No se trata de los representantes individuales que decidirán qué forma tendrá el país, con el riesgo siempre latente de que la constitucionalización sea ficticia, utópica y lejana de un constitucionalismo material, efectivo, dado por la estructuración del mundo y que no pasa por convenciones ni se detiene en simbolismos. La relación entre una Constitución formal y otra informal realmente existente es algo a construir políticamente, la misma no es dada y puede ser tenue, si la Convención se queda en declaraciones y politiquería.
El escenario constituyente construye un discurso que implanta y performa la institucionalidad republicana. Es el momento en que el sistema legal vigente discute y establece su normativa formal. En el caso de Chile, una nueva constitución buscará desplazar la aprobada durante la dictadura de Pinochet, que cuenta también con reformas posteriores realizadas en democracia.
Como en el reglamento de una cooperativa o de una escuela, la Constitución puede establecer parámetros de funcionamiento pero también puede ser ignorada si el funcionamiento real en cualquier sentido es lo suficientemente poderoso para sobreponerse. El actual proceso constituyente promete cambios, pero no es claro por dónde vendrán. No es mucha la profundidad de lo real accesible en un proceso como el actual, tal como ocurrió en otros países.
Es difícil imaginar un proceso de cambio que sea inaugurado por una constitución en lugar de consagrado o seguido por ella, después de crear condiciones para eso. La pregunta para el caso de Chile no es, entonces, que país vendrá o surgirá, con la nueva Constitución, sino qué Chile actual la Constitución reconoce o incluye formalmente. ¿Un Chile del estallido social, o el de un neoliberalismo que permanece independentemente de que sean progresistas, liberales o conservadores quienes ocupan el gobierno?
De cualquier modo, y a pesar del exceso de ritualidad y pompa, si alineado con fuerzas insurgentes una convención constituyente puede mostrar el conflicto que recorre la vida social. Las normas acompañan y resguardan un modelo. Puede ser un momento donde ese vínculo sea señalado. El modelo podrá mantenerse incólume, pero sus lealdades y compromisos podrán iluminarse, cuestionando su legitimidad.
Si esperamos ver la Constituyente como un espacio para señalar contradicciones o incluso inventar normas que mejoren la vida de la gente, cabe interrogarse de qué procesos, luchas y discusiones colectivas van a surgir esas normas o declaraciones constituyentes, porque sin duda no se trata de los representantes individuales que decidirán qué forma tendrá el país, con el riesgo siempre latente de que la constitucionalización sea ficticia, utópica y lejana de un constitucionalismo material, efectivo, dado por la estructuración del mundo y que no pasa por convenciones ni se detiene en simbolismos. La relación entre una Constitución formal y otra informal realmente existente es algo a construir políticamente, la misma no es dada y puede ser tenue, si la Convención se queda en declaraciones y politiquería.
Si los constituyentes construyen una Constitución plagada de declaraciones e intensiones podrá levitar alejada, o incluso no ser aprobada, si no llega al referéndum por falta de dos tercios o incluso si es rechazada después de una guerra cultural del campo de la comunicación, asimilada al juego de polarizaciones de la política mediática, sin discutir cambios profundos.
Un proceso constituyente puede dar a luz un texto débil y a veces es eso mismo lo que prioriza un neoliberalismo que se establece con su propia fuerza y racionalidad, más allá de cualquier código. Un texto constitucional puede ser rígido y pesado, minucioso e impracticable. Más allá de su letra, también, puede ser un gran dispositivo de desvío y neutralización de fuerzas insurgentes, a través de él desactivando la fuerza peligrosa para el orden social que se activó en el estallido.
Desde la lógica partidaria de acuerdos de cúpulas la política busca ya controlar el proceso y una elección presidencial que ocurrirá en noviembre también será una interferencia. Si el proceso que se celebra activará realmente un poder constituyente, que cuestione lo constituido, cabe preguntarse: ¿Qué proyectos de sociedad o de vida colectiva están en juego hoy en Chile, y en América Latina? Ya que siempre hay continuidades regionales. ¿Estos proyectos podrán traducirse en artículos constitucionales? ¿Estos tendrán fuerza para imponer cambios? Es una pregunta abierta a lo que vendrá, y debe pensarse sin olvidar que cualquier cambio político sólo podrá realizarse como parte de un movimiento político más amplio. No se cambia el mundo apenas con un artículo constitucional.
