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Gustavo Esteva :: 09.08.21

En vez de estar mirando hacia arriba, esperando de los gobiernos remedios a nuestros predicamentos o líneas de comportamiento a seguir, nos toca arraigarnos en nuestra realidad. Se trata de acordar normas de comportamiento, caminos a seguir, formas de organización, con las personas de nuestro entorno. En el caso de la chatarra alimentaria es posible reforzar la voluntad personal con la acción en común. Es lo que hicieron comunidades oaxaqueñas que aprovecharon la pandemia para impedir la entrada de alimentos chatarra y concentrar el empeño colectivo en las capacidades autónomas de producir comida sana. A final de cuentas, se trata simplemente de vivir y cuidar la vida en comunidad, no de “proteger” cuerpos individuales. Nunca debimos abandonar esa actitud. Es la que adoptaron muchas comunidades, particularmente las indígenas, que han tenido mucho éxito en el manejo del bicho.

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Gustavo Esteva
La Jornada
 
Se ha vuelto casi imposible hablar del Covid… ¡o evitar ese tema en la conversación!

Se hace cada vez más difícil sostener discusiones sensatas y racionales sobre el asunto, porque la mayoría de la gente defiende con fervor religioso sus opiniones al respecto. Muy diferentes experiencias, fuentes de información, ideologías y posturas políticas han formado actitudes muy distintas que se defienden dogmáticamente. Apenas puede discutirse si conviene o no vacunarse, por ejemplo. Creencias profundas, en favor o en contra, no pueden someterse al análisis racional e informado.

Se acepta ya que circula un virus muy contagioso que representa un peligro para la salud de muchas personas. Todo lo demás está expuesto a interpretación. Aunque se desechen las primeras teorías de la conspiración, que atribuían todo a Bill Gates, China, los médicos alemanes o cualquier otro actor, se sigue buscando a quién culpar por todo el desastre.

Parece increíble que a estas alturas no se pueda caracterizar con precisión la enfermedad supuestamente causada por el virus y revelar con claridad la naturaleza de esta amenaza global, a pesar de que gobiernos de todo el mundo y grupos científicos de toda clase y condición han estado estudiando el fenómeno sin parar por más de año y medio. Las vacunas siguen siendo un misterio.

Por esa y otras razones se extiende y profundiza la desconfianza en los gobiernos, en todos ellos, que empezó mucho antes de la pandemia, y se someten a crítica constante sus decisiones y políticas. Al mismo tiempo, sin embargo, se mantiene una obediencia casi ciega a instrucciones sin precedente que resultan muy cuestionables: confinar a los sanos, no sólo a los contagiados; cesar o reducir dramáticamente las interacciones entre las personas; restringir por un largo periodo las actividades económicas y sociales… Todo eso se cuestiona abiertamente, en todas partes…pero también se obedece.

Hay resistencias y rebeldías. Algunas son ideológicas e insensatas, como las de libertarios y seguidores de Trump en Estados Unidos. Pero cunden muchas otras, especialmente ante cambios en las decisiones gubernamentales que contradicen el discurso oficial que forma el comportamiento de la mayoría. El regreso a clases presenciales, por ejemplo, es motivo de intensa discusión y resistencia en el mundo entero. Contradice lo que los propios gobiernos sostuvieron por muchos meses.

En este panorama de confusiones, contradicciones e incertidumbres, unas cuantas cosas van quedando claras. El virus no afecta mayormente a la inmensa mayoría de las personas, que por lo general no llegan a enterarse de su contagio. Ciertos grupos pueden ser especialmente afectados: quienes padecen condiciones crónicas delicadas o debilidades especiales. Nadie está exento…pero a final de cuentas todo depende del sistema inmune de cada quien, de su capacidad autónoma de resistir el virus.

Todo esto se supo casi de inmediato. Podría haber generado políticas públicas muy distintas a las que se adoptaron. Se habrían tomado medidas que toda sociedad debería adoptar, con virus o sin él: fortalecer el sistema inmune de toda la gente, con alimentación adecuada y prácticas sanas, y brindar atención especial a quienes se encuentran en condiciones delicadas de salud. Nada más y nada menos.

Aquí es donde la puerca tuerce el rabo. Los gobiernos no pueden ocuparse de lo que realmente hace falta. Ningún gobierno, por ejemplo, se atreve a prohibir y combatir realmente la chatarra alimentaria, que causa muchas más muertes que las atribuidas al virus. Bastaría prohibir la producción y venta de esos productos para eliminar esa terrible amenaza a la salud. Esto es jurídicamente posible, pero los gobiernos tienen más compromisos con las corporaciones privadas que con la gente. Por eso, entre otras razones, no pueden ni quieren hacer lo que se necesita en ese y muchos otros campos.

Esta es a final de cuentas la lección. El balón está en nuestra cancha, como siempre. En vez de estar mirando hacia arriba, esperando de los gobiernos remedios a nuestros predicamentos o líneas de comportamiento a seguir, nos toca arraigarnos en nuestra realidad. Se trata de acordar normas de comportamiento, caminos a seguir, formas de organización, con las personas de nuestro entorno.

En el caso de la chatarra alimentaria, puede actuarse en forma personal y colectiva. Es cierto que renunciar a su consumo cuando se ha adquirido la adicción no es fácil. Pero es posible reforzar la voluntad personal con la acción en común. Es lo que hicieron comunidades oaxaqueñas que aprovecharon la pandemia para impedir la entrada de alimentos chatarra y concentrar el empeño colectivo en las capacidades autónomas de producir comida sana. A final de cuentas, se trata simplemente de vivir y cuidar la vida en comunidad, no de proteger cuerpos individuales.

Nunca debimos abandonar esa actitud. Es la que adoptaron muchas comunidades, particularmente las indígenas, que han tenido mucho éxito en el manejo del bicho. Sus resultados son mucho mejores que los de quienes se redujeron a obedecer.


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