Quizás uno de los puntos del balance crítico del ciclo progresista sobre el que más consenso existe sea su contradicción entre el impulso de políticas que apuntan a la recuperación de la soberanía y el modelo económico centrado en el extractivismo y la exportación de materias primas que les subyace.
Pese a los avances en materia de redistribución de la renta, la base productiva sobre la que los gobiernos progresistas han asentado sus políticas coarta la posibilidad de avanzar en transformaciones de raíz. Sobre estos y otros temas conversamos con Sabrina Fernandes, Eduardo Gudynas, Michael Löwy y René Ramírez Gallegos.
Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latinoamericano de Ecología Social (CLAES). Su último libro es Transiciones. Post extractivismo y alternativas al extractivismo en Perú.
TR
Los gobiernos progresistas de las últimas décadas han hecho algunos importantes avances en materia de «políticas soberanistas»: de la banca, del gasto público, de la política externa, etc. Sin embargo, en materia socioambiental han sido cuestionados desde variados ángulos.
Tal vez el asunto más espinoso es qué tipo de soberanía han podido —o pretendido— promover con un modelo económico centrado en la extracción y exportación de materias primas, es decir, en una base productiva que, como se ha señalado, conduce más a la profundización de la dependencia que a una ampliación de la soberanía. ¿Cuál es su lectura del tipo de desarrollo emprendido durante el llamado «ciclo progresista»?
EG
La evaluación de las estrategias de desarrollo del progresismo está demostrando no ser sencilla. Al interior de los países se las reclama pero, al mismo tiempo, hay muchos protagonistas de ese ciclo que las entorpecen, sea por su sincera convicción de haber hecho lo correcto como por la intención de ocultar errores. Las recientes campañas electorales (por ejemplo, en Bolivia y Ecuador) las condicionaron aún más, debido a que las energías estaban puestas en volver a ganar el gobierno. Pero sobre ello se superpone un entramado de opiniones y analistas transnacionalizados —tanto dentro de América Latina como desde fuera— que abusaron de simplificaciones y eslóganes.
Por ejemplo, ustedes me dicen que los progresismos lograron «políticas soberanistas» en la banca y otros sectores. Ese tipo de dichos son muy comunes, en especial en el Norte Global. Pero eso está equivocado. En realidad, bajo los progresismos la banca privada vivió un paraíso: aumentó su cobertura sobre la población y se diversificó la financiarización. Esto ocurrió bajo gobiernos como el de Correa en Ecuador, el de Lula da Silva en Brasil o el del Frente Amplio en Uruguay, entre otros. Así se explica la bancarización obligatoria en Uruguay o la expansión de la financiarización a sectores como el consumo popular, la educación o la salud en Brasil.
Es una simplificación partir de una oposición como si todo lo que se hizo en distintos sectores (educación, salud, vivienda o integración) hubiera sido soberanista y maravilloso y todo lo negativo estuviese en los extractivismos y sus impactos.
En realidad, los progresismos estuvieron repletos de claroscuros. Tuvieron avances, estancamientos y retrocesos dentro de cada sector. Hay que celebrar que redujeran la pobreza y marginalidad, por ejemplo, porque eso dio un alivió a millones de familias, pero hay que saber reconocer también las limitaciones que tuvieron en su marcada dependencia de las ayudas monetarias condicionadas a los más pobres o del crédito para el consumo popular.
También hay que felicitar sus inversiones en infraestructura, que en Ecuador, por caso, son evidentes en las carreteras y puentes. Pero a la vez hay que comprender que mucho dinero se perdió dentro de los laberintos estatales, sea por medios lícitos pero ineficientes como también por la corrupción.
Esas contradicciones se deben a que los progresismos —en términos generales y muy esquemáticos— se enfocaron en una variedad de capitalismo que buscó capturar una mayor proporción de excedente para intentar una redistribución económica. Pero lo hicieron apelando a prácticas concretas que, como los extractivismos y el consumo de masas, requerían su subordinación al capital. Ello ocurrió por varias vías: blindaron al sector financiero, profundizaron la exportación de materias primas, captaron la inversión extranjera y se adhirieron plenamente a la institucionalidad global (como la Organización Mundial del Comercio).
