Con el auge de ideologías de extrema derecha parece que en Europa resurgen temas que traen malos recuerdos, como el de nacionalismo. Se ha visto proliferar en los balcones banderas como defensa ante un peligro que parece casi un fantasma, un peligro que no es del covid, sino que señala como enemigo a otras personas y siembra el odio hacia lo foráneo. Bajo la bandera y esos discursos de exaltación de la patria se esconden al final una política que se sirve del miedo para controlar a las masas.
Con el auge de ideologías de extrema derecha parece que en Europa resurgen temas que traen malos recuerdos, como el de nacionalismo. Se ha visto proliferar en los balcones banderas como defensa ante un peligro que parece casi un fantasma, un peligro que no es del covid, sino que señala como enemigo a otras personas y siembra el odio hacia lo foráneo. Pero no solo es la muestra de la bandera, sino discursos cargados de ese odio, que han llevado, por ejemplo, a asaltar un centro de menores, en la que participaron personas cercanas a Vox, tratando a unos niñxs como delincuentes o terroristas. Bajo la bandera y esos discursos de exaltación de la patria se esconden al final una política que se sirve del miedo para controlar a las masas. Es triste después de lo vivido que se vuelva a enarbolar ciertas ideas, al final para mantener los privilegios de unos pocos.
Cabe preguntar que se esconde detrás de esas ideas y por qué calan de forma tan profunda en la psicología de las personas. Quizás en una sociedad tan individualista, sean una forma de vínculo con algo que dote de sentido a un sistema, que aísla a los sujetos y mercantiliza todo a su paso. Todo es un producto. El neoliberalismo se sirve de todo a su alcance para justificarse y legitimarse como el único sistema posible, a pesar de las miserias que esconde. También usa a su antojo la idea de nación, que es ya de por si una construcción social. De ahí que se unan neoliberalismo y patriotismo, cuando en el siglo XX, el nacionalismo surgió como reacción frente al liberalismo ilustrado.
La Ilustración ponía en el centro de su discurso a la razón y la consideraba como algo universal, por lo tanto, era un puente entre las distintas culturas. Frente a la idea de igualdad y fraternidad, autores como Bonald o Burke retomaban la defensa de la desigualdad y la apelación al sentimiento de lo propio, las emociones, lo irracional, el mito entre las masas. También defendieron una condición humana que apelaba a la lucha constante y a la supervivencia del más fuerte, unidas a las nociones nuevas de raza y herencia. El sentimiento frente a la razón ilustrada, la legitimación de la superioridad de unos sobre otros frente a la igualdad de todos los seres humanos, la competencia frente a la cooperación y a la fraternidad.
¿Eso es lo que supone de fondo el concepto de patria? ¿Eso es el nacionalismo? No se trata de una defensa de la cultura, sino de una superioridad de una cultura sobre la otra. No es la búsqueda por parte de unos pueblos de su identidad cultural, sino la justificación del odio y del miedo al otro. Eso es lo que implica el nacionalismo. Es la construcción del Otro como un enemigo y la idea de un estado de lucha constante y de miedo. El patriotismo justifica el odio y la exclusión, los legitima, ya que el Otro es el posible enemigo. La islamofobia, que se extiende actualmente por Europa, es un buen ejemplo de ello. No se ve a otra persona, sino a extremistas islámicos; no se ve a niñxs huyendo de situaciones límites, sino a delincuentes.
Mientras algunxs políticxs fomentan estos discursos y llevan por doquier las banderas de España, persiguen a los movimientos vecinales y se dedican a cerrar centros sociales autogestionados, como han hecho con la Ingobernable, la Dragona y otros muchos lugares de encuentro de las vecinas, y como están haciendo ahora con el EVA. Sin embargo, desde esos mismos lugares surgen iniciativas que han sido consideradas, por esos mismos políticxs, como una muestra de patriotismo de los vecinxs. Cuando las calles de los barrios se vieron inundadas de nieve y los servicios públicos no aparecían, fueron las vecinas de esas zonas las que despejaron los caminos. Fueron las personas que viven en esos barrios, ya fueran de la raza, religión o nacionalidad que fueran, las que cogieron las palas y se dedicaron a suplir el papel de lo institucional.
