Sacudirnos de los sueños (románticos, conservadores, exotistas) sobre la humanidad imaginaria y la nostalgia evolucionista de supuesto sentido común que vienen marcando trágicamente nuestro rumbo. Despabilarnos sobre las preguntas que construyen versiones del pasado es una manera de empezar a imaginar conscientemente las respuestas a un futuro donde podamos darnos arreglos sociales contundentes contra la desigualdad y formas de libertad reales. Formular otras preguntas es demostrar cabalmente que la imaginación define nuestro sentido de posibilidad política.
No por mucho madrugar, amanece más temprano. No por mucho aparentar, es caballero el villano. No por mucho machacar, una historia se vuelve cierta. Los albores de todo (The Dawn of Everything: A New History of Humanity, Penguin Random House, 2021) es un libro sobre el amanecer más sencillo y potente porque nos lleva a sacudirnos de los sueños (románticos, conservadores, exotistas) sobre la humanidad imaginaria y la nostalgia evolucionista de supuesto sentido común que vienen marcando trágicamente nuestro rumbo. Despabilarnos sobre las preguntas que construyen versiones del pasado es una manera de empezar a imaginar conscientemente las respuestas a un futuro donde podamos darnos arreglos sociales contundentes contra la desigualdad y formas de libertad reales. Formular otras preguntas es demostrar cabalmente que la imaginación define nuestro sentido de posibilidad política.
— No hay razón para suponer que la adopción de la agricultura también haya significado el inicio de la propiedad privada de la tierra ni de una salida de gobierno autoritario.
— Siempre que la población crece se requiere un gobierno más fuerte. Solamente las sociedades pequeñas, aisladas, que no acumulan o reparten todo pueden darse el lujo de ser igualitarias.
— Hay pequeñas sociedades muy jerárquicas y hay evidencia arqueológica de grandes poblaciones, organizadas en ciudades, que prosperaron y crecieron sin signos de jerarquía.
— ¿Pero hace diez mil años? Esas no son ciudades en realidad, y si lo fueran, nunca serían tan grandes y complejas como las nuestras; no hay parámetro para comparar.
— Pero eso ya es una comparación, por la complejidad y la escala. Lo que pasa es que es un parámetro occidental moderno.
— No. Es nuestra evolución: la raza humana es competitiva, y si no nos ponemos freno, nos robamos o matamos.
— La raza humana también es altruista, sociable, amable. Mi punto es que no hay un tándem universal entre desarrollo de la agricultura, excedente, desigualdad social y gobierno autoritario.
— ¿Y cómo podría ser de otro modo?
— La evidencia arqueológica y antropológica sugiere que ya ha habido variedad de situaciones. Lo que pasa es que no se toman en cuenta porque se insiste en la desigualdad como si hubiera un origen, un punto cero, tomando literalmente a Rousseau. Preguntarnos por qué se sigue insistiendo en que las cosas son así, sería un paso…
— Estás cambiando de tema. Además, hemos avanzado y progresado como especie.
— No se de qué progreso se trata el tener la tecnología para trabajar dos o tres horas por día, y terminar haciéndolo entre ocho y diez. Me parece que va de la mano de esa visión monstruosa de la humanidad. Sería como asumir que nos programaron para dañar y/o sufrir; ¿no es el típico pensamiento conservador y retrógrado?
— Más retrógrado es pensar que nunca fuimos igualitarios, inocentes y libres…
— Es que la libertad es un concepto limitado y engañoso. Por ejemplo, si hay gente muriéndose de hambre a nuestro alrededor ¿somos realmente libres?
— ¡No me vengas con el relativismo existencial! La libertad siempre va de la mano de la esclavitud. Siempre fue así en la historia.
— Otra vez la historia… ¿la occidental? En muchos otros pueblos no ha sido siempre así y menos en la magnitud en que ocurre en nuestra sociedad.
— Siempre hubo gente muriéndose. Los esquimales abandonaban a la gente mayor…
— Pero no me refiero a esas prácticas sino a que en una sociedad opulenta de comida haya gente que muera de hambre. Cuando hablamos de libertad, ¿de qué estamos hablando? ¿de votar cada 4 años? ¿de optar entre dos empresas de energía eléctrica o de telefonía?
