una forma de ser», una experiencia vital, un compromiso existencial y ético, más que una doctrina cuidadosamente acabada.
La experiencia enseñaba que los medios y métodos no se podían separar del objetivo último y que este había que construirlo con el mismo material que la vida que se perseguía.
No resulta sorprendente, por tanto, que aun teniendo grandes diferencias con el programa económico, político, social o cultural que estaba desarrollando el bolchevismo, Goldman insistiera en los aspectos humanos. Para ella, la gran misión de la revolución era un trasvase fundamental de valores. Un trasvase de valores sociales y humanos, considerando a estos últimos como los más importantes, pues constituían la base de todos los valores sociales. Si se cambiaban las condiciones económicas o políticas pero se dejaban ideas y valores subyacentes intactos, la transformación era superficial, no substancial. Los valores que implicaban un cambio profundo eran el «sentido de justicia y equidad, el amor a la libertad y a la hermandad entre humanos, (…) la santidad de la vida».
Para Goldman, los nuevos valores, que debían ser la clave de la Revolución, debían transformar las relaciones básicas entre los seres humanos y de estos con la sociedad. Confiaba en un nuevo concepto de la vida que podía regenerar la mente y lo espiritual. El fin era establecer la importancia de la vida, la dignidad del ser humano y su derecho a la libertad y al bienestar. Huelga decir que para ella la libertad era uno de los valores humanos clave para vetar la tiranía y la centralización del poder.
La Revolución tenía que ser el resultado del genio creativo del pueblo, confiaba plenamente en la espontaneidad y en la cooperación, en que el «interés común es la máxima de todo empeño revolucionario». Mientras que el Estado bolchevique era institucional y estático: «(…) la naturaleza de la revolución es, por el contrario, crecer, amplificarse y expandirse en círculos cada vez más amplios (…); la revolución es fluida, dinámica».
Las críticas de Goldman a la Revolución bolchevique eran diversas: el mantenimiento del Estado que para ella significaba la derrota de la Revolución, centrarse en exceso en el aspecto económico, reprimir la creatividad y la autonomía del pueblo en quien ella confiaba plenamente, la represión de las opiniones por las que ella había pagado con la cárcel en Estados Unidos y otros muchos aspectos.
Pero si algo pervertía todos los valores éticos fundamentales de su concepción revolucionaria era la consigna de que el fin justificaba los medios. La experiencia enseñaba que los medios y métodos no se podían separar del objetivo último y que este había que construirlo con el mismo material que la vida que se perseguía: «despojar los propios métodos de su componente ético equivale a sumergirse en las profundidades del más absoluto amoralismo».
Tras esta consigna llegaba la mentira, el engaño, la hipocresía, la traición y el asesinato.
Ella se preguntaba desde el dolor que le causaba la violencia: «Si la Revolución realmente debía secundar tal cantidad de brutalidad y de crímenes, ¿cuál era entonces el propósito de la Revolución?». Y no es que partiera de la inocencia de que la revolución no implicaba violencia, pero esta tenía que tener unos límites muy precisos que los bolcheviques no estaban respetando:
«Nunca he negado que la violencia es inevitable, y no voy a decir ahora lo contrario. Pero una cosa es emplear la violencia en combate como medio de defensa. Y otra completamente distinta hacer del terrorismo un principio, institucionalizarlo, adjudicarle la posición más importante en la lucha social. Ese terrorismo engendra contrarrevolución y, a su tiempo, él mismo se vuelve contrarrevolucionario».
La violencia, factor inevitable de las turbulencias revolucionarias, se convirtió en Rusia en una costumbre consolidada, en un hábito que resultaba insoportable para ella.
Naturalmente, para el Partido Bolchevique cualquier sugerencia del valor de la vida humana o de la importancia de la integridad revolucionaria, era repudiada como «sentimentalismo burgués». En definitiva, Emma Goldman se percató de que para el bolchevismo todo era legítimo si servía a su planteamiento de la Revolución, cualquier otra política era acusada de débil, sentimental y traicionera con la Revolución. Eran auténticos «puritanos sociales», en el sentido de que creían que solo ellos eran los elegidos para salvar a la humanidad.
Para ese puritanismo bolchevique, que Goldman hiciera hincapié en que no había foros para el debate, ni clubs, ni lugares de encuentro, ni restaurantes, ni siquiera salas de baile, debió resultar indignantemente peligroso. Cuando se lo comentó a un amigo bolchevique (Zorin), este le contestó: «Las salas de baile son lugares de reunión de contrarrevolucionarios. Las hemos cerrado». Probablemente de ahí venía esa frase que tanto se repite en boca de Goldman: «Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa». Bailar era síntoma de una vida llena de alegría y vitalidad, mientras que ella veía la vida que impulsaba el bolchevismo como una vida severa e intimidatoria, una vida sin color ni calidez, una vida de represión.
Kropotkin y Goldman decidieron en 1920 no denunciar la perversión totalitaria de la Revolución rusa; las razones: el acoso que sufría Rusia por parte de los aliados pero también la inexistencia de medio alguno de expresión en el interior del país. Kropotkin murió el 8 de febrero de 1921 y mantuvo ese silencio. A Goldman se le hizo insoportable seguir en Rusia, «sentía la obligación de alzar la voz, así que decidí dejar el país». El 1 de diciembre de 1921 abandonó Rusia en compañía de Alexander Berkman y Alexander Shapiro, lo hizo con la idea de denunciar los crímenes cometidos en nombre de la Revolución. «Debía hacerme escuchar sin tener en cuenta ni a amigos ni a enemigos», así lo hizo en Mi desilusión en Rusia, publicado en 1923.
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