Llama la atención que se critique los centros sociales y las iniciativas, que se las ponga trabas constantemente y que se las llegue a criminalizar, pero han sido desde esos lugares desde surgen esas redes de apoyo. Con las nevadas que paralizaron Madrid se ha visto claramente que no se trata de discursos patrióticos llenos de odios, sino la cooperación entre las personas. Lo mismo ocurrió con el confinamiento provocado por el covid, en los centros sociales, huertas urbanas y asociación de vecinas y vecinos se crearon grupos de apoyo a las personas más vulnerables, redes para hacerles la compra a los mayores y personas de riesgo, bancos de alimentos para suplir lo que la crisis económica está generando. También en esa ocasión, como en la nevada, fue la autoorganización la que funcionó, mientras lo institucional no daba abasto. No hay que olvidar que lo público ha sufrido recortes, y sigue sufriéndolos, desde la pasada crisis, la del 2008.
Son los mismos políticxs que sacan la bandera a relucir a cada momento que pueden, los que fomentan la privatización y la destrucción de lo público. Son ellxs mismos los que cierran nuestros centros sociales y nos persiguen, pero alaban el trabajo que surge de ellos cuando las situaciones se complican. Son esas mismas personas las que tratan de llevarse el mérito ante las iniciativas de los barrios y de los pueblos. Me viene a la memoria, que tras semanas de organización de los bancos alimentos en la primavera pasada, con tenderxs donando alimentos y gente ayudándose, la alcaldía intentó colgarse la medalla, repartiendo bolsas con su sello. Cómo se les hinchan el pecho a la hora de hablar del trabajo de las vecinas y vecinos para quitar la nieve, como una muestra de su patriotismo, sin que se les ocurra que esas medidas deberían haber surgido de su gobierno. Y sin fijarse en que no es por la idea de España por la que la gente sale a las calles, sino por solidaridad, por ayuda hacia el que es tu igual. No es el discurso del odio, de la exclusión del Otro, lo que se ha visto estos momentos difíciles, lo que ha llevado a la movilización, sino justo todo lo contrario.
Entran ganas, y no pocas, de alzar la voz ante los discursos de estxs políticxs de la banderita. De preguntarles por el juego que se traen entre manos, que implica la constante privatización de todos los servicios, cuando se está viendo en las situaciones extremas de los últimos meses, que es lo público y la autogestión la que ayuda y no las banderas. Yo no espero gran cosa de la política, pero al menos se podrían ahorrar la hipocresía de sus discursos, que elogiaban a mis vecinas por quitar la nieva, a la vez que cierran los centros sociales. Si no van a ayudar, al menos que no molesten, que nos dejen organizarnos. ¿O acaso consideran que la autogestión es un peligro para la unidad de España? No, no tanto para la unidad de España, que no es más un fantasma que blandir ante las masas, sino un peligro para el neoliberalismo, para el sistema patriarcal, racista, capacitista, clasista, en el que vivimos. La autogestión rompe el individualismo, crea solidaridad, redes de apoyo, crea alternativas de ocio, de consumo, de vida ante un sistema que quiere englobarlo todo a su paso y que beneficia sólo a unxs pocxs.
Si yo me siento parte de un grupo o de una raza es en contraste con el Otro. El paso siguiente es convertir a ese Otro en un enemigo manifiesto o latente
Quizá convendría profundizar en el origen del nacionalismo, ya que para desmontar una idea hay que definirla. La idea de nación surge con el romanticismo y llevo a Europa y a otras partes del mundo a un nacionalismo excluyente, que veía en el otro a un enemigo. Está en la propia base de la noción de patria la diferencia con el Otro, ya que la identidad nacional se genera a partir de la diferencia con el que es distinto, ya sea porque pertenece a otra raza, a otra religión o a otras costumbres.
