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Shock

Comunizar :: 09.04.21

La experiencia sensorial del trabajo moderno no puede limitarse a la producción capitalista. Si el régimen soviético tenía muchas ganas de adoptar la producción industrial capitalista en su totalidad, ¿cómo podría evitar el impacto sobre los sentidos que afectaba a los trabajadores en el marco de la producción capitalista? Lenin pensó que podría importar las formas capitalistas de trabajo evitando su contenido explotador. Pero la forma capitalista es su contenido. La forma no es formalista, como claramente demuestra la experiencia sensorial del trabajo fabril. La producción de la cadena de montaje no la siente de forma diferente el cuerpo simplemente porque el trabajador sea socialista.

Shock

Susan Buck-Morss

Comunizar

La producción de la cadena de montaje no la siente de forma diferente el cuerpo simplemente porque el trabajador sea socialista»

 

 

La forma en que Walter Benjamin entendía la experiencia moderna era neurológica. Se centraba en el shock. Benjamin quiso investigar lo ≪provechoso≫ de la hipótesis de Freud, según la cual la conciencia detiene el shock impidiendo que este penetre profundamente hasta dejar un rastro permanente en la memoria. Y ello lo hace para aplicarlo a ≪situaciones muy alejadas de aquellas que Freud tenía en mente≫. Freud se ocupó de la neurosis de guerra, el trauma de la ≪fatiga del combate≫ y los percances catastróficos que asolaron a los soldados durante la Primera Guerra Mundial. Benjamin afirmo que esta experiencia de shock en el campo de batalla se había convertido en ≪la norma≫ de la vida moderna. Las percepciones que una vez ocasionaban la reflexión consciente eran ahora la fuente de los impulsos de choque que la conciencia ha de detener.
En ningún lugar se hacía más evidente este reflejo defensivo que en la fábrica donde (Benjamin citando a Marx) ≪los obreros aprenden a coordinar sus propios “movimientos al movimiento uniforme e incesante de un autómata”≫. ≪Independientemente de la voluntad del obrero, el objeto sobre el que se está trabajando entra dentro del campo de acción del trabajador y, de la misma forma arbitraria, se aleja de este≫. La explotación debía ser entendida aquí como una categoría cognitiva y no económica. El sistema fabril, que dañaba cada uno de los sentidos humanos, paralizaba la imaginación del obrero, cuyo trabajo se ≪cerraba a la experiencia≫; se sustituía la memoria por la respuesta condicionada, el aprendizaje por el ≪ejercicio≫, y la habilidad por la repetición: ≪la práctica no cuenta para nada≫.
Bajo las condiciones de la moderna tecnología, el sistema estético sufre una inversión dialéctica. Las facultades sensoriales cambian: de estar ≪en contacto≫ con la realidad pasan a ser un medio de bloquear la realidad. La estética —la percepción sensorial— se convierte en .≪estética, una capacidad cognitiva entumecedora de los sentidos que destruye el poder del organismo humano para responder políticamente incluso cuando se encuentra en juego la propia conservación. Alguien que ya no ≪experimenta más allá≫, escribe Benjamin, ≪ya no es capaz de distinguir… al amigo fiable… del enemigo mortal≫.

