Anacrónico y fuera de lugar también lo es. Por qué no unirse al festejo que ponía al país en el primer mundo en los albores de los 90. Por qué aguar la celebración neoliberal, por qué adelantar que todo reventaría como un globo. Por qué no conformarse con las limosnas del Estado distribuidas través de programas como Solidaridad (o el Sembrando Vida actual). Por qué no dejarse morir o sólo luchar por mejoras para ellos y ya. ¿Por qué?
Para colmo, además de inadecuado e inconveniente, el zapatismo se atreve a ser opción. No sólo visibiliza las contradicciones extremas del capitalismo, sino que se atreve a construir relaciones basadas en la colectividad y horizontalidad, en una propuesta integral que, en su tiempo y espacio, resignifica la política.
Qué más inoportuno que recorrer el viejo continente en momentos en que está prohibido, literal, el movimiento. Si algo ha dejado en claro la pandemia es la profunda desigualdad, la pobreza más descarnada y el nivel de violencia institucional en cada lugar. Y, en muchos casos, la desesperación y desesperanza.
Y de pronto el zapatismo viene a incomodar de nuevo, a mover el tablero, a convocar a luchar por la vida. Y su mensaje es leído lo mismo por unas adolescentes en San Petersburgo que por los chalecos amarillos en París; el movimiento de mujeres en Barcelona; los guardianes de un bosque en Alemania, o por quienes luchan contra un tren de alta velocidad en Italia, entre cientos de colectividades que se activan no sólo para recibirlos, sino para continuar y unir sus luchas.
El Ejército Zapatista de Liberación Nacional anuncia que son 177 zapatistas quienes integran su delegación aerotransportada, a la que se suman los siete zapatistas que llegaron por mar, y 13 integrantes del Congreso Nacional Indígena, 197 indígenas en total. La disputa por la historia es lo que viene y ésa sí no es extemporánea.