19 octubre, 2021
ARTÍCULO del N° 4 de nuestra Revista Territorios Comunes. Descargue aquí el número completo
“En este momento de nuestra meditación sobre la crisis civilizatoria y de la vida que estamos enfrentando, todo discurso ambiental tiene que colocarse en pausa para permitir que del silencio, emerja la voz de la tierra, el lenguaje de la tierra, la ética de la tierra…”
Ana Patricia Noguera
I. Mundo-pandemia y crisis civilizatoria: una crisis en el orden de la vida en la Tierra
Ha transcurrido más de un año desde que la COVID-19 fuese declarada como una pandemia global y el sistema-mundo ha sufrido diversos trastoques. Por un lado, se superan los ciento ochenta y cinco millones de contagiados y superamos a los 4 millones de fallecidos a raíz de la enfermedad (julio 2021), con focos de mayor intensidad en los Estados Unidos, Brasil, India y varios países europeos y latinoamericanos. El despliegue exponencial del virus continúa (algo que ocurre de maneras desiguales entre países), aunque por oleadas y a un ritmo menos acelerado, mientras que las tasas de mortalidad globales han descendido respecto a inicios de la pandemia. Los impactos sanitarios son mucho mayores a los que provoca sólo la COVID-19, debido a la crisis (o el colapso) de los sistemas públicos de salud (y en general de las instituciones de asistencia social), la notable disminución de la atención de otras enfermedades, entre otros factores.
Por otro lado, es importante resaltar que esta pandemia es claramente un problema de carácter multi-dimensional: dados sus notables ritmos de contagio y la masividad que ha alcanzado (en un mundo profundamente interconectado y globalizado), además de su capacidad de saturar todos los ámbitos de la vida social, sus impactos han sido también económicos, energéticos, sociales y psicológicos, alimentarios, ambientales y políticos. De ahí que se le adjudique términos como “sindemia” –sinergia entre factores biológicos y sociales que tienen un impacto negativo en las condiciones de la salud (Horton, 2020)– o “Corona-crisis” (Brinks e Ibert, 2020), por mencionar ejemplos.
La crisis económica global, proceso abierto desde 2008/2009, se ha agudizado en 2020 a raíz de la pandemia, registrándose una contracción del PIB prácticamente en todos los países del mundo, con excepción de China –con cifras record negativas incluso en países como Estados Unidos o España–; el hundimiento de ciertos sectores determinantes de la economía mundial, como el turismo, los servicios o el entretenimiento presencial; y la reciente adición de 131 millones de personas a la pobreza (United Nations, 2021). Las previsiones para los próximos años están marcadas por una enorme incertidumbre, por los peligros de que nos encontremos ante una gran recesión –¿peor que la de la crisis de la década de 1930?– y donde merodea el temido fantasma del “estancamiento secular” o estancamiento permanente, a pesar de los coyunturales ánimos que despiertan los mega-programas de estímulo y recuperación económica del Norte Global. Además de la pérdida de miles de empleos, se han generado transformaciones en las dinámicas del mundo del trabajo –tales como el crecimiento de las tendencias a la automatización y el teletrabajo–; se han amplificado las desigualdades sociales e internacionales; al tiempo que se desarrollan políticas estatales que vinculan lo sanitario a los ámbitos de la seguridad y el control social –una biopolítica en su máxima expresión– y se desarrolla una disputa geopolítica en torno a las vacunas.
A su vez, la adopción generalizada de medidas de cuarentena por parte de los Estados a nivel mundial no ha impedido la emergencia de numerosas protestas en varias partes del mundo, debido a motivos sociales, económicos y políticos –como ha ocurrido en los Estados Unidos, Haití, Birmania, Venezuela, Bolivia, Perú, Colombia, Inglaterra, India o Sudáfrica, por mencionar ejemplos– e incluso contra las propias medidas de confinamiento –como en Alemania, Holanda, Argentina o Líbano. La cuarentena tampoco logró detener el extractivismo, lo que se evidenció tanto en la declaración de la minería, el agronegocio o la tala como “actividades esenciales” por parte de gobiernos de América Latina; como en el avance de la frontera extractiva en regiones como la Amazonía, aprovechando la impunidad que ha generado la debilidad institucional en la pandemia (Teran-Mantovani, 2020).
