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El fin de un mundo no es el fin de todo. Entrevista de Andrea Cavalletti a Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro

artillería Inmanente :: 14.08.21

«Brasil es la tierra del futuro», escribió Stefan Zweig en 1939. Con menos optimismo, Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro sugieren que es más bien el futuro de la Tierra, hecho de contaminación, problemas migratorios y pobreza, el que se parece a Brasil. Ella es filósofa (especialista en Leibniz); él, teórico del «multinaturalismo» y del «perspectivismo amerindio», es uno de los antropólogos más conocidos e influyentes de la actualidad. Ambos libertarios, comprometidos con el frente ecologista, viven y enseñan en Río de Janeiro.

El fin de un mundo no es el fin de todo. Entrevista de Andrea Cavalletti a Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro

 

Entrevista publicada en el núm. 8 (septiembre de 2017) de la revista italiana Malamente. El motivo de esta entrevista es la traducción italiana del libro ¿Hay un mundo por venir? de Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro. Los siguientes párrafos en negrita fueron redactados por Andrea Cavalletti como introducción.


«Brasil es la tierra del futuro», escribió Stefan Zweig en 1939. Con menos optimismo, Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro sugieren que es más bien el futuro de la Tierra, hecho de contaminación, problemas migratorios y pobreza, el que se parece a Brasil. Ella es filósofa (especialista en Leibniz); él, teórico del «multinaturalismo» y del «perspectivismo amerindio», es uno de los antropólogos más conocidos e influyentes de la actualidad. Ambos libertarios, comprometidos con el frente ecologista, viven y enseñan en Río de Janeiro. Tuvimos la suerte de encontrarnos con ellos en Bolonia, donde presentaron su proyecto ¿Hay un mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines, recientemente traducido al italiano por Alessandro Lucera y Alessandro Palmieri para Nottetempo. Este libro, muy apreciado por Bruno Latour, es sin duda uno de los más inteligentes que han aparecido en los últimos tiempos. Desde la ciencia ficción hasta la mitología amerindia, desde nuestras visiones apocalípticas (las películas de Lars von Trier o Béla Tarr y Ágnes Hranitzky, la novela La carretera de Cormac McCarthy) hasta los sueños de los chamanes, desplegando un aparato teórico que va desde el «principio de desesperación» de Günther Anders hasta el sociomorfismo universal de Gabriel Tarde, Danowski y Viveiros de Castro abordan la cuestión más actual y desafiante que existe, arrojando una nueva luz sobre lo que Paul Crutzen ha llamado el Antropoceno. Ciertamente, en cuanto a los aterradores cambios medioambientales producidos por el hombre y ya irreversibles, no hay que hacerse ilusiones: el nuestro es el tiempo del fin. Pero el fin de un mundo, del mundo occidental y capitalista, añaden, no es el fin de todo. Así lo atestiguan esos mismos pueblos amazónicos a los que se les ha quitado todo, y que han sabido resistir inventando nuevos estilos y refinadas técnicas de supervivencia. Es desde un futuro muy cercano que los «primitivos» vienen a nuestro encuentro, mientras el globo reacciona a nuestra dominación con la violencia de un gigante enloquecido.
