Con Pablo Iglesias se van las esperanzas enteras de una generación, la del 15M, que asume en la derrota del representante, la derrota del representado.
La izquierda fanática del consenso y del carril bici ha perdido al alter ego que les permitía ser visualizada como una izquierda aceptable por el poder real.
Habrá que aprender (uf! ¿Cuándo será eso?) que el “asalto a los cielos” empieza por el subsuelo. Los cambios son por abajo y no por arriba.
Antes de presentar los argumentos, es preciso realizar una confesión que sirva de advertencia al lector. Quien escribe siente la retirada de Pablo Iglesias de la política española como el fin de una era que marca, a su vez, la derrota de las formas de entender lo político de su generación: la del movimiento ciudadano conocido como el 15M.
El siguiente artículo no se propone esbozar una biografía del hasta el martes líder de Podemos, sino simplemente presentar tres escenas que describen, esquemáticamente, el pasaje de este profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid por la política llana que se desplegó en la última década en el Reino de España. Los hechos aún están hirviendo, el tiempo no ha dejado reposar las aguas: es el momento de emprender el análisis.
El Movimiento 15M, que conmovió a la opinión pública española —y mundial— aquel mayo del ya lejano 2011, no fue el despertar de las masas, no fue tampoco la emergencia de las clases populares a la política: fue la congregación de una multitud formada por hombres y mujeres, jóvenes y viejos, cuyo único rasgo común era el desencanto derivado de la pérdida de efectividad hegemónica del régimen del 78.
La corrupción generalizada, la ira provocada por el rescate a la banca con dinero público, el deterioro acelerado de las condiciones laborales y la concomitante pérdida de derechos, todos estos fueron sólo algunos de los factores que permitieron la convergencia de gentes muy diversas en las plazas principales de las grandes y medianas ciudades españolas hace ya una década.
Había algo de político, había algo de espectáculo, había mucha voluntad de hacer oír voces silenciadas, había desconocimiento de cómo traducir el descontento en propuestas. Un antropólogo que por allí hubiera pasado, habría visto en aquella escena abigarrada el origen prehistórico de la democracia… pero estábamos en pleno siglo XXI y lo que era evidente es que todo aquel murmullo y muchas de aquellas proclamas inconscientemente owenistas, eran difícilmente traducibles en términos de política institucionalizada.
Los jóvenes no portábamos —como hoy generalmente se cree— grandes consignas ideológicas; éramos apenas los decepcionados de la meritocracia que reclamábamos, con altisonantes cánticos y gruesos sarcasmos, la restauración inmediata de aquel régimen meritocrático perdido. Éramos hijos del neoliberalismo y luchábamos, tal vez sin saberlo, por la revalorización de nuestro capital humano. Los viejos, en su gran mayoría, se habían percatado, varias décadas más tarde, de la trampa del PSOE de un Felipe González que había desmontado la industria nacional a cambio de los espejitos de colores del turismo y la especulación inmobiliaria. La bonanza artificial de una generación se reflejaba en la miseria creciente de sus vástagos.
Apenas dos años después de la proclamación del “asalto a los cielos”, las fuerzas políticas tradicionales ya habían asimilado el golpe del 15-M y comenzaron a trabajar en la restauración bipartidista
Este es el origen de Podemos que nace con la herida de la paradoja: traducir en política institucional la crítica a las instituciones. Hacer de la Multitud, Partido, sin pasar por el Pueblo. En este escenario emerge la figura de Pablo Iglesias, orador sobresaliente, discutidor filoso y, en definitiva, un soplo de aire fresco para la política española. Con una rapidez insospechada, Iglesias se convertía en el conductor de los indignados. Pero cualquiera sabe que la indignación es un afecto que, en el mejor de los casos, se traduce en el motín, la asonada, la cancelación: de lo que se trataba —y mi generación quizás no lo sabía— era de tomar el Estado para tal vez, en el mejor de los casos, disputar el verdadero poder.