El tiempo que vivimos hace muy difícil organizar un movimiento con fuerza constituyente. Las normas fragmentan la acción sindical; la lucha mapuche en buena parte no pasa por integrarse a la institucionalidad chilena; no hay un consenso sobre qué tipo de política revolucionaria, destituyente o de contra poder hoy es posible; y el estallido fue un fuerte mensaje de oposición que impide traducciones fáciles, como las que intenta bosquejar el progresismo sin realmente ir más allá de sus formas de hacer política conocidas en Chile -donde integró el gobierno de la concertación y otros gobiernos- o en fuerzas afines de otros países.
Lo que veremos en Chile es si hay horizontes y caminos abiertos, y que ese lugar posible dialogue con la movilización de 2019, como parte de un movimiento latinoamericano que no es todavía de cambio pero si de revuelta, como pudo sentirse también en Ecuador y Colombia, y que en otros países no ha tenido expresión callejera pero se advierte en la falta de expectativa ante la inviabilidad del arreglo que organiza la vida, e incluso en el deterioro de los pactos del periodo de post dictadura que rigieron por décadas y hoy están deshechos, en una crisis política sin horizonte de superación.
El actual proceso constituyente chileno nace de un estallido social y esa es su fuerza. Pero está por verse si será un camino fiel a ese origen. No era la bandera que llevó la gente a la calle, con manifestantes indignados inicialmente con la represión de jóvenes que luchaban por el costo del pasaje, en octubre de 2019. Pero se volvió el camino propuesto por las instituciones para canalizar un descontento social que no cesaba de llenar calles, formar barricadas, asambleas, interrumpir circulación, trabajo, cotidiano de obediencia. Como en el paro colombiano de 50 días, en junio de 2013 en Brasil, después de diciembre de 2001 en Argentina, por algunas semanas, el arreglo social que rige la sociedad chilena estuvo suspendido mientras la ciudad se pintó entera de lucha y el Estado quedó paralizado sólo ateniendo a reprimir jóvenes alrededor de la Plaza de la Dignidad, o en las poblaciones, muchos de los cuales hoy son presos políticos.
La propuesta de la Convención Constituyente nace de un acuerdo entre sectores políticos institucionales y fue visto con desconfianza por muchos manifestantes que en noviembre de 2019 recibieron la noticia de este acuerdo mientras todavía no cesaba la creciente movilización nacional. Nuevamente unos pocos de traje y corbata, y también la “nueva izquierda” que nació de la movilización estudiantil de 2006 y 2011, decidieron a puertas cerradas, sin mandato, las reglas básicas de la constituyente. El acuerdo implicaba que no caería el presidente y que la protesta no buscaría respuesta a reivindicaciones concretas, como el precio del pasaje o el sistema de pensiones jubilatorias, sino la abertura de discusiones constituyentes en otro nivel, como si el destino de toda movilización deba solamente levantar asuntos para que sean tratados desde arriba.
Una movilización y proceso de lucha puede enfrentar un poder injusto, deshaciendo los canales por los cuales una minoría gobierna y se enriquece a costa de mayorías, pero también puede establecer un camino por el cual políticos desprestigiados u oportunistas se convierten mágicamente en intérpretes, traductores-traidores y administradores de una voz política que había llegado a un punto de no poder ignorarse, incluso desde el punto de vista de los intereses capitalistas. El pacto social debía actualizarse incluso para el buen curso de los negocios. La fuerza social, innombrable, indomable que funcionó por semanas evitando líderes y voceros, sería concebido ahora como “demandas” constitucionalizables.
Un proceso constituyente no necesariamente es un proceso de lucha, puede reflejar un proceso de lucha o capturarlo volviéndose contra él. Hay un exceso, que no cabe en esa resolución institucional, y tendremos noticias sobre su fuerza en lo que viene, cuando los constituyentes interpreten algo que el proceso y el movimiento real hagan o no posible.
