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La revolución como problema

Raúl Zibechi :: 17.07.21

Pertenezco a la generación que creció influenciada por el clima político y cultural de la revolución cubana. Me contagié del entusiasmo que generaba, en particular, la figura del Che, quien no dudó en dejar las comodidades de la vida urbana posrevolucionaria para caminar selvas y montañas, porque «el deber de todo revolucionario es hacer la revolución».
Hoy Cuba atraviesa una situación compleja, que me lleva a reflexionar en varios tiempos sobre la coyuntura, la estructura y el concepto mismo de revolución.

La revolución como problema

Raúl Zibechi

Pertenezco a la generación que creció influenciada por el clima político y cultural de la revolución cubana. Me contagié del entusiasmo que generaba, en particular, la figura del Che, quien no dudó en dejar las comodidades de la vida urbana posrevolucionaria para caminar selvas y montañas, porque «el deber de todo revolucionario es hacer la revolución».

Hoy Cuba atraviesa una situación compleja, que me lleva a reflexionar en varios tiempos sobre la coyuntura, la estructura y el concepto mismo de revolución.

I

La soberanía nacional es intocable, tanto como el derecho de las naciones a su autodeterminación. La soberanía de una nación no depende de quién esté en el gobierno. Nadie tiene derecho a intervenir o subvertir el gobierno de una nación ajena.

El bloqueo a Cuba es inaceptable, como los intentos por derrocar la revolución, sistemáticos y continuos desde hace seis décadas. Nunca pedimos una intervención extranjera para poner fin a las dictaduras del Cono Sur, porque confiamos en que los pueblos deben decidir su futuro. Por eso tampoco pedimos que regímenes oprobiosos y genocidas (como el de Arabia Saudita, entre muchos otros) sean derrocados con invasiones militares.

Cuba tiene derecho a que se la deje en paz, como sucede con todas las naciones del mundo. Solo dos países apoyan el bloqueo: Israel y Estados Unidos.

II

La crisis actual tiene causas precisas. En 2020 la economía registró una contracción del 8,5 por ciento, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe. La industria cayó 11,2 por ciento y el agro, 12 por ciento. La crisis del turismo es tremenda y repercute en toda la sociedad: en 2019 Cuba recibió 4,2 millones de turistas, en 2020 apenas 1,2 millones. En el primer semestre de este año solo recibió 122 mil turistas, según datos recabados por la periodista chilena Francisca Guerrero.

El turismo aporta en torno al 10 por ciento del PBI, emplea al 11 por ciento de la población activa y es la segunda fuente de divisas. La escasez de divisas crea enormes dificultades para la importación de alimentos: Cuba debe importar el 70 por ciento de la comida que consume, mientras los precios internacionales crecieron un 40 por ciento en un año.

El llamado ordenamiento cambiario, que eliminó las tasas diferenciadas con las que se cambiaban los pesos cubanos por dólares, decidido en enero, aunque necesario y deseable, llegó tarde y en un momento de aguda escasez de dólares. Lo cierto es que la población tiene grandes dificultades para acceder a bienes básicos.

Inflación y apagones son el corolario de viejos problemas nunca resueltos (como el deterioro de las infraestructuras) y de improvisaciones en la aplicación de cambios largamente postergados.

El bloqueo es un gran problema para Cuba. Pero no todos sus problemas pueden reducirse al bloqueo. Un problema del que no se quiere hablar, no solo en Cuba, es el de la revolución como problema. O sea, del Estado como palanca de un mundo nuevo.

III

Creíamos que la revolución era la solución a los males del capitalismo. No fue. Quizá la obra mayor de las revoluciones haya sido empujar al capitalismo a reformarse, limando durante cierto tiempo sus aristas más extremas, aquellas que todo lo confían al mantra del mercado autorregulador, que lleva a millones a la pobreza y la desesperación.

Revolución fue siempre sinónimo de conquista del Estado, como herramienta para caminar hacia el socialismo. Originalmente el socialismo debía ser, ni más ni menos, el poder de los trabajadores para superar la alienación que supone la separación entre los productores y el producto de su trabajo. Sin embargo, socialismo se volvió sinónimo de concentración de los medios de producción y de cambio en el Estado, controlado por una burocracia que, en todos los casos, devino en una nueva clase dominante, casi siempre ineficaz y corrupta.

El pensamiento crítico se sometió a esta nueva burguesía, o como quiera denominarse a esa casta burocrática que, no siendo propietaria, tiene la capacidad de gestionar los medios de producción a su antojo, sin rendir cuentas más que a otros burócratas, sin que los trabajadores, privados de formas de organización y de expresión autónomas, puedan incidir en las decisiones. Sin libertades democráticas, los Estados socialistas (contradicción semántica evidente) devinieron en Estados autocráticos y totalitarios, no muy diferentes a las dictaduras que sufrimos y a las democracias que no nos permiten elegir el modelo económico que nos gobierna, sino apenas a representantes ungidos gracias a costosas campañas publicitarias.

Las revoluciones socialistas y de liberación nacional, y aun los movimientos emancipatorios, se autodestruyeron en el rompeolas de los Estados: al institucionalizarse y perder su carácter transgresor y superador del estado actual de cosas; al relegitimar un sistema-mundo que pretendían desbordar; al trasmutar, por la vía institucional, la potencia rebelde de las clases populares en impulso para la conversión de los burócratas en nuevos opresores.

Como sostuvieron Fernand Braudel e Immanuel Wallerstein, y ahora Abdullah Öcalan, el Estado nación es la forma de poder propia de la civilización capitalista. Por lo tanto, dice el líder kurdo, la lucha antiestatal es más importante que la lucha de clases, y esto no tiene nada que ver con el anarquismo, sino con la experiencia de más de un siglo de socialismo. Es revolucionario el trabajador que se resiste a ser proletario, que lucha contra el estatus de trabajador, porque esa lucha apunta a superar y no a reproducir el sistema actual.

Para hacer política centrada en el Estado, las categorías de hegemonía y homogeneidad son centrales. La primera es una forma de dominación, sin más, aunque el progresismo y la izquierda crean que supera al leninismo. La segunda es una pretensión de quienes, desde arriba, quieren llevar a los pueblos de las narices. Agrietados el patriarcado y el colonialismo interno, hoy es imposible una sociedad homogénea, porque las mujeres, los jóvenes y todo tipo de disidencias (desde las culturales hasta las sexuales) rechazan el aplanamiento de las diferencias y diversidades.

Imponer homogeneidad con base en la hegemonía es una apuesta al autoritarismo, ya sea a través del mercado o del partido de Estado. La forma ideal de dominación es aquella que se presenta como democrática (simplemente porque hay elecciones), pero encarcela a la población en un modelo económico que vulnera su propia vida.

IV

La revolución socialista es cuestión del pasado, no es el futuro de la humanidad. Tampoco lo es el capitalismo. El binarismo capitalismo/socialismo ya no funciona como organizador y ordenador de los conflictos sociales.

Mientras las izquierdas siguen prisioneras de su visión estadocéntrica, los sectores más activos y creativos de las sociedades latinoamericanas (feministas, pueblos originarios, jóvenes críticos) ya no se referencian en Cuba, como lo hizo mi generación, sino en luchas concretas como las revueltas chilena o colombiana, en el zapatismo y en los mapuches, en ritmos raperos y en sueños de libertad imposibles en la Nicaragua de Ortega y en la Cuba del Partido, en la Colombia de los paramilitares o en el Brasil de Bolsonaro.

Publicado originalmente en Brecha 

 


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