Es probable que de todos los pensadores sociales del siglo XX el más influyente haya resultado ser Walter Benjamin (1892-1940). En él confluyen, con una originalidad radical, el misticismo judío, la llamada Escuela de Frankfurt y un marxismo tan singular que ha sido interpretado en su beneficio por las más diversas obediencias. Acaso una explicación de la heterodoxia benjaminiana sea –como lo sugiere el filósofo franco-brasileño Michael Löwy (1938)– su profunda veta anarquista. Löwy, autor de Walter Benjamin: aviso de incendio (2001) y de otros numerosos libros, que tienen por tema a Ernesto Guevara, Georg Lukács, Rosa Luxemburgo, Franz Kafka, el ecosocialismo contemporáneo y la heterodoxia judía, es ciertamente una de las inteligencias más preclaras de nuestro tiempo. Nacido en São Paulo, donde se formó, para luego estudiar en Francia, Löwy conjunta en su tarea la perspectiva latinoamericana y la europea.
Walter Benjamin pertenece, junto con su amigo Gershom Scholem, a esa nebulosa de los pensadores judíos con sensibilidad mesiánica a los que la utopía libertaria atraerá, a principios del siglo pasado: Martin Buber, Gustav Landauer, Ernst Toller, Hans Kohn y muchos otros. Su enfoque se alimenta de las afinidades electivas entre mesianismo judío y anarquismo: el derrocamiento de los poderosos de este mundo, la perspectiva restauradora/utópica, el cambio radical en vez del mejoramiento o el “progreso”, el catastrofismo.
Y como muchos de esos intelectuales judíos de tendencia libertaria –Georg Lukács, Ernst Bloch, Erich Fromm, Leo Löwenthal, Manès Sperber–, Benjamin descubrirá el marxismo después de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, a diferencia de ellos, no va a borrar su inclinación anarquista inicial, sino que intentará, de manera explícita hasta fines de los años veinte, y de forma más implícita a partir de entonces, articularla, combinarla, fusionarla incluso con el comunismo marxista. Este enfoque es una de las características más singulares de su pensamiento.
Benjamin hace referencia por primera vez a la utopía libertaria a principios de 1914, durante una conferencia sobre la vida de los estudiantes. Ahí opone las imágenes utópicas, revolucionarias y mesiánicas a la ideología del progreso lineal, informe y vacío de sentido, que, “confiando en el infinito del tiempo […], discierne solamente el ritmo más o menos rápido con el cual hombres y épocas avanzan en la vía del progreso”. Rinde homenaje a la ciencia y el arte libres, “ajenos al Estado y con frecuencia enemigos del Estado” y reclama para sí las ideas de Tolstói y de los “anarquistas más profundos”.
Pero sobre todo en su ensayo de 1921 “Para una crítica de la violencia” encontramos reflexiones directamente inspiradas en Georges Sorel y el anarcosindicalismo. El autor no esconde su desprecio absoluto por las instituciones estatales, como la policía –“la forma de violencia más degenerada que se pueda concebir”– o el parlamento (“deplorable espectáculo”). Aprueba sin reservas la crítica antiparlamentaria “radical y perfectamente justificada” de los bolcheviques y de los anarcosindicalistas –dos corrientes que aquí explícitamente sitúa en el mismo lado–, así como la idea soreliana de una huelga general que “se asigna como sola y única tarea destruir la violencia del Estado”. Esta perspectiva, que él mismo designa con el término anarquista, le parece digna de alabanzas porque es “profunda, moral y auténticamente revolucionaria”.
Benjamin había conseguido un ejemplar del libro de Sorel –inencontrable en Alemania– gracias a Bernhard Kampffmeyer, intelectual anarquista alemán y secretario de Max Nettlau, el gran historiador del anarquismo, que le había recomendado un amigo común, el arquitecto anarquista Adolf Otto. En una carta de 1920 a Kampffmeyer, Benjamin solicitaba una opinión bibliográfica sobre la literatura anarquista referida a la violencia, “tanto los escritos negativos frente a la violencia del Estado como los apologéticos frente a la revolucionaria”.
