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Radiación, pandemia, insurrección

Sabu Kohso :: 29.09.21

La época en que la independencia nacional creaba un horizonte de liberación ha terminado. Hoy, la autonomía de los pueblos del mundo se consigue más bien mediante la creación de enclaves de contrapoder dentro y a través de los territorios nacionales. El significado planetario de estos levantamientos estadounidenses es que, a través de las fracturas a lo largo del Imperio, a través de la dispersión y la reverberación, alientan el impulso para descomponer el Estado-nación capitalista en todo el mundo. No sabemos a dónde nos llevará este impulso, pero parece ser la perspectiva más esperanzadora que compartimos en este momento.

Radiación, pandemia, insurrección

Sabu Kohso

 


El siguiente texto fue dirigido por Sabu Kohso a la revista Liaisons y el sitio web de The New Inquiry lo publicó en línea el 14 de diciembre de 2020. Ampliando el marco desarrollado en su reciente libro, Radiation and Revolution (2020) —un examen de la catástrofe nuclear de Fukushima de 2011 que ilumina la relación entre la energía nuclear, el capitalismo y el Estado-nación—, el texto de Sabu Kohso reflexiona sobre un puñado de cuestiones que plantea nuestro presente: la relación entre pandemia y radiación, el significado de las recientes revueltas estadounidenses en un contexto global y el heterogéneo resquicio de esperanza que surge con la perspectiva de la descomposición de Estados Unidos.

 

Libro de la catástrofe

 

Radiation and Revolution es un proyecto impulsado por la catástrofe nuclear de Fukushima que comenzó en marzo de 2011. Las abrumadoras manifestaciones de la catástrofe obligaron a investigar el estatuto ontopolítico de la energía nuclear en Japón y en el mundo, desde el punto de vista de las vidas de las personas atrapadas en su lógica y sus luchas contra ella. Este libro de la catástrofe es el resultado.
Anteriormente, nunca me había implicado en el movimiento antinuclear, ya que éste ha tendido a limitarse a una perspectiva monotemática y a omitir la cuestión del capitalismo y del Estado, fuentes globales de los aparatos de energía y guerra.
El desastre tripartito de Fukushima —terremoto, tsunami y explosión nuclear— trastornó durante dos años las infraestructuras, la economía, la política y la vida cotidiana del régimen japonés posterior a la Segunda Guerra Mundial. La multiplicidad de sus efectos reveló lo profundamente que los dispositivos nucleares se habían enredado en una sociedad que descansaba en un archipiélago propenso a los terremotos. En medio de una crisis en todos los frentes, a medida que la gente creaba proyectos autónomos para la supervivencia, se ponía en tela de juicio la autenticidad de una sociedad que había permitido que el poder gobernante estadounidense-japonés hiciera que la energía nuclear proliferara en sus vidas, a pesar de la experiencia de Hiroshima y Nagasaki. Aunque de corta duración, esto marcó un momento de ruptura revolucionaria. Sin embargo, con la orquestación nacionalista de la reconstrucción, volvió el statu quo. Mientras la contaminación por radiación continúa, impregnando el planeta más allá de la frontera nacional, los reactores nucleares fuera de servicio se han vuelto a poner en marcha, uno por uno. En el resto del mundo, la mayoría de los Estados nucleares siguen compitiendo entre sí por la capacidad de instrumentalizar la fisión nuclear para obtener armas y energía.
Este retroceso desmoralizador me impulsó a enfrentarme a la problemática nuclear en un contexto diferente —desde el punto de vista del cambio del mundo— con una pregunta sobre el papel tácito que puede desempeñar la tecnología nuclear para el orden global: debido a su funcionalidad-cara de Jano, ¿no es el medio ideal para solidificar el vínculo entre el capitalismo y el Estado, y bloquear así las luchas para abolirlos?

 

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2011 fue el comienzo del presente: una época de interminables desastres y de luchas contra los poderes dominantes en las condiciones catastróficas así impuestas. La época ha sido testigo de la intensificación de dos impulsos globales —el desastre y el levantamiento— cuya interacción, desde entonces, nos involucra cada vez más.
Para situar el desastre nuclear de Fukushima en un contexto global, es importante señalar que fue cuando el medio opositor japonés había sido despertado por la Primavera Árabe cuando intervino el desastre nuclear. Por aquel entonces, como si se tratara de un circuito de intercambios afectivos en un horizonte planetario (es decir, el «efecto eros» de George Katsiaficas), los levantamientos en Túnez, Libia, Egipto, Yemen, Siria y Bahréin habían comenzado a resonar entre los pueblos de diversos lugares de Europa. En Japón, en medio de la conmoción por las radiaciones, las multitudes pudieron levantarse rápidamente, tanto en lo político como en lo existencial, en gran medida gracias a la pasión globalmente compartida de levantarse. En Japón, la gente experimentó una interacción entre el flujo de radionúclidos y la reverberación de los levantamientos: ambos parecían no estar relacionados, o incluso ser contrarios, y sin embargo superaban simultáneamente el confinamiento de las fronteras nacionales, trastornando el orden global en diferentes registros ontológicos. Desde entonces, la intensificación de las interacciones ha ido materializando un nuevo horizonte de ontología política: el de la Tierra que emerge de la brecha del «Mundo».