Privados de su mundo y casi totalmente exterminados por los conquistadores, los amerindios lograron sobrevivir y —a pesar de la constante persecución— multiplicarse. Maestros de la diplomacia, han sido capaces de resistir en condiciones extremas pactando constantemente con otros seres, que para ellos nunca han sido «inferiores». Según una singular superación por exceso del antropocentrismo, todo ser vivo (ya sea que aparezca a nuestros ojos como hombre o como animal) tiene de hecho, para los indios, un alma humana; más precisamente: todo ser se ve a sí mismo como hombre y ve como hombre al de su misma especie (nosotros mismos podríamos, por lo tanto, ser animales, y animales debemos ciertamente parecer, por ejemplo, desde el punto de vista de los jaguares, que son, en cambio, hombres entre sí). Sobre todo, los amerindios, que no tienen un Estado y ni siquiera se reconocen como un pueblo, no conciben la política como una acción sobre el medio ambiente y el medio ambiente como algo con lo que la sociedad debe relacionarse de forma más o menos conflictiva, sino que saben que la vida de cada individuo es una verdadera asociación de seres, y que la política y la sociedad son el propio medio ambiente: «piensan que, entre el cielo y la tierra, hay muchas más sociedades […] de las que sueñan nuestra antropología y nuestra filosofía. Lo que llamamos medio ambiente es para ellos una sociedad de sociedades, una arena internacional, una cosmpoliteia. Por tanto, no existe una diferencia absoluta de estatuto entre la sociedad y el medio ambiente, como si la primera fuera el “sujeto” y el segundo el “objeto”. Todo objeto es siempre otro sujeto, y siempre más de uno. La expresión comúnmente encontrada en boca de los jóvenes militantes de izquierda “todo es político” adquiere en el caso amerindio una literalidad radical […] que tal vez ni el más entusiasta manifestante en las calles de Copenhague, Río o Madrid estaría dispuesto a admitir».
Danowki y Viveiros de Castro sugieren que los indios pueden ser un ejemplo inspirador para nosotros, justo cuando tenemos (todos nosotros) que enfrentarnos a una amenaza tan grave como la crisis nuclear, pero aún más compleja y difícil de definir. Sobrevivir, en estas condiciones, significa resistir, abandonar nuestros hábitos nocivos, nuestras actitudes suicidas en favor de una forma de vida resistente, y ante todo tomar conciencia: conocer los fenómenos, temerlos, o más bien aprender a tener por fin todo el miedo necesario para ser verdaderamente consciente de ellos. Y significa medir las fuerzas en el terreno, considerando también los relatos o las prédicas espectaculares, sus efectos y sus resonancias; teniendo en cuenta, entre otras cosas, la «impactante entrada del Vaticano en el debate» o la aparición contemporánea del Manifiesto ecomodernista, «un documento encabezado por el Breakthrough Institute y firmado por varias celebridades pro-capitalistas» pero que en realidad no está lejos de la visión igualmente apologética de los leninistas actuales. Hoy en día, algunos en la izquierda (por ejemplo, Nick Srnicek y Alex Williams, autores del Manifiesto por una política aceleracionista, traducido y distribuido por el sitio euronomade), afirman que para sobrevivir al Antropoceno es necesario «aprovechar [sic] todo el progreso tecnológico y científico» del capitalismo tardío, e incluso (recurriendo, contra la «horizontalidad e inclusividad de gran parte de la izquierda “radical”», al «secretismo , a la verticalidad y a la exclusión») que hay que «acelerar el proceso de evolución tecnológica» para «liberar las fuerzas productivas latentes» — como si estas mismas «conquistas» no consistieran en la reducción de la técnica a un puro aparato de explotación (del hombre y de la naturaleza al mismo tiempo), como si la «evolución» fuera un valor incuestionable, como si «producción» no significara destrucción del mundo y, sobre todo, como si tales argumentos no hubieran sido ridiculizados hace cincuenta años por los marxistas más prudentes (como Jean Fallot). ¿Hay un mundo por venir? abre una perspectiva totalmente nueva y finalmente esclarecedora, que nos ayuda cuando ya no hay tiempo y hay que actuar.