La experiencia sensorial del trabajo moderno no puede limitarse a la producción capitalista. Si el régimen soviético tenía muchas ganas de adoptar la producción industrial capitalista en su totalidad, ¿cómo podría evitar el impacto sobre los sentidos que afectaba a los trabajadores en el marco de la producción capitalista? Lenin pensó que podría importar las formas capitalistas de trabajo evitando su contenido explotador. Pero la forma capitalista es su contenido. La forma no es formalista, como claramente demuestra la experiencia sensorial del trabajo fabril. La producción de la cadena de montaje no la siente de forma diferente el cuerpo simplemente porque el trabajador sea socialista. ¿Cómo, entonces, se pueden distinguir los procesos de modernización soviéticos de los de Occidente? Al investigar la hipótesis de Benjamin del shock moderno dentro del contexto de «la construcción del socialismo» en la Unión Soviética, a una le llama la atención la diferencia temporal: para el proletariado, la industrialización de la Unión Soviética era todavía un mundo de ensueño (soñado), cuando para los trabajadores de los países capitalistas, era ya una catástrofe vivida.
El entusiasmo por la cultura de las máquinas en los primeros tiempos de la Unión Soviética ha sido constatada con frecuencia y descrita con detenimiento. Pero a menudo se ha pasado por alto un punto crucial en estos informes: hasta qué grado el culto a la máquina precedía a las propias máquinas. La cultura del maquinismo bajo el capitalismo occidental era susceptible de ser adaptada a un nivel ya existente de industrialización. A finales del siglo XIX, Frederick Winslow Taylor concibió su organización científica» del trabajo, que dividía su proceso en movimientos básicos con una efectividad óptima, tratando a los seres humanos como máquinas con el objeto de obtener de ellos la producción más eficiente. Se atendía a los intereses de los propietarios, no a los de los trabajadores. La adaptación del trabajador a la máquina fue un requisito de trabajo, pero también fue una defensa mimética. La robótica humana funcionaba como una armadura. Al igual que sucede en la naturaleza, donde un animal muda sus características físicas para imitar su medio ambiente externo, el trabajador que transformó su cuerpo para convertirlo en una máquina con sentidos insensibilizados se estaba protegiendo contra el shock del propio trabajo en las máquinas.
Bajo unas condiciones anteriores a las tecnologías, las que existían en los primeros tiempos de la Unión Soviética, en contraste, el culto al ser humano como máquina conservaba un significado utópico. Su frenética intensidad durante los años veinte, en un tiempo en que el número de trabajadores de fábrica se había desintegrado y el país simplemente luchaba por restablecer la capacidad industrial anterior a la Primera Guerra Mundial, más que convertirse en una respuesta defensiva a los procesos mecanizados los anticipó. El Instituto Central del Trabajo (Tsentralnyi Institut Truda), fundado en 1920 para poner en práctica los métodos de trabajo tayloristas importados de los Estados Unidos, estaba dirigido por un poeta. Era un laboratorio experimental sobre los ritmos mecanizados del trabajo. En este contexto todavía preindustrial, los cuerpos humanos que se adecuaban al ritmo de las máquinas eran como chamanes haciendo magia, que imitaban un estado deseado con el objeto de darle existencia. Los movimientos corporales, calculados de forma científica, eran el equivalente, en la edad industrial, de una danza de lluvia.
Aleksei Gastev, director del instituto, sabía de primera mano el tedio monótono del trabajo en la máquina. Durante su exilio político en París antes de la guerra, Gastev había estado trabajando en el sector del metal y entendía la explotación capitalista en su forma física y corporal. Sin embargo, en su poesía proletaria desarrolló una visión eufórica de este proceso, todavía doloroso, desarrollado ahora por un colectivo global de trabajadores con el objeto de dar a luz con su trabajo a un mundo de armonía y paz universal. Un millón de martillos golpeando al mismo tiempo harían vibrar a la totalidad del mundo.
Gastev admitía que sólo a través de una «poderosa afluencia» de capital extranjero, lo cual venía a ser «la completa esclavización» de la industria soviética a los capitalistas americanos, ingleses y alemanes, podría llevarse a cabo la transformación. Eran necesarias la velocidad, la estandarización y el «espíritu técnico»30. «Las catástrofes» —la destrucción y la muerte— eran inevitables. El poder del «maquinismo» produciría un nuevo sistema sensorial humano de nervios eléctricos, de cerebros máquinas y de cines ojos; y un cuerpo común, mundial, con movimientos, sentimientos y objetivos colectivos,

(…) que cree un cerebro mundial en lugar de millones de cerebros. Suponiendo que todavía no exista un lenguaje internacional, pero hay gestos internacionales, hay fórmulas psicológicas internacionales que la saben usar millones de personas… En el futuro esta tendencia hará que el pensamiento individual sea imposible, y se transformará de manera imperceptible en la psicología objetiva de una clase entera con sus sistemas de encendido, apagado y corto circuito.»