Eso funcionó por medio de equilibrios en los que el Estado progresista buscaba regular al capital y a la vez no podía dejar de ceder ante él. Esos equilibrios eran inestables pero mientras los precios de las materias primas fuesen altos, el excedente apropiado podía sostener las medidas de compensación y amortiguación. Pero cuando cayeron los precios de los commodities, ese esquema ya no fue posible. Y ello ocurrió al mismo tiempo en que la capacidad de renovación política del progresismo se agotó.
TR
Más allá de la coyuntura política, todas las economías latinoamericanas siguen compartiendo ciertas características centrales: los sectores económicos predominantes se basan en la extracción de recursos, la agricultura de monocultivo y la manufactura de bajos salarios; en términos de empleo, la región está marcada por un gran sector informal, así como por la práctica arraigada de precarización y tercerización, lo que resulta en una clase obrera que trabaja en la precariedad extrema sin una red de seguridad social; y en cuanto a su inserción en el sistema mundial, la región se encuentra en un lugar de dependencia caracterizado por las exportaciones de bajo valor agregado, la plena integración a los mercados globales y altos niveles de deuda soberana.
¿Qué ha revelado la pandemia y la crisis económica respecto al modelo de acumulación de la región? ¿Qué enfoque debe orientar la recuperación latinoamericana y a qué escala debe concebirse e implementarse?
EG
Desde el Centro Latino Americano de Ecología Social venimos siguiendo la crisis por la pandemia en todo el continente. Lo que observamos es que la crisis actual se superpone sobre varias crisis que ya estaban en marcha en 2019 y antes. A su vez, si bien hay semejanzas, también las diferencias entre los países son muy importantes.
No es lo mismo lo que ocurre, por ejemplo, en Brasil que en Chile, o en México que en Colombia. Tras esa advertencia, puede decirse que se observan distintos grados de colapso, derrumbe o miserias en la política y en el papel de los gobiernos. En unos casos eso es extremo, como se observa con la inacción y autoritarismo de Jair Bolsonaro en Brasil. Pero otras situaciones son también dramáticas, como la que se vive en Perú, donde mientras avanzaban los contagios se derrumbaba la política de partidos.
En esa desesperación, los gobiernos otra vez buscan que los extractivismos sean la solución para paliar la crisis económica. Todos los países de América del Sur, sin excepción, intentan aumentar sus exportaciones de materias primas y simultáneamente sumar nuevos sectores (como la minería de litio o la expansión de los monocultivos transgénicos).
Entiendo que no es inminente una salida de la condición pandémica. Esta no es una crisis de un par de años, sino que dado el colapso del sistema sanitario y la inequidad en el acceso a las vacunas, el coronavirus es la nueva normalidad. Estaremos con economías deprimidas, subas y bajas en contagios y muertes, ciudades bajo control policial y un aumento escandaloso de la pobreza y el desempleo durante un tiempo largo.
El dato, a mi modo de ver, es que bajo este contexto está cristalizando una transformación política que ya estaba prefigurada (por ejemplo bajo el conservadurismo de Uribe y Duque en Colombia, el fujimorismo en Perú y, en grado extremo, Bolsonaro y la ultraderecha brasileña). Se trata de una verdadera necropolítica, la política del dejar morir. Es diferenciar entre vidas rescatables y otras desechables —como las de pobres, negros, campesinos o indígenas— a los que el Estado y la sociedad ya no les proveen de soluciones, y esto pasa a ser aceptado por las mayorías. El miedo al virus ha hecho retroceder a la política a una situación en la que se resigna ante la muerte (ya no se defiende ante ella) y la acepta en la cotidianidad.
TR
Más allá del momento de la recuperación, ¿cuál es el horizonte político de la izquierda? Si entendemos la pandemia del COVID-19 como la primera gran crisis ecológica a escala mundial, ¿será que llegó la hora de un paradigma que aborde de manera más explícita los problemas —entrelazados— de la extracción de recursos, el daño ecológico y el cambio climático?
En otras palabras, ¿es hora de avanzar del «socialismo del siglo XXI» hacia la discusión sobre el ecosocialismo, sobre un nuevo pacto ecosocial, una economía democrática verde o alguna otra formulación? ¿Cómo definen su visión de una alternativa radical al modelo económico imperante, y cómo creen que se podrían articular las conexiones fundamentales entre la economía y la naturaleza?
EG
Para responder esa cuestión entiendo que es necesario diferenciar entre izquierda y progresismo. Los agrupamientos políticos y los gobiernos asociados a las imágenes de Lula da Silva o Evo Morales comenzaron con un empuje de izquierda pero una vez en el palacio de gobierno, y con el paso del tiempo, se transformaron en progresistas. A mi juicio, progresismo e izquierda son dos proyectos políticos distintos.
