Para Estados Unidos e Israel la Biblia provee los títulos agrarios necesarios para reclamar esas “tierras baldías” ocupadas por salvajes, brutos y terroristas. El primer derecho sagrado de ambas naciones es el de “defenderse”. Toda la basura que sostiene la criminal Segunda Enmedia de la Constitución estadunidense se basa en ese derecho, ya que los brutos, sean apaches o palestinos, no dejan de atacar y responder cuando se les arrebatan sus tierras y les cercenan sus vidas.
Estados Unidos es un hecho consumado. Dos siglos de sufrimiento y exterminio redujeron a los pueblos originarios a guetos y reservaciones donde ya no estorben. El Dios de Occidente decidió que los legítimos dueños son quienes llegaron a invadir.
Uno diría que el reclamo israelí está mejor fundamentado. No del todo, simplemente su mitología es tan antigua que pasa por Historia, y para colmo “sagrada”. Ni los arqueólogos ni los historiadores judíos y occidentales han encontrado evidencias reales de buena parte de esas fabulaciones legendarias y maravillosas, sin duda con cimientos históricos, pero que empieza por la creación del mundo en siete días.
Es posible que la legitimidad de Israel, al menos la legitimidad de su guerra de invasión del territorio palestino, esté llegando a un límite político. El rechazo mundial se extiende a pesar de la propaganda monolítica y el control de los medios de información en este tema. Por lo mismo, es alarmante que esto parezca importarles muy poco al Estado y los partidos dominantes en Israel, que tras su escalada este mayo accedieron a una nueva tregua sólo a regañadientes y sin compromiso alguno de respetarla en el corto o mediano plazo.
El debate está polarizado a extremos irreconciliables, lleno de falsedades, fobias y corrupciones en ambos lados, aunque dado su poder real resulten incomparablemente peores los crímenes de guerra y el abuso sistemático del Estado israelí y su ejército contra un pueblo pobre y negado por ellos. La represión en Jerusalén, el humo de las bombas, el polvo de barrios enteros arrasados en Gaza, las explosiones en ciertos objetivos israelíes, la paranoica seguridad nacional de los hebreos y la desespereda resistencia de los árabes originarios de Palestina no dan lugar a medias tintas y nublan el panorama. Las acciones “terroristas” de Hamas, fuerza política dominante en Gaza, siempre justifican la “reacción punitiva” de Israel: la ira de Yaveh contra la rabia de Alá. Sin embargo, desde la fundación de Israel en 1947, el sufrimiento constante lo han padecido los palestinos, borrados, ninguneados, incluso “inexistentes” como lo fue su poeta nacional, Mahmud Darwish, nacido dentro de lo que devino el nuevo Estado para-europeo. El exilio ha sido masivo desde entonces, y las sucesivas incursiones bélicas a lo largo de siete décadas no han hecho sino intensificarlo. La mayoría de los palestinos viven hoy en Siria, Líbano y Jordania, muchos en campamentos de refugiados sin retorno posible.
Ahora se expresan más que nunca las voces y movilizaciones contra la guerra israelí por parte de judíos en el mundo (se sabe menos qué sucede dentro del Estado militarizado y teocrático de Israel, pero las inconformidades son inocultables). Estas voces se oyen desde el principio, antes incluso de 1947. El glorioso “nacimiento de una Nación” (Griffith dixit) versus El Desastre (Nakbah) de los despojados para mejor cumplimiento del sueño sionista. Occidente instaló entonces su cabeza de playa en el Medio Oriente, y permitió que se volviera la mayor potencia militar en el área más militarizada y bélica del orbe, con exlusivo poderío nuclear, servicios de inteligencia despiadados y eficientes, y una no escrita “dispensa” de los organismos internacionales para incumplir sistemáticamente las reglas de convivencia, contención y decencia, sin sanciones ni impedimentos efectivos.
La colonización forzada de Palestina comenzó mucho antes de la creación (“invención” hubiera dicho Edmundo O’Gorman) del nuevo país. Cuando Israel tenía poco más de un año de vida, en diciembre de 1948 un grupo de judíos europeos radicados en Estados Unidos envió al New York Times una carta hoy célebre, firmada entre otros por Albert Einstein y Hannah Arendt. Sigue vigente su lectura en aquel momento, reprobando la política fascista de la corriente que devendría dominante hasta los tres lustros racientes de Benjamín Netanyahu:
“Entre los fenómenos políticos más preocupantes del momento se encuentra el surgimiento, en el recién creado Estado de Israel, del Partido de la Libertad (Tnuat Haherut), un partido político muy cercano a los partidos nazi y fascista en su organización, métodos, filosofía política y llamado social. Fue formado a partir de miembros y partidarios del antiguo Irgun Zvai Leumi, una organización terrorista, derechista y chovinista en Palestina”.
