La tesis que es juzgada, conocida como “marco temporal”, impone la fecha de promulgación de la Constitución, en octubre de 1988, como límite administrativo para solicitar el reconocimiento de tierras. Es la traducción jurídica de la presión económica y propietaria para interrumpir procesos no iniciados ni resueltos hasta la actualidad, blindando especialmente las regiones “productivas” o potencialmente atractivas para el capitalismo rural.Por dentro, pero también por fuera de la lógica estatal y del derecho donde hoy se da la pelea, los pueblos nos enseñan un mundo que no es una versión “cultural” del nuestro, sino otro, que resiste hace milenios y, aunque la ley beneficie el despojo, no ha podido ser definitivamente pacificado.
Brasil vive una agitada actualidad política con la cuestión indígena en primer plano. A fines de agosto fue retomada en la corte suprema del país (Supremo Tribunal Federal) la deliberación que concluye un proceso de 12 años relativo al cuestionamiento de la demarcación de tierras indígenas del pueblo Xokleng, en el Estado de Santa Catarina. La decisión va a repercutir en múltiples demandas indígenas por territorio, comenzando por cerca de 200 procesos actualmente paralizados.
La tesis que es juzgada, conocida como “marco temporal”, impone la fecha de promulgación de la Constitución, en octubre de 1988, como límite administrativo para solicitar el reconocimiento de tierras. Con esta lógica, las comunidades indígenas deberían estar en esta fecha en ocupación efectiva de su territorio o con reclamos judiciales en curso, para poder demandar la demarcación. Es la traducción jurídica de la presión económica y propietaria para interrumpir procesos no iniciados ni resueltos hasta la actualidad, blindando especialmente las regiones “productivas” o potencialmente atractivas para el capitalismo rural.
Según la tesis del Marco Temporal, pueblos desplazados o con territorios ocupados, pierden derecho al territorio, con un subterfugio legal que sólo permitirá demarcación a demandantes que no hayan sido expulsados ni abandonado el territorio, o que puedan probar que en esa fecha ya habían abierto demandas demostrables de reivindicación territorial. La norma desconoce totalmente las características de la movilidad indígena, de los flujos poblacionales de larga duración, y las formas en que comunidades fueron expulsadas u obligadas a retirarse. La tesis exige un tipo de registro estatal que es ajeno a las formas indígenas de territorialidad. Impone el régimen escritural del Estado y la norma del litigio jurídico para sistemas sociales que debieron escapar de sus propias tierras, expulsados por la sociedad colonial. El primer voto del proceso, del ministro Edson Fachin, fue contrario a esta tesis, pero el poder de los sectores que defienden la misma exige prepararse para un desenlace conciliador, o una nueva suspensión que mantenga la resolución indefinida.
Lo que en la lógica de la CNA (Confederação Nacional de Agricultura e Pecuária), que se destacó en la defensa de la tesis, el Marco Temporal es seguridad jurídica para el comercio de tierras, Para los pueblos indígenas, es una barrera para nuevas demarcaciones que se suma a las dificultades y amenazas en los territorios ya demarcados. El requisito temporal que sería impuesto, funciona como cláusula retroactiva de cierre de procesos de reivindicación territorial. Dado el exterminio, dominación y persecución de las comunidades indígenas, se impone en realidad como una dificultad burocrática más en una situación de hecho en que las demarcaciones ya están paralizadas.
Mientras el juicio tenía lugar, miles de indígenas se trasladaron a la capital del país, Brasilia, en el Campamento por la Vida, realizando también una Movilización Nacional Indígena, con la participación de seis mil indígenas y 170 etnias. Fue considerada la mayor movilización indígena de la historia del país. Mientras ocurría el campamento, ocurrieron 43 bloqueos de rutas linderas a los territorios, por parte de las comunidades. El movimiento indígena muestra madurez y avance en el dominio de códigos de la sociedad conquistadora, con cuadros indígenas formados en derecho, comunicación, y con crecimiento de una generación de líderes. La resistencia también se siente desde los bloqueos en los territorios, y una amplia movilización de imágenes en Brasilia y las redes sociales. Como en el resto de Latinoamérica, vemos que la lucha indígena adquiere relevancia política nacional.