Los científicos llevan mucho tiempo diciéndonos que se ha superado el límite. La Tierra ya no se somete, sino que se rebela con todas sus fuerzas contra la locura de nuestro dominio. ¿Qué podemos hacer, qué opciones nos impone el Antropoceno?

 

La Tierra siempre ha tenido en cuenta las acciones humanas, ha registrado sus efectos, pero nunca se ha sometido a ellas, al contrario de lo que creían los modernos con su ideología del progreso. Desde hace algunos siglos, nosotros (o mejor dicho: las civilizaciones que inventaron el capitalismo moderno y que son ellas mismas su producto) vivimos como si el mundo, del que no somos más que una parte, estuviera hecho de materia inerte, es decir, de recursos infinitos que hay que extraer «gratuitamente», y de seres «inferiores» sobre los que tendríamos todo el derecho, como si fueran esclavos silenciados para servirnos. Sin embargo, toda acción provoca una reacción (que es una acción, desde el punto de vista del sujeto sobre el que actuamos). Y esto, por supuesto, no es nada nuevo. Sin embargo, lo que es nuevo es la escala de las «reacciones», cuya suma determina el paso del Holoceno al Antropoceno. Hemos entrado así en un mundo completamente desconocido, no sólo para nuestra civilización, sino en algunos aspectos para toda la especie homo sapiens. Esto es algo inmenso. Incluso se podría decir que estamos ante una condición verdaderamente «sobrenatural», pero en un nuevo sentido del término (aunque no sin relación con el antiguo y religioso).
Así que, sí, hemos superado o estamos superando casi todos los límites reconocidos por las organizaciones científicas internacionales, como el aumento de temperatura de 1.5 °C al que se refiere el Acuerdo de París. Estamos por encima de 350 ppm de CO2 en la atmósfera, es decir, según los científicos, en una condición muy peligrosa, completamente incontrolable (recientemente se ha alcanzado el pico de 410 ppm). Los glaciares del Ártico están condenados, al igual que, presumiblemente, los de la Antártida y Groenlandia. Y estamos en medio de la sexta gran extinción masiva de la historia del planeta.
¿Qué podemos hacer? En primer lugar, hay que admitir que nadie lo sabe realmente. Pero en cualquier caso, debemos actuar, de la manera que sea, siempre y todavía actuar, para frenar, para detener nuestra huida hacia delante. Y debemos llevar a cabo un ejercicio mental, un esfuerzo de la imaginación, empezando por invertir la flecha del llamado tiempo «histórico», que, al fin y al cabo, nunca ha sido un tiempo único para toda la humanidad y nunca ha marchado en línea recta hacia el Reino de los Fines del Hombre. En efecto, por lo que respecta al curso del tiempo «físico», es decir, a la ley de la entropía, sabemos que el fenómeno de la vida ha conseguido hasta ahora, por así decirlo, engañarlo, constituyéndose como entropía negativa, organizadora. Pero parece que «nosotros», precisamente nosotros, nos hemos convertido en agentes entrópicos muy eficaces, es decir, en fuerzas de la antivida. Y hoy está bastante claro: nuestro «modo de vida» es mortífero. Sin embargo, a pesar de la evidencia, hablamos como si todo estuviera a disposición de nuestra voluntad soberana y, paradójicamente, como si no hubiera otras maneras de vivir, como si una salida de nuestro mundo «moderno» nos arrojara al puro caos. Ahora bien, debemos saber que ambos supuestos son falsos. En primer lugar, de hecho, no podemos hacer todo: hay límites de todo tipo y en todas partes; no podemos elegir quedarnos con lo que nos gusta y abandonar el resto. En segundo lugar, la presencia de estos límites no nos impide en absoluto vivir, y vivir de múltiples maneras, en comunión con otros seres vivos.
Así pues, si nos ponemos a imaginar la vida en la Tierra (la vida humana, pero también la extrahumana) de aquí a, digamos, cincuenta años, nos daremos cuenta de que será muy diferente de lo que hacemos hoy, y será diferente para todos nosotros, independientemente de que lo hayamos elegido o no. Tenemos que empezar a hacernos preguntas. ¿Habrá todavía —tenemos que preguntarnos— coches individuales y carreteras que cubran una enorme parte de la superficie del planeta? ¿Y qué será de las mismas grandes empresas que dominan el mercado? ¿La selva amazónica seguirá siendo una selva o una sabana semiárida? ¿Seguirá habiendo glaciares? ¿Y en qué se convertirán los agentes contaminantes de los océanos? ¿Cuál será la nueva geopolítica mundial cuando las zonas desérticas se hayan extendido brutalmente? ¿Seguirán existiendo los Estados-nación? ¿Cuántos refugiados políticos y climáticos contaremos y dónde estarán? ¿También seremos todos refugiados? ¿Y en qué se convertirán los indios y otras comunidades extra-modernas? ¿Cómo se distribuirán los últimos recursos? ¿Y qué tipo de guerras habrá? Pero también: ¿qué nuevas comunidades, qué nuevos vínculos «sobrenaturales» se crearán? Quizá sólo la ciencia ficción pueda ayudarnos a imaginar las posibilidades de mundos tan diversos y ricos.
Lo que decimos, en conclusión, es que el Antropoceno nos obligará a enfrentarnos a muchos límites, tanto antiguos como nuevos. Pero también queremos sugerir que cuando algunos mundos terminan o se cierran, otros se abren: y es en estos últimos donde debemos aprender a «vivir con» — to stay with the trouble, como proponía Donna Haraway.

 

Parece que para ustedes, como para otros estudiosos, la idea de un «desarrollo sustentable» o «duradero» no es más que una ilusión, o incluso una contradicción en los términos.

