A corta distancia, en La Bartolina, fueros encontrados hace poco unos 500 kilos de huesos humanos, estableciendo un abrumador récord lingüístico y numérico aún para nosotros que constantemente rompemos esa clase de récords. Tuvo que ser en el borde más oscuro de México; se prevé que otras fosas anónimas rebasen pronto esa media tonelada de osamentas en un sitio arquelógico más del horror reciente. Resulta que desde 2016 el gobierno supo que allí había enterramientos de magnitud pero no lo hizo público y por lo visto tampoco le movió. Un lustro después la mierda pega en el ventilador.
Siempre hay lugar para la desolación. Y más si ocurre en uno llamado Bagdad, donde propiamente México termina. Cuarta esquina de la patria, es al mismo tiempo la más cercana y la más remota frontera. Si las playas y las vallas de Tijuana son proverbiales y fotogénicas, las de Bagdad parecen un tachón en el mapa. Si la salida del Suchiate al Pacífico transcurre entre limpios esteros y un ambiente de paseo, en la esquina opuesta del mapa Bagdad se precipita en el lodazal de la nada. Y si el copete de Yucatán junta flamingos y la edad de piedra en una antesala del Caribe internacional, Bagdad escurre al mar en una esquina improbable donde ni el aire da vuelta.
A corta distancia, en La Bartolina, fueros encontrados hace poco unos 500 kilos de huesos humanos, estableciendo un abrumador récord lingüístico y numérico aún para nosotros que constantemente rompemos esa clase de récords. Tuvo que ser en el borde más oscuro de México; se prevé que otras fosas anónimas rebasen pronto esa media tonelada de osamentas en un sitio arquelógico más del horror reciente. Resulta que desde 2016 el gobierno supo que allí había enterramientos de magnitud pero no lo hizo público y por lo visto tampoco le movió. Un lustro después la mierda pega en el ventilador.
Costas planas y aguas grises donde tradicionalmente viven pescadores, Bagdad viene siendo la playa de Matamoros, bizarra y cruenta ciudad tomada por el culto a la Santa Muerte y los burdeles, la cara oscura de Brownsville, Texas, al otro lado del Bravo, que los gringos llaman Grande aunque no lo sea mucho y que río arriba en el estiaje hasta el agua pierde. El delta del Bravo/Grande se extiende hacia los pantanos y arenales texanos y el no menos bizarro Port Isabel.
En 1847 los invasores del norte llamaron Bagdad a esas costas porque les recordaban los desiertos de Asia, aunque la locación existía desde 1777 bajo un nombre cristiano. Bagdad por cierto significa en persa antiguo “Regalo de Dios”. Un lugar así es tentador para los que mueven mercancías ilícitas. Durante la cruenta guerra civil estadunidense por sus pantanales y lagunas cruzaron armas para los confederados y estos pudieron exportar su algodón, bloqueado en los puertos yanquis. Entonces se establece Puerto Bagdad, con tal auge que llega a tener miles de pobladores. En 1870 lo saquean los propios confederados, y en 1880 México lo declara inexistente. Al cambio de siglo el lugar era si acaso blanco de feroces huracanes.
Durante la Revolución el trasiego de armas fue al revés, en favor de Francisco Villa. Llegada la edad del narcotráfico, era cuestión de tiempo que sirviera para meter y sacar drogas y armas entre los dos países. No ha tenido la misma utilidad para pasar personas. Más malsanos que el atroz desierto de Arizona, esos charcos entre el mar y el desierto no son ruta natural de migrantes.