— Bueno, hay grados de libertad.
—Nuestra libertad actual debería definirse como ese instante brevísimo en el que podemos elegir entre comprar dos cosas parecidas.
— Peor es que nos impongan regulaciones en nombre del socialismo real.
— Ahí entra la relación entre libertad y democracia. Lo que pasa es que quienes definen propiedad y ley no suelen entrar en la lógica que proclaman; los dueños de las compañías arreglan las leyes con los gobiernos…
— Eso es por la corrupción…
— [piensa, pero no lo dice: eso es una lectura moral que surge de la inmoralidad en que el orden dominante pide, demanda, pensarse a sí mismo]
— [piensa, pero no lo dice: no puedes distinguir entre lo que son las cosas y lo que quisieras que las cosas sean].
[La situación es tan dramática que no hay margen de maniobra entre ceder o dar la pelea hasta el final. Ambas partes se retiran cambiando de tema o mirando un meme en el móvil, porque se estiman, honran los lazos que les unen y aprecian la capacidad cognitiva y la humanidad de la otra].
Shakespeare no podría haber escrito este diálogo. No solamente porque de haberlo hecho lo hubiera refinado sino porque, ante todo, es un guion moderno. Como señalan Graeber y Wengrow: los dinosaurios son el animal moderno por excelencia debido a que en la época de Shakespeare nadie sabía nada de esas criaturas. De hecho, hasta comienzos del siglo XIX, la mayoría de los eruditos seguía asumiendo que el mundo se había creado la noche del domingo 23 de octubre del 4004 a.E.C. (la estimación de la edad de la Tierra de James Ussher, en 1656, basándose en una interpretación bíblica).
Los relatos de los orígenes de la humanidad tienen un papel similar al que tenía el mito para los antiguos griegos o el tiempo de los sueños para los indígenas australianos. Esto no es un problema en sí mismo: el mito es una manera de atribuir estructura y significado a la experiencia. El problema aparece cuando una temporalidad improbable se transforma en un lienzo para ciertas fantasías colectivas; cuando la historia imaginaria se transforma en prehistoria de acuerdo con una narrativa que convierte a nuestros orígenes en destino (final, total y fatal). Por ello, basta insinuar que quizás la narrativa iusnaturalista no sea más que una versión nostálgica del pecado original, del infierno o del capitalismo, para que se nos solicite, con pena o encono, abandonar las “utopías”. Luego, desde ya, es bastante complicado continuar.
El problema aparece cuando la historia imaginaria se transforma en prehistoria, de acuerdo con una narrativa que convierte a nuestros orígenes en destino
Los albores de todo, de David Graeber y David Wengrow, viene en nuestra ayuda. Sobre este libro se ha dicho que es una lectura anarquista del origen de la desigualdad e incluso de los orígenes de la humanidad. Si se me permite, voy a disentir. Creo que sería reducir sus alcances. El propósito de este libro es bastante más humilde pero no por eso menos trascendental, porque en lugar de proponer grandes ideas conclusivas (esas formas conjeturales barrocas que el postmodernismo aplaude fascinado como si fuera un campeonato de cómo acuñar estética prosaica para evitar las oraciones subordinadas), el esfuerzo va orientado a formular preguntas. Sus autores no se detienen en cuestionar el argumento miserabilista que justifica la desigualdad creciente como un costo derivado de acceder a la civilización; sin mencionar el supuesto subyacente a tales planteamientos, de que la razón y la disciplina serían como dagas culturales para acuchillar a nuestra naturaleza por la espalda.