 

Sí, así es. A menos que redefinamos el «desarrollo» en el sentido de un cambio radical en el modo de vida, o mejor aún, un «desarrollo» de las virtualidades humanas, o como un repliement que conduzca a un «buen vivir» para todos, incluidos los no humanos. Y luego, sobre todo, la idea del «capitalismo duradero» es mucho peor que una ilusión, es una hipocresía conceptual.

 

Ustedes conocen y estudian a los indios, y señalan que, a pesar de las persecuciones, los ataques y las constantes destrucciones, son mucho más numerosos hoy que en la época del famoso viaje de Lévi-Strauss. ¿Qué podemos aprender de ellos, sesenta años después de Tristes trópicos?

 

Como antropólogo, Eduardo vivió varios años entre los indígenas amerindios. Estos hombres nos enseñan al menos dos cosas: en primer lugar, cómo sobrevivir en un mundo asolado por una civilización enemiga, convencida de que tiene el mundo entero (la Tierra) a sus pies y, por tanto, un derecho de soberanía sobre todo ser vivo —una civilización que hoy, irónicamente, se está convirtiendo en su propio enemigo—; en segundo lugar, nos hacen comprender concretamente que la tierra (y la Tierra) no nos pertenece: más bien somos nosotros quienes le pertenecemos.
Las civilizaciones amerindias —y aquellas otras que aún no están subyugadas espiritualmente al capitalismo (aunque la llamada «subsunción real» resulte ser un «hecho universal»)— no deben ser tomadas como modelo de ninguna manera. No tienen ni nos ofrecen recetas para el futuro. En cambio, constituyen un ejemplo, que es algo muy diferente de un modelo. El modelo es como la idea platónica: un orden normativo que se impone a los que sólo pueden copiarlo, de forma imperfecta en cualquier caso. El modelo es un asunto del FMI o del Banco Mundial para los países «en vías de desarrollo». El ejemplo, en cambio, es algo que nos inspira a hacer algo «diferentemente parecido» o «parecidamente diferente».
El modelo es normativo y vertical, el ejemplo horizontal y rizomático. ¿Cuál es el ejemplo que nos ofrecen los indios y otros pueblos tradicionales? Simplemente esto: cómo vivir, cómo insistir en existir (debería escribirse: cómo resistir) en un mundo que ha sido robado, que se ha desvanecido, que ha sido destruido por una civilización ajena e incomprensible. La paradoja de la situación actual del planeta reside en el hecho de que esta civilización destructiva, ajena e incomprensible es «nuestra» propia civilización, la supuesta «civilización global», o para decirlo sin rodeos, y en términos de Félix Guattari, el capitalismo mundial integrado.

 

Pero nos objetarán: el problema es precisamente que no estamos al mismo nivel que los amerindios. Nosotros somos los culpables…

 

Podemos empezar por cuestionar este «nosotros». ¿Todos los estadounidenses, los brasileños y los chinos son culpables? E incluso si lo son, ¿son tan culpables como los europeos? ¿Y qué pasa con los grupos étnicos minoritarios de Europa? ¿Son los lapones tan culpables como los franceses? ¿Y el campesino alvernés es tan culpable como el accionista de Total o de Syngenta? ¿Es el pequeño agricultor obligado a plantar transgénicos y a utilizar pesticidas tóxicos tan culpable como Monsanto o Bayer, o los gobiernos empeñados en los dictados de estas siniestras corporations? ¿Son los trabajadores-esclavos que se matan en las fábricas chinas de iPhones tan culpables como sus amos, o tan culpables como Apple? En cualquier caso, si toda clase, como decía Hegel, tiene sus traidores, también se puede decir que toda civilización tiene —debe tener— los suyos. Así, los indios y otros pueblos extra-modernos empiezan a encontrar aliados incluso en los llamados países «centrales». Basta pensar en la amplitud y la fuerza del apoyo del que gozan el movimiento zapatista y los kurdos para darse cuenta de que las cosas están cambiando. Bastantes «culpables» están ahora dispuestos a aliarse con los indios y sus afines.

 

¿Las personas que no tienen climatología y geofísica son conscientes de los grandes cambios? ¿Les temen? ¿Y reaccionan ante el miedo?