Y esto fue Podemos, que había aprendido de las experiencias latinoamericanas esa lección y portaba la quijotesca consigna de transformar la indignación en acción política positiva, es decir, construir un Estado a imagen y semejanza de la multitud. Pero, ¿puede la multitud devenir Estado? Todavía no era necesario responder a esta pregunta. Todavía bastaba con proclamar, como hizo Pablo Iglesias en el congreso fundacional de Podemos (celebrado en el madrileño Palacio de Vistalegre en octubre de 2014): “El cielo no se toma por consenso: se toma por asalto”. Iglesias saldría de Vistalegre I como el legítimo conductor de multitudes, pero también —y por utilizar una expresión de Unamuno— como “conductor de niños”.
En 2016, apenas dos años después de la proclamación del “asalto a los cielos”, las fuerzas políticas tradicionales ya habían asimilado el golpe del 15-M y comenzaron a trabajar en la restauración bipartidista. La fuerza de la multitud se estaba evaporando y con ella la efervescencia de Podemos parecía diluirse. El rol de los medios de comunicación fue clave para horadar la regeneración política en España, reproduciendo el sermón por antonomasia del neoliberalismo: todos los políticos son iguales, sólo quieren un sillón, un cargo, asegurarse su propio futuro. Pero aún peor: los políticos de izquierda son aún más miserables, porque saben que el poder es eterno —como los designios de los dioses— y aun así se sirven de la desesperación de las pobres gentes para engañarlas y llegar a ese poder que tanto critican. Es la paradoja definitiva con la que el neoliberalismo ha pretendido desmontar al progresismo: si el político de izquierda es pobre, entonces sólo es crítico con los poderes porque “envidia” malsanamente lo que otros legítimamente han obtenido con el sudor de su frente; si el político de izquierda tiene una condición económica solvente, es un incoherente que “no se aplica el cuento” y predica para los otros lo que no practica en su propia vida. He ahí la pinza, pues si defiende a los sectores populares, se acusa a la izquierda de “pobrismo”; si no los defiende, los mismos detractores la acusan de haberse “olvidado del pueblo”. La multitud, afecta a la indignación hasta el pleonasmo, cayó en la trampa y pereció. Podemos sintió con estupor el rigor de la encrucijada: ¿ir hacia el pueblo o ir hacia la clase? Este fue el trasfondo de Vistalegre II.
Pablo Iglesias e Íñigo Errejón midieron sus fuerzas en la Segunda Asamblea Ciudadana Estatal de Podemos y el primero salió ampliamente respaldado por los inscritos del Partido
Concédasenos una pequeña digresión y hablemos del amigo que deviene antagonista: Íñigo Errejón. En los orígenes de Podemos, una gran variedad de escuelas de izquierda confluyó sin que, en ese momento, esto fuera visto como un problema a resolver. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) había abandonado hacía ya un tiempo todas las referencias teóricas y culturales obreras y parecía haber abrazado con ahínco la “tercera vía” propuesta por Giddens; a su izquierda quedó un abismo que ese conglomerado ideológico llamado Podemos vendría a ocupar. Errejón era un aprendiz avanzado de las experiencias de la izquierda latinoamericana en las dos primeras décadas de nuestro siglo XXI — no es por azar que su tesis doctoral lleve por título La lucha por la hegemonía durante el primer gobierno del MAS en Bolivia (2006-2009): un análisis discursivo— y fue, en definitiva, el más firme defensor de la estrategia populista à la Laclau. Podemos fue, en sus primeros años, la estrategia populista dirigida a una multitud y, a pesar de lo que pudiera parecer, ese Podemos fue más errejonista que pablista. Hasta que llegó Vistalegre II y el antiguo camarada, el amigo en sentido schmittiano, se transformó en el enemigo interno. Pablo Iglesias e Íñigo Errejón midieron sus fuerzas en la Segunda Asamblea Ciudadana Estatal de Podemos — entre diciembre de 2016 y febrero de 2017— y el primero salió ampliamente respaldado por los inscritos del Partido.