Por detrás del juicio que puede privar a diversos pueblos de su vínculo con la tierra, se encuentra una nueva ola para integrar territorio indígena a las cadenas extractivas. Si hubo un primer avance en la conquista y una segunda onda en las últimas décadas del siglo XIX, con la ampliación de la demanda resultante de la segunda revolución industrial en Europa, testimoniamos un tercer movimiento. Hoy, la integración de las áreas a las cadenas de acumulación se caracteriza por el carácter depredador, destructivo, sea del agronegocio, de la pequeña y gran minería, de la extracción de madera o del acaparamiento de tierras para especulación. La simple destrucción de florestas facilita la disponibilidad de enormes áreas al mercado de tierras, disponibles para su utilización flexible, ya que “no hay más nada que proteger”.
La discusión de una tesis descabellada, a medida del comercio de tierras y el desconocimiento de derechos indígenas reconocidos por el país, sólo se entiende por la fuerza política y de choque del agronegocio. El sector compra mandatos parlamentarios, pero también se beneficia de una especie de consenso en la mayoría de la clase política brasileña. Con cargos políticos y también con lobby el agronegocio tuvo presencia directa en todos los gobiernos de décadas pasadas. Tanto en el gobierno conservador actual, como en el progresista del Partido de los Trabajadores (PT), el consenso obligó a limitar las demarcaciones y cerró una fuerte alianza con el agro. El poder ruralista (que desde la bancada del buey, junto a la de la bala y la biblia formaron un frente parlamentario -la bancada “BBB”- que fue imponiendo una política anti indígena y contra el medio ambiente) puede entenderse como un poder paraestatal y estatal de acceso directo de las asociaciones patronales al gobierno. La fuerte sobrerrepresentación en el congreso, vuelve a la casa legislativa un poder corporativo del sector ruralista.
El juicio del Marco Temporal reinterpreta el artículo 231 de la Constitución de 1988, en que se garantiza el derecho de los indígenas a las tierras tradicionalmente ocupadas. Tal artículo reconoce a los indios su organización social y derechos originarios sobre las tierras “que tradicionalmente ocupan”, dando al Estado nacional la competencia de demarcar y proteger el territorio. En el juicio que ocurre en Brasilia los pueblos indígenas demandan el derecho a acceso a la tierra para que su organización social sea viable. El poder ruralista cuestiona la ocupación tradicional y busca establecer un término, un punto final, a la posibilidad de reivindicación indígena del territorio.
El escenario jurídico donde se establece la disputa no es favorable para pueblos indígenas, atados a una definición conceptual que ya fue polémica en la constituyente y que no incorpora una perspectiva de reciprocidad con el espacio vital de vida, y una territorialidad que no es reductible al registro de superficies de la normativa estatal. Pero aun aceptando ese marco y el de la legitimidad de la Corte Suprema para definir un “derecho» que es anterior al Brasil, la posición ruralista implica un retroceso en el marco jurídico válido hasta hoy, por eso la lucha de resistencia y la presión a la corte.
En sus argumentaciones -se oyeron decenas de especialistas “amigos de la corte” aportando sus argumentaciones en vivo- los empresarios defienden la propiedad privada por sobre la colectiva, en lo que es sólo un capítulo de un embate que también se refleja en la rápida deforestación que vive la amazonía y se traduce en violencia cotidiana en las tierras demarcadas o no, con muerte de líderes indígenas, cooptación de comunidades, invasión territorial con violencia llegando a las comunidades, violencias e ilegalidades a propósito de las cuales el Estado hace vista gorda.
El consenso del agronegocio que inspira este embate reproduce los clásicos argumentos anti-indígenas: “Mucha tierra para pocos indios”; el mito del productor rural como héroe nacional que desarrolló el país; la comunidad indígena como pasado que debe dar lugar al “desarrollo económico” o que la vigencia de la comunidad indígena es un fraude, los miembros de las comunidades actuales no serían indios verdaderos; y la ocupación de tierra indígena es un hecho consumado irreversible. Las cadenas extractivas avanzan sobre tierras indígenas en disputa, ya ocupadas, buscando eliminar herramientas jurídicas al alcance de los indígenas para protección de su territorio.