El camino constituyente fue aceptado electoralmente. El “apruebo” se impuso en el referéndum de consulta sobre la realización de la convención por 78,28% de los votos con 50% de participación. La votación de constituyentes, en mayo de 2021, tuvo una participación del 43,3% y eligió 155 constituyentes, 17 representantes indígenas elegidos en circunscripción especial. Si la protesta se mantuvo sin rostros y nombres propios, con símbolos y emblemas alejados de la representación -como el perro negro matapacos, la coreografía feminista y las banderas mapuches- no puede decirse lo mismo del proceso de elección de constituyentes, donde justamente lo contrario se impone y el marketing, juego de partidos, mediatización fue personalizando y partidarizando un proceso generado por millares en las calles.
En el caso de una convención constituyente, con elección directa de sus integrantes (la derecha proponía una fórmula mixta) hay de hecho nuevas voces, nuevos rostros, nuevos agrupamientos. Pero ya estamos nuevamente en la institucionalidad republicana, con su permeabilidad a agendas del poder, y como forma política que funciona tan bien para el orden social vigente. Personas que representan sectores llegan a la instancia deliberativa y una multitud o muchedumbre desorganizada, pero activa y direccionada contra el poder, se transforma en problemáticas para ser resueltas por quien gobierna, por quien negocia y legisla, o por quien dará las cartas en el todavía incierto proceso que se inicia.
Lo más polémico del acuerdo de cúpula con partidos políticos fue la imposición de los dos tercios, que parecía que daría a los sectores de derecha un poder de veto, y que fue el mecanismo que bloqueó la asamblea constituyente en Bolivia, llevando a que la constitución del MAS fuera revisada por la oposición liberal, una vez aprobado el texto constitucional y concluida la Asamblea Constituyente, eliminando todo elemento que pudiera conflictuar con la institucionalidad vigente, y con los intereses de los grupos de poder.
En Chile, el acuerdo de noviembre de 2019 devuelve la inciativa pérdida a los partidos. La votación de mayo de 2021 trajo una sorpresa, con una derecha -que en parte había hecho campaña contra la convención constituyente- que no alcanzaba el tercio, y dos tercios de constituyentes para sectores declarados antineoliberales. Una de las sorpresas fue la amplia votación para la lista de candidatos independientes, que obtuvo la primera minoría, con 48 constituyentes. Una posibilidad de Constitución innovadora y que avance en la dirección de cambio deberá lidiar con límites internos de la mayoría que escriba la Constitución, mayoría que no es desconocida. Gobernó ya ciudades y fue parte de coaliciones de gobierno, actúa en la política chilena hace décadas, incluso aquellas que fueron gestión neoliberal ya en democracia. Es una incógnita como constitucionalidad contra el neoliberalismo. Un camino fracasado es el de gobiernos latinoamericanos que se declaraban «post neoliberales» entendiendo esto como Estado con políticas que pueden implementarse sin cambiar el marco constriucional. El Estado puede pasar a llamarse de bienestar, plurinacional o socialista, pero para continuar favoreciendo un modelo de abertura a la inversión extranjera en una coyuntura de alto precio de commodities, reduciendo si pobreza extrema con políticas de transferencia de renta que estimulan el consumo, pero sin modificar la matriz de poder, de desarrollo y de desigualdad estructural con concentración de riqueza.
La complejidad de un proceso que debe encontrar consensos y traducirlos constitucionalmente alimenta el riesgo de cerrarse en sí misma y no dialogar con el proceso que la originó. No es fácil que en un escenario donde ya se perfilan carreras personales y donde los viejos consensos son representados por los partidos, se abra una deliberación democrática, en el sentido de participación ampliada, más allá del poder gubernamental.
Una nueva Asamblea Constituyente postula una refundación. Lo hace en la voz de una mujer mapuche fluente en mapudungún. Una refundación constitucional entra en los libros de historia, pero ¿cómo puede ser más que una refundación escrita, refundando un país con un poder oligárquico bien asentado, con clases populares postergadas y un pinochetismo desplegado en la vida cotidiana? Como pasar de una refundación simbólica, que postule la plurinacionalidad, el feminismo o el antineoliberalismo, y nos acerquemos a entender la posibilidad de una refundación que cuestione de hecho el orden vigente.