Aquí encontramos otra forma de escribir acerca de la historia en gran escala, donde la complejidad no es sinónimo de jerarquía y la jerarquía no es un eufemismo de cadenas de mando (tal como ocurre con los orígenes del Estado, donde ni bien cierta cantidad de gente decide vivir en un lugar o unirse a un proyecto en común, deben reemplazar su libertad con mecanismos legales-burocráticos). Aprendemos, así, que las soluciones a los problemas de gobierno y macroeconomía ensayadas por una variedad de sociedades vecinas y desconocidas durante miles de años se asocian con la paradoja del concepto de civilización, que supone cosas como ser amables con los demás pero que termina siendo sinónimo del mando imperial y de la esclavitud. Descubrimos, también, que el relativismo epistemológico y la construcción crítica de datos científicos son herramientas para pensar la creatividad social, el placer político, el cuidado y la responsabilidad colectiva donde otros enarbolan una ontología del sufrimiento y la disciplina marcial. De esta manera, “los salvajes” no son inocentes ni estúpidos, ni mucho menos poseedores de cerebros modernos que elijen vivir como los chimpancés o los babuinos, sino políticamente conscientes y capaces de debatir y reflexionar sobre maneras de vivir (que no se parecen en nada a la dicotomía del bien y el mal que postulan las lecturas históricas de Rousseau y Hobbes). Es claro que somos, como dijera Helena Valero, una cautiva, quien tras regresar a la “civilización” prefirió volver a vivir con los yanomami, gente igualmente perceptiva e igualmente confundida.
Preguntar por los orígenes de la desigualdad es hacer una transposición tecnológica de los primeros capítulos del Génesis. Lo que se asume como evidencia de lo real es la propia narrativa: la desigualdad producto del aumento en la escala demográfica y tecnológica, la acumulación de riqueza como idealización de la sobreproducción, el despojo como tendencia libre de nuestra avaricia, el esquema evolucionista del desarrollo como progreso de la humanidad (ingenuos o feroces pero salvajes cazadores-recolectores, bárbaros y toscos pero voluntariosos agricultores, y civilizados egoístas y competitivos pero orgullosos de sus logros urbano-industriales), o su forma moderna (que organiza a las sociedades en un camino ascendente desde bandas a tribus y de jefaturas a Estados). Quizás todo eso, y un larguísimo etcétera, además de pertenecer a una trama mítica, sean más bien las formas de encadenarnos a una trampa ideológica que es la misma que la de la regulación moral constitutiva del proceso de formación del Estado y de las identidades y las subjetividades capitalistas (o gerencial-feudales, por usar la expresión de Graeber).
Las ciencias sociales parten de asumir que los seres humanos no somos libres, sino que nuestras acciones y entendimientos están determinados por fuerzas que escapan a nuestro control. Entonces, cualquier narrativa que nos muestre moldeando colectivamente el destino propio, o incluso expresando libertad, es descartada como ilusoria y no científica. En este relato, lo mejor que podemos esperar es el reformismo (pequeños cambios en nuestra condición inherentemente miserable) o suponer que no hubo orígenes de la desigualdad porque somos criaturas naturalmente malvadas para las cuales el progreso ya es redentor en sí mismo (una visión inaceptable desde los hechos y la moral salvo, quizás, para los multimillonarios). Mientras tanto, la narrativa optimista que articula progreso con felicidad, riqueza y seguridad, no puede explicar por qué los grandes poderes fácticos han estado obligados a pasar los últimos cinco siglos apuntando a la cabeza de la gente con armas reales y simbólicas. En algún momento, las ciencias sociales se convencieron y organizaron en torno a la pregunta de qué fue lo que falló el proyecto de la Ilustración: ¿por qué los intentos bien intencionados de solucionar los problemas de la sociedad a menudo terminan empeorando las cosas? Pero fueron los pensadores del siglo XIX, y no los filósofos ilustrados, los responsables de la moderna teoría social (y de las categorías como tradición, solidaridad, autoridad, estatus, alienación, sagrado), preocupados por la decadencia y la desintegración. Estos debates siguen asomándose hoy en diferentes formas, y no es casual que todo el arco político tienda a acordar en que los proyectos conscientes de rehacer la sociedad de acuerdo con un ideal racional surgen gracias a la Ilustración.