 

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Otra dimensión del desarrollo posterior a 2011 es que las luchas existenciales de la gente por proteger sus vidas expandieron inevitablemente sus territorios de compromiso —no sólo en el Japón post-Fukushima, sino a lo largo del mundo— en respuesta a la sinergia acumulativa de los desastres, los accidentes, la contaminación y la mutación ambiental y en medio de las crisis en curso de la opresión política, la exclusión social y la desigualdad económica. Ahora, para beneficio de nuestro bienestar y felicidad, todos los aspectos de la reproducción cotidiana requirieron una reorganización sincera.
Al comienzo de 2020, la pandemia de COVID-19 se extendió en el mundo. La respuesta inmediata de los gobiernos fue el cierre de las naciones a través del control de las fronteras. Mientras tanto, a pesar de o por este cierre, la reverberación de los levantamientos se intensificó dramáticamente, como si se enamoraran unos con otros más que nunca. Hubo el levantamiento en contra de la violencia policiaca en Estados Unidos, que rompió con el aislamiento y la depresión impuestas por la pandemia que la gente había estado experimentado en todo el mundo. La reverberación se esparció no sólo a nivel nacional, de ciudad en ciudad, sino también a nivel global, en Hong Kong, Chile, Kenia (Nairobi), Indonesia y Tailandia, así como en muchos lugares en todos los continentes. En Japón, la inspiración liberó la ceguera moral que había atado a la gente a un autoconfinamiento y los alentó a salir a las calles en solidaridad con Black Lives Matter. Quizá lo más importante es que sincronizó la protesta de los inmigrantes kurdos en contra de la brutalidad de la Policía Metropolitana de Tokio.
El impulso del levantamiento estadounidense está lejos de ser un camino recto hacia la revolución nacional. Por el contrario, expresa una tendencia hacia la descomposición del Estado-nación —junto con la abolición de la policía y el sistema de justicia penal— y demuestra las existencialidades heterogéneas del Imperio. Esta tendencia revela la imposibilidad esencial de llamar a Estados Unidos una «nación» —una sociedad en la que la mayoría comparte una consciencia de sí idéntica— debido a su historia inestable de invasión de tierras indígenas y esclavitud de africanos, expandiendo su hegemonía a través de la fuerza militar y absorbiendo oleadas de migrantes en forma de fuerza de trabajo. En lugar de un Estado-nación que ha alcanzado la fase en la que la expansión imperialista es forzada por una contradicción interna —como el Tercer Reich o el Imperio japonés (hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial)—, Estados Unidos es, en cambio, un imperio que siempre desea convertirse en el propio mundo, y que, sin embargo, pretende ser una nación.
Lo que asusta de los conflictos en curso en Estados Unidos es la perspectiva de que —en lugar de propiciar el surgimiento de una cierta forma de federación heterogénea— puedan ceder el paso a una guerra civil de larga duración. Sin embargo, el propio proceso de descomposición puede estar enviando una inspiración de sincronía planetaria a los levantamientos que reverberan entre muchos otros países, que, desde el surgimiento del colonialismo occidental, comparten una historia universal de violencia racial institucionalizada.
Para la mayoría de nosotros, en todo el mundo, con la expectativa de un empeoramiento de la pandemia, la opresión continua y otros desastres, las perspectivas del futuro son oscuras, aunque extrañamente estimulantes por su naturaleza desconocida. Estamos inmersos en sentimientos encontrados: entre el apocalipsis del fin del mundo y la aspiración a una posible revolución planetaria. Sobre ellos se superpone otra capa de emoción: un profundo dolor por la pérdida de una naturaleza invencible y una rabia ardiente contra los responsables de la degeneración del mundo (no puedo describir adecuadamente la profundidad del dolor y la intensidad de la rabia que sienten los amigos de la Costa Oeste ante la aceleración de los incendios forestales).
Por eso, estamos confundidos de una manera activa. En esta coyuntura sin precedentes, siento la necesidad de ampliar los análisis desarrollados en el libro de la catástrofe para una compresión de un presente inmerso en una sinergia de crisis y desastres. El significado epocal del presente es que revela apocalípticamente cómo ha sido hecho el mundo, forzándonos a reconsiderar cómo participamos en hacerlo a través de nuestras vidas. En otras palabras, la revelación afecta nuestro sentido para cambiar el mundo (la revolución). Tales intentos tendrán que confrontar, descomponer y sustituir el modo de desarrollo del Estado capitalista de una manera mucho más estratégicamente multidimensional y técnicamente sustancial que nunca. Esta lección, cuya relevancia se conserva todavía después de diez años, es el regalo fundamental del desastre nuclear de Fukushima.