Pero decir sólo esto es hacer historia al modo de Suetonio: lo que estaba en juego era el cálculo, toscamente cuantitativo de Iglesias, de que, absorbiendo al aparato de Izquierda Unida, Podemos conquistaría automáticamente sus votos. Errejón captó perfectamente lo que estaba en juego: tocaba elegir qué sujeto —discursivo— debía apuntalarse para sustituir a la multitud: ¿la clase o el pueblo? Iglesias venció y Podemos olvido a “los de arriba” y “los de abajo” y se dirigió enfáticamente a la “clase trabajadora”. Errejón no tardaría en abandonar Podemos e ir en busca del inencontrable pueblo español a través de un nuevo proyecto político. Iglesias venció en aquella hora a su antagonista, pero a veces vencer es empezar a morir… esta fue la hybris que condenó a Iglesias al callejón sin salida de “Democracia o fascismo”.
Las elecciones generales de noviembre de 2019 se saldarían con una victoria del PSOE, liderado por el renacido Pedro Sánchez, que aun siendo contundente no le permitía gobernar en solitario. Los números se aliaron para sostener una de las tantas paradojas de la breve historia de Podemos: en su peor resultado electoral —la gráfica de la caída de los votos desde su irrupción nacional en 2015 hasta la última elección de 2019 es elocuente—, obtenía para su líder, Pablo Iglesias, una Vicepresidencia segunda en el Gobierno de España. Pero Podemos estaba ya herido de muerte y el liderazgo de Iglesias aún más.
A pesar de esta situación, Podemos, en general, e Iglesias, en particular, se aplicaron aquella máxima bielsista: “nosotros defendemos atacando”. Podemos se convirtió, aun siendo minoría en el gobierno, en el gran garante de los derechos de los trabajadores, del colectivo LGTBI, de los inmigrantes, de los jóvenes con trabajos precarios y sin acceso a la vivienda, de una idea de España plural y respetuosa de los distintos sentimientos nacionales que en ella existen… y aún así, con ello no bastó. Alcanzó, maltrecho, el gobierno; el Estado, —ese “monstruo informe que lo traga todo”, que decía Chernyshevski—se le enfrentó abiertamente; rozó con la punta de los dedos el poder, mientras intentaba comprender su kafkiano funcionamiento: este fue el sino de Podemos, esta fue la penúltima batalla del político Iglesias.
La izquierda fanática del consenso y del carril bici ha perdido al alter ego que les permitía ser visualizada como una izquierda aceptable por el poder real
La batalla final precisó de un descenso de los cielos a la arena madrileña y se materializó en una confrontación a dos bandas: la más evidente, el enfrentamiento al fascismo encarnado por Vox, insuficiente pero necesario para garantizar el gobierno del Partido Popular de Ayuso en la Comunidad de Madrid; la menos evidente y fundamental, la batalla contra el populismo para celíacos —efectivo y realista— de Íñigo Errejón. Ambas batallas las perdió. A la consigna de Iglesias “Democracia o fascismo”, Ayuso respondió con “Libertad o comunismo”. Venció la “libertad” a hombros del “fascismo”. En la otra arena, la que enfrentaba a los antagonistas otrora amigos —Iglesias y Errejón—, el “asalto a los cielos” fue vencido por el “curar Madrid” esgrimido por la cálida Mónica García.
Mañana ya no estará Pablo Iglesias en el telediario, los sarcásticos de naftalina que ubicuamente repiten sus diatribas en cada una de las radios y pasquines españoles, tendrán que buscarse un nuevo chivo expiatorio. Pero también la izquierda fanática del consenso y del carril bici habrá perdido al alter ego que les permitía ser visualizada como una izquierda aceptable por el poder real y ya no podrá seguir habitando tranquilamente en la sombra de la otredad radical —o moderada— de lo que Pablo Iglesias encarnaba. Con Pablo Iglesias se van las esperanzas enteras de una generación, la del 15M, que asume —también hoy— en la derrota del representante, la derrota del representado. Un Podemos muere con Iglesias. Ojalá que otro Podemos esté naciendo: el que entienda que el “asalto a los cielos” empieza por el subsuelo.