Aquí encontramos otra forma de escribir acerca de la historia en gran escala, donde la complejidad no es sinónimo de jerarquía y la jerarquía no es un eufemismo de cadenas de mando
Los albores de todo habilita otras posibilidades. Con datos tomados de la arqueología, la antropología y la historia de las ideas, sus autores recorren decenas de miles de años construyendo un eje que es América, o mejor dicho las consecuencias del encuentro de los europeos con lxs nativxs norteamericanxs. El extenso trabajo de revisar ensayos filosóficos, biografías y piezas narrativas que los cánones literarios solo tomaban a medias (especialmente las producidas por mujeres y nativos) da sus frutos. Por ejemplo, permite observar que los relatos triunfantes sobre la libertad y la desigualdad en el occidente “iluminado” fueron de alguna manera plagios a las críticas indígenas que no podían ser metabolizadas en Europa. En este sentido, hay una apuesta epistemológica fuerte al cuestionar el arraigo que tiene la teoría del Gran Hombre entre las y los historiadores de las ideas; como si las ideas importantes de una época siempre surgieran de un individuo extraordinario, usualmente masculino y de estatus elevado.
Graeber y Wengrow corren el foco hacia las tabernas, plazas, comidas, jardines públicos y demás sitios donde la gente se reunía para discutir cosas que consideraban importantes o interesantes. Desde allí demuestran que el igualitarismo en sentido material o jurídico de propiedad (en última instancia el uso y abuso de la esclavitud) no tiene nada que ver con la autonomía y la libertad personal de tomar y dar cuidados, y que el carnaval de formas políticas que nos ha venido humanizando se asemeja más a las coaliciones voluntarias unidas por relaciones de hospitalidad que subrayaba Marcel Mauss para definir a la civilización en sentido moral, donde las mujeres juegan un papel central. En estos términos, no solamente la búsqueda de los “orígenes de la desigualdad social” es controvertida y bastante fútil, sino que ilumina algo similar respecto de la búsqueda de los “orígenes del Estado”.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, los gobernantes no hicieron afirmaciones tan grandiosas como reclamar el monopolio del uso legítimo de la fuerza coercitiva dentro de un determinado territorio; y si lo hicieron, tenían casi el mismo estatus que sus pretensiones de controlar las mareas o el clima. El Estado como lo conocemos hoy es el resultado de una combinación distintiva de elementos: soberanía, burocracia y un campo político competitivo; cuestiones que tienen orígenes separados. Estos elementos dan cuenta de formas básicas de poder social que pueden operar en cualquier escala de la interacción humana, desde la unidad doméstica hasta el Imperio Romano o el Tahuantinsuyo. Soberanía, burocracia y política son la magnificación de tipos elementales de dominación basada respectivamente en el uso de la violencia, el conocimiento y el carisma. Por eso debiera resultarnos escandaloso cuando la política de las sociedades pasadas es tratada como si fuera alguna versión arcaica de los estados modernos.
La pregunta que nos deberíamos hacer es cómo nos detuvimos en una sola forma de realidad social donde las relaciones basadas en la violencia y la dominación se volvieron normalizadas
Los “estados” quizás surgieron cuando coincidieron dos formas de gobierno (la burocrática y la heroica), debido a que de las tres formas elementales de dominación (el control de la violencia, del conocimiento y el poder carismático) sólo cristalizaron institucionalmente la soberanía y la administración, fusionándose y reforzándose mutuamente; mientras que la política heroica como base del gobierno fue desplazada al cosmos no humano. Hipótesis, demostraciones. Si no podemos jugarlas a favor de dar por tierra contra los abusos de unas minorías sobre las mayorías, este no es un tema importante. ¿No hay preguntas más interesantes e importantes que podríamos hacernos?, afirman retóricamente Wengrow y Graeber. Por qué no preocuparnos acerca de qué significa seguir alabando directa e indirectamente la forma occidental de propiedad, o de que los orígenes del dinero y del estado de bienestar radican en la burocratización de las promesas y del principio del cuidado, convertidos en una extensión de la violencia. Incluso más: los autores sugieren que hay una relación entre la guerra externa y la pérdida interna de libertades que abrió el camino primero a los sistemas de jerarquía y luego a los grandes esquemas de dominación. Esta confusión entre cuidado y dominación es crítica para la gran pregunta acerca de cómo perdimos la habilidad de recrearnos libremente a través de recrear las relaciones que tenemos con los demás. La pregunta que nos deberíamos hacer, en cambio, es cómo nos detuvimos en una sola forma de realidad social donde las relaciones basadas en la violencia y la dominación se volvieron normalizadas.