 

Radiación y pandemia

 

En todo el mundo, las medidas de los gobiernos para enfrentar la pandemia difieren, lo que materializa un espectro que va de un control estricto a uno laxo de la vida social. En una catástrofe —ya sea nuclear o pandémica— ninguno de los otros problemas ha desaparecido, sino que más bien han empeorado inequívocamente. La catástrofe lo absorbe todo, a través de los cual comienza a hablar. Así, tiende a crear una teología negativa que afecta a las mentes de todos.
Hoy en día, en Japón, como en todas partes, las mentes y los cuerpos de las personas están presos de la pandemia. Aunque el desastre nuclear no ha terminado y la amenaza de la radiocontaminación persiste, incluso esta amenaza queda silenciada bajo la aceleración del miedo viral. Sin embargo, ¿qué puntos en común existen entre el desastre nuclear y la pandemia? La radiación del desastre nuclear y la pandemia de COVID-19 son ambos subproductos de la interconectividad indefinidamente densificada entre el mundo humano y el entorno planetario. Son diferentes encarnaciones del Mundo que se expande sobre el cuerpo planetario a través del imparable desarrollo de los Estados-nación capitalistas. Ambos atestiguan que una contigüidad catastrófica ha abierto el sello de un universo intacto del que se liberan monstruos que se extienden y ejercen sus poderes mutantes sobre nuestros territorios existenciales (individuo, sociedad y medio ambiente). Suponiendo que el desarrollo continúe, cada vez surgirán más monstruos en el Mundo.
Físicamente, ambos mutan nuestro ADN: uno por ataque radiactivo y el otro por actividad parasitaria. Ambos ponen en peligro la actividad vital de los humanos y perturban físicamente su reproducción social. Sus impactos se extienden por todo el planeta, pero sus patrones de propagación son invisibles y difíciles de detectar, sólo perceptibles mediante la extrapolación de datos combinados. En ambos casos, el papel político de la tecnociencia pasa a primer plano. Mientras tanto, de esta sopa de incertidumbres surge la guerra de la información. Las fricciones entre las representaciones de la información nos hacen ver que, en nuestra sociedad, ningún acontecimiento puede existir en sí mismo, fuera de la red de información que lo escenifica. En ambos casos, aparece una oposición polar. Por un lado, quienes priorizan los intereses empresariales y el statu quo desinforman a la población sobre los efectos de la pandemia difundiendo mentiras llanas y mensajes contradictorios y sobrecargándola de información, tácticas que agotan la voluntad de conocer la verdad. Por otro lado, quienes están decididos a enfrentarse a la verdad en aras de la protección de la vida están dispuestos a abrir sus mentes a cualquier conclusión que pueda aportar: en el caso de Fukushima, surgió un conflicto entre quienes seguían de forma moralista el código de protección de la vida (los llamados «cero-becquerelistas») y quienes buscaban la protección de forma más flexible. Durante el momento de intensificación de la catástrofe, la dinámica de poder entre actitudes divergentes determina el horizonte político.
¿Cuáles son las diferencias entre la radiación y la COVID-19? Penetran y afectan de forma diferente: la radiación viaja con todos los movimientos planetarios —tectónicos y climáticos, así como a través de las actividades humanas— y muta las actividades genéticas de todas las formas vitales, mientras que la COVID-19 se propaga a través del agente de los órganos vivos de los mamíferos, principalmente los de los humanos. Mientras que los radionúclidos viajan muy lejos y durante mucho tiempo, impregnando la tierra en un patrón inabarcable y caótico de nano-dimensión, su mutación genética se transfiere a través del linaje hereditario. Mientras que el virus puede viajar sólo a cortas distancias y durante poco tiempo, las células infectadas se extienden coextensivamente a todos los humanos a través de la diseminación de fluidos corporales, por contacto o por evaporación en el aire. A medida que se propaga, muta, y los mutantes más fuertes sobreviven. Mientras que los efectos de la primera son no-orgánicos (o maquínicos) y se dispersan espacio-temporalmente, los de la segunda son orgánicos, devastando directamente las relaciones sociales.
En cuanto a las medidas de protección, las adoptadas contra la radiación tendrían que sellar todas las actividades vitales frente a ella mediante una tecnopolítica aún desconocida; una operación de este tipo tendría que tener en cuenta todos los movimientos planetarios, lo que excedería el ámbito convencional de la geopolítica. Todavía no se ha descubierto una protección ideal contra la radiactividad. Mientras tanto, se cree que las medidas contra el virus consisten, en principio, en aislar a los individuos infectados mediante una operación social, que requiere todo tipo de división entre la corporalidad de la masa y la restricción en las actividades sociales. Los efectos inmediatos sobre el socius por la pandemia nos devastan intensamente, pero los efectos a largo plazo sobre el medio ambiente planetario por la radiación son impensables y perduran hasta bien entrado el futuro.
¿Qué revelan la radiación y la pandemia? Paradójicamente, nos dicen algo esencial a través de lo que destruyen. Nos hablan en negativo. En sentido filosófico, la catástrofe es un mensaje o una educación, una lección sobre su propio origen como acontecimiento que tiene lugar en la frontera entre lo que los humanos hacen conscientemente y sus efectos inconscientes sobre el cuerpo planetario. La radiación nos enseña lo indispensable de la relación entre las personas y la tierra, dándole un golpe mortal. La pandemia demuestra la necesidad de la interacción física entre los cuerpos, haciéndola peligrosa. Su mensaje final es que no tenemos nada si no es por estas dos relacionalidades. Al mismo tiempo, las dificultades para hacer frente a sus movimientos y efectos abren un nuevo contexto para la lucha existencial y el concepto de lo político, en el que debemos comprometernos plenamente en la protección de nuestras vidas, en la destitución del Estado-nación capitalista y en la creación de una nueva realidad existencial para nuestra supervivencia y felicidad. Éste es el meollo de la revelación apocalíptica del presente: el ámbito de lo que antes se consideraba «político» es sólo la punta del iceberg. Ahora nos enfrentamos a la ontología política no sólo de las crisis sociales, políticas y económicas, sino también de las catástrofes info-radio-virales-ambientales.

