No querer asumir la complejidad de las protestas cubanas ni su carácter plural supone regalar la mitad del campo de juego a la oposición más reaccionaria.
Desde que comenzaron las protestas el pasado 11 de julio se han vertido ríos de tinta sobre la realidad política y social de la Isla, convertida en protagonista inesperada del siglo XXI.
La República de Cuba, según la reciente terminología de la Constitución de 2019, es el símbolo de una excepcionalidad desde su nacimiento hasta hoy: un pequeño país insular, con alrededor de 12 millones de habitantes, que protagonizó una revolución popular, épica e inverosímil en 1959, que ha sobrevivido estoicamente ante un embargo económico, comercial y financiero por parte de EE.UU desde hace más de 60 años y que, contra viento y marea, puede presumir de un nivel de desarrollo considerablemente superior al de otros países del Tercer Mundo.
El actual sistema político de partido único en Cuba nació de una Revolución contra todo pronóstico —contra el ejército—en un mundo que ya no es el nuestro, el de la Guerra Fría. Independientemente de lo que se piense sobre el modelo cubano, ya se sea un aguerrido defensor del sistema político o ya se quiera con todas las fuerzas hacer tabula rasa, todo el mundo coincide en la importancia de unas protestas de envergadura tal que no se recuerdan en la Isla desde 1994 (el “Maleconazo”). Así, vivimos en nuestro país hermano un momento de auténtica encrucijada.
En ocasiones, uno debe comenzar enseñando las cartas: cuesta escribir sobre Cuba desde posiciones de izquierda en España. Un extraño y pegajoso compromiso tácito margina las conversaciones sobre la sociedad cubana al ámbito privado, lejos del riesgo a equivocarse y ser señalado, lejos del juicio de los demás.
Se trata de una regla no escrita para la gente de izquierda que coloca el fetiche Cuba en una vitrina distante, donde puede ser venerada o vilipendiada, pero, en ningún caso, debatida con matices y calma.
He aquí nuestro primer punto: queremos denunciar esa actitud supuestamente comprometida que hace que uno casi tenga que pedir permiso para hablar de Cuba.
Al final, ese pacto-no-escrito acaba funcionando como subterfugio al que se llega por caminos tan variados como la sincera humildad, la terca ortodoxia o la mera apatía, y del que nosotros mismos hemos participado durante mucho tiempo. ¿Su consecuencia principal? Impedir que las izquierdas del Reino de España podamos debatir abierta y honestamente sobre Cuba.
El problema es que necesitamos hablar de Cuba.
Nuestros compañeros y compañeras de la Isla no se merecen este silencio. Debemos poner fin a eso que Emilio Santiago, en un fantástico artículo, llama el “cruce de lealtades contradictorio” que nos tiene paralizados a los que nos sentimos comprometidos con la tradición socialista.
Cuando las izquierdas cubanas se interesan por conocer la reacción y las opiniones de nuestras izquierdas y solo encuentran la vaguedad o el slogan, ¿debemos sorprendernos de que no nos quieran buscar más? ¿De que sean la derecha y la extrema derecha las que acaben por monopolizar el espacio de la crítica social y la protesta?
Queremos seguir poniendo cartas sobre la mesa.
Somos dos jóvenes españoles que todavía no han tenido la oportunidad de pisar la Isla, pero se sienten parte de un patrimonio moral y político común al del origen de la Revolución de 1959 —esto es, el del republicanismo democrático y el socialismo.
Consideramos que Cuba es también un país real y no solo un fetiche revolucionario, con seres humanos de carne y hueso, con malestares, esperanzas y anhelos legítimos ante las dificultades económicas y ante la evidente falta de libertades públicas y derechos fundamentales.
Queremos dirigirnos sobre todo a nuestros hermanos y hermanas de Cuba que viven indecisos las protestas, a las que se permiten dudar, a los que quieren buscar una solución dialogada más allá de la falta de libertades actual o de la intervención “humanitaria” propugnada desde zonas de Miami.