Es fácil exagerar la importancia de las nuevas tecnologías para establecer la dirección general del cambio social. Esto se debe a la fuerza persistente de pensar la tecnología como un parámetro que divide el pasado humano de acuerdo con el material principal del que se fabricaron las herramientas y las armas. Describir la historia al revés, significaría representar nuestra especie como menos reflexiva, creativa y libre, y significaría discontinuar el supuesto progreso de ese proceso. ¿Pero qué pasa al aplicar el planteo de la creatividad tecnológica a la creatividad social? En la historia de la humanidad, la zona de juego ritual ha sido un sitio de experimentación social. Y el hecho de que no podamos apreciar eso en la actualidad tiene que ver con que hoy pensamos que esos momentos no son reales, o a lo sumo extraordinarios o desviaciones del orden normal.
Así, estamos en el siglo XXI y nos resulta cada vez más difícil imaginar un orden económico o social alternativo, mientras que nuestros antepasados lejanos parecen haberse movido regularmente entre ellos. Quizás el dato terrible de la historia de la humanidad fue que la gente comenzó a perder su libertad para imaginar y para promulgar otras formas de ayuda social, al punto de llegar a sentir que esa libertad no existió. Pero esta libertad no es un ideal abstracto o un principio formal como en la Revolución Francesa, sino formas de libertad fundamentales. Wengrow y Graeber sistematizan tres: la libertad de moverse y relocalizarse, la de ignorar o desobedecer órdenes que manan de otros y la de reorganizar las relaciones sociales y hacer promesas. Las primeras dos formas son el andamio para la tercera, que es la de la creatividad social, la libertad de crear nuevas y diferentes formas de realidad social, de moldear nuevas realidades sociales o de pendular entre diferentes formas sociales. La historia humana está aquí; aunque no podamos verla.
Cualquier narrativa que nos muestre moldeando colectivamente el destino propio, o incluso expresando libertad, es descartada como ilusoria y no científica
De una manera brillante, entretenida, rigurosa y responsable, esta obra nos presenta capas de argumentos delicada y sólidamente tejidos. Así, queda claro que no solamente las preguntas por los orígenes son capciosas, sino que el repertorio ontológico con el cual nos hemos estado entreteniendo (¿los rituales son expresiones de autoridad o vehículos de creatividad social?, ¿son reaccionarios o progresistas? ¿Nuestros ancestros eran simples e igualitarios, o complejos y estratificados? ¿Es la naturaleza humana inocente o corrupta?, ¿cooperamos o competimos?, etc.) tiende a ocultar lo que nos hace criaturas humanas: nuestra capacidad de negociar entre alternativas. La razón es simple: porque somos seres sociales y morales.
Comencé con un diálogo frustrante y frustrado para subrayar la propuesta que trae este libro, basado en el diálogo fructífero y mancomunado. Producir pensamiento académico de esta manera es una apuesta política inconmensurable en un contexto donde la burocratización y mercantilización han llevado al paroxismo al movimiento iniciado por la tradición filosófica occidental (que desde el Renacimiento no sólo abandonó al diálogo como un modo de escritura, sino que comenzó a imaginar al individuo aislado, racional y consciente de sí como si fuera “lo” típicamente humano, en lugar de algo extraño y bastante inusual). Nuestro pensamiento es inherentemente dialógico y nuestra sociabilidad se realiza en el diálogo. Como sostiene Wengrow en su dedicatoria: ambos comenzaron a escribir este libro como una diversión fuera de las responsabilidades académicas “serias”, como un experimento lúdico en el que trataban de reconstruir el gran diálogo acerca de la historia humana, recuperar esa intención que alguna vez había sido común en nuestro campo, sólo que ahora agregándole la evidencia moderna. El diálogo que fomenta la escritura conjunta hace que este libro no sea un patchwork sino una síntesis de estilos de escritura y pensamiento que convergen en una corriente de libertad y optimismo fundamentados.