 

Violencia estructural y maquínica

 

Una de las premisas de Radiation and Revolution es considerar el nexo global del modo de desarrollo capitalista-estatal como instigador de diversos modos de violencia sobre la población planetaria. Entre otros, se centra en la megamáquina nuclear como la división más compleja y atroz de estos modos.
Hablando de violencia hoy en día, nuestro principal objetivo es la acumulación de brutalidades cometidas por los dispositivos estatales del ejército, la policía, la inmigración y los departamentos de justicia penal. Pero eso no es todo. Si esta violencia existe en un polo del espectro de los distintos modos de violencia, podría llamarse violencia maquínica: una violencia cuyo ejercicio es directo, inmediato y visible, y cuyos efectos son a menudo asesinos, ya sea individual o masivamente. Contra esta violencia, la gente puede alzarse inmediatamente. En el otro polo, existe una violencia estructural. Sus efectos son indirectos, oscuros, lentos y distantes. Debido a su imperceptibilidad, esta violencia no siempre puede desencadenar una respuesta inmediata de las masas. Se ha conceptualizado como «violencia lenta» (Rob Nixon), una violencia «que ocurre gradualmente y fuera de la vista, una violencia de destrucción retardada que se dispersa a través del tiempo y el espacio, una violencia de desgaste que normalmente no se ve como violencia en absoluto». Este punto de vista reconoce todo tipo de contaminación industrial y de eliminación de residuos —incluida la contaminación por radiación— como una violencia impuesta a los habitantes de las periferias invisibles del mundo.
En definitiva, la megamáquina nuclear —incluyendo sus sectores de energía y armamento— es el dispositivo de violencia más completo y forma una parte importante del llamado complejo industrial militar. Al mismo tiempo que se victimiza en múltiples dimensiones, se hace servir a la población planetaria: como trabajadores que ofrecen su sangre y sus lágrimas (de las minas de uranio, del transporte, de las instalaciones de procesamiento y de las plantas de energía), campesinos cuyas tierras son expropiadas por las plantas de energía, pagadores de los impuestos y de las facturas de electricidad, víctimas de la guerra, aquellos criminalizados por las medidas de seguridad y víctimas de la exposición a la radiación. El arma nuclear es la máquina de poder definitiva: no sólo para la destrucción de enemigos, sino también para la aniquilación de historias, culturas y cosmologías enteras de la alteridad de la faz de la tierra: la máquina de tabula rasa definitiva.
Y sin embargo —insisto— los diversos modos de violencia se observan más o menos en todas las divisiones del modo de desarrollo del Estado capitalista: en mayor o menor medida, la mayoría de la población planetaria está expuesta a la violencia de ciertos modos. Por último, los grupos de personas más oprimidas —minorías raciales y de género, pueblos indígenas y trabajadores inmigrantes de todo el mundo— son los que sufren un ensamblaje concentrado de diversos modos de violencia. Sus luchas existenciales se enfrentan a este ensamblaje con mayor intensidad. Por eso, la actual reverberación de los levantamientos en todo el planeta nos muestra quiénes se enfrentan a esa concentración y en qué condiciones lo hacen.