En paralelo a este juicio, desde el congreso tramita un proyecto de ley tan o más agresivo, el PL 490/2007 que también cuestiona el régimen jurídico vigente para la demarcación de tierras; adopta el marco temporal para evaluar procesos de litigio; modifica el régimen de usufructo exclusivo de los pueblos, modifica la política con pueblos no contactados en aislamiento voluntario; y abre el territorio para actividades económicas no previstas hasta la actualidad. Es la apertura del territorio indígena a la explotación capitalista en una nueva fase de expansión, con énfasis en la explotación por expoliación, y el fortalecimiento de amenazas contra la vida indígena. El Proyecto de Ley 191/20, de la minería, bautizado como “PL de la devastación”, facilita la explotación mineral, de petróleo, gas e instalación de hidroeléctricas en áreas indígenas ya demarcadas.
La presidencia de Bolsonaro expresa una coyuntura que es al mismo tiempo reflejo e impulso de la agenda anti indígena del ruralismo. Las embestidas legislativas, ejecutivas y judiciales se articulan con un discurso político que ensalza indígenas productores de soja, cuestiona la vigencia de sus tradiciones, y se alínea con los poderes locales empresariales legales e ilegales en el territorio, al igual que el uribismo en Colombia y el fujimorismo en Perú. El bolsonarismo expresa políticamente algo que en el territorio indígena no es una novedad pero que se materializa como discurso de destrucción de los marcos legales y la institucionalidad vigente, desde la gestión política de esa misma institucionalidad que es cuestionada.
Los pueblos indígenas, que en rigor poco tienen que ver con el republicanismo y el Estado como modelo institucional, quedan a merced de jueces e instituciones, incluso fuerzas de seguridad que, según la legislación aún vigente, deberían actuar contra invasiones de sus territorios, en un momento en que el bolsonarismo ocupa y redirecciona estas mismas instituciones en un movimiento que excede al Estado y articula iglesias, militares, empresarios y sectores políticos. Es del avance de agendas conservadoras de estos sectores desde donde Bolsonaro construyó el armado político con que llegó al poder y gobierna. Su utilidad es la destrucción fáctica y, cuando posible, jurídica, de los marcos legales que limitan la integración del territorio brasileño como un todo a la explotación por las cadenas de acumulación flexible.
Y tal vez sea en las políticas ambientales y las dirigidas a los pueblos indígenas donde el gobierno de Bolsonaro actúa con mayor libertad y sin la ambigüedad y contradicciones que caracterizaban a los gobiernos anteriores. Es paradigmática la transformación de la Fundación Nacional del Indio (FUNAI), órgano de política indigenista, en defensora de intereses anti indígenas. La FUNAI es heredera del Servicio de Protección a los Indios (SPI), creado para políticas de desindianización en 1910, en el contexto de la segunda onda de avance sobre los territorios indígenas. En 1967, y a partir del Informe Figueiredo sobre prácticas de corrupción y genocidio indígena por parte de ese órgano, el gobierno militar de la época lo substituyó por la FUNAI,y promulgó el Estatuto del Indio, en 1973, que serviría de marco legal para la tutela estatal de los indígenas.
La FUNAI, sin embargo, pasó de la representación de los intereses indígenas a una política ideológica contraria a la demarcación, favoreciendo la invasión extractivista, llevando adelante una mediación política favorable a amenazas en territorios ya consolidados. Si la política estatal siempre fue de algún modo invasiva, aunque sea como tutela y paternalismo, lo que hoy presenciamos es inseparable de una ansia de explotación económica guiada por fuerzas con las que el Estado contribuye como fuerza de expropiación, directamente o desde su inacción.
La fuerza del poder ruralista se articula con un gobierno anti indígena, pero sólo puede entenderse si vamos más allá del bolsonarismo. El agronegocio viene constituyéndose en la forma de explotación agrícola “deseable” a partir de la llamada “revolución verde”. En la década de 90 del siglo pasado, aun intelectuales que defendían la reforma agraria como dispositivo de modernización del campo, se rindieron a la propuesta de la “nueva ruralidad”, organizada en torno al agronegocio. Durante los gobiernos del PT el agronegocio, junto con la minería exportadora, se consolida como centro organizador de la producción de valor y del conjunto de las políticas de Estado, no sólo en sus alianzas políticas tentaculares, sino también como sentido común que se apoya en la fuerza de llegar a la mesa de todos, financiar todas las campañas, y ser en realidad el modo de producción del mundo en que vivimos, no cuestionado por las fuerzas que gobiernan. Los indígenas y aliados, están así en una guerra muy desfavorable contra el mundo en que vivimos. Y la culpa o solidaridad progresista apoya de hecho sus luchas, pero sólo hasta el punto en que intereses políticos y económicos se interponen.