Todos estos factores han creado un nuevo escenario global: un mundo-pandemia. Sin embargo, la pandemia de la COVID-19 es mucho más que el detonante de una crisis coyuntural. Es más bien el síntoma de una crisis mucho más longeva y profunda, la crisis de todo un orden histórico civilizatorio que se ha sostenido sobre una idea de progreso y crecimiento sin fin; sobre un patrón de desigualdades atravesados por la colonialidad, el patriarcado, el poder de clase y el antropocentrismo; y sobre una relación dominante con la naturaleza que no sólo establece una ruptura, una disrupción subjetiva, epistémica y cultural del humano con respecto a ella, sino también una acción cada vez más devastadora sobre las redes de la vida en el planeta Tierra.
La evolución de esta crisis civilizatoria, con la destrucción de bosques y selvas a gran escala, el socavamiento de fuentes de agua fresca, la desaparición progresiva de especies, la emergencia del cambio climático, junto al desarrollo de mecanismos y tecnologías de aniquilación masiva y control del orden vital (bomba nuclear, manipulación genética, sistemas de control social, entre otros) nos han traído a un punto máximo de insostenibilidad de la vida tal cual la conocemos; a un tiempo límite, de eventos extremos, de umbrales ecológicos, económicos, energéticos, epidemiológicos; a un tiempo donde la turbulencia y la inestabilidad son ya la “normalidad”.
Es en este sentido que nos encontramos ante una crisis total, existencial, una crisis que trastoca todo el orden de la vida en la Tierra. El debate sobre el ‘antropoceno’, entendido este como un período geológico en el cual el principal factor de cambio y transformación en el planeta sería el humano, nos permite precisamente comprender la dimensión profunda, histórico-ambiental, sistémica y antropológica de esta crisis. La pandemia de la COVID-19 es una evidente expresión del antropoceno y su evolución.
Desde esta perspectiva, esta pandemia debe ser también entendida como un problema socio-ambiental, al menos por dos razones: en primer lugar, porque este tipo de pandemias contemporáneas han sido el resultado del avance de los procesos de mercantilización de la vida y la ocupación permanente de nuevas fronteras ecosistémicas, algo que se ha intensificado dramáticamente en estas últimas décadas de neoliberalismo. Nada de ‘desastre natural’ o de ‘hecho fortuito’: la actual transmisión de enfermedades zoonóticas –es decir, que saltan de animales a humanos– están estrechamente vinculadas a la agricultura y avicultura intensivas e industriales (Wallace, 2016). En febrero de 2021, la OMS ha reconocido como principal hipótesis que la pandemia de la COVID-19 se produjo por un salto zoonótico directo de un animal a la población humana (World Health Organization, 2021). Entre otros de los factores determinantes para el surgimiento de este tipo de pandemias se cuentan el comercio de animales salvajes y exóticos (algo muy común en China), la manipulación genética, la expansión de la urbanización (Connolly et al, 2020) y del turismo depredador, la deforestación, o el abuso en el consumo de antibióticos. Dichos factores causales se inscriben en las dinámicas de la economía política del capitalismo global, de sus lógicas de acumulación y poder, y han empalmado con el desarrollo de una forma transnacional y globalizada de transmisión de las enfermedades, posible por la expansión de las interconexiones de la movilidad humana y de mercancías a escala mundial.
El alcance global que ha tenido hasta ahora la COVID-19 es un reflejo de cómo la degradación general de la salud, el bienestar, el vivir bien, ha brotado, explotado y se ha expandido hacia todas las redes de la vida socio-ecológica. No deja nada por fuera. Y esta nueva escala de la enfermedad ha venido configurándose fundamentalmente desde el siglo XX, pero con más precisión desde las décadas de los 80-90s, con el surgimiento de lo que podríamos llamar las pandemias de la globalización neoliberal. Antes de la COVID-19, deberíamos recordar la expansión del VIH-Sida, el SARS-CoV en 2002, la llamada “gripe aviar” (H5N1) en 2003, la gripe porcina (H1N1) en 2009, el Síndrome Respiratorio de Medio Oriente (MERS-CoV) en 2012, el ébola en 2014-2016 o el Zyka (ZIKV) en 2015. A pesar de estas amenazas y de las advertencias previas sobre los peligros del surgimiento una gran pandemia global, las enormes presiones sobre los ecosistemas y los ciclos de la vida se mantuvieron y expandieron. Hoy, la pandemia del nuevo coronavirus ha emergido en un sistema global que es mucho más frágil que antes, mucho más inviable que el de los tiempos de la llamada ‘Gripe Española’, que infectó a 500 millones de personas y mató a 50 millones en la segunda década del siglo XX.