Según Werner Kraft, que era su amigo cercano en esa época y al que pude entrevistar en Jerusalén en 1980, el anarquismo de Benjamin tenía cierta calidad “simbólica”; no era ni de izquierda ni de derecha sino “de algún otro lado”. Esta última afirmación me parece muy cuestionable: a pesar de su carácter idiosincrático y de su dimensión religiosa –el mesianismo judío–, el anarquismo de Benjamin se situaba, sin ninguna duda, en el campo de la izquierda revolucionaria.
En un texto de esa misma época, que permaneció inédito, “El derecho al uso de la violencia. Hojas para un socialismo religioso” (1920-21), Benjamin es completamente explícito al designar su propio pensamiento como anarquista:
La exposición de este punto de vista es una de las tareas de mi filosofía moral, para la cual el término anarquismo ciertamente puede ser utilizado. Se trata de una teoría que no desecha el derecho moral a la violencia en tanto tal, pero que la niega a toda institución, comunidad o individualidad que se atribuye el monopolio de la violencia […]
Entre los autores anarquistas en los que se interesa Benjamin, Gustav Landauer ocupa un lugar significativo. Lo cita por ejemplo en un fragmento redactado hacia 1921 y que solo verá la luz hasta 1985 en las Gesammelte Schriften: “El capitalismo como religión”. Entre las divinidades de esta religión perversa una de las más importantes es el dinero, el dios Mamón o, según Benjamin, “Plutón […] dios de la riqueza”. En la bibliografía del fragmento Benjamin menciona un pasaje virulento del libro Aufruf zum Sozialismus (edición de 1919) de Gustav Landauer, donde el pensador anarquista judeoalemán denuncia al dinero como un ídolo diabólico, un monstruo artificial más poderoso que los seres humanos.
Desde un punto de vista marxista, el dinero no sería más que una de las manifestaciones –y no la más importante– del capital, pero en 1921 Benjamin era mucho más cercano al socialismo romántico y libertario de un Gustav Landauer –o de un Georges Sorel– que de Karl Marx y Friedrich Engels.
Es evidente pues, por la lectura de sus diferentes escritos de los años 1914-21, que la primera tendencia de Benjamin, que da forma ético-política a su rechazo radical y categórico a las instituciones establecidas, es el anarquismo. Solo tardíamente –respecto de los acontecimientos revolucionarios de 1917-23 en Rusia y en Europa– descubrirá el marxismo. Esos acontecimientos lo volvieron sin duda más receptivo, pero solo en 1923-24 –cuando lee Historia y conciencia de clase (1923) de Georg Lukács, y cuando conoce, de vacaciones en Italia, a la bolchevique letona Asja Lācis, de la que se enamora– comienza a interesarse en el comunismo marxista, que pronto se volverá un mecanismo central de su reflexión política. Pero ello no significa que abandone sus simpatías libertarias: en una carta a Gershom Scholem del 29 de mayo 1926 explica que, a pesar de su atracción por el comunismo, “no pienso ‘abjurar’ de mis convicciones” anteriores, porque “no me ruboriza mi ‘antiguo’ anarquismo”.
Si decide, después de muchas dudas, no adherirse al movimiento comunista, continúa siendo sin embargo una especie de simpatizante cercano de un tipo sui géneris, que se distingue del modelo habitual por la lucidez y la distancia crítica –como lo muestra claramente su Diario de Moscú de 1926-27, donde manifiesta su inquietud frente al intento del poder soviético de “detener la dinámica del proceso revolucionario”–. Una crítica que se alimenta sin duda de la refrescante fuente libertaria que sigue fluyendo en el seno de su obra. El primer libro de Benjamin donde el impacto del marxismo es visible es Calle de sentido único, un sorprendente collage de notas, comentarios y fragmentos sobre la república de Weimar en los años de la inflación y la crisis de la posguerra, redactado en 1923-25 y publicado en 1928. A pesar de su interés por el comunismo, es interesante constatar que la única corriente política revolucionaria mencionada en esta obra es… el anarcosindicalismo. En un fragmento curiosamente intitulado “Ministerio del Interior”, Benjamin examina dos tipos ideales de comportamiento político: a) el hombre político conservador, que no duda en poner su vida privada en contradicciones con las máximas que defiende en la vida pública; b) el anarcosindicalista, que somete inmisericordemente su vida privada a las normas con las que quiere hacer las leyes de un Estado social futuro.