 

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Las luchas existenciales de las personas, que se enfrentan a una sinergia estratificada de violencia y desastre, llegan a implicar al menos tres principios de compromiso: a) la protección de la vida, b) la política de oposición y c) la creación de autonomía. a) es la condición sine qua non para responder al desastre de la pandemia y b) emerge cada vez con más intensidad en medio de la violencia inmediata y directa en todo el mundo. A medida que b) crece en tamaño y fuerza, envía señales de inspiración cada vez más poderosas a las luchas en otros lugares. c) es necesaria para potenciar tanto a a) como a b), y para establecer sus vínculos como territorio de contrapoder en forma de comuna, la base compartida de vidas singulares como lucha.
A raíz de la pandemia, se consideró que la prioridad era a), pero eso no significó que se omitieran b) y c). De hecho, los proyectos de ayuda mutua con a) y c) florecieron en algunos barrios de Nueva York (por ejemplo, Woodbine en Ridgewood), y en muchas otras ciudades de Estados Unidos. b), en forma de levantamientos antipoliciacos, comenzó durante el primer pico de la pandemia, desencadenado por el asesinato policiaco de George Floyd, otro hombre negro. La multitud —liderada por personas negras pero heterogénea— salió a la calle de una ciudad a otra, con una rabia que trascendía el vínculo de la pandemia. Lo importante es que no se trataba de un cambio de prioridad de a) a b), sino de un despertar colectivo a la complejidad de nuestra realidad: ¡debemos hacer frente a la sinergia de la pandemia y la violencia al mismo tiempo! El poder de b) influyó significativamente en la percepción de muchos, haciéndoles reconocer que la naturaleza racista de la policía estadounidense —como parte esencial de lo que constituye el Imperio históricamente— no puede ser reparada. Esto reconfirmó la verdad de que un cambio de la opinión pública que pudiera inducir reformas políticas podría tener lugar menos por medio de la propia política reformista que a través de la expresión espontánea y masiva de la voluntad popular: un motín.

 

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Algo de este espíritu de oposición ha sido captado por la dicotomía política de la elección presidencial, centrada en un hombre cuya presidencia ha consistido en imponer situaciones catastróficas a la población estadounidense. Un hombre que encarna una loca máquina de violencia, una máquina que ha ido privatizando uno a uno los aparatos estatales. Mientras tanto, los demócratas de Biden apelan a la estabilidad social, a la seguridad nacional, a la fidelidad a la Constitución y a la hegemonía estadounidense en el mundo. Son los auténticos portadores del imperialismo estadounidense, dispuestos a hacerse con los aparatos de la violencia estructural y organizada. Es difícil encontrar algo positivo en ellos, pero dentro de Estados Unidos, la necesidad desesperada de deshacerse del chiflado ha llevado a gran parte del reciente ímpetu opositor a votar a los demócratas.
Aunque Biden ha ganado las elecciones, para todos está claro que los conflictos continuarán. Si esquematizamos la complejidad de las fuerzas en juego, surge una dualidad ontológicamente asimétrica: el Estados Unidos homogéneo y el Estados Unidos heterogéneo.
El primero es un movimiento para convertir a la fuerza a Estados Unidos en una nación dominada por el valor compartido entre los descendientes autoidentificados de los colonizadores e inmigrantes europeos con un gobierno que realiza sus intereses y prioriza sus culturas, a expensas de todos los demás. Su obsesión históricamente heredada por la raza sigue imponiendo la convención de categorizar y dividir racialmente a los heterogéneos habitantes de Estados Unidos. Se trata de un proyecto para homogeneizar Estados Unidos. No sólo es imposible, salvaje y descabellado, sino que además se está quedando obsoleto en la realidad global. Sin embargo, en última instancia, este impulso fanático sirve a los intereses de la clase dominante estadounidense para gobernar el vasto y heterogéneo espacio del Imperio como si fuera su territorio nacional, y para expandir su hegemonía por el mundo, como si fuera su Estados Unidos.
Esto último, en un nivel, indica grupos heterogéneos de habitantes, incluyendo indígenas y negros, así como todas las demás minorías —entre ellas también descendientes de europeos— existentes en el horizonte de la multiplicidad. Encarnan la trágica historia del Imperio estadounidense, una diversidad de culturas que expresa todas las alternativas que los grupos heterogéneos de personas y su reunión han creado y seguirán creando. Por lo tanto, en otro nivel, su potencia existencial puede hacer estallar las identidades raciales como tales a través de sus vidas-como-lucha. En este sentido, el término heterogénesis no significa simplemente la multiplicidad de sus orígenes, sino la multiplicidad de su devenir. En última instancia, son las fuerzas planetarias, interiorizadas en el Imperio pero extendiendo su conectividad hacia el exterior. Sus luchas han sido inspiradoras y se inspiran en las luchas y los levantamientos de todo el mundo. Las luchas existenciales del Estados Unidos heterogéneo implican dimensiones polimorfas y multitemporales según tres territorios de compromiso: la vida, la militancia y la autonomía, cada una de las cuales se despliega en diversos contextos singulares. Encontramos sus modelos entre las luchas de larga duración de innumerables comunidades de esas minorías que históricamente han combatido ensamblajes concentrados de violencia a la vez, de generación en generación, hacia un horizonte desconocido.

