Marco Aparicio preside el Observatori DESC, un centro de derechos humanos que concentra sus esfuerzos en desmontar la percepción devaluada de los derechos sociales en relación a otros derechos considerados fundamentales.
Doctor en Derecho Público y profesor de Derecho Constitucional en la Universitat de Girona, Marco Aparicio preside el Observatori DESC, un centro de derechos humanos que concentra sus esfuerzos en desmontar la percepción devaluada de los derechos sociales en relación a otros derechos considerados fundamentales.
Junto a la urbanista e integrante del Observatorio Metropolitano de Madrid, Ana Méndez de Andés, y el doctorando en Sociología y colaborador del Observatori DESC, David Hamou, acaba de editar Códigos comunes urbanos (Icaria, 2020) un compendio de escritos y experiencias para repensar el concepto de común e imaginar un autogobierno ciudadano de los recursos necesarios para la vida en las urbes del siglo XXI.
Empecemos por el principio, ¿qué son los comunes urbanos?
Por comunes urbanos planteamos un espacio de convivencia de un cierto número de personas en el que las relaciones se generan a través de unas reglas que no sean las determinadas fundamentalmente por el Estado y por el mercado. Me refiero a relaciones y no tanto a bienes concretos o a objetos específicos: el elemento central que defendemos en el libro es el proceso de puesta en común de una serie de necesidades, intereses y anhelos —individuales y colectivos— donde, para satisfacerlos, no recurres a lo que te ofrece o puede garantizar el Estado desde la lógica institucionalizada y burocratizada que tiene en su configuración moderna, o el mercado a través de los procesos de mercantilización.
Según señaláis en el libro, se plantean no solo como alternativa a lo privado y al neoliberalismo dominante, sino también a lo público o estatal. ¿En qué se diferencia lo común de lo público?
Hay un debate importante que es cómo configuramos lo privado a través de lo común. Es desmercantilizar y delimitar con mucha claridad cuál es el papel de lo privado, hasta dónde llega, con qué reglas, condiciones y bajo qué principios. Pero en el libro fundamentalmente queremos ir a este debate que planteas porque es una disputa muy potente.
En los meses más duros de la pandemia los grandes beneficiados han sido las energéticas, el gran oligopolio energético
Ha habido un momentum de contexto electoral, que arrastra consecuencias de procesos de movilización del 15M y otras formas de movilización frente a la crisis, que tuvo una expresión en esas candidaturas ciudadanistas de municipios transformadoras de 2015 a 2019. En buena medida, creemos que el sonoro fracaso electoral posterior de casi todas las candidaturas, excepto —de aquella manera— Barcelona y Cádiz, nos lleva a un buen momento para replantearnos qué entendemos por municipalismo y hasta dónde era posible la transformación de la institucionalidad pública para que sea útil y válida para la garantía de las necesidades sociales colectivas. Es ahí donde creemos que lo común tiene un elemento fundamental, que es la transformación de lo público. No es sustituir a lo público ni marginarlo, sino transformarlo, y para eso hablamos del devenir común de lo público.
Entendemos que frente a una estructura donde lo público, empezando por los propios municipios, ha devenido en una estructura burocratizada, jerarquizante, delegativa y sin mecanismos de control, el espacio local es el primer eslabón de esa estructura del Estado cuando podría ser el primer eslabón de la transformación de lo público hacia una estructuras de cogestión, coparticipación y empoderamiento de estructuras colectivas de participación. Es ahí donde está la disputa: con qué ritmos y con qué escalas transformar lo público para que sea capaz de acompañar los procesos comunitarios.
¿Por qué la PAH tiene tanta importancia? Porque es capaz de traducir un sufrimiento individual y familiar en un sufrimiento y una causa colectiva, y lo que sería un derecho individual en un derecho colectivo y un proceso colectivo de lucha
¿Ha arraigado esa concepción de comunes urbanos, tales como el agua, la energía o el espacio público, en el Estado español en ese ciclo?
Ese es uno de los grandes retos. Cuando hablamos de comunes urbanos la mente se nos va rápidamente a proyectos que tienen que ver con casas okupadas, con algunas gestiones del espacio público más o menos participadas o protagonizadas por la gente. A veces son cosas puntuales: una fiesta mayor en una calle, una cena popular sin la tutela ni los filtros y controles burocráticos de la institucionalidad. Esos proyectos están ahí, existían antes del ciclo municipalista de 2015, y uno de los principales retos de ese ciclo era hasta qué punto esas candidaturas que en cierta medida partían de esos movimientos eran capaces de poner la institución al servicio de ese tipo de iniciativas, sin sustituirlas y sin crearlas artificialmente.