Además, la COVID-19 se termina conjugando, de una u otra forma, con un conjunto de enfermedades que también afectan a buena parte de la población mundial (de ahí su carácter marcadamente sindémico), como las enfermedades respiratorias y diarreicas, los infartos, la hepatitis viral –que mata anualmente a 1,3 millones de personas a escala mundial–, la diabetes o el cáncer, por mencionar ejemplos emblemáticos, los cuales son básicamente originados por los patrones de vida dominantes, las desigualdades socio-económicas y la segregación ecológica.
Hay una segunda razón, aún más profunda, de por qué la pandemia debe ser también entendida como un problema socio-ambiental: esta es una expresión más, un síntoma más que revela que el sistema-Tierra en su conjunto está enfermo. La COVID-19 hace parte de una serie de eventos límite que en realidad están concatenados, como los incendios en la Amazonía, los incendios de Australia de 2020, el dramático derretimiento de glaciares y los casquetes polares, la pérdida de fertilidad del suelo o el hecho que 2020 igualara al 2016 como el año más cálido (según los registros publicados por la NASA), sin contar con los varios eventos climáticos extremos que han estremecido al mundo en 2021. La Tierra gime, cruje, es el pathos planetario; el ‘síntoma’ –palabra que proviene del griego y nos remite a la concurrencia, a la coincidencia de fenómenos– nos revela la posibilidad de que el planeta se convierta en un ambiente hostil a la vida tal y como la conocemos.
A esto hay que sumarle el despliegue de dispositivos de muerte, de intoxicación, de desnutrición, de degradación cotidianos, propios del sistema dominante: derrames permanentes de petróleo, de desechos industriales, que envenenan aguas, especies, cuerpos; alimentos infestados de agroquímicos, de conservantes; accidentes de tránsito que se llevan 1,3 millones de vidas al año –el automóvil también mata–; aires llenos de gases de combustión, químicos y metales pesados; islas de plástico; campos de radiofrecuencia y ondas electromagnéticas que rodean a miles y miles de personas en todo el mundo.
Paradójicamente, a medida que la tecnología aparece como ‘más avanzada’, que estamos más inundados de aparatos y dispositivos de punta para automatizar nuestra vida; a medida que aparecen más robots, viajes a Marte o transportes voladores particulares, la Vida en la Tierra se ha hecho más insalubre, se ha hecho verdaderamente insoportable. Somos más vulnerables que nunca. El sistema-Tierra se ha intoxicado de modernidad, de capitalismo. El antropoceno y la crisis civilizatoria se expresan como enfermedad. Es por esto que este es un tiempo en donde se está redimensionando drásticamente la valoración de la vida y la muerte.
II. Re-pensando la salud/enfermedad desde la ecología política: la noción de cuerpo-Tierra como conexión subjetivo-planetaria
Al amenazar directamente nuestras vidas y la de nuestros seres queridos, y al romper con las dinámicas de nuestra cotidianidad, la pandemia ha sido una bofetada que quebró el efecto narcotizador de la vieja “normalidad”. Esto nos ha permitido redimensionar preguntas clave sobre los determinantes impactos que al planeta han generado los estilos de vida dominantes, sobre el rumbo que como especie humana hemos tomado en esta historia reciente, y sobre la particular forma de aproximarnos y relacionarnos con la naturaleza –algo que interpela fundamental, aunque no únicamente, a las sociedades y culturas urbanas contemporáneas.
¿Cómo este shock social y subjetivo que ha provocado la pandemia nos puede aproximar, de maneras más profundas, a una comprensión y conexión sobre los orígenes de la crisis civilizatoria? ¿Cómo podemos vincular estos evidentes peligros a nuestra salud personal con la situación de enfermedad del sistema-Tierra?