En el proceso chileno las fuerzas tradicionales están dentro de la convención. La antigua Concertación, del socialismo y la democracia cristiana, artífices de un gobierno ya en democracia que con cara progresista mantuvo el modo neoliberal de gobernar, podrá formar más de un tercio junto con la derecha, o con sectores independientes a los que se les ofrezca incorporar demandas puntuales, impidiendo una constitución de cambio radical.
La Convención es soberana sólo de forma relativa. Es producto de una institucionalidad, de lógicas del sistema político, del financiamiento de campañas, del poder político de cada región, y de los límites de una época con el desafío de pensar más allá de lo existente y lo posible en una sociedad colonial, capitalista, estratificada y producto de décadas neoliberales.
Las constituciones de Bolivia y Ecuador, aprobadas en 2009 y 2008 respectivamente, son un antecedente importante [1]. La plurinacionalidad, el Buen Vivir, los derechos de la naturaleza, la autonomía y la interculturalidad fueron postuladas pero definidas de forma apenas declarativa y abierta, incluso contradictoria con otras normas que las limitaban y circunscribían a lo existente. Fueron declaraciones que rápidamente mostraron su debilidad en gobiernos que mayormente mantuvieron la institucionalidad liberal, no construyó una plurinacionalidad entendida como autodeterminación de naciones indígenas, con presencia estructural en la organización política del Estado, y se abocaron a expandir la explotación extractivista, sin ningún cuidado por la letra constitucional y los derechos colectivos, de democracia comunitaria y la alternativa al desarrollo que se proponía cuando se invocaba a la Pachamama y al Vivir Bien. En el caso de Bolivia la crisis de 2019 derivó directamente del incumplimiento de los límites a la reelección incluidos en la Constitución, y en el resultado de un referéndum sobre el tema, no respetados por la candidatura de Evo Morales.
En Chile se habla de desmontar el Estado Subsidiario, concepción neoliberal en el espíritu de la Constitución de 1980. ¿Qué modelo lo podrá suceder? ¿Un nuevo keynesianismo? ¿Una nueva institucionalidad de lo Común? ¿Hasta qué punto esta discusión logra instalarse de hecho como debate constituyente?¿De qué forma cualquier cambio postulado constitucionalmente podrá enfrentar intereses capitalistas y tener efectos reales en la organización social?
Cómo imaginar cambios en un país donde reina el neoliberalismo y las fracturas de modelo que nunca buscó más que el beneficio de una oligarquía que actúa como dueña del país. Si bien el estallido generó un clima crítico que podrá beneficiar la vuelta de un progresismo que sabe gobernar sin perturbar las reglas del sistema, no vemos todavía un camino de emancipación o de mejora frente a la alta informalidad, precariedad, pobreza. Respecto a las naciones indígenas, lo que se perfila es una plurinacionalidad declarativa que, como en Bolivia y Ecuador, no tome en cuenta las naciones, sino apenas un multiculturalismo que mantiene la criminalización cuando proyectos comunitarios de autodeterminación se organizan. Los presos políticos del estallido reciente, son la expresión del rechazo frente a un sistema sin espacio para diferencias, oposición radical y disidencias.
Aunque el progresismo pueda gobernar, el camino parece ser el mismo que vivió buena parte de la región latinoamericana. Es posible gobernar pero no cuestionar las normas del juego. Una constitución podrá ocupar espacios simbólicos que sean permitidos, incluso por una derecha dispuesta a hacer concesiones para mantener la viabilidad de un modelo violento. Si es más que eso, y se articula con proyectos colectivos y un movimiento político, podrá fracasar la constituyente pero las calles volverán a ser un camino al que los poderosos temen.
[1] Ver Schavelzon, S. 2012 El Nacimiento del Estado Plurinacional. La Paz: Plural, IWGIA, CLACSO. y Schavelzon, S. 2015 Plurinacionalidad y Vivir Bien/Buen Vivir. Dos conceptos leídos desde Bolivia y Ecuador post-constituyentes. Quito: Abya Yala, CLACSO. https://www.clacso.org.ar/libreria-latinoamericana/pais_autor_libro_resultado.php?campo=autor&texto=3395&pais=7