La escasez de mano de obra en sectores clave y el deterioro de las condiciones por la pandemia impulsan las movilizaciones de sindicatos y trabajadores
Si un giro argumental no lo remedia, los cerca de 60.000 trabajadores que dan forma a los sueños de Hollywood secundarán una huelga a partir de este lunes. No son los únicos en EE UU: también han iniciado un paro, o pueden hacerlo en los próximos días, los 10.000 empleados del fabricante de tractores John Deere, 2.000 de una contrata de hospitales de Nueva York, 24.000 enfermeros de una importante compañía del ramo o 1.400 trabajadores de las cuatro plantas de una popular marca de cereales. Todos a una, unos 100.000 sindicados en total, como si EE UU viviera una primavera sindical inédita —la afiliación de los trabajadores se ha desplomado en las últimas décadas, por una legislación adversa y las zancadillas de las empresas a los intentos de organización—, cuando ocupa la Casa Blanca un confeso partidario de la sindicación, Joe Biden.
Horarios prolongados y sueldos bajos, además de un déficit de seguridad en el trabajo o desincentivos en pensiones, no son los únicos elementos que influyen en este furor reivindicativo, ni siquiera el desgaste experimentado por muchos trabajadores esenciales durante la pandemia. La abundante oferta de puestos de trabajo —sobre todo los peor remunerados— es la palanca que ha permitido a los sindicatos este órdago a la grande. Hasta la pandemia, la demanda igualaba de manera constante la oferta, pero con la recuperación encarrilada, en agosto quedaron 10,4 millones de empleos vacantes (medio millón menos que en julio), según datos del Departamento de Trabajo publicados la semana pasada.
Nada menos que 4,3 millones de estadounidenses dejaron su trabajo ese mes, casi el 3% de la masa laboral del país, descontentos con condiciones laborales deterioradas por la crisis sanitaria, incluidas las insuficientes garantías frente a la covid. Es la cresta de la ola para los sindicatos, que esperan cabalgar gracias a este bum el progresivo declive de afiliaciones: el año pasado, únicamente el 11,3% de los trabajadores por cuenta ajena pertenecía a un sindicato, frente al 20% en 1983, según la Oficina de Estadísticas. Solo una serie de huelgas de maestros en 2018 y 2019 insufló al sindicalismo estadounidense, si se permite el oxímoron, algo de aliento.
Expertos en el mercado de trabajo sostienen que la pandemia puede potenciar la fuerza de los sindicatos al reforzar su poder de negociación en una coyuntura de preocupante escasez de mano de obra en algunas industrias, desde conductores de autobuses escolares a transportistas o estibadores. Ambos parecen factores coadyuvantes, el anverso y el reverso de un mercado de trabajo tensionado por el impacto de la pandemia y cuyas líneas de falla estructurales ha contribuido a desvelar esta larga travesía del desierto.
Esta primavera, cuando la nieve aún cubría las aceras y apenas se había enderezado la recuperación, profesores ayudantes de la Universidad de Columbia de Nueva York, muchos de ellos con sus batas de prácticas, se manifestaban en el campus con pancartas en las que se leía: “Una huelga que hace historia, [en demanda de] atención sanitaria”, entre otras demandas. Las protestas, intermitentes, recorren el venerable campus de Columbia, pero hay iniciativas semejantes en otros muchos del país, de Harvard a Boston, Cornell o Illinois. También hay movilización a pie de calle en las ciudades, como la del sindicato de repartidores de Nueva York, que ha logrado la primera cobertura básica del país gracias a una legislación municipal. E intentos sonados, a la postre frustrados, como el de los trabajadores de un centro logístico de Amazon. El concepto y la práctica de la negociación colectiva se abren paso en una nación de acendrado individualismo, y frente a la oferta de las empresas de un aumento salarial del 1% en promedio, los sindicatos no se apean de la exigencia del 4% o 5%. Si no hay acuerdo, la palabra huelga parece no dar ya tanto miedo.
Pero ningún paro, ni siquiera el de 24.000 enfermeros en California contratados por la corporación Kaiser —una de las mayores del sector—, será tan simbólico como el apagón de los focos de Hollywood, el primero desde la Segunda Guerra Mundial. Además de todos los factores citados —trabajadores quemados por la pandemia, en resumen—, el paro de la industria cinematográfica obedece a una revolución interna: es una reacción a la presión, a la baja, que el floreciente mercado del streaming está ejerciendo sobre el viejo modelo de producción. Tras cuatro meses de negociaciones, los principales sindicatos del ramo concluyeron la semana pasada que la falta de recompensa a la suma de horarios abusivos y bajos sueldos —justo por encima del salario mínimo de Los Ángeles—, coloca a los técnicos en una situación de inferioridad.
De ahí que esta efervescencia revele también en general las costuras de un modelo en plena transformación, en el que el nuevo precariado iguala laboralmente hablando a los trabajadores de cuello azul —obreros, como los que fabrican los tractores John Deere— y a los licenciados que dan clase como ayudantes en las universidades, o que trabajan en los hospitales. Los datos de abandono de agosto, los más altos desde 2001, así lo apuntan, con cifras de desertores equiparables grosso modo en el sector de la restauración y el comercio, y entre los profesionales de los servicios o la salud.
Según la Oficina de Estadísticas Laborales, el año pasado se registraron 11 grandes huelgas (consideradas como tales las que implican a más de mil personas) en EE UU. Entre 1950 y 1980, el promedio anual fue de 300. Conscientes de la acuciante escasez de mano de obra en determinados sectores, los 100.000 potenciales huelguistas en danza estos días en el país norteamericano tienen una baza inédita, incalculable: tras colgar el teléfono, no habrá, como hasta ahora, una fila india de candidatos, dispuestos a aceptar condiciones aún peores que el precedente en la cola.