Esto quedó claro con la política de medioambiente ya en el primer gobierno de Lula, y hoy se mantiene firme en las alianzas que día a día el candidato del PT sella en las regiones. El crecimiento de la demanda de commodities por China durante las dos primeras décadas del actual milenio, creó oportunidades de negocio para los diferentes sectores de la burguesía agraria brasileña. Los eslabones internos de la cadena de la soja fueron dinamizados por esa demanda. Los gobiernos del PT abandonaron sus banderas de otrora de reforma agraria y defensa de la demarcación de las tierras indígenas, que retirarían áreas de la integración a las cadenas exportadoras. Pero la integración optimizada exigía cambios en los marcos legales, sea de la protección ambiental, de la política fundiaria, indígena, laboral. En la corrida por aprovechar las oportunidades, hay que derribar cualquier obstáculo: bosques, áreas protegidas, poblaciones refractarias al monocultivo. Los pueblos indígenas representan una barrera material y espiritual a la mercantilización de la tierra y a su uso flexible para la extracción de valor. El estilo desestabilizador del gobierno de Bolsonaro, sus cortinas de humo, su exaltación de la violencia, su discurso anti indígena, crearon condiciones para la acción destructiva legal e ilegal sobre los territorios.
“Ya está bien”, parecen decir los sectores exportadores que se beneficiaron con los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso en los años 90, con los gobiernos del PT en este siglo, y después con los gobiernos de Temer y Bolsonaro. Los negocios del sector aumentaron durante la pandemia, pero todos ellos perciben que, alcanzado determinado plafond con las contrarreformas, es necesario un período de relativa estabilidad. La Asociación Brasileña del Agronegocio (ABAG) encabezó un manifiesto divulgado el 30 de agosto y firmado por otras seis importantes entidades del sector, en el que se distancia de las iniciativas de desestabilización institucional del ejecutivo nacional. En la misma línea se pronunció la Federación de las Industrias del Estado de San Pablo (FIESP), poderosa representante de la industria de transformación. Y también lo hizo la Federación Brasileña de Bancos (FEBRABAN). Es decir, estos sectores ya se articulan para un período post bolsonarista. Junto con la industria de la comunicación, que ya hace más de un año está en campaña de desgaste contra el presidente Jair Bolsonaro. Lo que está en disputa para las elecciones de 2022 es la representación política de los intereses de esos sectores. Esto explica que ningún partido del orden, de todo el espectro electoral, se pronuncie públicamente contra el Marco Temporal.
Por parte de los indígenas, durante la movilización nacional indígena de Brasilia (iniciada el 22 agosto) los pueblos Xikrin, kayapó, Munduruku, Yanomami y Yek’wana firmaron una carta-manifiesto contra el garimpo, la minería artesanal, que también, siguiendo el alza de los precios internacionales del oro, se encuentra en proceso de una nueva investida. La conflictividad asociada a esta actividad llega a las aldeas con división entre parientes, invasión territorial, además de los efectos de la contaminación con mercurio, destrucción y desplazamiento territorial forzado. En la carta, los citados pueblos critican “los proyectos de muerte (como PL 191 y PL 490) que el gobierno defiende para robarnos nuestras tierras”. También critican el incumplimiento de una orden del Supremo Tribunal Federal que establece que los invasores deben ser expulsados del territorio indígena.
