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El arte y el don

Comunizar :: 15.10.21

Fragmento de la «Introducción», de “El don. El espíritu creativo frente al mercantilismo”, de Lewis Hyde.
Una obra de arte es un don, no una mercancía, o, por plantear el caso moderno con mayor precisión, que las obras de arte existen de manera simultánea en dos «economías»: una economía de mercado y una economía del don. Sin embargo, sólo una de estas dos es esencial: una obra de arte puede sobrevivir sin el mercado, pero donde no hay don no hay arte.

El arte y el don

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La postura que asume este libro (*) es que una obra de arte es un don, no una mercancía, o, por plantear el caso moderno con mayor precisión, que las obras de arte existen de manera simultánea en dos «economías»: una economía de mercado y una economía del don. Sin embargo, sólo una de estas dos es esencial: una obra de arte puede sobrevivir sin el mercado, pero donde no hay don no hay arte.

Detrás de estas ideas hay diversos sentidos del «don», aunque todos ellos comparten la noción de que un don es algo que no obtenemos por nuestro propio esfuerzo. No lo podemos comprar; no lo podemos adquirir por medio de un acto de voluntad. Nos es concedido, de ahí que hablemos con propiedad cuando decimos que el talento es un don, ya que, si bien el talento se puede perfeccionar por medio de un esfuerzo fruto de la voluntad, no hay esfuerzo en el mundo capaz de provocar su aparición inicial. Mozart, componiendo en el clavicordio a los cuatro años de edad, tenía un don.
Considerar la intuición y la inspiración como dones también es hablar con propiedad. Conforme va trabajando el artista, una parte de su creación le es concedida. Se le ocurre una idea, comienza a oír una melodía, le viene una frase a la cabeza, un detalle de color halla su lugar en el lienzo. De hecho, lo habitual es que el artista no se sienta entregado ni emocionado por la obra –y que ésta no le parezca auténtica– hasta que irrumpe en escena este elemento gratuito, de manera que con cualquier auténtica creación se produce ese asombroso sentimiento de que «yo», el artista, no he realizado la obra. «Yo no, yo no, sino el viento que sopla a través de mí», dice D. H. Lawrence. No todos los artistas hacen hincapié en la «fase donativa» de sus creaciones en la misma medida en que lo hace Lawrence, pero todos los artistas la perciben.

Estos dos sentidos del don se refieren únicamente a la creación de la obra, lo que podríamos llamar la vida interior del arte; ahora bien, mi suposición es que deberíamos ex­tender este modo de hablar también a su vida exterior, a la obra después de que ésta haya salido de las manos del creador. Ese arte que es importante para nosotros –el que nos conmueve en lo más profundo del corazón o nos vivifica el alma, el que nos deleita los sentidos o nos ofrece el coraje para afrontar la vida, sea cual sea la descripción que prefiramos adjudicarle a la experiencia–, esa obra la recibimos tal y como se recibe un obsequio. Aunque hayamos pagado una entrada en la puerta del museo o del auditorio, cuando una obra de arte nos conmueve, nos sobreviene algo que nada tiene que ver con el precio.

Fui a ver las obras de un pintor de paisajes, y aquel mismo anochecer, al caminar entre los pinos cerca de mi casa, pude ver formas y colores que no había visto el día antes. El espíritu de los dones de un artista puede despertar los tuyos. La obra apela, como dice Conrad, a una parte de nuestro ser que es en sí un don, y no algo que adquirimos. Nuestro sentido de la armonía puede oír las armonías que oía Mozart. Tal vez no tengamos la capacidad de manifestar nuestros dones tal y como lo hace el artista, y, aun así, alcanzamos a reconocer –y en cierto sentido a recibir– los atributos de nuestro ser por obra de su creación. Nos sentimos afortunados, incluso redimidos. El comercio diario de nuestra vida –donde «das conforme a lo que recibes», como dicen los cantantes de blues– continúa avanzando a su ritmo constante, pero un don revive el alma. Cuando el arte nos conmueve, nos sentimos agradecidos de que el artista viviese, de que se empleara con esfuerzo al servicio de sus dones.

Si una obra de arte es la emanación de los dones de su creador y si su público la percibe como un obsequio, entonces ¿no será la propia obra también un don? He formulado la pregunta de tal modo que insinúe una respuesta afirmativa, aunque dudo de que se pueda ser tan categórico. Cualquier objeto, cualquier artículo comercial, se convierte en un tipo u otro de propiedad en función de cómo lo utilicemos. Aun cuando una obra de arte contenga el espíritu del don del artista, esto no implica necesariamente que la obra en sí sea un don. Será lo que nosotros consideremos que es.

Y aun así, dicho esto, habría que añadir que el modo en que tratamos algo puede modificar en ocasiones su naturaleza. Por ejemplo, es habitual que las religiones prohíban la venta de objetos sagrados, y lo que se da a entender es que su santidad se pierde si se procede a su compraventa. Las obras de arte parecen estar hechas de una pasta más dura; se pueden vender en el mercado y, pese a ello, revelarse como una obra de arte. Pero de ser verdad que en el comercio esencial del arte hay un don que la propia obra traslada de su creador hacia el público, y si estoy en lo cierto cuando digo que donde no hay don no hay arte, entonces sería posible destruir una obra de arte al convertirla en un mera mercancía. En cualquier caso, ésa es mi postura. No mantengo que el arte no se pueda comprar y vender, lo que mantengo es que la parte donativa de la obra le pone un límite a lo que comercializamos.

Es posible que el mejor modo de presentar la particular forma que ha adoptado mi elaboración de estas ideas sea mediante una descripción de cómo me topé con el tema en primera instancia. Hace ya unos años que intento abrirme paso como poeta, traductor y una especie de «académico no adscrito». La cuestión del dinero surge de manera inevitable; unas ocupaciones como las mías son célebres por su escasa remuneración, y el casero no suele mostrar mucho interés por tus últimas traducciones cuando llega la fecha en que vence el alquiler. Al argumento de que la obra de arte es un don parece seguirle a la fuerza el siguiente corolario: el hecho de que uno se dedique al arte no implica que se le remunere por ello de forma automática. Es más, sucede muy al contrario. En los siguientes capítulos desarrollaré este argumento con una cierta extensión, así que no lo haré aquí salvo para decir que todo artista moderno que haya elegido dedicarse a un don terminará preguntándose antes o después si logrará sobrevivir en una sociedad dominada por el intercambio mercantil. Y si los frutos de un don también son dones en sí mismos, ¿cómo se alimentará el artista espiritual y materialmente en unos tiempos cuyos valores son los del mercado y cuyo comercio consiste casi de manera exclusiva en la compraventa de mercancías?

 


(*) Fragmento de la «Introducción», de El don. El espíritu creativo frente al mercantilismo, de Lewis Hyde.


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