 

La cultura maquinista, al estilo soviético, tuvo sus orígenes en la expresión de una carencia, por lo que incluso se podía ver que su brutalidad poseía una cualidad utópica. Solamente en este contexto irreal podían la poesía y las técnicas de producción converger tan irresistiblemente, atrayendo a dramaturgos, a cineastas y a coreógrafos como artistas del cuerpo humano. El trabajo industrial se convirtió en modelo de disciplina corporal para la producción del hombre nuevo como instrumento creador, fusionando trabajo y danza. Por el contrario, en los Estados Unidos, la producción en masa estaba motivada de forma pragmática, y se articula con el hombre en su forma dada e imperfecta.
Durante la década de los años veinte, el ideal soviético era combinar la creatividad del arte con la precisión de la ciencia. No hay duda de que todo esto abrió las puertas a la justificación ideológica de las técnicas de explotación, esto es, a la «esteticización» de las ideas políticas en el sentido burgués de la palabra. Sin embargo, también prometió una superación de la separación burguesa entre la mente y el cuerpo, un regreso a la «estética» en su significado cognitivo original. Sin ningún sentido de contradicción, las técnicas tayloristas fueron reunidas en la cultura soviética mediante métodos artísticos de fuentes dispares. Fueron ejemplares las teorías de ballet y mimo importadas de Europa por Volkonskii y Gardin, quienes, por su parte, ejercieron una influencia en los primeros directores de cine soviético. La primera teoría de montaje formulada por Lev Kuleshov comparaba la articulación rítmica del cuerpo del actor, una serie de movimientos básicos como si fueran gestos expresivos, con tomas cinematográficas: tanto uno como otro eran segmentos de movimiento, la «combinación de momentos de acción separados… [que se] despliegan en el espacio y [que] duran en el tiempo». El montaje, para Kuleshov, era el ritmo de la pantalla y el cuerpo del actor, controlado y con conciencia propia, su modelo universal. Como en la dirección científica de Taylor, cada una de las partes del cuerpo del actor se trataba como un módulo independiente que podría organizarse con otras partes en poses complejas. El mismo proceso ocurría en la construcción cinemática: los segmentos de película, como los segmentos de gestos corporales, eran, tal como escribe Iampolskii, «signos que se oponían unos a otro y que precisamente adquirían sentido en esa oposición». Tanto el ritmo de montaje como el ritmo corporal se enseñaban en el Laboratorio de Cine Experimental de la escuela cinematográfica de Moscú en la que Kuleshov participó activamente. El teatro también se vio afectado. El dramaturgo Vsevolod Meierhold desarrolló un sistema de «biomecánica» que trataba al actor como un objeto maleable de expresión emocional. El objetivo también era el control sobre el cuerpo, eliminando todos los movimientos que fueran superfluos y no deliberados. Se utilizaron cronómetros y relojes registradores para ayudar a los estudiantes que actuaban a ejercitar sus acciones siguiendo un patrón. La influencia de Gastev y del taylorismo era explícita.
En 1923, Platón Kerzhentsev, crítico de teatro, fundó la Liga del Tiempo, con Gastev y Meierhold en la junta (y Lenin y Trotsky como directivos honorarios), con el objeto de promover la eficiencia temporal entre la población en general. El periódico de la Liga, Vremia (Tiempo), estimulaba la organización de las bases de 800 «células de tiempo» en el ejército, en las fábricas, en los organismos gubernamentales y en las escuelas.
Los «Tempistas» llevaban «cronotarjetas» para controlar las incidencias de pérdidas de tiempo debido a retrasos, movimientos inútiles, discursos largos y pesados, etc., y estimulaban la «autodisciplina espontánea».
Stites observa que en la Unión Soviética hubo dos recepciones culturales de la tecnología americana: una urbana y otra rural. En el caso del campesinado, la motivación era más espiritual que científica: la tecnología tenía una importancia cosmológica en tanto que «prometía la liberación del atraso». Sería erróneo desechar este fervor entre la población en general como algo que había sido orquestado de forma oficial. Henry Ford no sólo era el símbolo de la «productividad colosal» de una población activa no especializada, aunque disciplinada, sino que era también el fabricante del producto de consumo más codiciado por el campesinado ruso, el tractor Fordson. Hacia 1926, la Unión Soviética había pedido 24.000 tractores Fordson, «una cantidad similar más o menos al 85% de la producción total soviética». Ford se convirtió, en el sentido literal de la palabra, en un héroe popular:

Los campesinos llamaban a sus tractores fordzonishkas… [Ellos] lo veían como un personaje mágico, y le preguntaban al periodista Maurice Hindus si él era más rico que los zares y si era el americano más listo. Ansiaban contemplarle personalmente… El nombre de Ford era conocido mejor que el de la mayoría de las figuras comunistas, con la excepción de Lenin y de Trotsky. Algunos campesinos dieron su nombre a sus hijos; otros dotaban a sus nuevos “caballos de hierro” de características humanas. Un periodista de negocios observó en 1930 que Lenin era el Dios ruso y Ford su San Pedro.»