 

De Estados Unidos al mundo: una descomposición que podría haber comenzado

 

Los levantamientos han comenzado a revelar las fisuras que atraviesan la sociedad estadounidense. Junto con su reverberación, esta revelación se traslada a Europa y a otros lugares. Esto ha creado un deseo globalmente compartido de reflexión histórica, que vuelve a confirmar que la violencia racista opera universalmente en la constitución de los Estados-nación-capitalistas modernos, en continuidad con el comercio triangular. Así, la reverberación en curso nos urge a reconocer el Mundo una vez más como el resultado del Colonialismo Occidental, para descomponerlo como el proyecto de revertir lo irreversible. Éste es el impulso de un abolicionismo universal, de una insurrección planetaria.
Simbólicamente, en torno a dos coyunturas, la formación del Imperio estadounidense desempeñó el mayor papel en la formación del Mundo: el violento cercamiento de vastos espacios del Océano Atlántico a finales del siglo XVI y del Océano Pacífico a mediados del siglo XX.
La primera coyuntura fue el inicio de una totalización del Mundo, al conectar tres continentes. Los aventureros europeos intervinieron en las Américas atravesando el Océano Atlántico, aniquilando las sociedades existentes, borrando sus valores, culturas y cosmologías, y construyendo el terreno económico para edificar colonias, sobre la base de la sangre y las lágrimas de los esclavos sacados a la fuerza de África. Fue el origen del racismo institucional y de una homogénesis ejercida mediante el empleo de los dispositivos de las armas, el cristianismo y la axiomática (la forma de valor equivalente), con el fin de allanar el camino para la expansión mercantil capitalista-estatal que vendría después.
A partir de entonces, los territorios colonizados de Estados Unidos absorbieron oleadas y oleadas de refugiados e inmigrantes liberados de las patrias en crisis (opresión, hambruna, guerra y desastre) y regularon su número, según la demanda de fuerza de trabajo. Así se construyó la jerarquía de clases de la sociedad estadounidense, basada en un linaje hereditario, con los gobernantes coloniales en la cima, los inmigrantes divididos racialmente en el medio y los indígenas y los esclavos en la base. El estrato inferior de las clases medias ha llegado a hacerse cargo del papel maldito de la policía como vigilantes subordinados a la clase alta. Mientras tanto, los dos nombres de la parte inferior siempre han estado vibrando como un bajo continuo en el nombre propio «Estados Unidos». La Revolución estadounidense no significa otra cosa que la creación de un nuevo mundo bajo sus nombres.
La segunda coyuntura fue la nueva expansión del Imperio estadounidense a mediados del siglo XX, sobre el Océano Pacífico más allá de California. Fue esta segunda ola de totalización la que colapsó el Este y el Oeste: las fuerzas estadounidenses se enfrentaron a las fuerzas del Imperio japonés que habían extendido sus tentáculos desde el continente asiático desde el extremo opuesto y las derrotaron finalmente mediante un ataque nuclear. La victoria de la guerra mundial anunció el desplazamiento de la hegemonía mundial de Europa a Estados Unidos, tanto en lo económico (fordismo) como en lo militar (átomos para la guerra y la paz), con transferencias de tremendo poder y conocimiento de la primera a la segunda. Gracias al pacto fatal entre los físicos de vanguardia europeos (Robert Oppenheimer, Edward Teller, Enrico Fermi) y el ejército estadounidense, se realizó el Proyecto Manhattan, a partir del cual se ideó poco después el uso civil de la energía nuclear; de ahí que la nuclearidad pasara a conectar tácitamente los espacios militar y civil y a controlarlos a la vez. Estados Unidos se convirtió así en la potencia dominante tanto en el Atlántico como en el Pacífico —en el límite de la expansión colonial hacia el oeste— y siguió interviniendo militarmente en las Guerras de Corea y Vietnam. Y luego, tras el 11-S, a través de la llamada Guerra contra el Terror (Afganistán, Irak, Pakistán, etc.).
Los recientes levantamientos contra la violencia policiaca —y sobre todo su reverberación planetaria— nos recuerdan un hecho histórico que no debemos olvidar. El racismo sistémico de Estados Unidos es operativo no sólo en la gobernanza interna, sino también en la política exterior. Para ser precisos, el origen del Imperio estadounidense no es más que una expansión totalizadora del Occidente colonial por medio del racismo sistémico. Hasta el día de hoy, el intervencionismo estadounidense es necesario no tanto por la seguridad nacional como tal, como afirmaría el Departamento de Estado, sino por la propia dinámica de mantenimiento del Imperio, que implica tanto un movimiento centrípeto (la absorción de la riqueza y la fuerza de trabajo del exterior) como un movimiento centrífugo (la expansión imperialista hacia el exterior). Ambos movimientos están regulados por la violencia racista, es decir, la homogeneización de la nación y del mundo.
Varias críticas han planteado la cuestión de si las atrocidades de Hiroshima y Nagasaki se habrían perpetrado alguna vez contra naciones occidentales —si enemigos como Alemania e Italia no estaban en realidad demasiado cerca—, si esos ataques no eran más adecuados para un enemigo en el territorio del Otro asiático en el extremo más alejado del Océano Pacífico. Esta misma pregunta puede plantearse sobre todas las atrocidades estadounidenses desde la Segunda Guerra Mundial hasta el presente que han tenido como objetivo inequívoco las tierras y los pueblos de otros no-occidentales.
Con la tecnología de la fisión nuclear, los imperialistas estadounidenses descubrieron una máquina perfecta para borrar la otredad del mundo. Este borrado catastrófico apoyaría la intervención del modo de desarrollo capitalista-estatal con vistas a una condición ideal: la de la tabula rasa. Alrededor de la misma época y dentro de sus propias fronteras, Estados Unidos perfeccionó una cultura de tabula rasa en la producción en masa —transporte automovilístico, una red de autopistas, vida suburbana (y la familia nuclear), comida de supermercado, socialidad de centro comercial—, todo ello facilitado por la economía del petróleo, y que efectivamente borró las singularidades de las formas de vida heterogéneas. Se trata de una civilización basada en «no-lugares» (Marc Augé), espacios construidos sin ninguna relación singular con la comunidad local o el terreno, espacios por los que sólo se pasa o se consume, y que apenas conservan rastros de nuestros compromisos existenciales.

