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Palestina, las cosas por su nombre: Sobre helados, espionaje y otros escándalos

María Landi :: 25.07.21

Estos días un tema llenó los titulares de los grandes medios en prácticamente todo el mundo: el espionaje de que fueron objeto a través de sus teléfonos celulares cientos de políticos, periodistas, activistas de derechos humanos, sindicalistas y ejecutivos de 50 países, incluido México, por gobiernos que usaron el spyware Pegasus de la empresa israelí NSO Group. Esto fue revelado por el Proyecto Pegasus, un consorcio global formado por más de 80 periodistas y 17 medios de 10 países, coordinado por la ONG francesa Forbidden Stories con apoyo técnico del Laboratorio de Seguridad de Amnistía Internacional.

Palestina, las cosas por su nombre

Sobre helados, espionaje y otros escándalos

María Landi

 

Estos días un tema llenó los titulares de los grandes medios en prácticamente todo el mundo: el espionaje de que fueron objeto a través de sus teléfonos celulares cientos de políticos, periodistas, activistas de derechos humanos, sindicalistas y ejecutivos de 50 países, incluido México, por gobiernos que usaron el spyware Pegasus de la empresa israelí NSO Group. Esto fue revelado por el Proyecto Pegasus, un consorcio global formado por más de 80 periodistas y 17 medios de 10 países, coordinado por la ONG francesa Forbidden Stories con apoyo técnico del Laboratorio de Seguridad de Amnistía Internacional. El diario israelí Haaretz señaló que «adonde Netanyahu iba, NGO lo seguía»: cada visita del ex primer ministro a un país autoritario (y la lista es larga) servía para promover los productos israelíes de seguridad, armamento y vigilancia que luego se utilizan para reprimir las luchas populares en esos países.

Según explica La Jornada, los mil números telefónicos identificados hasta ahora incluyen los de más de 600 políticos y funcionarios (jefes de Estado, diplomáticos, ministros y más), 189 periodistas, 65 empresarios y 85 activistas de derechos humanos. Son sólo una parte de una lista de unos 50 mil teléfonos que se supone corresponden a personas de interés de los clientes de NSO. 15 mil de ellos son mexicanos. De hecho, México fue el primer cliente internacional de NSO en 2011, indoemó el Washington Post, otro miembro del proyecto.

En efecto, el tema ya era bien conocido en México, donde se denunció que entre 2016 y 2017 el gobierno de Peña Nieto utilizó Pegasus para espiar al menos a 25 periodistas, activistas y defensorxs de derechos humanos (incluyendo familiares de los 43 de Ayotzinapa), políticos como AMLO y periodistas como Luis Hernández Navarro de La Jornada y Jorge Carrasco, editor jefe de la revista Proceso. No obstante, la investigación del Proyecto Pegasus dada a conocer el 18 de julio permitió conocer el alcance y magnitud de carácter planetario del sistema de ciberespionaje. También echó luz sobre sus impactos devastadores, como el asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi o de su colega mexicano Cecilio Pineda (de Guerrero) o el encarcelamiento de decenas de personas críticas a los regímenes autoritarios, como el periodista Omar Radi, condenado recientemente en Marruecos a seis años de cárcel. De hecho en 2019 Amnistía Internacional había publicado un informe donde probaba que el gobierno marroquí utilizó el spyware israelí para espiar a dos conocidos defensores de derechos humanos, como parte de una campaña para silenciar toda crítica al régimen.

La investigación presentada por el Proyecto Pegasus fue explosiva en todo el mundo… menos en Israel. Allí no solo fue silenciada sino que además los medios estuvieron y siguen estando ocupados con la histeria colectiva desatada por la noticia de que la compañía estadounidense fabricante de los populares helados Ben & Jerry’s (B&J) anunció que dejará de vender sus productos en las colonias israelíes instaladas en el territorio palestino ocupado (TPO). La medida, que no hace otra cosa que responder a las directivas de la ONU –respaldadas por las principales organizaciones internacionales de derechos humanos− que ordenan a las empresas cesar toda actividad comercial en las colonias israelíes, ya que todas son ilegales ante el derecho internacional humanitario.

Y es que en un mundo donde las resoluciones de la ONU y la legalidad internacional fueran respetadas y no imperara el poder de la fuerza, quienes las violaran serían objeto de sanciones, y las empresas actuarían movidas por el temor y la intención de evitarlas. Es con ese fin que –después de muchas presiones y postergaciones− en 2020 la ONU dio a conocer por fin una lista (incompleta) de 112 empresas que operan en los TPO y por lo tanto podrían ser objeto de sanción. Algo similar ocurre con las directrices que en 2013 elaboró la Unión Europea para que ninguna financiación o cooperación se destine a las colonias israelíes en el TPO, pero cuyo cumplimiento no vigila.

B&J fundamentó éticamente su decisión: «Creemos que es inconsistente con nuestros valores que el helado Ben & Jerry’s se venda en el TPO. También escuchamos y reconocemos las preocupaciones compartidas con nosotros por nuestros fanáticos y socios de confianza.» Esto alude sin duda a lo que viene solicitando desde 2005 el movimiento palestino de Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS), hoy de alcance global, inspirado en el movimiento internacional que contribuyó decisivamente a aislar y debilitar al régimen de apartheid sudafricano. B&J no es la primera ni la más importante compañía en escuchar el llamado del BDS. ¿Por qué entonces la desmedida reacción en Israel, acusando a la empresa de “nazi” y “antisemita”? El flamante canciller Yair Lapid llegó a calificar el anuncio de B&J de “vergonzosa capitulación” ante el antisemitismo, una acusación preocupante y absurda; políticos israelíes han comenzado a presionar a Estados Unidos para que sancione a la empresa, y están pidiendo específicamente al Congreso que aplique las injustas leyes de 31 estados que obligan a personas y empresas a comprometerse a no participar en el boicot a Israel (y a quienes se han negado a firmar se les han retenido los contratos y los pagos o se les ha despedido).