Como ya hemos mencionado, uno de los pilares de la crisis civilizatoria lo representa esta cosmovisión, este patrón de saber imperante en el que se consolidó una separación entre los humanos y la naturaleza, que además impuso lógicas de dominación y de acelerada degradación de la misma. La occidentalización del mundo conllevó a la expansión de esta forma moderno/colonial de saber, sentir y percibir, la cual fue desplazando y rompiendo una diversidad de ecosofías en las que ha prevalecido una relación holística entre sociedades humanas y naturaleza, imponiendo en cambio una soberbia posición de ‘superioridad’ (primordialmente eurocentrada, blanca y masculina) respecto al resto de componentes del orden ecológico; una ruptura sujeto-objeto que hizo del ‘hombre civilizado’ el supuesto director del devenir de las cosas en la Tierra, y de la (llamada) naturaleza, un instrumento del ‘progreso’, un recurso para para la expansión capitalista, y un objeto de estudio para la ciencia.
El resultado profundo de esta ruptura epistémica y ontológica, algo que hoy más que nunca debemos advertir, es que esta subjetividad moderna dominante (en muy buena medida urbanizada) es un ser desarraigado, arrancado de su tierra natal (Noguera, 2013), ecológicamente des-territorializado. La alienación humana en el capitalismo no se ha producido sólo por la cosificación del ser y la apropiación de su fuerza vital por parte del sistema de producción económica, sino fundamentalmente por esta enajenación que se produce entre el humano y el mundo natural –algo que resaltó el marxismo ecológico (véase Bellamy-Foster, 2000). Se trata de una alienación raizal, fundante, que inevitablemente lo conduce a una debacle vital.
Es de esta particular cosmovisión moderno/colonial que se han derivado concepciones convencionales de la salud y la enfermedad, que nos remiten a nociones y construcciones individualizadas, mecanicistas, fragmentarias, cuantitativistas. Medicalización indiscriminada, compartimentalización del cuerpo, patologización de procesos naturales, mecanismos operatorios violentos sobre el humano para acelerar determinados resultados, enfoques primordialmente curativos antes que preventivos. Han sido estas concepciones convencionales las que han adaptado el abordaje de la salud y la enfermedad a las dinámicas maquinizadas y racionalizadas de las sociedades contemporáneas, así como a las lógicas de la industria farmacéutica y de las tecnologías de la salud. En cambio, estas visiones lo que han hecho es ignorar la estrecha relación que existe entre el tipo de sistema social imperante y el estado de la salud; y desdeñar que la degradación de la salud de los ecosistemas es indefectiblemente la degradación de nuestra propia salud. El nuevo umbral epidemiológico que hemos alcanzado con la crisis civilizatoria está sacudiendo con fuerza esas concepciones limitadas e individualizadas de lo sanitario.
En este contexto, requerimos repensar las nociones de salud/enfermedad no sólo desde perspectivas más integrales, sino también desde una visión no antropocéntrica. Diferentes cosmovisiones y ecosofías ancestrales, saberes tradicionales de numerosos pueblos en el Sur Global, ofrecen códigos y referentes para descolonizar las nociones dominantes sobre salud, bienestar y enfermedad. Por ejemplo, en variados pueblos indígenas americanos, la salud es concebida como la manifestación de una relación equilibrada y armónica entre las personas y su entorno ambiental, de alta conexión con la biosfera y el cosmos (Zent, 2021). En esta línea, las nociones de salud tienen fuertes sentidos de comunidad, tanto entre humanos como con el resto de especies y el entorno cósmico –siendo que esta comunión está determinada no sólo por aspectos materiales sino también espirituales y culturales. De ahí que la enfermedad aparezca vinculada a la fragilidad o ruptura de la armonía con ese cosmos.
