Para que estos mundos nuevos florezcan no hacen faltan vanguardias, sino decenas, cientos de colectivos empeñados en abrir espacios para que sean habitados por la gente común, limitándose a acompañar sin imponer, debatir según los tiempos y modos de la cultura de abajo. Lo que hace falta es un nuevo tipo de activistas y de grupalidades, que no aspiren a dominar ni a subir, sino a servir.
Las juventudes protagonistas de la revuelta colombiana, en particular las que generaron 25 “puntos de resistencia” en la ciudad de Cali, espacios auto-controlados de libertad y resistencia a la represión, provienen de los sectores populares más afectados por el neoliberalismo.
Estamos ante generaciones que han sufrido décadas de bloqueo de sus vidas: desde un no futuro instalado al calor de la desindustrialización que vive la ciudad desde hace tres décadas, hasta la humillación racista empuñada por las clases medias, la discriminación por color de piel, la criminalización de la pobreza y la represión de sus manifestaciones culturales y espacios sociales.
Por eso llama la atención que estas jóvenas y jóvenes hayan sido capaces de poner en pie una enorme variedad de iniciativas, desde bibliotecas populares en locales policiales tomados hasta el ya célebre anti-monumento “Resiste”, pasando por espacios de alimentación, de salud y deporte, además de mantener debates abiertos con la comunidad sobre el tipo de sociedad que sueñan.
En diálogo permanente con el periodista Felipe Martínez, del medio Desdeabajo, aparecen algunas características de estas juventudes que resultan notables: “Jóvenes universitarios, de barras de fútbol antes enfrentadas, pandilleros y delincuentes que estuvieron en la cárcel, gente que ha vivido la exclusión y la pobreza y que ahora conviven en las barricadas y en los puntos de resistencia”.
Lo que el sistema se empeña en separar para dividir, durante la revuelta se convierte en comunidad de vínculos solidarios. Felipe asegura que en los espacios de resistencia se dice una y otra vez: “aquí nadie manda, nadie está por encima de nadie”. En su opinión, se trata de “una experiencia zapatista en la ciudad”, en la que pueden observarse cocinas comunitarias, el centro médico, la biblioteca popular y “vecinos muy tranquilos con la presencia de los jóvenes”, porque controlan robos y ofrecen una seguridad inexistente cuando ellos no están.
La convivencia entre la comunidad de vecinos y los jóvenes se ha vuelto tan profunda, que “la comunidad les avisa cuando viene la policía y los vecinos abren las puertas de sus casas para que los jóvenes se bañen y puedan comer”. Un tipo de vínculos que antes de la revuelta eran, literalmente, imposibles.
Más aún, en Puerto Resistencia, un sector muy pobre de la comunidad “salió con banderas blancas a proteger a los jóvenes que los policías estaban matando”, en lo que define como “una comunidad defendiéndose unos a otros”.
Lo más notable es la construcción material y simbólica de lo nuevo. En las asambleas multitudinarias “empezaban a plantear discusiones muy profundas”, sin necesidad de caudillos y de dirigentes. En los puntos de resistencia no hubo vanguardias ni fueron necesarias, entre otras razones porque las y los jóvenes se muestran cansadas y desconfiadas con la política tradicional, sea de derecha o de izquierda.
En la revuelta colombiana estuvieron ausentes, comenta Felipe, los movimientos sociales, que podrían haber aportado acompañamiento sin pretender dirigir, algo que sólo la Guardia Indígena nasa supo hacer, llegando por miles a Cali para proteger y cuidar colectivamente.
Sin embargo, durante semanas funcionó una democracia asamblearia multitudinaria, diversa, capaz de afrontar los conflictos internos sin apelar a los viejos modos de “mandar mandando”.
Algunas reflexiones se imponen. Los sectores populares necesitan espacios en los que puedan dialogar unos con otras en relación de igualdad y horizontalidad, donde desplegar sus iniciativas, crear comunidad para enfrentar la dramática situación que viven. Lo realizado nos indica que la posibilidad de construir mundos nuevos está intacta, que las semillas de la emancipación siguen vivas, sólo necesitan el espacio-tiempo para desplegarse, ese que el sistema les niega por las bravas en todo momento y en cualquier rincón de esta sociedad.
Para que estos mundos nuevos florezcan no hacen faltan vanguardias, sino decenas, cientos de colectivos empeñados en abrir espacios para que sean habitados por la gente común, limitándose a acompañar sin imponer, debatir según los tiempos y modos de la cultura de abajo. Lo que hace falta es un nuevo tipo de activistas y de grupalidades, que no aspiren a dominar ni a subir, sino a servir.