La identidad nacional apela al sentimiento de pertenencia, que sí es propio de todo ser humano. El ser social busca el contacto con los demás, es una necesidad básica, de la que depende su propia identidad. Es en la relación con los demás como vamos constituyendo nuestra personalidad. En eso se apoya la identidad nacional para generar ese sentimiento, que llevado al extremo llega a la negación de cualquier criterio racional. De esta forma la pertenencia a un grupo o a una raza o a un país se convierte en el único eje del pensamiento. Y unido a ese sentimiento de pertenencia siempre va el de la diferencia. Si yo me siento parte de un grupo o de una raza es en contraste con el Otro. El paso siguiente es convertir a ese Otro en un enemigo manifiesto o latente. Eso es lo que conduce al nacionalismo, que exprime esa necesidad de ser aceptado, querido y reconocido, pero lo carga de odio hacia el que queda fuera.
La nación se vuelve un conjunto fantasma, que engloba al individuo y le protege, similar al tótem de las sociedades “primitivas”. La religión totémica es posiblemente la más elementa de las formas religiosas. En ella el individuo accede a una realidad sagrada, que le protege y que es representada por el tótem. Esto es similar a la idea de nación, que manejan los nacionalismos, como una entidad superior al individuo que le protege y dota de sentido su vida. La bandera sería, en esta analogía, el tótem del sentimiento nacional. El individualismo moderno se desvanece cuando el sujeto se siente que pertenece a algo mayor, a un grupo, que le da la identidad.
Un ejemplo similar se puede ver en determinados deportes convertidos en espectáculos en la sociedad de masas, como es el futbol. En ellos el comportamiento de las personas se fija por su pertenecía al grupo hasta tal punto que se dan ciertos elementos tribales, como la pintura en la cara, el enfrentamiento con el Otro a través del juego o, en ocasiones, también fuera del campo, y el comportamiento ritual. La elección de un equipo u otro entre los fans no parece responder a ninguna razón en muchas ocasiones, salvo a una emoción, a un sentimiento, según expresan ellos mismos. Se apela a una emoción, que recuerda a la configuración del nacionalismo y de la pertenencia a un grupo. Es el sentimiento, propio del Romanticismo, lo que rige estas decisiones.
El futbol, como espectáculo, el nacionalismo, llevado a su extremo, y la religión totémico se mueven en el mismo terreno, el de la emoción y el de la pertenencia al grupo. Un grupo que nos proteja ante el individualismo que deja desamparado al ser humano. Son ejemplos del pensamiento colectivo, en el que el emblema del grupo, la bandera o los colores del equipo, se convierten en una imagen, en un tótem, que, como en las sociedades arcaicas, llega al nivel de la divinidad.
Pero esa misma unidad del clan, del equipo o de la nación se consigue por la construcción del Otro como un ser extraño, alguien contra el que enfrentarse. En los partidos de futbol esta constitución del Otro como un enemigo llega a veces a un extremo tal que se dan auténticas peleas entre los hooligans. Es el mismo mecanismo que lleva a despreciar a las personas que cruzan el Mediterráneo dejándose en ocasiones la vida en ello. No se las ve como seres humanos que huyen de países destrozados por las guerras o por la pobreza y buscan una vida digna de ser vivida, sino como sujetos que vienen a quitar el trabajo, a robar o a convertirse en delincuentes. No cuenta el hecho de que la riqueza de Occidente esté asentada en la pobreza del llamado Tercer mundo, no cuenta que nuestra opulencia sea su miseria, que Occidente expolie a esos países, genere una contaminación globalizada y explote a esas personas. Para ciertos discursos, que enarbolan la bandera como tótem, sólo cuenta que no son de los “nuestros”.