Es evidente que uno de los factores que explican la divergencia entre aquella izquierda inicial y los progresismos siguientes fueron los modos de apropiación de los recursos naturales y los entendimientos sobre el desarrollo. El progresismo invoca distintas razones, desde la necesidad de combatir la pobreza a la espera de una revolución mundial, pero acepta esa destrucción ambiental.
En cambio, una nueva izquierda para el siglo XXI y enfocada en América Latina debe defender la naturaleza. Aquí se debe subrayar esa condición de «nueva», porque la renovación debe estar en no repetir errores de la izquierda clásica latinoamericana del siglo XX (como su aversión a las cuestiones ecológicas) y en cambio rescatar sus aciertos, como insistir en romper con ser proveedores de materias primas.
Del mismo modo, esta nueva izquierda debe dejar atrás la condición patriarcal, y eso significa rechazar los machismos progresistas de hoy como los comités de jefes varones de la izquierda del siglo pasado. Situaciones análogas se repiten en otras dimensiones, como por ejemplo la interculturalidad y el papel de los pueblos originarios, la globalización y más.
Pero entre ellas quiero subrayar el asunto de los derechos humanos y la democracia. Es que parte de ese diagnóstico sobre los progresismos que sigue pendiente radica en su real desempeño en fortalecer la democracia y asegurar la salvaguardia de los derechos. Los últimos años de los progresismos significaron retrocesos en algunos aspectos que no pueden ser ocultados: tienen que servir como lección para nuestra nueva izquierda.
Es también una izquierda anclada en América Latina, y por lo tanto propia de sus contextos históricos, sociales y ecológicos. Esto es algo que dicen muchos, pero el problema es que no son pocos los que finalmente terminan repitiendo recetas del Norte para imponerlas a nuestros esfuerzos de renovación de nuestra izquierda criolla.
Uno de los aportes fundamentales de esta nueva izquierda latinoamericana fue proveer otro modo de entender el valor. Ese era un aspecto central en el debate andino, que nutrió las diferentes concepciones del Buen Vivir y a su vez se concretó en los derechos de la naturaleza en la nueva constitución de Ecuador.
En cambio, en las tradiciones occidentales se comparte una teoría del valor donde solo los seres humanos son sujetos y agentes de valoración. Son antropocéntricas, y eso es evidente en conservadores y liberales pero también está presente en el socialismo, ya que es el trabajo del humano el que otorga valor a la naturaleza. El ecosocialismo es parte de esa tradición —y sin dudas expresa mayores avances en una responsabilidad ecológica— pero carece, entre otras cuestiones, de una teoría del valor alternativa a esta visión predominante de la modernidad.
El Buen Vivir postula un cambio radical y por ello se lo ha planteado como una alternativa tanto al capitalismo como al socialismo. Desde el Buen Vivir son intolerables los extractivismos y la pobreza porque violan los valores intrínsecos tanto de la naturaleza como de los humanos. Como el ecosocialismo admite una valoración instrumental, siempre podrá haber extractivismo, y eso es justamente lo que ocurrió con Correa o Morales. En la teoría hay una limitación: el ecosocialismo puede apelar al Estado pero termina implementando el desarrollo (aunque una variedad distinta). En la práctica, como para una redistribución económica que asegure equidad se necesita del crecimiento económico, termina en alguna forma de keynesianismo verde.
Decirse postsocialista no significa rechazar el aporte de la tradición socialista, ya que el Buen Vivir con toda comodidad hace suyo buen parte de su legado en el campo de la justicia social. Lo que se está diciendo es que esa versión del Norte del ecosocialismo ya no es suficiente para constituirse en una alternativa. La alternativa latinoamericana va más allá de ella, y confirma que es una ruptura con el capitalismo que se hace moviéndose hacia la izquierda.
Comparto esto porque entiendo que una de las cuestiones centrales en la renovación de la izquierda está en generar una nueva teoría del valor, y ésta no puede ser una repetición de la originada en Europa hace dos siglos atrás, porque ahora disponemos de la nuestra propia. Los progresismos y la academia, especialmente la del Norte, tiene que respetar y tolerar estos ensayos.