Por otro lado, los aportes de la ecología política, la geografía crítica y el ecofeminismo (Noguera, 2013; Haesbaert, 2021; Ulloa, 201) también nos ofrecen herramientas epistémicas para comprender cómo el cuerpo humano debe ser entendido como una extensión misma de las redes planetarias de la vida; cómo se encuentra en profunda conexión y pertenencia con las tramas ecosistémicas. En este sentido, decir que el humano es naturaleza expresa no sólo su posición en un entorno ecológico, sino su propio carácter de continuación del mismo, de expresión de la totalidad, de su hechura como parte de esas redes ambientales. La palabra humano está emparentada con humus, que significa tierra, suelo, una referencia a la materialidad y terrenalidad de la que provenimos, que es al mismo tiempo cultural e inmaterial.
La salud por tanto no debe remitirnos sólo al cuerpo-individuo, sino a la corporalidad viva más amplia que nos determina, a la que pertenecemos. La noción de “cuerpo-territorio” popularizada y muy debatida desde los feminismos comunitarios y el ecofeminismo es muy útil para reflejar estas continuidades vitales –el cuerpo (de la mujer) como territorio en disputa y conquista, el cuerpo conectado a dinámicas espaciales y a los elementos ambientales de la reproducción de la vida. En este artículo reivindicamos una ecología del ser, y enfocándonos en este tiempo de antropoceno, proponemos mirar la crisis en clave del sistema-Tierra en su conjunto. Es en este sentido, e inspirados en el pensamiento ambiental latinoamericano –con trabajos como el de Ana Patricia Noguera– y la geografía crítica, que traemos la noción de cuerpo-Tierra para repensar esta conexión subjetivo-planetaria: Tierra que incluye a la tierra (con minúscula), el humus, pero también todo el entramado de ciclos, dinámicas, flujos energéticos y climáticos del planeta –lo que se emparenta tanto con la idea de pachamama de la cosmovisión andina, como con la visión de Gaia de James Lovelock–; Tierra que es cuerpo en sí mismo, que es a la vez nuestro cuerpo humano; cuerpo humano que se expresa al mismo tiempo como extensión del planeta, en todas sus diferentes escalas.
Si como hemos mencionado, el cuerpo-Tierra se ha enfermado; si los entramados de vida planetarios se encuentran intoxicados, del mismo modo, nosotros también lo estamos. Necesitamos conectar la experiencia subjetiva y social que estamos viviendo en la pandemia, con un entendimiento de la particular situación histórico-ambiental en el planeta, de lo que hoy, en este tiempo de crisis civilizatoria, significa esta concurrencia de fenómenos que están creando un ambiente hostil a la vida tal y como la conocemos. Además de comprenderla en un sentido más integral –físico, cultural, energético, espiritual– requerimos deslocalizar la noción de enfermedad únicamente en el individuo, para asumirla también como un proceso eco y geo-sistémico en desarrollo en el sistema-Tierra, que tiene facetas y expresiones muy variadas –el colapso ambiental y el cambio climático son un reflejo de ello.
La enfermedad del cuerpo-Tierra es la nuestra. Es necesario asumir esta situación acorde a las dimensiones que tiene, y tomar medidas urgentes ante ello. Necesitamos sanar y desintoxicar para transformar.
III. Sanar/desintoxicar, restaurar y reforzar: rutas para una transformación metabólica planetaria
Nos encontramos en emergencia. No se trata sólo de las declaraciones oficiales de los Estados a raíz del surgimiento de la pandemia, o bien el anuncio de la ‘emergencia climática’ proclamado por movimientos sociales y varios organismos internacionales; se trata de una situación generalizada, a escala planetaria. Hoy ronda con mucha fuerza la pregunta de si ya hemos alcanzado un punto de inflexión en nuestros sistemas sociales y ecológicos, que nos llevarían a nuevos y complicados escenarios, de muy difícil gestión. Los peligros de nuevas pandemias –véase los frecuentes y recientes brotes de ébola en países africanos–, pérdidas masivas de cosechas o eventos climáticos extremos nos muestran que necesitamos no sólo cambios profundos, sino también urgentes. No hay mayor prioridad.