Es probable que muchas de estas personas que se permiten el lujo de dudar miren con buenos ojos, o critiquen indignadas, cómo sus compatriotas se manifestaron el pasado 12 de julio ante la embajada cubana en Madrid, en una concentración que buscaba dar eco a las protestas en la Isla. Lo cierto es que (ese) fue el pistoletazo del “corral nublado” en que consiste la política española.
La derecha no desaprovechó la oportunidad para intentar instrumentalizar estas concentraciones y convertirlas en un tomahawk lanzado contra el gobierno de coalición del Partido Socialista Operario Español (PSOE) y Unidas Podemos.
Tanto el portavoz regional de Ciudadanos, Edmundo Bal, como la vicealcaldesa de Madrid, Begoña Villacís, acudieron para mostrar su apoyo. También lo hizo Rocío Monasterio, la portavoz de Vox, el partido de la extrema derecha, en la Asamblea de Madrid.
El Partido Popular, el macho alfa de la derecha española, presentó mociones en ayuntamientos y parlamentos autonómicos exigiendo la condena de la represión contra las protestas en la Isla, e iluminó la fuente de Cibeles, situada frente al Ayuntamiento de Madrid, así como la sede del gobierno autonómico en la Plaza de Sol, con los colores de la bandera cubana.
La oportunista y cínica preocupación por los derechos humanos de tres partidos —que, por recordar solo lo más reciente, apoyaron el golpe de Estado en Bolivia y que jamás se han manifestado contra conocidas violaciones de derechos humanos en Chile o Colombia—, alcanzó su apogeo el pasado domingo 25 de julio en una poco concurrida manifestación en Madrid encabezada por el artista cubano Yotuel, el dirigente anti-chavista Leopoldo López, y el líder del principal partido de la derecha española, Pablo Casado. El elenco no podía ser más esclarecedor.
No somos ingenuos y no queremos que nadie lo sea respecto a la naturaleza reaccionaria de un sector de la oposición al sistema político cubano: al grito de “libertad”; este sector añora los tiempos de la dictadura de Batista y quiere ganar ahora aquello que perdió entonces.
Pero el hecho es que las protestas en la Isla no bailan al son de una única melodía, o, mejor dicho, están (re)produciendo sus propias melodías en vez de bailar las de los demás.
Precisamente, el significado de estas movilizaciones no es algo decantado de antemano, es uno de los campos de disputa de la actual batalla política, como ya ocurrió con las protestas de los Gilletes Jaunes en Francia, donde la izquierda consiguió hegemonizar el movimiento, que en su primer momento tuvo demandas racistas y agentes de extrema derecha.
No querer asumir la complejidad de las protestas cubanas ni su carácter plural supone regalar la mitad del campo de juego a la oposición más reaccionaria (algo que, por cierto, no deja de recordar al caso de Nagy y Lukàcs en 1956).
No podemos detenernos ahora en analizar las causas de las protestas —algunos buenos análisis pueden encontrarse aquí, aquí y aquí. Pero sí queríamos romper una lanza en favor de todas las personas que se esfuerzan por dar cuenta de la complejidad del asunto más allá de la simplificación polarizadora.
La jurista cubana Mylai Burgos criticaba hace pocos días esa “falacia de las medias verdades”, según la cual las protestas podrían explicarse poniendo el acento o bien en la situación externa (el bloqueo o el “golpe blando”, etc.) o bien en la situación interna (la mala gestión de la pandemia o la ausencia de libertades, etc.).
Algunos analistas de izquierdas han querido contribuir a los debates sobre las protestas haciendo una defensa cerrada del sistema político cubano, como si el menor atisbo de autocrítica abriera una brecha por la que entraría desfilando el imperialismo.