Mi primera vez en Bagdad la encontré simpática. Pescadores en sus lanchas y familias de Matamoros jugando volibol, enterrándose en la arena arcillosa, buscando las olas, siendo felices en playa tan fea. Corrían los años ochenta. La siguiente vez,a principios de los noventa, la encontré semidesierta, aburrida, olvidada. La tercera fue a finales de 2006, con la Otra Campaña zapatista. El acto del Delegado Zero fue rarísimo. Aunque se congregaron por decenas, ni un solo poblador se atrevió a tomar la palabra. El acto y todo el lugar, una pequeña explanada frente al mar, eran vigilados por pistoleros y soplones tan obvios como su caricatura. Eran los Zetas, que se habían adueñado de allí. Esa noche, de vuelta en Matamoros, algunos pescadores buscaron a escondidas a los reporteros y contaron cómo los “mañosos” los obligaban a transportar droga en sus embarcaciones bajo amenaza de muerte.
Mi última ocasión fue durante un viaje a Brownsville sin nada que ver con la rola de Sam Shepard y Bob Dylan. Playa Bagdad estaba en silencio y ni siquiera llegué a la orilla del mar, di media vuelta y regresé a Matamoros para tomar el primer avión disponible (pero esa es otra historia).
Ahora sabemos que desde 2009 se convirtió en bastión de Cártel del Golfo, al extremo norte de un estado con mucho podrido como es Tamaulipas. La Bartolina y otras locaciones cercanas se conviertieron en campos de exterminio de los que nadie quiso saber. Quizás más grandes y escondidos, no se les comparan los de Juárez, Coahuila o Guerrero. Cuántos de esos huesos en La Bartolina han sido buscados por madres y familias de México y Centroamérica. Cuántos fueron torturados en vida. Pero ningún humano “desaparece”. Tal fue la gran derrota de Hitler: sus toneldas de huesos no lograron el exterminio de judíos y gitanos. Ni un batallón de “pozoleros” alcanzaría para disolver a tanto ser humano víctima de una organización de seres inhumanos.
En los años del rock en tu idioma Jaime López, nativo de Matamoros, ya cantaba: “Para todo aquel que no crea/que los piratas existen aún/que vaya a Puerto Bagdad/que vaya a Puerto Bagdad”. Sobre advertencia no hay engaño.
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BIENVENIDO A BAGDAD
(A riesgo de ser bastante reiterativo, adjunto aquí un relato-crónica de la playa tamaulipeca de marras, escrito hace ya varios años. Parte de la información se repite, pero adelanta una atmósfera que los hechos reciente confirmaron atrozmente).
Poca gente sabe que México no termina en la garita de Otay o el puente de Juárez. Tampoco en La Mesilla o Talismán. Ni siquiera en Río Lagartos y Punta Holohit, la alucinante crisma atlántica de Yucatán. Nuestro país, por extraño que parezca, termina en Bagdad. Y entre Bagdad y Boca Chica no se paran ni las moscas. Bien a bien, el ‘otro’ lado asoma hasta Port Isabel, Texas, donde corren el Intercoastal Waterway y «la civilización» pero uf, eso a quién le importa, considera Belarmino, presa de un ‘ennui’ camusiano de pronóstico reservado.
Deja Matamoros y dirige sus ociosos pasos a Playa Bagdad como quien se vence a lo inevitable. El río Bravo a su izquierda, luego unos huizachales y por fin el letrero de bienvenida. Un grupo de hombres juega futbol sin convicción en la arena. No trae Belarmino humor como para «matar un árabe» como canta The Cure, pero casi. Bueno, personalmente no tiene nada contra los árabes, hasta le caen bien. Como sea, en Bagdad no hallará ni un árabe. Curiosamente, tampoco un gringo.
Entre semana el balneario muestra sus modestos atributos lo mejor que cabe esperar. Un cielo claro. Y sol por ende. Un viento frío. Olas breves y encontradas chocan entre sí. Atrás quedan Matamoros y el río Grande, que ni es tan grande. También los brillantes edificios del centro de Brownsville y los muros de ladrillo rojo de su vieja zona fronteriza. Los envidiables ‘freeways’. Su ausencia de farmacias que nuestro lado compensa. En sus ‘drug stores’, medicamento que no está prohibido necesita prescripción. En Texas es más fácil conseguir cocaína que penicilina, así que los texanos cruzan para comprar los medicamentos que sus trasnacionales farmacéuticas no pueden comercializar allá.