El documento marxista-libertario más importante de Benjamin es sin duda su ensayo sobre el surrealismo publicado en la revista Die Literarische Welt en 1929. Desde los primeros párrafos, Benjamin se describe a sí mismo como “el observador alemán”, situado en una posición “infinitamente peligrosa entre la fronda anarquista y la disciplina revolucionaria”. Nada traduce de manera más concreta y activa la convergencia tan ardientemente deseada entre esos dos polos que la manifestación organizada por los comunistas y los libertarios en defensa de los anarquistas Sacco y Vanzetti. Los surrealistas participaron en esta iniciativa “roja y negra” y Benjamin no deja de destacar el “excelente pasaje” (ausgezeichnete Stelle) de Nadja que trata de las “apasionantes jornadas de revuelta” que conoció París bajo el signo de Sacco y Vanzetti: “Breton asegura que, en el curso de esas jornadas, el bulevar Bonne-Nouvelle
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vio cumplirse la promesa estratégica de revuelta que desde siempre le había hecho su nombre.”
Es cierto que Benjamin tiene un concepto extremadamente amplio del anarquismo. Describiendo los orígenes lejanos/cercanos del surrealismo, escribe: “Entre 1865 y 1875, algunos grandes anarquistas, sin comunicación entre sí, trabajaron en sus máquinas infernales. Y lo sorprendente es que, de manera independiente, hayan regulado sus mecanismos de relojería exactamente a la misma hora; de modo simultáneo, cuarenta años más tarde estallaron en Europa occidental los escritos de Dostoyevski, Rimbaud y Lautréamont.” Los cuarenta años después de 1875 son evidentemente una referencia al nacimiento del surrealismo con la publicación, en 1924, del primer Manifiesto. Si designa a estos tres autores como “grandes anarquistas” no es solo porque la obra de Lautréamont, “verdadero bloque errático”, pertenece a la tradición insurreccional, o porque Rimbaud haya sido communard. Es sobre todo porque sus escritos hacen volar en pedazos, como la dinamita de Ravachol o de los nihilistas rusos en otro terreno, el orden moral burgués, el “diletantismo moralizador” de los Spießer y de los philistins.
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Pero la dimensión libertaria del surrealismo se manifiesta también de manera más directa: “Desde Bakunin, a Europa le ha faltado una idea radical de la libertad. Los surrealistas tienen esa idea.” En la inmensa literatura sobre el surrealismo de los últimos setenta años, es poco frecuente encontrar una fórmula tan cargada de significación, tan capaz de expresar, por la gracia de algunas palabras simples y cortantes, “el inestrellable núcleo de noche” del movimiento fundado por André Breton. Según Benjamin, “la hostilidad de la burguesía a toda declaración de libertad espiritual radical” empujó el surrealismo hacia la izquierda, hacia la revolución y, a partir del Rif,
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hacia el comunismo. Como se sabe, en 1927 Breton y otros surrealistas se afiliaron al Partido Comunista Francés.
Esta tendencia a la politización y a un compromiso creciente no significa, a ojos de Benjamin, que el surrealismo deba abdicar de su carga mágica y libertaria. Por el contrario, gracias a esas cualidades puede jugar un papel único e irremplazable en el movimiento revolucionario: “Proporcionar a la revolución las fuerzas de la embriaguez, a esto tiende el surrealismo en todos sus escritos y todas sus empresas. Se puede decir que es su tarea más propia.” Para llevar a cabo esta tarea se requiere sin embargo que el surrealismo supere una posición demasiado unilateral y acepte asociarse con el comunismo: “no basta, como sabemos, que un componente de embriaguez viva en toda acción revolucionaria. Se confunde con el compuesto anarquista. Pero insistir en ello de manera exclusiva sería sacrificar enteramente la preparación metódica y disciplinaria de la revolución a una praxis que oscilaría entre el ejercicio y la pre-fiesta”.