La visita entonces a Estados Unidos de Menahem Begin, líder de dicho partido (y con el tiempo, gobernante del flamante país,) dio pie a esta elocuente protesta. Habían pasado sólo tres años del fin del nazismo, el Holocausto era todavía un capítulo no digerido por el mundo, pero ya plenamente aprovechado por las víctimas sobrevivientes y las potencias vencedoras. Llamar “fascista” a un judío parecía inconcebible. Previeron, con razón, que el viaje de Begin tenía como meta “dar la impresión de que su partido cuenta con el apoyo estadunidense para las próximas elecciones en Israel, y cimentar nexos políticos con los sionistas conservadores de Estados Unidos. Varios ciudadanos estadunidenses de renombre nacional han saludado esa visita. Es inconcebible que quienes se oponen al fascismo en el mundo entero, si han sido correctamente informados sobre la trayectoria y los proyectos del señor Begin, presten sus nombres y apoyo al movimiento que él representa” (https://www.jornada.com.mx/2014/08/31/sem-carta.html ).
Arendt, Einstein y sus colegas intelectuales, científicos y rabinos, apuntaban que un amplio sector de la opinión estadunidense parecía apoyar “elementos fascistas en Israel”. Las declaraciones públicas del partido de Begin no dejaban ver su verdadero carácter: “Hoy hablan de libertad, democracia y antiimperialismo, mientras que hasta hace poco predicaban abiertamente la doctrina del Estado fascista. En sus acciones, el partido terrorista delata su carácter real; de sus acciones pasadas podemos juzgar lo que se puede esperar de él en el futuro”.
Citan un “escandaloso ejemplo” que podría ser de la semana pasada pero ocurrió en 1948 en el poblado árabe Deir Yassin, alejado de las carreteras y rodeado de tierras judías. Su gente “no había participado en la guerra e incluso había combatido a las bandas árabes que querían usarla como base de operaciones. El 9 de abril el propio New York Times informó que “bandas terroristas atacaron este pacífico pueblo que no constituía ningún objetivo militar, mataron a la mayoría de sus habitantes –240 hombres, mujeres y niños– y mantuvieron a algunos con vida para exhibirlos como presos en las calles de Jerusalén. La mayor parte de la comunidad judía quedó horrorizada y la Agencia Judía mandó un telegrama de disculpa al rey Abdalah de Transjordania. Pero los terroristas, lejos de avergonzarse, estaban orgullosos de su masacre, la publicitaron ampliamente e invitaron a la prensa extranjera presente en el país a ver los cadáveres y la destrucción general en Deir Yassin”.
Las afirmaciones contenidas en esta carta caben perfectamente en el discurso vivo del Estado israelí y un número creciente de ciudadanos, que en sentido inverso a los palestinos no dejan de inmigrar e integrarse enseguida a Israel, para servir de punta de lanza en la ocupación de lo que queda de los territorios palestinos. Allí se lee: “En la comunidad judía, (este partido) ha predicado una mezcla de ultranacionalismo, misticismo religioso y superioridad racial. Como otros partidos fascistas, ha servido para romper huelgas y ha pedido la destrucción de los sindicatos libres. En sus posicionamientos ha propuesto el modelo fascista italiano de las uniones corporativas”, proseguía la misiva.
“En los últimos años de esporádica violencia contra los británicos, Irgun y el grupo Stem han inaugurado el reino del terror en la comunidad judía de Palestina. Maestros han sido golpeados por hablar en su contra, padres de familia asesinados por no permitir a sus hijos unirse a ellos. Con métodos gangsteriles, palizas, ventanas rotas y robos a gran escala, los terroristas han intimidado a la población y han cobrado un alto tributo. La gente del Partido de la Libertad no ha jugado ningún papel en lo que se ha logrado de positivo en Palestina. Sus adeptos no reclamaron la tierra, no han construido colonias agrícolas y no han participado en la defensa judía. En cuanto a su tan publicitada inmigración, fue mínima y en provecho solamente de sus compatriotas fascistas”.
Donde dice Begin póngase Netanyahu (o sus aliados internos): “Es imperativo que la verdad sobre el señor Begin y su movimiento sea dada a conocer. Es una tragedia que el alto mando del sionismo estadunidense se haya negado a hacer campaña contra los esfuerzos de Begin, e incluso a exponer a sus propios miembros los peligros que significa para Israel un apoyo a Begin” (Nueva York, 2 de diciembre de 1948).
