Bajo la sombra del Covid19 se han acentuado profundos cambios en las concepciones y prácticas de la política que conocemos. Muchos de ellos ya estaban en marcha bajo crisis previas, como la pobreza, violencia o degradación ambiental, pero se acentuaron aprovechando la pandemia. Esa transformación se profundizó por sucesivos pasos en estos casi dos años bajo la pandemia, alimentados por el temor a la enfermedad y la muerte. Es el tiempo de la necropolítica.
Esa idea, acuñada por el camerunés Achille Mbembe a inicios del siglo, sirve de inspiración para caracterizar lo que está ocurriendo en América Latina y otras regiones. Un primer aspecto son las medidas de confinamiento y aislamiento que alcanzan una intensidad y escala nunca vista antes. Por ejemplo, en Chile, restricciones y cuarentenas se sucedieron durante un año y medio (en algunos sitios se llegó a 172 días de confinamiento continuado), y en Argentina, Buenos Aires estuvo 244 días bajo prohibiciones de circulación (tal vez una de las cuarentenas más largas del mundo).
Se clausuraban y confinaban barrios, ciudades enteras, regiones e incluso países. Se estima que entre 2020 y 2021 estuvieron bajo algún tipo de confinamiento al menos 300 millones de sudamericanos. Lo mismo ocurrió en otros continentes haciendo que la escala de la necropolítica fuera planetaria.
Un segundo aspecto es que ese confinamiento se aplicó bajo un amplio abanico de medidas de vigilancia y control, e incluso castigos. Se aceptaron toques de queda, prohibiciones al movimiento y reunión de las personas, se impidió que funcionaran comercios y ferias, y se lanzaron a las calles a policías y militares para controlar a los ciudadanos. Los que incumplían podían ser detenidos, judicializados e incluso encarcelados. La guetización ocurrió tanto bajo vigilancia clásicas, como políticas en retenes en calles y carreteras, pero también aprovechando nuevos instrumentos como las cámaras de vigilancia que inundan nuestras ciudades.
Cualquiera de esas prácticas se justificó para detener el virus, pero queda claro que en América Latina su utilidad fue dudosa ya que el Covid se diseminó en todos los países. Sin embargo, sirvió para instalar y legitimar el control y la vigilancia sin que casi nadie protestara, e incluso respondiendo a amplios sectores ciudadanos que las reclamaban.
En tercer lugar, están en marcha efectos sociales y económicos demoledores. La recesión económica ha golpeado duramente a países como Venezuela, Perú y Argentina, y tan solo en el pasado año se sumaron 22 millones de nuevos pobres. Regresaron al primer plano dramas como el hambre, que por ejemplo en Brasil significó que 19 millones de personas la padecieron a fines del 2020. Se perdieron millones de puestos de trabajo, y eso ha golpeado sobre todo a los más jóvenes, con menor educación, así como a las mujeres.
Observando estas situaciones resulta evidente que la política de la pandemia terminó produciendo multitudes de nuevos pobres y desempleados, confinados y vigilados, muchos de ellos apenas vivos, enfrentados continuamente al riesgo de la precariedad y la muerte.
Eso explica una cuarta característica: la necropolítica deja morir a las personas. Es una política que usa la pandemia para ofrecer toda clase de explicaciones y excusas, desde la crisis económica a la necesidad de cuarentenas, pero que en realidad funcionan para liberarse de culpa y vergüenza. No firma órdenes de ejecución ni es el verdugo directo, pero es una política que se desentiende de las muertes evitables, naturaliza su propia incapacidad, y simplemente deja morir.
Siguiendo la misma perspectiva, se deja morir a la Naturaleza. Esta quinta característica no es menor, ya que su resultado es que bajo la pandemia se han mantenido, por ejemplo, todas las estrategias extractivistas. El deterioro ambiental siguió su marcha, como lo muestra el aumento de la deforestación y las olas de incendios que asolaron a América del Sur.
Pero al mismo tiempo, la necropolítica mantiene viva a la economía. Este sexto atributo es impactante, ya que se deja morir a las personas y a la Naturaleza mientras que se ponen todas las energías y los recursos en sostener la economía convencional. Por ejemplo, en Chile, Colombia y Uruguay, la ayuda estatal durante la pandemia se enfocó sobre todo en rescatar empresas, duplicando al gasto social; y en Ecuador se aprovecha la situación para un severo ajuste económico neoliberal. En todos los países se mantuvieron operando y con todo tipo de facilidades las empresas extractivas, a pesar de los riesgos sanitarios para sus obreros. Bajo la necropolítica parecería que los ministros de economía contabilizaban las exportaciones de recursos naturales para festejar balances, aunque ello implicaba que las muertes por Covid19 no tuvieran una expresión en sus planillas de cálculo.
Todos estos factores convergen en dejar en claro que estamos ante un dramático fracaso de la política en su más amplio sentido. Los gobiernos, sean de la tendencia ideológica que sean, todos fracasaron en evitar y controlar la pandemia, en impedir la pobreza y la crisis ambiental. Esto es doloroso pero no se puede ocultar. América Latina ha sido una de las regiones más golpeadas por la pandemia, con unos 40 millones de afectados, y casi un millón y medio de muertos. Hemos sido testigos de inoperancias y corrupción de todo tipo, desde las vacunaciones VIP para los ricos y privilegiados a las personas que morían en las calles o sus hogares sin que nadie las atendiera, desde peleas callejeras por el oxígeno a presidentes que decían que era una “gripecita” que se resolvía tomando té. Estos y otros atributos de la necropolítica se exploran con más detalle en un reciente ensayo, publicado en la revista Palabra Salvaje.
Todo esto ha sido posible por una mezcla de indiferencias ante la tragedia y la muerte, impotencia para poder enfrentarla y remontarla, e incapacidades de todo tipo. Esa mezcla es la que naturaliza y acepta ese dejar morir a las personas y la Naturaleza, sin entender la *contradicción que implica que al mismo tiempo mantenga viva a la economía convencional. En esto se expresa uno de los componentes más profundos en esta deriva necropolítica: se están modificando las argumentaciones morales de la política.
En el pasado, contabilizar ese enorme número de muertos o presenciar la pobreza generalizada en las calles, hubiera sido insoportable para amplios sectores sociales. No sólo eso, sino que los embargaba la vergüenza y la angustia. Hoy, en cambio, la pandemia instaló una necropolítica por la cual se convive con la muerte, con los muertos-vivos que deambulan entre la pobreza y la violencia, bajo la aceptación o resignación de muchos.
Estamos ante un nuevo tipo de opresión, o de la vieja opresión pero que ahora se lanza sobre ámbitos más profundos, alcanzando la moral que alimenta a la política. Y lo hace de modos por los cuales eso pasa desapercibido, volviéndose todavía más peligrosa.
La necropolítica, entendida de estos modos, es la consecuencia de una Modernidad agotada, incapaz de detenerla y fatalmente productora de ella. Es por ello que la necropolítica asoma bajo muy distintos regímenes políticos. Es una Modernidad sumergida en la repetición, la aceptación y la resignación. Ha intentado todo tipo de reformas y revoluciones, pero vuelve a caer en problemática de origen, como su obsesión por la dominación. La necropolítica es expresión de una Modernidad ya exhausta. Son esas condiciones las que se deben contemplar para postular cualquier alternativo de cambio real.