El gran periodista Gideon Levy lo explica con claridad en una columna donde afirma que «esta tempestad en una tarrina de helado nos enseña más sobre Israel que mil trabajos académicos.» Y ello se resume en dos palabas: negacionismo y victimización. La sociedad israelí ignora el inmenso sufrimiento cotidiano que su país inflige sobre las vidas de millones de palestinas/os, así como niega que el robo, la ocupación y colonización de sus tierras sean un crimen internacional impune desde hace siete décadas. Cuando algún hecho viene a recordárselo, inmediatamente se activa el mecanismo de la victimización colectiva, tan eficientemente inoculada en las mentes israelíes desde la infancia: el mundo nos odia. En medio del coro de lamentos y acusaciones por la osadía de B&J, lo que nadie se pregunta nunca, dice Levy, es por qué. Por qué, en este caso, un fabricante de helados estadounidense decide que, por principios éticos, no quiere seguir endulzándole la vida a los colonos ilegales.

Esa autovictimización es, precisamente, lo que hace imposible a los israelíes aceptar que puede haber otras víctimas en el mundo; incluso muy cerca de su casa, del otro lado del Muro, o a pocos kilómetros al sur sobre la costa. Y mucho menos que su país pueda ser el victimario de otro pueblo. Como dice Levy: «Los helados lograron lo que no lograron las muertes de 67 niños en Gaza: recordar a los israelíes la ocupación.» Porque a la mayoría de la sociedad israelí le resulta indiferente que durante 11 días su ejército bombardee y asesine a 67 ñiñas y niños (250 personas en total) en Gaza. También le tiene sin cuidado que en la reciente revuelta palestina la policía israelí haya llevado a cabo centenares de arrestos, torturas, detenciones arbitarias y asesinatos con uso discriminatorio e ilegítimo de la fuerza, según denuncia un informe de Amnistía Internacional.

Tampoco se conmueve, y elige no enterarse, ante las constantes agresiones de todo tipo que la población palestina sufre –y resiste como puede− a lo largo y ancho de Cisjordania a manos del ejército de ocupación y los colonos judíos armados −verdaderas milicas que actúan con total impunidad, bajo la protección y en estrecha coordinación con el ejército−. De esto hay pruebas gráficas contundentes, como la investigación llevada a cabo por Yuval Abraham y publicada por The Intercept y +972 Magazine; allí se muestra en registros filmados cómo el 14 de mayo esas milicias en colusión con los soldados mataron a cuatro palestinos en distintas localidades. Esa violencia crónica llena los medios informativos palestinos a diario, pero nunca es noticia en los israelíes ni en los occidentales. La periodista Amira Hass lo ilustró reseñando los numerosas ataques perpetrados solo el sábado 10 de julio (día en que los colonos se supone deberían observar el Shabbat) que los medios palestinos informaron rutinariamente.

Esas agresiones se han multiplicado en este verano ardiente: los colonos han arrancado, envenenado o incendiado centenares de árboles de olivo y otros cultivos y vandalizado propiedades palestinas. Ali Awad, residente de la aldea de Tuba (al sur de Hebrón), relató cómo los colonos quemaron todo el forraje que su familia de pastores había comprado para alimentar sus ovejas durante todo el año. «Lo que los soldados no destruyen durante el día, los colonos lo incendian durante la noche», sintetizó el joven campesino; «Esta violencia está haciendo imposible seguir viviendo de la tierra, como ha hecho mi familia por generaciones.» Pero quizás la peor crueldad de la ocupación colonial tuvo lugar el 7 de julio en el Valle del Jordán (donde en esta época las temperaturas llegan a los 50 grados), cuando las fuerzas israelíes destruyeron −por sexta vez en pocos meses− refugios humanos, corrales de animales y tanques de agua en la aldea pastoril de Khirbet Humsa. Tras desmantelar las carpas donde dormían sus 70 habitantes (la mitad menores de edad) y cargarlas junto con todos sus bienes, alimentos y agua en un camión militar, el ejército se las llevó para arrojarlas al descampado a unos 11 kilómetros de la aldea. La gente quedó a la intemperie y tuvo que esperar todo el día hasta que los soldados se fueron para ir a recuperar sus pertenencias desparramadas.

Pero ni esta violencia rutinaria cercana, ni el escándalo mundial ante la magnitud del espionaje facilitado por NSO y sus consecuencias letales han llamado la atención del público israelí, que solo ha reaccionado con indignación ante la «violación del derecho humano de los colonos a tomar helado».

Por eso en un artículo titulado “Sí, déjennos sin helado” la activista israelí Sahar Vardi ironizaba preguntándose si también la población de Khirbet Humza se habría quedado sin helado; y respondía que no, porque no tiene refrigeradores ni electricidad, ni tampoco agua potable, al igual que las demás aldeas que están en Cisjordania bajo total control del ejército de ocupación y sufren constantes demoliciones sin que a la opinión pública israelí le importe en absoluto. Y concluía que por eso es necesario que haya muchas más acciones como la de B&J que les recuerden a los israelíes que la ocupación existe, «al igual que los trabajadores palestinos están obligados a recordarlo cada mañana cuando pasan por un checkpoint militar y cuando se preguntan si su casa existirá cuando regresen por la noche. Me gustaría que nuestra sociedad reconociera que mantenemos a millones de personas palestinas bajo ocupación y que, por tanto, debemos trabajar para acabar con ella. (…) Pero la realidad es otra. La realidad es que necesitamos que alguien nos deje sin helado para recordar que estamos ocupando a otro pueblo.»

 


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