Tejidos comunitarios rurales y también urbanos, continúan movilizándose, buscando el resquicio para seguir siendo y seguir abriendo espacios de posibilidad en un contexto tan hostil y desesperanzador. Una red de colectivos culturales y barriales se teje y extiende por todo Quito, desbrozando el enmarañado sistema que impide el acceso justo a alimentos.
Durante el primer semestre de este año, al interior de las cárceles ecuatorianas se registraron incidentes violentos que dejaron como saldo más de 300 personas asesinadas brutalmente, e incluso una agente policial sufrió una violación grupal, todo esto transmitido en medios masivos y redes sociales buscando una exhibición pública de crueldad y de impunidad. En un continuum de operaciones delictivas, cárteles delictivos articulados a redes internacionales actúan al interior de los centros penitenciarios en contubernio con autoridades y funcionarios.
Violentos motines en cárceles precarizadas, transformadas en botaderos humanos, donde los sentenciados son gente empobrecida, racializada, estigmatizada, no es un tema nuevo en el continente; sin embargo, no deja de ser un enorme espejo de la sociedad que los produce y reproduce; un espejo de la indefensión social frente a un enorme aparato carcomido por la corrupción y la impunidad, un gran reproductor de todas las formas violentas de exclusión y despojo.
La mayoría de los detenidos son gente sentenciada (o no) por vender o transportar cantidades risibles de droga. Sus familias, empobrecidas, deben mantenerlos, financiar su alimento, sus llamadas telefónicas, su seguridad física. Quienes mueren asesinados con saña son ellos.
En las calles, la situación no es distinta. El agua más cara la pagan habitantes de los barrios marginales de las principales ciudades del país; agua que no es potable que deben acopiarla en tanques y hacer durar, y con ella, vienen enfermedades gastrointestinales, dengue o chikungunya. El precio del cilindro de gas de uso doméstico llega a ser dos a tres veces mayor al precio oficial en estos barrios marginales o en las comunas alejadas en el campo. Más del 75% de la población urbana padece el via crucis de un transporte público (que no lo es) y trasladarse de la vivienda al lugar de trabajo, además de tomar horas, implica trasbordos y conexiones que triplican el coste diario de ir a trabajar.
Los y las campesinas, crían y venden sus gallinas criollas, bien alimentadas y saludables, a precios de vergüenza; aun así, con el fruto de esa venta, compran arroz, fideos y hasta vísceras importadas de pollos criados en granjas industriales, porque les rinde más a la hora de poner un plato de comida para muchos en la mesa. Como hace 500 años, se ven forzados a cambiar oro por espejitos; y, como desde hace 500 son la población con más alta desnutrición del país. Ni siquiera el período “progresista” se ocupó de ello.
Las cárceles son la vitrina donde se exhiben sin pudor, las redes de trata, el sicariato, el tráfico de todo. Esa obscena exposición pública, muestra como todo es un circuito, un sistema funcional donde la ley, la política, la función, la tarea, forman parte de la misma red corrupta, injusta y violenta donde el dinero de la sociedad es interceptado para impedir que se distribuya y el dinero de la delincuencia alimenta la corrupción de cada eslabón del Estado. Las cárceles son parte de esta desoladora pedagogía de la impunidad, la injusticia y la violencia.
En las calles de los sectores populares urbanos, también hay que pagar por la seguridad física o ser parte de alguna de las redes para sobrevivir. El racismo alimentario también se refleja con desparpajo en estos sectores, impedidos de acceder a alimentos sanos, que les llegan caros pese a que en el campo se vende tan barato a intermediarios.
Toda la normativa esta orientada a imposibilitar que la producción campesina pueda resolverse de manera autónoma y digna: la comercialización de semillas está prohibida, la producción de pequeña escala debe encadenarse a “empresas ancla” por ley, los sistemas comunitarios de riego han visto constreñidos sus márgenes de gestión autónoma. Los mecanismos de compra pública son inalcanzables para las asociaciones productoras. Los precios de sustentación de productos como el arroz, el banano, el café o el cacao, producidos principalmente por campesinos, son sistemáticamente violados por las agroempresas. Los agronegocios mantienen relaciones de esclavitud moderna con sus jornaleros.
Y en el camino, los aparatos burocráticos convertidos en cárteles de extorsión, soborno, impunidad, cumpliendo tareas de sabotaje y secuestro de derechos. Una sensación de indefensión y encarcelamiento invade nuestra sociedad, que aún llora sus muertos y desaparecidos por represión y por Covid.
Pese a todo, incluso pese a que esta enorme enfermedad social ha permeado la moral y el quehacer organizativo, tejidos comunitarios rurales y también urbanos, continúan movilizándose, buscando el resquicio para seguir siendo y seguir abriendo espacios de posibilidad en un contexto tan hostil y desesperanzador. Una red de colectivos culturales y barriales se teje y extiende por todo Quito, desbrozando el enmarañado sistema que impide el acceso justo a alimentos. Asociaciones de productores y productoras campesinos desarrollan nuevas iniciativas de acopio comercialización comunitarios, para enfrentar esa normativa adversa y cobijar la pequeña producción individual. No es mucho aún, pero avanza con entereza en medio de la corrupción y el despojo.