 

Los indios, al igual que los inuits, los pequeños agricultores del noreste de Brasil o los pueblos de las islas de Oceanía que están a punto de quedar sumergidos, son muy conscientes de lo que ocurre, aunque no utilicen expresiones como «cambio climático», «calentamiento global», etc. Además, en nuestro capítulo «El fin del mundo de los indios», citamos esta frase del chamán yanomami Davi Kopenawa: «Los blancos no temen, como nosotros, ser aplastados por la caída del cielo, ¡pero un día tendrán tanto miedo como nosotros!». Los pueblos tradicionales son, en definitiva, muy conscientes y tienen mucho miedo. El desajuste o la desincronización de los ritmos y los ciclos ecológicos es ahora la «regla» que socava y perturba gravemente sus prácticas de subsistencia: por ejemplo, ya no saben cuál es el momento adecuado para sembrar un determinado cultivo porque el régimen biosemiótico del medio ambiente se ha vuelto imprevisible. En cuanto a cómo reaccionan ante el miedo, podemos citar a Russell Means, protagonista de la revuelta sioux de Woundend Knee en 1973: «Los indios americanos llevan siglos intentando explicar esto a los europeos. Pero ellos no han sido capaces de escuchar. El orden natural ganará, y su enemigo perecerá, como muere el ciervo cuando ofende a la armonía superpoblando una región. Es sólo cuestión de tiempo que ocurra lo que los blancos llaman “una gran catástrofe de proporciones mundiales”. Pero el papel de los pueblos indígenas, y de todos los seres naturales, es sobrevivir. La resistencia forma parte de nuestra supervivencia. No resistimos para derrocar un gobierno o para asumir el poder político, sino porque resistir el exterminio, sobrevivir, es natural. No queremos el poder en las instituciones blancas: queremos que desaparezcan».
Recientemente, se ha hablado mucho del miedo y los sentimientos sobre el cambio climático. Algunos llaman pesimistas o «catastrofistas» a quienes son conscientes de la crisis ecológica. Otros, en primer lugar Naomi Klein, explican de forma interesante cómo el miedo se ha convertido en una doctrina de Estado, cómo la Shock and Awe Doctrine paraliza a las poblaciones permitiendo a los gobiernos neoliberales ensañarse con los más pobres y las clases medias. Nuestra posición se acerca más a la de filósofos como Günther Anders o Hans Jonas, que creían en la virtud preventiva del miedo. Debemos evitar que el miedo (como la muerte, por cierto) sea capturado por la derecha y sus políticas fascistas. Debemos reapropiarnos de los sentimientos, para no dejarlos en manos de quienes están destruyendo la selva y los ecosistemas.

 

Hace dos años, el papa intervino con la encíclica Laudato si’; poco antes, apareció An Ecomodernist Manifesto. Son dos documentos bastante diferentes…

 

¡Completamente opuestos! El Manifiesto ecomodernista predica «el advenimiento de un Antropoceno positivo, incluso superlativo» mediante soluciones tecnológicas centralizadas y fuertes inversiones energéticas (fracking hidráulico, fisión nuclear, grandes proyectos hidroeléctricos, monocultivos transgénicos, geoingeniería ambiental, etc.). Afirma que big is beautiful, y que debemos producir aún más, innovar, acelerar, y prosperar siempre. Lo dice abiertamente, sin dudas ni vacilaciones, sin vergüenza.
Por un lado, la encíclica propone una «vuelta a la sencillez» contra el consumismo y la alucinación del «crecimiento infinito o ilimitado», se hace eco de la alarma de los científicos y los toma en serio repitiendo que en la naturaleza todo tiene un valor intrínseco y todo está conectado; y recuerda que hay que poner un freno radical a esas prácticas ecológicamente irresponsables que garantizan enormes beneficios destruyendo culturas y modos de vida en todas partes, devastando ecosistemas y llenando de venenos «nuestra casa común».
Por otra parte, los autores del Manifiesto proponen el curioso concepto de decoupling (la disociación del crecimiento del impacto medioambiental), según el cual, en algún momento, a fuerza de «modernizar la modernización» (como dice Ulrich Beck) la propia tecnología que nos envenena (la única, por otra parte, que ellos reconocen, es decir, la tecnología «de punta» de la Big Science y de los grandes capitales) acabará —nadie sabe cómo— anulando sus «efectos colaterales» y sus costos materiales. Así que parece que son precisamente los que creen, como buenos cristianos, que el Reino vendrá después del Apocalipsis.
 

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