TR
Por último, ante la posibilidad de un nuevo superciclo de commodities y con el retorno de varios gobiernos progresistas, ¿qué consejo ofrecerían a los gobiernos de izquierda o centroizquierda —tanto actuales como futuros— de la región? ¿Cómo deberían orientarse en un contexto de crisis multidimensional, en el que otro auge de los commodities puede traer consigo una mayor presión para expandir la frontera agrícola y extractiva? ¿Cómo podrían cambiar sus economías nacionales para hacer una transición hacia la energía renovable, una mayor protección social, una agricultura regenerativa y otras alternativas económicas al extractivismo? ¿Se podría financiar una transición de este tipo? ¿Es posible forjar un camino en este sentido sin la coordinación de los gobiernos de todo el Sur Global para poner fin al régimen de deuda y austeridad impuesto por las instituciones financieras?
EG
A este momento, los dos agrupamientos progresistas que han retornado al gobierno (en Argentina y Bolivia) están repitiendo las estrategias extractivistas; y como estas son resistidas por las comunidades locales, se repiten los conflictos. El gobierno de Alberto Fernández ha blindado y subsidiado la explotación de hidrocarburos en el sur del país, incluyendo el fracking; la administración Luis Arce está debilitando el sistema de áreas de protección ecológica para permitir el ingreso de petroleras, mineras, hidroeléctricas y sojeras. Así es que el debate entre izquierda y progresismo volvió a la primera plana. Los procesos electorales en Bolivia, Ecuador y Perú incentivaron todavía más las polémicas.
Para quienes estamos aquí en el Sur quedaron en evidencia las limitaciones de las opiniones apresuradas desde una exterioridad, donde el ejemplo más impactante fueron los dichos del politólogo español Juan Carlos Monedero que, desde Quito, mirando televisión, diagnosticaba quién era indio y quién no lo era al momento de las elecciones en Ecuador. Señalo esto para insistir en el punto de arriba: la renovación y construcción de una izquierda latinoamericana tiene que ser propia. Sin duda debe dialogar, intercambiar y aprender de otras experiencias; tampoco puede negar sus nexos históricos. Pero no puede aceptar que desde Madrid, Londres o New York se indique quién es indígena o no, quién es de izquierda o no, quien es leal o es traidor.
Como segundo punto, esa izquierda debe ser verde en el sentido ecológico, feminista en tanto rompe con el patriarcado, intercultural como expresión de incorporar saberes y sentires indígenas y estar comprometida con la justicia social y ecológica. Y desde allí inspirarse en el socialismo. Me la imagino como una izquierda abierta, que cobije a diferentes personas y posturas que coincidan en esos compromisos pero que puedan recorrerlos de distinto modo.
No puede volver a ser caudillista, ensimismada en tener un líder supuestamente infalible que mande paternalmente. Debe, por el contrario, procurar extender y profundizar una participación y deliberación que descansen en gestiones colectivas y rotativas.
Debe volver a recuperar su defensa de los derechos humanos, lo que fue una de las grandes lecciones que dejaron los años oscuros de las dictaduras militares. Debe asegurar todos los derechos, desde el acceso a la información hasta la vida, y para todos: sin exclusión, sin caer en la necropolítica. Y por ello debe proteger con todas sus energías a los más excluidos.
Si gobierna, debe ser una izquierda eficiente, con funcionarios más capaces y más trabajadores; no nos engañemos, la herencia del progresismo gobernante en sectores como educación y vivienda fue muy pobre.
Esta izquierda debe implicar cambios sustanciales no solamente en los saberes, en la racionalidad bajo la cual se puede organizar una economía, sino también en las sensibilidades y afectividades. Debe forjar otros vínculos tanto con las personas como con la naturaleza.
Su programa debe enfocarse en las alternativas al desarrollo. Y digo «alternativa» no aleatoriamente, sino porque es un concepto con un significado doble: ofrece opciones distintas pero a la vez asegura las capacidades para poder elegir libremente, y por ello se entiende democrática. Una alternativa más allá de cualquier variedad de desarrollo, porque todas dependen del crecimiento y todas imponen una dualidad sociedad-naturaleza. De ese modo podrá constituirse en una alternativa poscapitalista y postsocialista.
Ya hemos intentado todas las variedades de desarrollo; hay unas mejores que otras, pero los problemas de fondo no se resuelven en ninguna de ellas. El planeta ya no resiste más experimentos, debemos atravesar los límites del desarrollo. Y eso es lo que se propone el Buen Vivir.