¿Lo consiguieron al menos en parte?
Mi opinión personal es que, siendo consciente de las dificultades, se quedaron a bastante distancia de la posibilidad de hacerlo. Es cierto que hubo intentos. En el caso de Barcelona hay todo ese trabajo de lo que se llamó Patrimoni Ciutadà, una manera de conceptualizar esa idea de que hay bienes sociales en las ciudades que deben ser gestionados de manera central por los propios usuarios y usuarias con mecanismos que respeten su esencia como comunes, que respeten la universalidad, el carácter democrático de la toma de decisiones, la replicabilidad y no se trate de experiencias aisladas autorreferenciales. Ese inicio de diseño de un dispositivo institucional que permitiera dar nombre a todo eso y acompañarlo se quedó en un diseño general, necesitado de mayor concreción para poder acompañar procesos sociales con mayor fuerza. Eso hay que ponerlo también en el contexto de un disputa muy fuerte con el mercado, y eso tiene un peso especialmente importante donde el mercado tiene el ojo puesto, como es Barcelona.
Hay que disputar el espacio público desde una perspectiva y una comprensión de que el espacio público quizá es el primer común como ciudadanos de un espacio urbano
Hablemos de otra experiencia. El agua es uno de esos bienes que puede ser considerado como común urbano. ¿Remunicipalizaciones como la vivida en Terrassa son un camino a seguir?
Es la experiencia más cercana a la concepción de que el agua, además de ser un recurso que debe ser gestionado de manera pública, tiene que ser un recurso que tiene que ser aprehendido y protagonizado por los propios usuarios y usuarias y, por tanto, tiene que ser un recurso común, garantizando procesos de participación y cogestión. Es lo más cercano porque un proceso de remunicipalización lo que hace es cambiar la titularidad de la gestión de privada a pública. Ese paso puede suponer poco, porque a la empresa privada puede sustituirle una pública que puede no ser permeable y estar aislada de procesos de participación, de toma de decisiones compartidas con los usuarios y usuarias como los criterios para hacer frente a las situaciones pobreza energética, etcétera.
El caso de Terrassa incorpora una lógica de comunalización en el proceso y en el resultado. En el proceso porque detrás de la remunicipalización tenemos una plataforma muy amplia de organizaciones y entidades, de la universidad a asociaciones de vecinos y vecinas. Y en el resultado, esa asamblea del agua de Terrassa consigue que en la estructura de la empresa exista el Observatori de l’Aigua de Terrassa, un órgano con una serie de funciones que van desde el propio proceso de toma de decisiones a otras que tienen que ver con la sensibilización, con la nueva cultura del agua, la cuestión educativa y pedagógica, etcétera. ¿Es plenamente un resultado que hace que sea común en el estricto sentido de que solo es gestionada por una comunidad de ciudadanos y ciudadanas? No, pero tiene una parte que establece esta pieza. En realidad sería una experiencia público-comunitaria, una experiencia muy a tener en cuenta que se diferenciaría de otras como Barcelona Energía, una empresa pública de comercialización que no contiene en su estructura esas formas de coparticipación, cogestión o codecisión.
Por lo que entiendo, a día de hoy no hay comunes a nivel urbano en el Estado español, que se diferencia del mundo rural en ese sentido, donde sí perviven estructuras como los montes comunales.
Aquí es donde hay que distinguir. Comunes urbanos reconocidos y amparados por el ordenamiento con un instrumento jurídico específico y adecuado, no existen como tales. Se ha intentado, como se pensó en Barcelona con algunas experiencias de casas okupadas, espacios con centro social y un desarrollo de actividades de interés social muy elevado. Se pensaron formas jurídicas para darle garantía de sostenibilidad y seguridad jurídica, fórmulas como el derecho de superficie, una figura del derecho privado pensado para promoción inmobiliarias en buena medida, donde tú eres el propietario del terreno y le das un derecho de construcción o mejora de una casa en malas condiciones a una empresa promotora y durante equis años el uso sobre esa casa le corresponde. Pueden ser 70 u 80 años, pero al cabo de ese tiempo revierte en el titular la superficie más lo construido. Esa es la fórmula que se pensó para algunas experiencias en Barcelona, que fueron rechazadas en un caso concreto por la propia casa.