Argumentan que la situación de ciclo político reaccionario en el continente latinoamericano auspiciaba malas señales sobre el origen de estas protestas. Señalan que las protestas tienen la legitimidad de la carestía de la vida (cortes de electricidad, inflación, escasez, problema con el peso convertible, etc.) y son necesariamente acéfalas, por lo que sirven (inconscientemente) a las cabezas políticas que las instrumentalizan, léase EE.UU.
Esa visión reduccionista y economicista del ser humano es insostenible y nos ahoga moralmente a la hora de proponer cualquier proyecto de transformación política y social en España, en Cuba, en China o donde sea.
No deja de ser sorprendente escuchar a compañeros y compañeras socialistas defendiendo miradas tan elitistas sobre los manifestantes, cuando fue la historia social marxista la que dedicó sus mejores obras a desmontar tales enfoques.
Esa visión de que los barrios y pueblos periféricos y humildes se manifiestan y, sin saberlo, hacen el juego al enemigo, es difícilmente compatible con la reivindicación del alto nivel cultural del que disfruta el pueblo cubano. Y, al final, uno tiene que preguntarse a qué clase de sociedad acrítica aspiran los guardianes de las esencias…
¿Nos olvidaremos acaso de las lecciones del “socialismo realmente existente” del siglo XX? ¿En qué momento asumimos que el Partido puede representar en exclusiva la Revolución?
La etiqueta “golpe blando” se ha convertido en el slogan de quienes están dispuestos a inmolar la verdad ante el altar de la Ortodoxia antes que reconocer que puedan existir protestas sociales legítimas por la democratización del sistema político cubano.
Sobra decirlo: no es que el “golpe blando” no exista, por descontado está que existe y que en los últimos años su ofensiva se ha recrudecido, aprovechando los momentos de debilidad del sistema político. Pero, como señala Julio César Guanche, “pretender que la narrativa del golpe blando explique cada expresión de malestar social o su capitalización por el enemigo equivale a obturar cualquier espacio a la autenticidad de las demandas nacionales. En Cuba hay también agendas cubanas, problemáticas cubanas, activismos cubanos […]”.
Lo que menos necesitan las izquierdas cubanas es una imagen romantizada de la Revolución, que no admite fisuras y donde todo el mundo obedece leal y silenciosamente.
Para que termine de quedar claro: también había socialistas en las protestas, algunos de ellos fueron detenidos, otros alzaron pancartas que decían “Socialismo sí, represión no”.
A los que nos sentimos comprometidos con las causas del socialismo y la democracia, nos duelen los “déficits acumulados” que enumeraba Ailynn Torres en una reciente entrevista: “[déficit] de derechos laborales para quienes trabajan en el sector privado, el sistemático vaciamiento del papel de los sindicatos, la obstaculización del proceso de creación y ampliación de otras formas de propiedad (como la cooperativa), la cancelación práctica de la posibilidad de crear asociaciones y formalizar espacios de la sociedad civil debido a la existencia de una ley de asociaciones desactualizada e inauditamente limitada, la acumulación de demandas insatisfechas relacionadas con derechos civiles y políticos de expresión, organización y disenso que tienen escasas garantías, la criminalización de voces ciudadanas diversas […]”.
¿De qué sorprendernos entonces si una parte del pueblo reclama democracia?
Las izquierdas españolas tampoco parecen querer adentrarse en este meollo, temerosas de afectar los acuerdos comerciales, o temerosas de verse defendiendo lo indefendible en formatos televisivos que dejan poco espacio al matiz.
El problema es que, por su silencio, ahora mismo solo la derecha española parece escuchar a los que protestan. Y es aquí donde creemos que nuestros compañeros y compañeras cubanas comprometidos con la democracia y el socialismo no deberían dejarse llevar por los “cantos de sirena” de cualquiera que diga enarbolar las grandilocuentes banderas de la libertad.
El caso más paradigmático es el de Vox, que curiosamente cuenta entre sus filas con Rocío Monasterio, hija de un cubano propietario de la Central del Azúcar del Golfo, expropiado por la Revolución del 59 y exiliado a EEUU, y que dice detectar comunistas por “su gen cubano”.