¿En qué consiste pues esta “embriaguez”, este Rausch que Benjamin tanto quisiera proporcionar a las fuerzas de la revolución? En Calle de sentido único (1928), Benjamin se refiere a la embriaguez como expresión de la relación mágica del hombre antiguo con el cosmos, pero deja entender que la experiencia (Erfahrung) del Rausch que caracterizaba esta relación ritual con el mundo desapareció de la sociedad moderna. Ahora bien, en el ensayo de Die Literarische Welt parece haberla reencontrado, bajo una forma nueva, en el surrealismo.
Se trata de un enfoque que recorre numerosos escritos de Benjamin: la utopía revolucionaria pasa por el redescubrimiento de una experiencia antigua, arcaica, prehistórica: el matriarcado (Bachofen), el comunismo primitivo, la comunidad sin clases ni Estado, la armonía originaria con la naturaleza, el paraíso perdido del que nos aleja la tempestad del “progreso”, la “vida anterior” donde la adorable primavera no había perdido aún su aroma (Baudelaire). En todos estos casos, Benjamin no predica un retorno al pasado sino –según la dialéctica propia del romanticismo revolucionario– un rodeo por el pasado hacia un nuevo porvenir, que integraría todas las conquistas de la modernidad desde 1789.
Esta dialéctica se manifiesta de manera llamativa en el ensayo –generalmente ignorado por los comentaristas– sobre Bachofen de 1935, uno de los textos más importantes para entender la concepción de la historia de Benjamin. Es aún más interesante, porque los años 1933-35 son aquellos en que el filósofo berlinés parece –aparentemente– más cercano al marxismo “productivista” y tecnomodernista de la URSS estaliniana de los años del Plan Quinquenal.
La obra de Bachofen, subraya Benjamin, se inspiró en “fuentes románticas” y atrajo el interés de pensadores marxistas y anarquistas (como Élisée Reclus) por su “evocación de una sociedad comunista en el alba de la historia”. Refutando las interpretaciones conservadoras y fascistas (Ludwig Klages, Alfred Bäumler) y apoyándose en la lectura freudo-marxista de Erich Fromm, Benjamin subraya que Bachofen “había escrutado hasta una profundidad inexplorada las fuentes que, a través de las edades, alimentaban el ideal libertario propio de Reclus”. En cuanto a Engels y Lafargue, atrajo su interés el estudio de Bachofen de las sociedades matriarcales, en las que existía un grado elevado de democracia, igualdad cívica, así como formas de comunismo primitivo que significaban un verdadero “trastorno del concepto de autoridad”. Este texto da testimonio de la continuidad de las simpatías libertarias de Benjamin, que intenta reunir, en el mismo combate contra el principio de autoridad, al marxista Engels y al anarquista Reclus.
No hay prácticamente ninguna referencia explícita al anarquismo en los últimos escritos de Benjamin. Pero para un observador crítico tan agudo como Rolf Tiedemann –el editor de las obras completas en alemán de Benjamin– estos escritos “pueden ser leídos como un palimpsesto: bajo el marxismo explícito el viejo nihilismo se vuelve visible, su camino corre el riesgo de conducir a la abstracción de la práctica anarquista”. El término “palimpsesto” no es tal vez el más adecuado: la relación entre los dos mensajes es menos un vínculo mecánico de superposición que una aleación alquímica de sustancias previamente destiladas.
A principios de 1940 Benjamin escribe su “testamento político”, las tesis “Sobre el concepto de historia”, uno de los documentos más importantes del pensamiento revolucionario, desde las “Tesis sobre Feuerbach” de Marx. Unos meses después, intentará escapar de la Francia de Vichy, donde la policía, en colaboración con la Gestapo, caza a los exiliados alemanes antifascistas y a los judíos en general. Con un grupo de refugiados, intenta cruzar los Pirineos, pero del lado español la policía –de Franco– los detiene y amenaza con entregarlos a la Gestapo. Entonces, en el pueblo español de Port-Bou, Walter Benjamin escoge el suicidio.