En los procesos de desposesión, privatización y mercantilización de espacios, de necesidades y de la vida misma, el Estado ha venido, en términos generales, dando cobertura al daño y el sufrimiento social que se ha generado
Lo común como perteneciente a toda la ciudadanía. ¿Se puede proteger algo así jurídicamente?
En Italia hay varias experiencias de aprobación de lo que llaman allí deliberas, algo parecido a un reglamento o una ordenanza municipal donde el ayuntamiento dice: existe esta experiencia. Por ejemplo, el caso del ex asilo de Nápoles, una experiencia fundamentalmente de carácter cultural y artístico, con una forma de gestión asamblearia, participada, etcétera. Se reconoció esa forma con unos ciertos condicionantes. El bien es de titularidad municipal pero se reconoce y se da cobertura a una forma de gestión asentada en prácticas comunitarias y, con ello, a una comunidad. Pero esa forma de deliberas que hay en Nápoles, Roma o Bolonia sí se está yendo hacia esa idea. El común y procesos de lo común que son reconocidos por el Ayuntamiento y amparados por este, lo que abre la puerta a hacer esas experiencias replicables y transformar el espacio urbano y las necesidades colectivas.
En Coruña hubo un debate muy interesante que se quedó en un estante. Coruña no cuenta con una distribución distrital y se apostó por hacer una para racionalizar servicios y garantizar espacios de participación más localizados. A la hora de diseñar los distritos se preguntaron qué hacían con el frente marítimo. Había una opción de hacer un distrito con el frente marítimo y otra que fuera un distrito separado, el “distrito do común”, entendiendo que la playa y el paseo no era el espacio territorial del distrito y del barrio que estaban ahí, sino un espacio de acceso y gestión común de toda la ciudad.
Vivimos en ciudades con plazas en las que hay carteles donde pone “prohibido jugar a la pelota” y donde el coche ocupa porcentajes del 70 y del 80% de las calles. ¿Hemos perdido el espacio comunitario?
Este es uno de los principales temas a debatir. Muchas veces, cuando se habla de comunes, se habla de recursos específicos, de una casa o de recursos como el agua y la energía. Es potente y necesario plantearlo desde ese punto de vista, pero a veces el debate es sobre el espacio público estrictamente, el que nos permite encontrarnos, manifestarnos, tener expresiones culturales, artísticas, de ocio y políticas. Quién lo define, cómo lo define y bajo qué criterios se definen las condiciones de uso de ese espacio.
Se nos plantea un mapa muy en detalle de esa intersección de intereses público-privados —Estado-empresariales— que acaban construyendo una lógica de sinergias absolutamente fusionada. Hay una terminología de la criminología crítica que habla del state corporate crime, del crimen estatal corporativo. Más allá de que estemos ante crímenes y daños, estamos ante la constatación de que no podemos seguir distinguiendo lo público, por un lado, y lo privado, por otro. Este ha sido el patrón de legitimación de un modelo liberal-capitalista que pone en el centro las condiciones que marca el mercado, la producción y usos del espacio público, y que el Estado —lo público— debe contener, suavizar y garantizar que ese motor de los privado no se produzca en detrimento de determinados intereses generales. Ese es el patrón de legitimación.
Cuando hay miles y miles de familias desahuciadas hay un daño social que nadie puede discutir, en cambio no hay un daño jurídico
¿Qué nos encontramos después de décadas o siglos de comprobarlo? Que en realidad esa distinción de papeles y funciones no funciona así, sino que funciona en una intersección o fusión misma de los intereses. Por tanto, hay que disputar el espacio público desde una perspectiva y una comprensión de que el espacio público quizá es el primer común como ciudadanos de un espacio urbano. La definición de los usos que se puedan dar de ese espacio tienen que ser el resultado de procesos comunitarios y no de procesos burocratizados delegados en un ayuntamiento y traslados a una ordenanza cívica. Ese es uno de los espacios de disputa centrales.