La fundación / La destrucción
Más allá de los escritos fundamentales de Edward W. Said para documentar ¡la existencia! de los palestinos, contra la idea sionista de que el Estado israelí se edificaría en “una tierra sin gente” (¿de dónde salieron entonces los millones de exiliados?), y su crítica a fondo del sionismo como un colonialismo calcado de los europeos y su sistemático análisis de la doctrina teocrática emanada de la Biblia (considerando al sionismo “desde el punto de vista de sus víctimas” en La cuestión palestina, Debate, 2013), tenemos lo pensado y dicho por los judíos mismos, aspecto que ignoran los poderes reales de Israel y sus aliados.
Algunas de las críticas más firmes y feroces a lo que Israel hace las han elaborado israelíes con los ojos desvendados, como el historiador Ilan Pappe en sus libros La limpieza étnica de Palestina y La cárcel más grande del mundo (concepto retomado por Noam Chomsky). Pero los cuestionamientos desde dentro del judaísmo anteceden al sagrado/fatídico 1947.
La ideología entronizada por Teodor Herzl en El Estado Judío (1896) solidificó la idea de “regresar” a la tierra prometida tras dos mil años de diáspora. Si bien hubo sitio al inicio para corrientes progresistas, proletarias y de hermandad con la población local de los territorios anhelados en basea la mitología bíblica, estas fueron barridas pronto por la súbita hegemonía hebrea en Palestina. Bernard Lazare, judío francés, la vio muy clara. Como lo hizo Hannah Arendt, preocupada por “el problema de la distinción entre amigos y enemigos” del mando israelí (1948).
Arendt fue siempre maltratada por el establishment sionista en Estados Unidos, Europa e Israel, desde sus discusiones con su amigo Gershom Sholem, filósofo, talmudista, interlocutor de Walter Benjamin en esta y otras cuestiones, y férreo defensor de Israel hasta el final de su vida. Esas diferencias se agudizaron con la cobertura que realizó la pensadora nacida en Alemania del juicio y ahorcamiento en Jerusalén del criminal nazi Adolf Eichmann en 1962. La explicación que dio de la sicopatía nazi no les gustaba a los israelitas. Ni allí ni nunca dejó de señalar los diversos “huevos de la serpiente” que empollaba la nueva nación, y que el tiempo no ha hecho sino confirmar (ver en particular Una revisión de la historia judía y otros ensayos, cuya traducción al español publicó Paidós en 2005).
El gran panfleto de Herzl hizo ámpula entre los judíos europeos desde las primeras décadas del siglo XX, justo cuando los judíos habían accedido al fin al estatus de “europeos” y su impronta cultural se hacía inmensa, desde Heinrich Heine, Karl Marx y Félix Menselsohn hasta la pléyade judía secularizada que impactaría las artes, la literatura, el pensamiento y la ciencia ya antes de 1900. Esa cultura brillante sería arrasada por los antisemitismos que devoraron a Europa desde Rusia hasta Francia, con su epicentro en Austria, Hungría, Serbia, Polonia y Alemania, y sólo encontraría respiro en los exilios estadunidense y argentino. Pero en América ya no se sobrepusieron al sionismo, tanto el moderado como el radical. Allí reside una de las claves de la impunidad sostenida de Israel.
Gracias al sentimiento de culpa europeo tras la revelación del Holcausto (1941-1945, larvado desde 1933), la “razón judía” se impuso entre las naciones de Occidente, deliberadamente ciega a la realidad humana de los pueblos árabes. En un principio, las potencias “concedieron” a Israel la mitad del territorio palestino. Hoy ocupa Israel un 90 por ciento de esas tierras, más el enclave de Golan en territorio sirio.
Tal conducta abusiva es el saldo final del aborto de aquella asimilación europea, lo que Enzo Traverso llama “el fin de la modernidad judía”, gracias al nazismo. Dicho de otro modo, al final de la tragedia vino el triunfo del sionismo reaccionario (ver “Palestina, con el permiso de Dios”: https://www.jornada.com.mx/2021/03/15/opinion/a06a1cul).
