Terry Eagleton
Comunizar
Discusión a distancia del capítulo II del libro «Esperanza sin optimismo», en el marco del Seminario Subjetividad y Teoría Crítica, BUAP, Puebla, México, el 29 de abril de 2021.
Las llamadas tres virtudes teologales de fe, esperanza y caridad tienen sus corolarios, corruptos. La fe puede degenerar en credulidad, la caridad en sentimentalismo y la esperanza en autoengaño. De hecho, resulta difícil pronunciar la palabra «esperanza» sin evocar la perspectiva de que sea una esperanza frustrada, pues adjetivos como «débil» o «vana» vienen de forma espontánea a la mente. Parece haber algo incorregiblemente ingenuo en la propia noción, mientras que el sarcasmo da más impresión de madurez. La esperanza sugiere una expectativa trémula, casi temerosa, apenas una traza de seguridad firme. En la época moderna, ha tenido casi tan mala prensa como la nostalgia, que es más o menos su opuesto. La esperanza es un junco esbelto, un castillo en el aire, una compañera agradable pero mala guía, buena salsa pero comida escasa. Si abril es el mes más cruel en La tierra baldía es porque genera falsas esperanzas de regeneración.
Hay personas para las que la esperanza es incluso una especie de indignidad, más propia de reformadores sociales que de héroes trágicos. George Steiner admira una forma de «tragedia absoluta» que esté «incontaminada» de algo tan despreciablemente pequeñoburgués como la esperanza. «En la alta tragedia —señala
— la nada lo devora todo como un agujero negro», una condición que el más mínimo indicio de esperanza sólo puede adulterar. La grandeza de la tragedia, ostiene Steiner, se ve disminuida por esos fútiles anhelos. En realidad, esto no es así en la Orestíada de Esquilo, ni en las obras trágicas de Shakespeare, que deberían ser
consideradas lo bastante elevadas para el gusto de cualquiera. Pero la tragedia, según Steiner, no es connatural a Shakespeare, que por eso insiste en diluir la pura esencia de la desesperanza con vulgares insinuaciones de redención. La visión del Doctor Fausto de Christopher Marlowe, por el contrario, una obra a todas luces desigual y floja, es desapasionada en todo momento y, por tanto, «profundamente noshakespeariana». Esta descripción pretende ser un cumplido. La tragedia desdeña toda esperanza social, por lo que es un modo inherentemente adverso a la izquierda.
El pesimismo es una posición política.
El filósofo católico Peter Geach adopta un punto de vista igualmente negativo sobre la esperanza, aunque por razones diferentes. Si la esperanza no está basada en el evangelio cristiano, sostiene, entonces no se puede hablar de esperanza. Resulta difícil creer que la expectativa de comer decentemente pueda ser invalidada por el hecho de que no se basa en la muerte y resurrección de Jesús. Pero incluso si, en último término, el cristianismo fuera la única esperanza de la humanidad, eso no significaría que cualquier aspiración que no estuviera a la altura del reino de Dios estaría condenada al fracaso.
La izquierda política puede ser tan escéptica sobre la esperanza como la derecha steineriana. Claire Colebrook, por ejemplo, juega con la idea de un «feminismo sin esperanza». «Parece que el feminismo —escribe— debería abandonar la esperanza — esperanza de un novio más rico, pechos más grandes, muslos más finos y un bolso de moda cada vez más inasequible— para imaginar un futuro que “nos” libere de todos los clichés que nos hemos tragado y que nos han drogado hasta enervarnos. La utopía sólo podría alcanzarse con una intensa desesperanza».
No es una política que Colebrook defienda sin reservas, y por una buena razón: aunque las mujeres tengan algunas esperanzas falsas o negativas, también las tienen auténticas. En todo caso, la reticencia de la izquierda sobre la esperanza no es completamente infundada. Las imágenes de la utopía siempre corren el peligro de apropiarse de energías que de otra manera podrían invertirse en su construcción.
Quienes tienen esperanza suelen parecer menos pragmáticos que los que no la tienen, aunque hay veces en que nada resulta más extravagante y falto de realismo que el pesimismo. En la era de la modernidad, la melancolía da la impresión de ser una actitud más sofisticada que la alegría. Después de Buchenwald e Hiroshima, la esperanza no parece nada más que una fe injustificada en que el futuro representará un avance respecto al presente, y recuerda la sarcástica descripción que hizo Samuel Johnson del matrimonio como el triunfo de la esperanza sobre la experiencia. Sin embargo, incluso los acontecimientos más terribles de nuestra época pueden aportar motivos para la esperanza. Como señala Raymond Williams, si hubo quienes perecieron en los campos nazis, también hubo quienes dieron la vida para librar al mundo de los que los construyeron.
En general, la esperanza ha sido la pariente pobre de las virtudes teologales y ha inspirado menos investigaciones eruditas que la fe y la caridad. A pesar de su título, el libro de Peter Geach, Truth and Hope [Verdad y esperanza], no tiene nada que decir sobre la esperanza y el análisis que le dedica en Las virtudes es considerablemente más insustancial que sus comentarios sobre la fe. Conviene señalar que las tres disposiciones están estrechamente interrelacionadas. San Agustín escribe en el Enquiridión que «no hay caridad sin esperanza, esperanza sin caridad y ni esperanza ni caridad sin fe».
La fe es una suerte de compromiso devoto o convicción apasionada que, de acuerdo con la doctrina cristiana ortodoxa, tiene su origen en el amor ciego de Dios por la humanidad. «Un creyente es alguien que está enamorado», escribe Kierkegaard en La enfermedad mortal. La fe es una cuestión de confianza, que a su vez implica alguna forma de caridad o abnegación. Consiste en la firme convicción de que el otro no va a dejar que te escurras entre sus dedos, y confiar en que no te van a abandonar es la base de la esperanza. De hecho, el Oxford English Dictionary da «sentimiento de confianza» como significado arcaico de «esperanza». La esperanza es la confianza en que nuestro proyecto prevalecerá, lo que un comentarista describe como «un compromiso activo con la deseabilidad y viabilidad de un determinado fin».
Como tal, implica deseo y, por tanto, en un sentido amplio, amor. Es la fe lo que revela qué cabe legítimamente esperar, y, en última instancia, ambas virtudes están enraizadas en la caridad.»
Fragmento del capítulo II del libro «Esperanza sin optimismo», de Terry Eagleton. El texto completo en PDF, puede leerse aquí.