Si hacemos una análisis de los contenidos de la ordenanzas cívicas de uso de los espacio públicos, desde la de Barcelona de 2006, que fue un poco el referente de este tipo de regulación, vemos que esas regulación que teóricamente defiende interese generales claramente está definiendo una manera de entender la ciudad absolutamente instrumental a los intereses del mercado. Del qué se consume a cómo se puede consumir, dónde se puede consumir, el tema de las economías informales… Un montón de actividades que se dan en el espacio en el que las ordenanzas cívicas pusieron con claridad el ribete legal al desarrollo de un proyecto privado de mercantilización.
Has mencionado los crímenes estatal-corporativos. La realidad del siglo XXI es que ha habido un expolio constante y creciente de los bienes comunes. ¿Llevar a juicio público los llamados crímenes estatal-corporativos es algo viable?
Voy a utilizar otro término de la criminología que me gusta mucho, que es el de daño social. Es un concepto muy importante para debatir estas cuestiones, porque lo que dice es que se ha producido un daño colectivo que no es categorizado como tal por el Estado ni por el ordenamiento jurídico. Cuando hay miles y miles de familias desahuciadas hay un daño social que nadie puede discutir, en cambio no hay un daño jurídico.
En los procesos de desposesión, privatización y mercantilización de espacios, de necesidades y de la vida misma, el Estado ha venido, en términos generales, dando cobertura al daño y el sufrimiento social que se ha generado. Ha puesto algunos límites, es cierto, pero en general lo ha ido legitimando, por ejemplo en el caso de las hipotecas o los desahucios por impago de alquiler a grandes empresas o fondos de inversión, bancos, Sareb, etcétera… Identificar que ahí hay un daño social, que no es individual, es importante. ¿Por qué la PAH tiene tanta importancia? Porque es capaz de traducir un sufrimiento individual y familiar en un sufrimiento y una causa colectiva, y lo que sería un derecho individual en un derecho colectivo y un proceso colectivo de lucha. De eso nos hablan los comunes precisamente.
Cuando hay un proceso de remunicipalización y tú configuras una empresa pública, la reversión otra vez hacia lo privado es muy fácil
La PAH es una movilización social que sitúa la vivienda como un bien común, no en que todos vayamos todos a vivir a la misma casa, evidentemente, sino que la necesidad es colectiva, las amenazas son las mismas y la defensa de ese derecho se tiene que hacer a través de la identificación de que ahí hay un sufrimiento y una necesidad colectivas. Ese es el gran clic que hace la PAH en ese tipo de lecciones.
Hay un capítulo en el libro dedicado a la energía como bien común. ¿Cómo se consigue algo así?
En los meses más duros de la pandemia los grandes beneficiados han sido las energéticas, el gran oligopolio energético. Somos conscientes de que ahora, en los fondos Next Generation, la disputa es a machete respecto la tan cacareada transición energética, que ahora de repente a este oligopolio le interesa muchísimo cuando la han boicoteado durante décadas. Ahí, de nuevo, la posibilidad de controlar o al menos cogestionar todo el proceso, la generación, la distribución y la comercialización de la energía, con además una transformaciones tecnológicas que permiten avanzar hacia comunidades de producción energética, mancomunidades locales de producción eólica y fotovoltaica para el propio consumo y los propios criterios, etcétera…
Son formas con control colectivo y comunitario, de satisfacción de necesidades, y cuando hablamos de derechos hablamos de eso. Cuando hablamos de comunes hablamos de eso. Y, de nuevo, de la profunda disputa frente al mercado y frente al Estado, porque en una empresa pública de producción energética —que más quisiéramos, ahí podríamos tratar de disputar políticamente— la estructura podría ser espectocrática, aislada, etcétera. La idea de los comunes energéticos tratan de romper eso.
La crisis de 2008, y sus posteriores recortes y privatizaciones, dejaron claro que lo público se puede vender y perder muy rápidamente. ¿Blindar una serie de derechos y de comunes es hoy una necesidad ante lo que pueda venir?
Es otra de las virtudes de los comunes. Cuando hay un proceso de remunicipalización y tú configuras una empresa pública, la reversión otra vez hacia lo privado es muy fácil. Otra mayoría política con otros intereses y otras prioridades en un momento determinado lo hace y punto, y no digamos ya en términos de corrupción o de puertas giratorias, que también son corrupción. Ante ello, si tenemos un servicio de ese tipo sujeto a una gestión público-comunitaria, hay una asunción colectiva de determinadas funciones, y una concepción de que ese bien es común, es nuestro, es inalienable, lo que hace que no sea tan fácil una nueva privatización, una nueva desposesión.