Por otro lado, la sociedad o la identidad grupal toma el papel que anteriormente jugaba la religión y, al igual que ella, genera una dependencia con sus miembros. Los sujetos no se mueven por una coacción física, sino por una convicción moral, por una ideología. Esto no sólo implica una especie de credo, sino que también genera una fuerza colectiva. El pensamiento individual y crítico se diluye en la masa. La fuerza del grupo es uno de los efectos del pensamiento colectivo. La fuerza colectiva tiene, por un lado, un efecto positivo, ya que puede llevar a exigir unos derechos humanos, como en la Revolución Francesa, cuando se escribió la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, o como en las manifestaciones del 8M, donde se piden estos derechos para las mujeres y se critica el privilegio del varón. El pensamiento colectivo forma parte del ser humano, ya que éste es un ser social. Y, como se puede ver en estos ejemplos, no tiene que ser negativo. Pero puede anular el pensamiento crítico, mover sólo por el miedo y el odio.
Este miedo u odio hacia el Otro se pone en juego no sólo en el nacionalismo, sino en cualquier identidad grupal. Cuando un grupo de personas atacan a otra por su orientación sexual o por identidad de género, como ocurrió hace poco en un bar del barrio de Chamberí, el mecanismo es el mismo. Esa persona no es vista como un ser humano, con sus derechos y libertades, sino como alguien que ataca el orden heteropatriarcal.
Se podría profundizar más en los mecanismos psicológicos que se esconden detrás de la bandera, pero interesa también ver cómo se sirve de ellos el neoliberalismo y las miserias que esconde tras sus discursos patrióticos
Se podría profundizar más en los mecanismos psicológicos que se esconden detrás de la bandera, pero interesa también ver cómo se sirve de ellos el neoliberalismo y las miserias que esconde tras sus discursos patrióticos. Al final lo que se encuentra es el uso por parte del sistema neoliberal, patriarcal, clasista, heteronormativo, capacitista, racista, de unos ideales con los que atraer a las personas. En algunas ocasiones se sirven del consumismo para apagar la crítica, en otras, como se trata de analizar aquí, del nacionalismo y del sentimiento de pertenencia. Pero en esta ocasión la pertenencia no genera un discurso de defensa de la cultura por verse atacada por el imperialismo económico y la globalización, como ocurre en los movimientos de defensa de la tierra de algunos territorios, sino que es un discurso fundado en unos estereotipos vacíos. Es un discurso que ataca a los inmigrantes que cruzan el Mediterráneo en condiciones inhumanas, pero no ve problema a que las empresas internacionales se aprovechen de las situaciones de ciertos países ni que se vayan a paraísos fiscales para eludir los impuestos, que deberían pagar para mantener el sistema público.
En el patriotismo se suele mostrar al inmigrante pobre como un vago, un caradura o una persona que viene a aprovecharse de nosotrxs. Pero esos mismos discursos no ve ningún inconveniente en que se expolie a los países con inestabilidad política y con recursos, como el coltán o el petróleo, para sacar un provecho. Alzan la voz diciendo que España para los españoles. Pero ciertos trabajos, como el de las temporeras en los campos de Andalucía, se realiza por inmigrantes en condiciones alarmantes, sin que se vean problemas. Mientras tengamos un móvil última generación o podamos seguir con nuestro nivel de vida, no importa que los materiales vengan de esos mismos países, que, cuando se trata de personas, consideramos que nos quieren invadir. Tampoco importa que la ropa y los productos que consumimos en Occidente se hagan en fábricas de dichos países, en los que la leyes laborales y ecológicas son más laxas. Parece que las personas, que trabajan y malviven ahí, sólo molestan cuando tratan de alcanzar el mismo nivel de vida que nosotrxs, disfrutar de la sociedad de la opulencia o, al menos, tener una oportunidad. Entonces surgen discursos marcados por el odio, como la islamofobia, discursos que culpabilizan a los que viven al margen, sin ver que nuestro estilo de vida se apoya en sus derechos, libertades y en su propia vida.