Analizando este documento final, Rolf Tiedemann comenta: “la representación de la praxis política en Benjamin era más bien la del entusiasta del anarquismo que aquella, más sobria, del marxismo”. El problema con esta formulación es que opone como mutuamente exclusivos enfoques que Benjamin intenta precisamente asociar porque le parecen complementarios e igualmente necesarios para la acción revolucionaria: la “embriaguez” libertaria y la “sobriedad” marxista.
Pero es sobre todo Habermas quien puso en evidencia la dimensión anarquista en la filosofía de la historia del último Benjamin –para someterla a una crítica radical a partir de su punto de vista evolucionista y “modernista”–. En su bien conocido artículo de los años setenta, desecha el intento del autor de las tesis “Sobre el concepto de historia” de revitalizar el materialismo histórico con la ayuda de elementos mesiánicos y libertarios. “Este intento está condenado al fracaso”, insiste el filósofo de la razón comunicativa, “en vista de que la teoría materialista de la evolución no puede ser, sin otra forma de procedimiento, articulada sobre la concepción anarquista para la cual algunos ahoras, como caídos del cielo, atravesarían por intermitencia el destino. No se puede dotar, como de una capucha de monje, al materialismo histórico, que toma en cuenta los progresos no solo en el terreno de las fuerzas productivas sino también en el de la dominación, de una concepción anti-evolucionista de la historia”.
Lo que Habermas considera un error está precisamente, a mi modo de ver, en el origen del valor singular del marxismo de Benjamin, y de su superioridad sobre “el evolucionismo progresista” –su capacidad para comprender un siglo caracterizado por la imbricación de la modernidad y la barbarie (como en Auschwitz o Hiroshima)–. Una concepción evolucionista de la historia, que cree en el progreso en las formas de la dominación, difícilmente puede dar cuenta del fascismo –salvo como un inexplicable paréntesis, una incomprensible regresión “en pleno siglo XX”–. Sin embargo, como escribe Benjamin en las tesis “Sobre el concepto de historia”, no se comprende nada del fascismo si se le considera una excepción en la norma que sería el progreso.
Habermas regresa a la carga algunos años más tarde, en El discurso filosófico de la modernidad (1985). En otra formulación del mismo debate, se trata de la concepción no continuista de la historia que distingue lo que él llama “las extremas izquierdas”, representadas por Karl Korsch y Walter Benjamin, de aquellos que, como Kautsky y los protagonistas de la II Internacional, “veían en el despliegue de las fuerzas productivas un garante del paso de la sociedad burguesa al socialismo”. Para Benjamin, por lo contrario, “la revolución solo podía ser un salto fuera de la perpetua reiteración de la barbarie prehistórica y, en definitiva, la destrucción del continuum de todas las historias. Es esta una actitud que se inspira más bien en la conciencia del tiempo tal como la concebían los surrealistas, y que se acerca al anarquismo que encontramos en algunos de los continuadores de Nietzsche los cuales, para conjurar el orden universal del poder y de la ceguera, invocan […] a la vez las resistencias locales y las revueltas espontáneas que surgen de una naturaleza subjetiva sometida a la tiranía”.
La interpretación de Habermas es cuestionable en varios aspectos, comenzando por el concepto de “barbarie prehistórica”: todo el esfuerzo de Benjamin es precisamente el de mostrar que la barbarie moderna no es simplemente la “reiteración” de un salvajismo “prehistórico”, sino precisamente un fenómeno de la modernidad –idea difícilmente aceptable para este obstinado defensor de la civilización moderna que es Habermas–. Sin embargo, captó con mucha inteligencia –para criticarlo– todo lo que la concepción de la historia del último Benjamin debe al surrealismo y al anarquismo: la revolución no es la culminación de la evolución histórica –“el progreso”– sino la interrupción radical de la continuidad histórica de la dominación.