 

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El modo de desarrollo del Estado capitalista ha llegado a un límite material con respecto al cuerpo planetario, un límite cuyos efectos se han materializado en desastres ecológicos, fracasos económicos y crisis sociopolíticas, afectando gravemente a la reproducción de la población a escala planetaria. Estos efectos también se han manifestado visiblemente en el declive de la potencia estadounidense y de otras potencias occidentales, en la medida en que durante mucho tiempo habían estado a la cabeza de la totalización del Mundo. El Imperio estadounidense ha llegado al límite de su movimiento expansivo, especialmente en confrontación con el ascenso del Imperio chino. Su civilización de tabula rasa está en crisis fundamental, desvelando una degeneración psicosomática cada vez más expuesta en la forma de vida suburbana, ese cenit de la civilización estadounidense.
La presidencia de Trump ha sido la respuesta más apresurada al declive, es decir, por medio de una negación total. Es una catástrofe en sí misma en el sentido de que defiende las políticas que expandirían y alargarían el Estados Unidos homogéneo, aunque este último ha quedado obsoleto. Sin embargo, es precisamente por esta obsolescencia por lo que su presidencia ha servido de catalizador más eficaz para reunir a la clase resentida, orgullosa de servir a la clase dominante desde la época colonial y más devastada por el declive del Imperio. En lugar de aceptar esta realidad, la santifican fetichizando sus dispositivos históricamente heredados: las armas, el cristianismo y la identidad racial. Mientras tanto, el racismo armado aumenta en varias sociedades del mundo, y el ideal final de Trump de formar parte de una internacional de dictadores ha sido concomitante con esta tendencia global.
Al mismo tiempo, este racismo armado encarna un polo en medio de diversos modos de violencia, componiendo todo un espectro. En muchos contextos nacionales, el papel último de los portadores del racismo armado —los fascistas— puede ser el de una vanguardia al servicio de las empresas estructurales y organizadas de la violencia que operan según horizontes más largos y amplios, aunque a menudo también libran asaltos dramáticos contra dichas empresas. Por lo tanto, al tener que enfrentarse a esta totalidad a la vez, las luchas existenciales de las personas implican prácticas ampliamente distribuidas en los territorios existenciales de la subjetividad, la sociedad y el medio ambiente, todo ello desplegado en múltiples espacio-temporalidades. En la situación actual, estas luchas se ven intensamente potenciadas por el ímpetu abolicionista, que nos permite ver la disposición mundial y universal del poder bajo la luz de la violencia discriminatoria.
El efecto más devastador del colonialismo occidental es que ha creado este Mundo infernal compuesto únicamente por Estados-nación. Los movimientos independentistas anticoloniales, así como los movimientos socialistas de la Internacional Comunista —una vez que lograron derrocar a los regímenes coloniales y autoritarios— acabaron convirtiéndose ellos mismos en Estados-nación, ya que la conditio sine qua non para preservar la victoria había sido sobrevivir a las presiones externas de los Estados-nación occidentales existentes formando aparatos de poder equivalentes.
La paradoja ontopolítica del Estado-nación —como encarnación moderna del Urstaat o «Estado original» (Deleuze y Guattari)— es que su integridad interna se forja como dispositivo sólo a través de su relación conflictiva con las fuerzas externas. En el sentido original, el Estado es ahistórico. Crea diversas formas posibles de «independencia», pero no de autonomía. El mecanismo del despotismo consiste en capturar los cuerpos y las mentes de multitudes heterogéneas y organizarlas internamente de forma jerárquica, mientras que sus intervenciones externas territorializan la tierra y construyen una arquitectura cosmológica, o «megamáquina» (Lewis Mumford). En