Parece que en Occidente vivimos en una burbuja, que queremos proteger a costa de todo para no ver las miserias que crea este sistema. No es que el neoliberalismo tenga fallos, es que él mismo, en su raíz, genera esas situaciones, las necesita. Se olvida con mucha frecuencia que la economía es un juego de suma cero, que para que unxs pocxs vivan en la abundancia, otrxs tienen que pasar carencias y luchar por sobrevivir. No queremos ver que no son ellxs los enemigxs, sino el sistema. Por ello se enarbolan banderas y discursos de odio, de exclusión.
A menudo me pregunto si los empresarios que se aprovecharon del sistema nazi, contando con una mano de obra barata, como los judíos y demás prisioneros, sintieron en algún momento la injusticia de la situación de esas personas. Se enriquecían a consta de degradar a una parte de la población a la condición de mano de obra, de negarles su humanidad y sus derechos. Se considera a Schindler un héroe por percatarse de la atrocidad que supone sacar beneficio de un régimen monstruoso, por negarse a fabricar armas que funcionara, pero no se ve problemas en que hoy en día vivimos en una sociedad que considera a la mayor parte de la población como mano de obra, que cierre los ojos ante las muertes del Mediterráneo y que encima levante vallas y discursos contras esas mismas personas. Justificamos que los empresarios tengan que sacar un beneficio, que se lleven sus empresas a otros países, o bien para no pagar los impuestos correspondientes, como hace Jeff Bezos, o bien para trasladar las fábricas a países del Sur global lo que le reporta mayor beneficio.
El neoliberalismo es el único sistema que eleva la codicia y el egoísmo al nivel de virtud y busca luego discursos para legitimarse, como la exaltación de la patria y la identificación de posibles “enemigos”
El neoliberalismo es el único sistema que eleva la codicia y el egoísmo al nivel de virtud y busca luego discursos para legitimarse, como la exaltación de la patria y la identificación de posibles “enemigos”. Siguiendo el ejemplo que pone Joaquin Sempere en su obra Mejor con menos, es como si el planeta fuera el Titanic que ha chocado con el iceberg y sólo permitiera subir a los escasos botes salvavidas a las personas con privilegios y además se justificara esa acción. Los demás, los que sobran son como los náufragos de los que habla Proudhon, a los que rechazamos y dejamos morir, culpándoles para justificarnos. Legitimamos nuestro estilo de vida con la bandera como excusa, cuando es a consta de esas personas que mantenemos esta opulencia, que es, por otro lado, la causante de que se hunda el barco. Nuestro iceberg no es otro que nuestro propio despilfarro, nuestra codicia y egoísmo. Pero mantenemos nuestra burbuja a salvo, sin considerar ninguna crítica ni ver en el Otro a una persona, a un ser como nosotrxs. Decía Kant que persona es aquel ser que es fin en sí mismo, que no puede ser usado como un mero instrumento para nuestro capricho, nuestras inclinaciones. Occidente olvida esto con demasiada frecuencia y luego trata de legitimarse dándole la vuelta al discurso, pintando a los otrxs como los malos. Sempere lo expone perfectamente:
“Cuando se produjo el naufragio hubo miembros de la tripulación que impidieron físicamente a la parte condenada que accediera a los botes salvavidas: así se pudo salvar a la otra parte, la parte privilegiada del pasaje. (…) Incluso se veló delicadamente por la buena conciencia de estos privilegiados: alguien hacía discretamente el trabajo desagradable, de modo que siempre era posible pensar que las víctimas habían muerto por un golpe del destino cruel. A nosotros, los europeos privilegiados, nos hacen el mismo favor. Siempre podremos pensar que los africanos que arriesgan sus vidas para llegar al balneario del mundo son víctimas de un destino fatal (y de los desalmados que les cobran un dineral para embarcarlos en las pateras: éstos, al parecer, serían los únicos culpables identificables). ¿A nadie se le habrá ocurrido que deberíamos estar fabricando desde hace años, a marchas forzadas, las lanchas salvavidas necesarias para salvarnos todos?” (Joaquin Sempere, Mejor con menos)
Parece que no, que a nadie se le ha ocurrido, o, en todo caso, a unxs pocxs radicales que critican la sociedad en sus márgenes y que son criminalizados o simplemente ignorados. No sólo no se nos ha ocurrido tratar de salvarnos todxs, sino que llegamos a cargar con odio contra los que intentan salvar su vida. Me viene a la memoria los disparos con pelotas de goma por parte de la Guardia Civil en la playa de Tarajal, donde fallecieron al menos once personas. Estas acciones son justificadas de forma hipócrita con discursos patrióticos o con excusas de que aquí no cabemos todxs, como no se cabían en los botes salvavidas del Titanic. Quizás habría que ir pensando en organizar una sociedad, donde sí que podamos salvarnos todxs.