Ante esto, las agendas de cambios políticos y económicos dominantes posicionan con mayor fuerza el tema ambiental –sobre todo enfocadas en “soluciones climáticas” y “energías limpias”. Sin embargo, los grandes programas de recuperación económica y los paquetes mil millonarios de reactivación fiscal propuestos por numerosos países ante la Corona-crisis, de ninguna manera cuestionan la devastadora lógica del crecimiento económico, y en realidad están configurando una nueva reestructuración capitalista global “verde”, basada en oportunidades de negocio en el ámbito ambiental. Se anuncia una “Revolución Industrial Verde”, una “nueva economía verde”, “inversiones climáticas”, “agricultura inteligente”, entre otros términos. Se propone continuar la producción masiva de artefactos como laptops y smartphones, ahora cargados con energía solar; impulsar el “ansiado” boom de los carros eléctricos, sostenidos en el avance del extractivismo de litio y cobre en países de Suramérica; se busca relanzar los agrocombustibles (de maíz, caña, etc), que han contribuido al avance de la frontera agrícola y al encarecimiento de los precios de los alimentos; continuar la política de los mercados de carbono o promover la nueva fiebre del hidrógeno, el llamado “combustible de futuro”, por mencionar ejemplos. Estas propuestas no modifican los patrones de apropiación y degradación de la naturaleza, ni las desigualdades sociales e internacionales; más bien podrían intensificarlos y continuar formas de intoxicación y degradación de la vida en la Tierra.
Más allá de estas y otras falsas soluciones que van inundando los debates y medios de comunicación, la transformación que requerimos debe ser radical y de decisiones inmediatas. Grupos de poder económico y político globales, regionales y nacionales nos han enfermado. Para curarnos, curarnos como cuerpo-Tierra, se requieren cambios estructurales; no hay soluciones mágicas, aunque sí un conjunto diferenciado pero articulado de medidas que se deben impulsar, en diversas escalas, dimensiones y temporalidades. Habría mucho que discutir; para este artículo, apenas y brevemente, haremos énfasis en tres ámbitos de acción/pensamiento que, a nuestro juicio apuntan a una fundamental transformación metabólica planetaria: sanar/desintoxicar; restaurar y reforzar.
En primer lugar, para sanarnos y desintoxicarnos como cuerpo-Tierra necesitamos, en primera instancia, detener la máquina global de devastación y envenenamiento de las redes de vida planetaria. Esto supone algo tan crucial como abandonar, desde ahora, la lógica de crecimiento como factor central de organización de las sociedades actuales; la supremacía de las dinámicas de acumulación de capital a escala global y su metabolismo social de muerte; la mercantilización de todo; y la expansión del extractivismo que desgarra las entrañas de la Tierra. Al lograr progresivamente detener esta máquina económica de muerte, la Tierra va respirando, recuperando sus tiempos, sus fuerzas regenerativas. Pero sanar/desintoxicar también implica una cuestión político-relacional y epistémica: supone desplazar las estructuras de explotación de unos sobre otros, recuperando formas de mutualidad y simbiosis; las violencias neo-coloniales sobre los cuerpos, los territorios y la Tierra –algo que para el feminismo comunitario implica la “sanación como camino cósmico-político” (Cabnal, 2018); y los sistemas de conocimientos fragmentados, monoculturales, jerarquizantes, antropocéntricos y patriarcales.
Este proceso va de la mano con un segundo ámbito de acción/pensamiento: restaurar –del latín restaurare, volver a poner en pie. Es vital recuperar y restituir las funciones, atributos, estructuras y procesos ecológicos de numerosos bosques, selvas, cuencas hidrográficas, comunidades bióticas, cadenas tróficas, entre otras, que han sido devastadas y envenenadas a lo largo de siglos por parte de este desarrollo económico de muerte. Pero esto va más allá de una restauración meramente ecológica: poner el freno de emergencia a la locomotora del progreso –parafraseando a Walter Benjamin– requiere hacer florecer, simultáneamente, configuraciones societales y económicas que pongan la vida en el centro, que se aproximen a los tiempos, ritmos y ciclos del planeta. Es esencial pues, reorientar las transformaciones requeridas hacia los códigos del decrecimiento, el post-extractivismo y el post-capitalismo; colocar como referentes otros criterios, valoraciones, políticas e indicadores, sean los que se desprenden de la diversidad de perspectivas que existen sobre el vivir bien –como el suma qamaña aymara, el ubuntu de los pueblos originarios del sur de África o el swadeshi y el swaraj en India–, o bien los que se expresan en cuestiones como las eco-aldeas, las biorregiones, la soberanía alimentaria o la huella ecológica.