Vox es una fuerza reaccionaria que se presenta como la única partidaria de la unidad de España con convicción y agallas suficientes para defenderla de sus variopintos enemigos.
Los aliados del Partido Popular (PP) y el partido Ciudadanos, en todos los lugares donde pueden sumar son una fuerza movida por un nacionalismo español agresivo y homogeneizador, que idealiza el viejo pasado imperial y hace apología de la dictadura franquista.
Tratan de representar un resentimiento masculino que reacciona contra los cambios políticos, sociales, culturales y económicos, que el feminismo está dinamizando y que atraviesan el globo.
A diferencia de otras extremas derechas europeas, que tienen más capacidad para acercarse a sectores populares y defender posiciones proteccionistas, Vox está demasiado impregnado de los dogmas neoliberales y es incapaz de aportar ninguna solución a la crisis del Estado de bienestar español.
En otro espacio, lo caracterizábamos como una suerte de neoconservadurismo cañí, que, sin una nostalgia evidente por el franquismo, trata de contaminar al PP e influir en su agenda, condicionando los gobiernos de las derechas. ¿Quién puede pretender defender la libertad de Cuba yendo de su mano?
Las “alianzas tácticas” pueden tener un efecto boomerang indeseado (basta recordar los efectos que tuvo el feminismo de A. Dworkin y K. MacKinnon cuando se aliaron con el gobierno de Ronald Reagan).
En los años 80, al calor de la Segunda Guerra Fría, el gran historiador y militante pacifista que fue Edward Palmer Thompson solía decir que el camino al socialismo democrático era más fácil si se partía del socialismo realmente existente, porque sería más fácil democratizar las anquilosadas estructuras burocráticas que enfrentarse a las grandes concentraciones de poder y privilegio de los países capitalistas.
El desenlace del bloque soviético en 1990 no permitió que las esperanzas de Palmer vieran la luz, pero su argumento sobre la distancia que nos separa del complicado matrimonio entre democracia y socialismo quizás tenga algo que decirnos hoy día.
Es probable, pensamos, que la supervivencia de la Revolución dependa precisamente de su capacidad para abrirse a las demandas de una sociedad civil cada vez más articulada y crítica. La pelota está en el tejado del gobierno.
Ya lo dijo Silvio Rodríguez en 2010: «el hecho de que nuestras alas se hayan vuelto herrajes no debe atribuirse sólo a Estados Unidos y al bloqueo sino también a nosotros mismos«. El revival del nacionalismo cubano es buena noticia, y puede suponer el mejor aliado para el gobierno frente al intervencionismo estadounidense.
Por el contrario, la cerrazón del gobierno, que condena cualquier protesta como “contrarrevolucionaria”, abre la puerta a que las demandas más legítimas acaben huyendo para alojarse en la única morada que las cobije, y esta será siempre la del anticomunismo más descarado que aspira a volver a convertir a Cuba en el patio trasero de los EE.UU.
No por casualidad fue el propio Fidel Castro quien, en uno de sus últimos discursos en la Universidad de la Habana, sostuvo las siguientes y reveladoras palabras: «Esta revolución puede destruirse por sí misma. Los que no pueden destruirla hoy son ellos (el enemigo); nosotros sí, y sería culpa nuestra«.
Cuba sigue siendo un país socialista inmerso en un mundo capitalista. Sin contar ya con el apoyo de la Unión Soviética, ni con el soporte del llamado “socialismo del Siglo XXI”, la suerte de la Revolución pende de un frágil hilo.
Pero, hoy más que nunca, creemos que no se debería tirar la criatura con el agua sucia. La mejor crítica del actual gobierno solo se puede hacer desde los propios principios de su origen: soberanía, autogobierno y justicia social. El futuro de la “vida buena” en Cuba está en manos de los cubanos y las cubanas. Os deseamos la mejor de las suertes.
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