La demanda de insumos agudiza la violencia contra los territorios indígenas. La demanda China de soja o hierro presiona los territorios cercados por el avance de la frontera de plantación transgénica, de ganadería y también de extractivismo. Lo que ocurre con las tierras Guaraní y Kaiowá, en el sur de Mato Grosso do Sul, donde avanza la frontera de la caña de azúcar, para producir etanol. La Raízen (fusión de la Shell con la Cosan, una empresa brasileña productora de azúcar) demanda caña para moler y destilar. Esa empresa no posee tierras en la región y sale muy bien en la foto: llegó a donar recursos para la instalación de tres escuelas indígenas (recursos descontados del impuesto a las ganancias).
La demanda de caña de azúcar crea oportunidades de negocios y genera disputa para ver quién le vende a la Raízen, que establece el precio y las condiciones de compra. Entonces, no importa a esta empresa quién le suministra. Puede ser una empresa de agronegocio con alta tecnología, una pequeña cooperativa o alguien que arrienda (por ahora ilegalmente) tierra indígena. Como los Guaraní y Kaiowá no plantan caña, son un obstáculo. Y los grandes propietarios los quieren correr para apropiarse de las tierras y contratan empresas de seguridad para correrlos a los tiros («Qué indígenas?, aquí no hay indígenas, se fueron»). Aunque el cambio de la legislación permitiese que se plantara caña en las tierras indígenas, o que estas fueran arrendables, la manera de ser del pueblo lo impediría. Tendrían que destruir el modo de ser del pueblo, con un etnocidio. Por eso, otra de las tácticas usadas es el estímulo a la penetración de iglesias evangélicas para combatir el nhandereko, el modo de ser guaraní. Muchos pastores de esas iglesias vienen acusando a las nhandesy (las rezadoras, autoridades espirituales Guaraní y Kaiowá) de hechicería. El nuevo modelo de acumulación no tiene interés en la propiedad de la tierra, sino en el control de su uso. Lo que dispara toda esa violencia es la dinámica de la Raízen, que recientemente despegó sus acciones de la Shell y de la Cosan en la bolsa, y opera independientemente de las dos empresas, mientras Shell por medio de la Raízen tiene la estrategia de controlar la cadena de biocombustible.
En otro ejemplo, las comunidades indígenas Pataxó y Pataxó Hã-hã-hãe a orillas del río Paraopeba, en el municipio de São Joaquim de Bicas (MG), enfrentan actualmente intentos de desalojo y falta de respuesta de la empresa Vale luego del colapso de la represa a cargo de esta empresa en 2019. La comunidad enfrenta diversas formas de violencia por parte de la empresa Vale que, luego de afectar la salud y dificultar la vida en la zona, no reconoce a todos los afectados, crea relaciones de dependencia económica con los que reconoce, manipulando incluso el monitoreo de la salud, intimidando y volviendo vulnerable al grupo étnico, que es sometido a extensas negociaciones y al incumplimiento de las responsabilidades pactadas, el respeto a la salud, la educación y otros asuntos.
La disputa económica en tierras indígenas muestra la continuidad del colonialismo y el despojo, pero también lo que podemos ver como una verdadera guerra de mundos. De esta forma incorporamos en la lectura de las controversias en curso un marco que va más allá de la lógica estatal en que los pueblos deben también hacer sus armas. Junto con la presión económica, y la visión de las comunidades como pobres del campo, el mundo indígena y sus formas de vida están amenazados en su realidad ontológica. Otras formas de vida son inviabilizadas y desafiadas por el avance del “desarrollo”, que destruye un territorio que es más que “recursos”, pero también somete a las comunidades a una batería de negociaciones y engaños que substituyen las obligatorias consultas con distintas manipulaciones y artimañas puestas en acción siempre que algún proyecto extractivo o avance expropiador se pone en marcha por parte del interés empresario.
Compensaciones fallutas, expulsión, división interna calculada por los intereses que amenazan el territorio son moneda corriente en un momento en el que el capitalismo y el Estado presionan los territorios y están dispuestos a avanzar haya o no marco jurídico para ello. Los negocios buscan adecuar el marco constitucional, que muestra entonces su fragilidad y naturaleza política producto de correlaciones de fuerzas. Por dentro, pero también por fuera de la lógica estatal y del derecho donde hoy se da la pelea, los pueblos nos enseñan un mundo que no es una versión “cultural” del nuestro, sino otro, que resiste hace milenios y, aunque la ley beneficie el despojo, no ha podido ser definitivamente pacificado.