Restaurar también implica recuperar relaciones holísticas entre humanos y naturaleza, epistemologías y cosmovisiones de la interdependencia y el mutualismo, haciendo de lo común un política cooperativa entre humanos y con el resto de especies, y que toda restauración ecológica se realice en consonancia con las culturas y economías locales. Esto evidentemente involucra no sólo la procura de nuevos contextos de salud más vigorosos, sino también la posibilidad de contar con una diversidad de saberes y perspectivas culturales sobre la salud, el bienestar, la medicina y el abordaje de la enfermedad, que en conjunto enriquecen los enfoques del sostenimiento de la vida desde la complementariedad y la complejidad.
La puesta en marcha de estas perspectivas requiere el impulso y promoción de redes de cuidado comunitario, economías solidarias, iniciativas de agroecología y permacultura, energías de escala humana y, en general, un proceso de distribución social masivo de los medios de vida (tierras, bienes comunes, rentas, derechos, insumos, entre otros) que permita, como mínimo, sostener el complejo proceso de tránsito del cambio sistémico que se requiere. No se trata de algo fácilmente alcanzable. Muy al contrario, junto con la necesidad de sortear los intereses políticos y económicos que adversarían una transición de este tipo, nos encontraríamos ante una movilización de fuerzas y recursos nunca antes visto, una reorganización societal de enormes dimensiones, sin precedentes en la historia de la humanidad; algo que además requeriría un profundo involucramiento de las sociedades, una importante movilización global de acción e interpelación a los grandes poderes, un sacudón cultural y político acorde a este tiempo histórico.
Como tercer ámbito tenemos el reforzar, basado primordialmente en la idea de resiliencia, que nos remite a la capacidad de comunidades y ecosistemas para absorber y recuperarse de diversas perturbaciones que los impactan. Esta idea es crucial en un mundo que se ha vuelto caótico, inestable y volátil, que se va caracterizando por la cada vez más frecuente ocurrencia de eventos extremos (sequías, tormentas, inundaciones, etc). Incluso si fuese posible detener con rapidez el curso de la devastación ambiental y el agravamiento del cambio climático, existen indicios que apuntan a inevitables transformaciones de ciertas condiciones atmosféricas y en los ecosistemas que tendrán importantes impactos, y para los cuales es fundamental estar preparados. Por ello es vital que los procesos de transición y transformación socio-ecológica se dirijan también al reforzamiento y búsqueda de resiliencia en todos los ámbitos de la reproducción de la vida. Ello implica, por ejemplo, orientaciones en los procesos de restauración ecológica que refuercen el entorno ambiental ante las potenciales nuevas condiciones –reforzamiento de la biodiversidad; ‘siembra’ de agua; uso de cultivos, plantas y materiales adaptados a los cambios en curso; entre otros. Pero también es necesario que se fortalezcan los tejidos sociales y entramados comunitarios que, a través de la acción cooperativa puedan estar en capacidad de responder ante las difíciles situaciones que van surgiendo en esta crisis; sus potencialidades para la autonomía, sus sistemas de cuidado y salud, sus saberes medicinales, sus sistemas inmunológicos. Esta orientación es ineludible ante los tiempos que se desarrollan.
Estas ideas que presentamos son apenas algunos referentes, algunos horizontes para contribuir en la reflexión y discusión sobre cómo enfrentar este contexto de seria degradación de la vida. La ruta que transitemos debe, definitivamente, ser diferente a la que se ha recorrido en la historia moderna hasta la fecha. Se requerirá una gran creatividad y disposición para ello. Si aún hay tiempo para recuperar un proyecto emancipatorio, este ya no podrá estar sólo fundamentado en un ideal de riqueza económica, de crecimiento ilimitado o de ‘progreso’ ascendente; en el centro deberá estar la reproducción y sostenibilidad de la vida socio-ecológica. Ya no podrá ser sólo un proyecto pensado desde y para los humanos; deberá incluir a la comunidad de especies que vivimos en la casa común, y sobre todo, enarbolar la bandera de la sanación y liberación de la Tierra como el cuerpo más amplio que nos acoge, al que pertenecemos.
IV. Referencias bibliográficas
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