la era del Estado-nación capitalista, la necesidad del capital de reproducirse expansivamente es facilitada militarmente por el Estado, que al mismo tiempo territorializa la tierra exclusivamente para la nación y la acumulación de riqueza nacional. Aquí existe la primacía existencial de la interioridad (gobernanza nacional) sobre la exterioridad (políticas de extranjería e inmigración), y es esta primacía la que captura las vidas y las mentes de multitudes heterogéneas y las congestiona en una comunidad cerrada de la «nación». Esta articulación original de interioridad/exterioridad es la base ontológica del racismo institucionalizado —la homogénesis— que asumen todos los Estados-nación capitalistas.
En la época de la Internacional Comunista (Comintern), hubo un acalorado debate en todo el mundo sobre la elección de los trabajadores: o participan en la guerra de su nación o se oponen a ella como parte de la internacional obrera. El internacionalismo fue el inicio de una situación en la que los movimientos revolucionarios debían enfrentarse a la división de los Estados-nación como su principal obstáculo. El movimiento antiglobalización vivió un momento particular en el que el principal foco de oposición eran los capitales globalizadores. Diversos movimientos —incluidos los movimientos populares del Sur global y los movimientos de minorías y antiautoritarios del Norte— disfrutaron de intercambios relativamente libres de intervención estatal, a través del salto de cumbres y del Foro Social Mundial. Tras el colapso financiero de 2008, aunque las luchas radicales cambiaron su enfoque hacia situaciones locales cada vez más devastadoras, siguieron alimentando los intercambios globales a través de las fronteras nacionales, por medio de nexos informales e invisibles.
Después de 2011, en medio de la sinergia de desastres y crisis, las fuerzas homogenéticas del Estado-nación capitalista volvieron a aparecer en todo el mundo. Las luchas existenciales de la gente se enfrentan a ellas armadas con sus poderes heterogenéticos: las potencias para descomponer los dispositivos de homogénesis que redescubren una relación singular con la tierra, que crean nuevas formas de vida comunal y que se levantan así en sincronía con los levantamientos en todas partes. Mientras que las vidas-como-lucha continúan siendo capturadas en gran medida por la totalización homogénea de los Estados-nación-capitalistas —especialmente bajo la medida pandémica del confinamiento nacional—, su heterogénesis alimenta otro ímpetu, en todo el planeta, hacia una oscilación colectiva entre la dispersión y la reverberación.
La época en que la independencia nacional creaba un horizonte de liberación ha terminado. Hoy, la autonomía de los pueblos del mundo se consigue más bien mediante la creación de enclaves de contrapoder dentro y a través de los territorios nacionales. El significado planetario de estos levantamientos estadounidenses es que, a través de las fracturas a lo largo del Imperio, a través de la dispersión y la reverberación, alientan el impulso para descomponer el Estado-nación capitalista en todo el mundo. No sabemos a dónde nos llevará este impulso, pero parece ser la perspectiva más esperanzadora que compartimos en este momento.
Por muchas apelaciones cada vez más desesperadas que hagan los políticos a Estados Unidos como «nación», la heterogeneidad estadounidense siempre ha resistido los intentos de los aparatos estatales de homogeneizarlos como tales. Estados Unidos es un mundo que interioriza el Mundo. Es, como una botella de Klein, una especie de espacio fásico. En él hay devenires asimétricos —homogenéticos y heterogenéticos— ante los que todos tropezamos, como si estuviéramos atrapados por una doble atadura. Simplemente, amamos y odiamos a Estados Unidos. ¿Quién en la tierra puede amar este sangriento nombre de guerras racistas? ¿Quién en la tierra se atreve a odiar la potencia creativa de su población planetaria?

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