La yatrogenia farmacéutica se «regula» y se semicriminaliza al tabaco, mientras las drogas duras son el pan de cada día. Todo se resume a un celo comercial. Se cuidan de su propia mierda y nos la venden, pero quieren la nuestra, y barata. Allá no se persigue a los vendedores ni distribuidores locales de heroína, cocaína o pastas. Proteccionismo. En cambio, obligan a las autoridades mexicanas a perseguir y encarcelar (y empoderar) a los traficantes nacionales. Además, allá es legal ir fuertemente armado, y aquí no. La palabra ‘narcotráfico’ termina en el ‘bórder’ (injustamente, con perdón del TLCAN, pues parejo nunca ha sido el ‘telecé’). O en altamar.
El borde tamaulipeco no ofrece al turista texano atracciones, tequila, rocanrol y viejas, al estilo Tijuana. Tampoco es un lugar donde el cruce de mojados signifique demográficamente algo. De nuestras fronteras pobladas es la más sola, aunque lo disimula. Nada de Camelia la Texana. La épica quedó atrás. Se siente el dinero, pero no se ve. No existen señas de prosperidad en el paisaje. Como si la economía floreciera sólo en el penal. Secuestradores, narcos y futuros ‘madrinas’ controlan el negocio desde sus celulares y sus desplantes testiculares. Ellos deciden quién vive y quién muere, quién fuma o inhala, quién puede coger y a quién le toca pagar.
Belarmino no debe nada pero su bien entrenado instinto le dicta cuidado y hasta miedo. Aquí uno la debe por el simple hecho de estar (como en el Bagdad original). Es el paseo dominical de una zona urbana inestable e insegura. El único lugar donde el río Grande o Bravo (se llama diferente allá y acá) es algo más que un chiste o un obstáculo topográfico. Frontera opuesta a las playas de Tijuana en el mapa de la mente, en vez de abrirse al oceano se encierra, hace esquina en el Golfo, se anega en un estuario. Aunque sólo a Jaime López, se le pudo ocurrir llamarle «Puerto Bagdad», en cierto modo lo es.
Belarmino no cruzará, no enviará, no nadará, nada hará bajo el cielo azul y no obstante gris, apuñalado por los cables. Cegador. Ah Meursault. No parece que llueva nunca. ¿Por dónde se sale de aquí? Por donde sea. Puro norte, y el norte, ya se sabe, es grande. Una marisma sin fin es Bagdad. Al sur y al norte se abre largamente la Laguna Madre, y su paralela Isla del Padre hacia Corpus Christi. Vaya nombres para un lugar tan huérfano.
Una extraña tierra que colonizaron trabajadores polacos en el diecinueve, durante la Guerra de Secesión fue retaguardia de un sur apaleado por defender a muerte su derecho a la esclavitud de los negros. Procedentes de Tampico y la Cuba española, cajas de armas y municiones cruzaban los anegados médanos rumbo al norte para que los güeros se mataran entre sí. En el siglo XIX las mareas de lo ilícito (armas) subían. Durante la Revolución Mexicana, bajaban. En el XXI la marea, chicha como parece, vuelve a subir. No lleva balas (ni mucho indocumentado), sino sustancias prohibidas o dinero susceptible de ser lavado.
Así como la barra de Nautla es la costa más cercana a la ciudad de México, y pocos lo registran pues Acapulco resulta mejor suburbio playero, Matamoros y Bagdad son la frontera internacional más próxima al Zócalo capitalino. Y no se nota.
-Ya viene la carga- oye Belarmino a sus espaldas en la palapa donde se detuvo a beber una Carta Blanca (las demás cervezas son de lata, o sea no son cerveza). ¿Viene la qué?
Sabe que nunca está de más preguntarse ¿qué hago aquí? Sin incorporarse de un muy echeverrista equipal en el bar playero, gira y ve a los demás parroquianos sacar con absoluta tranquilidad fuscas y celulares.