Al principio, Hannah Arendt creyó posible salvar de sí misma a “la patria judía”, ante la creciente fuerza del sionismo reaccionario y fundamentalista. En 1946, cincuenta años después de la publicación de El Estado judío, encuentra que Herzl compartía rasgos “con los dirigentes de los nuevos movimientos antisemitas cuya hostilidad tan profundamente le impresionaba”. Se trataba de “la furiosa voluntad de actuar a cualquier precio (…) La convicción de Herzl de que estaba aliado con la historia y la naturaleza mismas lo libró de la sospecha de que pudiera haber estado loco”. Herzl admitía que el antisemitismo “seguiría haciendo sufrir a los judíos hasta que estos apredieran a usarla en su propio beneficio” (Una revisión de la historia judía, op. cit).
Herzl enfrentó un hecho que estorbaba sus proyectos. Tras siglos de aislamiento, los judíos ya no vivían en un vacío cultural; “se habían ‘asimilado’: no sólo estaban desjudaizados, sino también occidentalizados”. Perdieron “la esperanza de un milenio mesiánico que trajera consigo la reconciliación de todos los pueblos”, y “trasladaron sus esperanzas a las fuerzas progresivas de la historia”. Por ello Herzl “sentía un odio ciego hacia todo el movimiento revolucionario como tal”, siendo el suyo “escencialmente reaccionario” en base a una “fe ciega en la bondad y la estabilidad de la sociedad de su tiempo”.
Arendt teme que las teorías de Herzl devengan suicidas (al escribir estas páginas acababa de terminar el Holocausto): “Los elementos utópicos que él inoculó en la nueva voluntad judía de acción política tienen todas las probabilidades de alejar a los judíos una vez más”, como había ocurrido en la Edad Media, “de la realidad y de la esfera de la acción política. No sé -ni quiero saber- que sería de los judíos de todo el mundo y de la historia judía del el futuro si topamos con una catástrofe en Palestina”.
Hoy sabemos que sucedió lo contrario, la posible locura de Herzl se materializó y la catástrofe, por una vez, no fue de los judíos sino de quienes estorbaban sus planes. No pasó más de un año para que ocurriera la Nakba, el sacrificio propiciatorio de un pueblo inocente, el palestino, para cumplir finalmente el proyecto religioso y bélico de una nación que hasta entonces no existía. Conquistó el derecho a existir a cómo diera lugar, y se reservó como sagrado el derecho a “defenderse”.
La doctrina del derecho divino sobre los “hostiles”
El escritor mexicano-palestino Naief Yehya, quien sigue el conflicto a la distancia pero en carne propia, apunta en mayo de 2021: “La avasalladora campaña de reivindicación del derecho a la defensa propia omite el detalle de que el enemigo en cuestión no es un ejército invasor sino una población ocupada, sin ejército, ni fuerza aérea, ni marina, una sociedad apátrida sistemáticamente despojada de tierra, a la que se ha arrebatado el derecho de desplazamiento, la autodeterminación y vive sometida a las imposiciones y caprichos de uno de los ejércitos más poderosos del mundo. La ‘única democracia del Medio Oriente’ clama por su autodefensa pero es también el único país de la región que rutinariamente bombardea, agrede e invade a sus vecinos”.
Recapitula los días de mayo que Israel castigó a los palestinos de Gaza, sus enemigos bien ganados, su presa acorralada, en Las víctimas, los victimarios y el derecho de defensa, publicado en Literal Magazine: “La destrucción del edificio de 12 pisos en donde tenían oficinas la agencia Associated Press y Al Jazeera, entre otros medios informativos y departamentos privados, puso en evidencia la necesidad israelí de imponer una narrativa al conflicto, silenciar y amedrentar a la prensa. En diez días de conflicto murieron 230 palestinos, 65 de ellos niños, y 12 israelíes, dos de ellos menores de edad. Esta escalada de violencia tan sólo es equiparada por las oleadas de propaganda, hasbará como la llaman los israelíes, en la cual Israel es siempre la víctima y el argumento del antisemitismo es usado continuamente para descalificar a cualquier crítico de las políticas colonialistas de ese país” (https://literalmagazine.com/el-derecho-a-la-defensa/?fbclid=IwAR00s15p75lFEfUeujf4V_hECpOIz2J58hilMkvmdlQAPPjD9p0ix9kCuNU).
Una pregunta pende en el aire, sostenida apenas por alfileres: ¿por qué una país sí tiene derecho a defenderse, pero el otro al hacerlo incurre en delitos merecedores de castigo y pena de muerte? Bajo su arrogante “cúpula de hierro” y con mísiles precisos Israel bombardea el terruño de los palestinos reducido a gueto (¿de Varsovia?), a cárcel, a un cerco que se estrecha y estrangula sólo porque “gracias a Dios” eso no es un país a los ojos del mundo. ¿Cómo la población originaria y legítima devino la invasora? ¿Cómo puede Israel decir que los bárbaros son los otros, y salirse con la suya?