Otra metáfora que ejemplificaría lo que esconde este sistema sería la del propio iceberg, tal y como lo exponen Belén Martín y Enara I. Domínguez en su libro Desmontando al Homo Economicus. En él compara la sociedad con un enorme iceberg, donde sólo queda visible una parte de las personas, del mundo y de la economía. Pero esa parte visible se apoya en una parte, mucho mayor, que esconde todas las miserias de este sistema: los trabajos no remunerados, la explotación laboral y ambiental, la contaminación, el expolio de los recursos y materias del Sur global, las relaciones no basadas en lo mercantil.
Quizás ahora, que vivimos una crisis sanitaria, social y económica, sea un buen momento para visibilizar todo lo que esconde el iceberg, aprovechando que el confinamiento nos ha mostrado qué era lo esencial. Quizás podríamos replantearnos la vida, lo que importan y lo que es superfluo, lo que tiene valor y lo que sólo posee precio, como exponía Kant. Para este filósofo el valor es propio del ser humano, como un ser con dignidad, es decir, que debe ser considerado fin en sí; el precio pertenece a aquello que puede ser intercambiado por otra cosa, que es instrumentalizado. Quizás toca pensar que todas las personas tienen valor, como lo tiene el planeta y los demás seres con el que lo compartimos. Desechar la idea de que el Otro es el enemigo, de que existe una identidad nacional que justifica el saqueo y la explotación de la mayoría de los habitantes de este mundo por una minoría, en la que, como habitantes de Occidente, nos encontramos. Quizás es hora de romper la burbuja en la que vivimos para poder construir una alternativa, donde quepan todas las personas, sean como sean y vengan de donde venga, sin excusas ni discursos de odio y miedo. Romper con nuestro privilegio para crear una sociedad basada en el derecho de todxs. No dudo de que es posible, pero sí de que los privilegiados no se resientan y enarbolen sus discursos y sus banderas para defender su burbuja, para mantener a flote el iceberg, mientras se ahogan las personas que habitan debajo y se destruye la naturaleza.
Para acabar me gustaría recordar uno de los lemas que se veía durante el confinamiento y con el que me volví a tropezar casualmente el otro día: “Menos banderas y más enfermeras”. Eso es, más enfermeras, más médicas, más profesoras, más personas dedicadas a la limpieza, a la comida y a cuidar la vida. Menos patriotismo y más defender lo público; menos mercados (y mercantilización), y más preocuparse por la vida de todxs, pero una vida que merezca la pena, una vida no suplicada, sino exigida. Recordemos lo que dijo Yayo Herrero de que, si algo no es universalizable, entonces no es un derecho, sino un privilegio. Construyamos un mundo basado en el derecho y en el buen vivir de todxs.