En 1925, Benjamin describía a Moscú como una ciudad que todavía jugaba «al escondite» con la noción de pueblo. Todavía en 1932 un hombre de negocios americano «se sorprendía al ver a los peatones de Moscú cruzar la calzada imprudentemente sorteando vehículos como hacen los campesinos por los senderos de los campos». Es necesario recordar que «la construcción del socialismo» todavía era algo que se hacía a mano hasta bien entrado los años treinta. En el emplazamiento donde se iba a llevar a cabo la construcción del proyecto industrial de Magnitostroi/Magnitogorsk (la planta/ciudad de acero hecha a imitación de la de Gary, en Indiana), millones de metros cúbicos de tierra fueron extraídos con herramientas manuales. En 1936, dos tercios de todo el trabajo de excavación todavía se realizaba sin mecanización alguna. Fue aquí donde los campesinos no especializados llegaron a convertirse en obreros a través del bautismo de fuego que suponía el «trabajo de choque» (udarnyi trud) en las unidades de construcción.
El trabajo de choque, la forma de organización del trabajo a la cual se le dio mayor preponderancia durante el Primer Plan Quinquenal, no era precisamente taylorista. Más que estandarizar los ritmos basados en el cálculo científico del rendimiento corporal, se ejecutaba a ráfagas u «oleadas» por equipos de trabajadores. Se decía que sus orígenes se encontraban en «el grito, de origen rural y antiquísimo, que imponía el ritmo de trabajo (vziali)», cuyo objetivo era conseguir una mayor productividad a través de un esfuerzo humano extra sin maquinas. Mientras que los ritmos tayloristas establecían «normas» de trabajo, el propósito del trabajo de choque era romperlas.
Significativa fue la elección del vocabulario. «Choque» (udar) es la palabra rusa que equivale a golpe o ataque con una fuerza impactante en sentido militar (el de un ataque aéreo), en sentido natural (el de trueno, percusión musical) y también en sentido médico (el de ataque). La ofensiva colectiva de los trabajadores de choque produjo un fuerte impacto como representantes del cambio histórico, «que acercaban el tiempo del socialismo». La imagen de estos trabajadores era sobrehumana, más que una imagen de tipo máquina y no-humana. Y fueron ellos quienes, más que esquivar los efectos de la modernidad, produjeron el impacto de la misma. Al mismo tiempo, recibieron en sus propios cuerpos las señales del ataque, ya que el trabajo de choque acarreaba sacrificio físico y agotamiento en pos del objetivo colectivo.
A principios de 1929, las autoridades promocionaron el trabajo de choque a través de campañas en favor de «la competición socialista,» mediante de la cual una fábrica, rienda o unidad era «retada» por otra para llevar a cabo más en menos tiempo. Mantener las máquinas en buenas condiciones ya no era una prioridad por lo que fueron explotadas brutalmente, «dañadas» y estrelladas contra el suelo durante estos intentos en los que se rompían las normas. Los trabajadores competían entre sí como equipos de atletas con el objeto de establecer récords, equipados, a menudo, con una tecnología primitiva. A los vencedores se les poma los apodo de «aviones» y «relámpagos» mientras que a los perdedores se les llamaba «flojos» o «cocodrilos». Entre los premios se incluían la fama en los medios de comunicación, sueldos más elevados y bienes de consumo codiciados, tales como apartamentos o motocicletas. Se rechazaba el dolor corporal producido por el esfuerzo físico, al igual que se hacía con su irracionalidad desde un punto de vista económico. Era un asunto fervientemente motivo que suponía espíritu de equipo, dramatismo diario y logro heroico. Los trabajadores de choque, cuyas experiencias tienen un parecido sorprendente con los atletas profesionales de hoy en día, parecen haber sido estimulados por el esfuerzo excesivo de una forma genuina y como resultado de ello, acabar tan agotados como sus máquinas.

 

Fragmento del capítulo III del libro «Mundo soñado y catástrofe. La desaparición de la utopía de masas en el Este y el Oeste», de Susan Buck-Morss.


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