Su religión minoritaria ya no basta, pero tiene de su parte los mejores fierros y la propaganda. Yehya reitera lo que ha escrito otras veces: “invariablemente los palestinos, cuando buscan tribunas para expresarse deben justificar su supervivencia, su humanidad y sus deseos de libertad ya que se ha logrado convencer a millones de que los palestinos son terroristas cuyo único objetivo en la vida en hacer daño a los israelíes”.
Son los “hostiles”, en la jerga militar estadunidense. Como los indios de América en la conquista que duró tres siglos, que encerrados en un laberinto de Kafka deben demostrar interminablemente que son humanos; el proceso nunca termina porque están condenados de antemano y su tierra en consecuencia no les pertenece.
No es irrelevante mencionar a Estados Unidos – la nación que, al decir de la historiadora indígena Roxanne Dunbar-Ortiz debía estar toda rodeada de cinta amarilla como escena del crimen- es el modelo de Israel para invadir y arrasar progresivamente los territorios que Dios les destinó pero estuvieron durante milenios ocupados por los pueblos equivocados. La alianza total entre las dos teocracias “democráticas” pero militares (una cristiana, la otra hebrea) va más allá de la influencia de lobbies e intereses financieros y estratégicos.
Para ambos, aunque de distinto modo, la Biblia provee los títulos agrarios necesarios para reclamar esas “tierras baldías” ocupadas por salvajes, brutos y terroristas. El primer derecho sagrado de ambas naciones es el de “defenderse”. Toda la basura que sostiene la criminal Segunda Enmedia de la Constitución estadunidense se basa en ese derecho, ya que los brutos, sean apaches o palestinos, no dejan de atacar y responder cuando se les arrebatan sus tierras y les cercenan sus vidas.
Estados Unidos es un hecho consumado. Hasta su himno progresista más entrañable (de Woody Guthrie) lo da por hecho: “This land is your land, this land is my land, this land was made for you and me”. Dos siglos de sufrimiento y exterminio redujeron a los pueblos originarios a guetos y reservaciones donde ya no estorben. El Dios de Occidente decidió que los legítimos dueños son quienes llegaron a invadir.
Uno diría que el reclamo israelí está mejor fundamentado. No del todo, simplemente su mitología es tan antigua que pasa por Historia, y para colmo “sagrada”. Ni los arqueólogos ni los historiadores judíos y occidentales han encontrado evidencias reales de buena parte de esas fabulaciones legendarias y maravillosas, sin duda con cimientos históricos, pero que empieza por la creación del mundo en siete días.
Después de la Guerra de Seis Días en 1967, Israel ocupó por años el desierto de Sinaí. Un arqueólogo francés me confió un día en El Cairo: “Los judíos buscaron y buscaron evidencias arqueológicas del Éxodo, o de la mera existencia de sus míticos ancestros; cuando vieron que no había nada se lo devolvieron a Egipto”.
Revise el lector las noticias de todos los hallazgos arqueológicos en Israel. Siempre datan del Imperio Romano, y si llegan más atrás, rara vez son concluyentes para demostrar los relatos bíblicos. Ello no niega su existencia en esos territorios antes de la era cristiana, pero nada indica que hayan sido los únicos, ni que los actuales judíos blancos desciendan directamente de aquellos.
Eso a quién le importa ya. Los “padres fundadores” de Estados Unidos se montaron en premisas que sin ningún esfuerzo se demostrarían como falsas. Esa tierra les fue dada por Dios y punto. Por ello funciona tan bien el chantaje israelí en Estados Unidos. Tiene el carácter de dogma compartido. Ni siquiera Barack Obama o Kamala Harris, sin raíces europeas, se sustraen de él, antes bien garantizan desde el poder el apoyo incondicional a su aliado militar más importante y costoso en el mundo. Las palabras genocidio, racismo y apartheid “ofenden” a yanquis e israelíes, pero están en la médula de su método. Los yanquis condenaron a los indios, y después a los afroamericanos, a guerras que no pueden ganar. Necesitaron (con los negros todavía lo necesitan) mantenerlas vivas y violentas, haciendo del otro criminal o terrorista, y alimentándole la rabia, la hostilidad, la peligrosidad, para sostener las razones del control, el sometimiento y el exterminio nunca del todo consumado, pero que no termina.