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Revuelta en la región chilena: un balance histórico-crítico

Pablo Jiménez C.  :: 05.11.21

Del libro La lucha por la vida en las ciudades - Defensa del territorio, irrupciones subterráneas, proyectos de autonomía

Revuelta en la región chilena: un balance histórico-crítico
Pablo Jiménez C.

Del libro La lucha por la vida en las ciudades - Defensa del territorio, irrupciones subterráneas, proyectos de autonomía

http://comunizar.com.ar/wp-content/uploads/La-lucha-por-la-vida-en-las-ciudades.pdf

 

Introducción
Comprender y analizar la revuelta en la región chilena se vuelve cada vez más relevante en una sociedad capitalista sumida en una crisis terminal (Jappe, 2019), en la que la agudización de la miseria ha generado condiciones propicias para el estallido de revueltas sociales en diferentes regiones del planeta contra el orden social actualmente existente y sus consecuencias catastróficas para los seres humanos y el conjunto de la naturaleza. Particularmente porque en Chile se han
movilizado todos los elementos sociales e históricos propios de la lucha
de clases en nuestra época actual, y porque todos los mecanismos de
contención propios del poder estatal del capitalismo tardío han sido
desplegados para el combate de la revuelta, es decir, la mixtura entre
un despliegue masivo de agentes y fuerzas represivas con medios
institucionales que filtran —a través de diferentes canales— las
demandas inmediatas articuladas por las masas insurgentes dentro de
los marcos fetichistas de la democracia.
Como veremos a detalle más adelante, en Chile se condensan y
convergen actualmente todos los elementos de la crisis contemporánea
del capitalismo: revuelta social, crisis de la sociedad del trabajo,
desempleo, agravamiento del patriarcado, pandemia, cambio climático,
etcétera. Por otro lado, es de suma importancia analizar la dimensión
anticapitalista que, algunas veces de forma abierta, otras de manera
subrepticia, ha manifestado la revuelta en diferentes momentos de
su despliegue a partir del 18 de octubre de 2019. Por consiguiente,

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en nuestra exposición esperamos trascender la mera cronología o
enumeración de los acontecimientos que constituyeron la revuelta
en la región chilena, y trataremos de indagar la esencia del fenómeno
social e histórico que constituye la revuelta chilena y, de esta manera,
proceder a dilucidar tanto sus posibilidades de ruptura con el orden
capitalista actualmente existente, así como comprender los límites de
su praxis y los presupuestos necesarios de su superación.
En consecuencia, con el objetivo de analizar la profundidad de
la revuelta en Chile y las posibilidades que se abren a partir de su
despliegue, así como las lecciones que se pueden extraer de su acción
histórica para futuros enfrentamientos, se vuelve necesario caracterizar
la sociedad capitalista contra la que dicha revuelta —consciente o
inconscientemente— dirigió su actividad. Y es que nuestro propósito
final es, a partir de la lectura crítica de la revuelta social en la región
chilena, contribuir a sentar los fundamentos que permitan anticipar las
medidas concretas que hagan posible responder a la pregunta acerca
de cómo habrá de ser abolida la ley del valor, es decir, plantear los
presupuestos que constituirán el contenido práctico de la emancipación
social en nuestro siglo.
En mi caso en particular, hoy me encuentro aquí compartiendo
con ustedes debido a la publicación de un artículo de mi autoría para la
Revista Revueltas del Núcleo de Historia Social Popular y Autoeducación
Popular de la Universidad de Chile, en el cual señalaba la importancia
de situar la revuelta social en Chile en el contexto de la crisis de
valorización del capitalismo mundial34. En este sentido, creo que es
necesario comenzar nuestro análisis caracterizando brevemente la
crisis actual del capitalismo mundial, estableciendo así la importancia
que posee este contexto histórico para una comprensión cabal de la
revuelta en la región chilena.
A continuación analizaremos el panorama histórico previo de
la revuelta y el desarrollo de la revuelta misma, para continuar con
el nuevo escenario histórico que se abre con el fin de la revuelta y
34 Dicho texto puede ser encontrado en el siguiente enlace: http://revistarevueltas.cl/ojs/
index.php/revueltas/article/view/32/27

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el comienzo de la crisis social y sanitaria derivada de la pandemia
del COVID-19. Finalizaremos nuestra exposición evaluando las
consecuencias de la continuidad difusa de la protesta social en medio
del estado de excepción constitucional de catástrofe y, por último,
realizando algunas reflexiones a modo de síntesis y conclusiones que
se derivan de los análisis anteriores.
La crisis de valorización del capitalismo mundial
En el artículo que ya he mencionado, señalaba la importancia de
la corriente teórica conocida como Nueva Crítica del Valor —que
agrupa tanto a la Wertkritik, vinculada al Grupo Krisis, como a la
Wertabspaltungkritik de la revista Exit, entre otros autores (Jappe,
2018)—. Esta corriente se destaca por considerar —retomando los
análisis más radicales de Marx al respecto— al valor mercantil como el
principio de síntesis social de la modernidad capitalista; un a priori social
inconsciente que determina las formas del pensar y del actual (Jappe,
2016). En este sentido, tal como señalaba R. Kurz (2016) en su Colapso
de la modernización, el sistema del dinero puede ser comprendido
como el sistema totémico de la modernidad que —tal como el tótem
antiguo— va de la mano con su respectiva ética represiva.
Es decir, la sociedad capitalista es una sociedad organizada de
manera fetichista, que no se debe a ninguna planificación prestablecida
de antemano por los productores, sino que es el resultado de la
actividad de productores privados separados que intercambian los
productos de su actividad en una esfera anónima que denominamos
“mercado” (Jappe, 2019). De allí resulta esa inversión de la realidad
característica de la sociedad capitalista que Marx (2018) denominó
“fetichismo de la mercancía”: se trata de relaciones sociales entre las
cosas, y relaciones propias de cosas entre las personas. Tal fetichismo
es, según la expresión del mismo autor, inseparable de la producción
mercantil (Marx, 2018).
En la sociedad capitalista, la igualdad de trabajos privados
completamente heterogéneos -así como la igualdad de los individuos
que efectúan tales trabajos- solo puede llegar a ser socialmente válida

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a partir de una abstracción efectiva de su desigualdad real (Marx,
2018). De esta manera, el puro gasto abstracto de energía humana se
convierte en el principio nivelador de toda actividad humana: “si un
artesano elabora un cuchillo en media hora y una máquina lo hace en
diez segundos, el valor del cuchillo en el mercado queda reducido a
diez segundos de tiempo de trabajo” (Macías, 2017, pág. 20). Por ello,
en la sociedad capitalista toda mercancía posee necesariamente una
doble naturaleza: es simultáneamente un objeto útil que satisface
alguna necesidad, un valor de uso; y el envoltorio concreto de una
cantidad de trabajo abstracto, un valor de cambio (Marx, 2018). Esta
naturaleza dual de la mercancía es resultado de la naturaleza también
bifacética del trabajo que produce mercancías, su doble naturaleza de
trabajo concreto y trabajo abstracto (Marx, 2018). Como afirma Jappe
(2019): “Es esta doble naturaleza de la mercancía y el trabajo que la
ha producido la que Marx sitúa al comienzo de su Capital y de la cual
deduce todo el funcionamiento del capitalismo” (pág. 19).
En consecuencia, la producción y reproducción de la vida social
en su conjunto termina por organizarse en torno al intercambio de
cantidades de trabajo abstracto —cuya representación fetichista
adquiere forma sensible en el dinero— y no en torno a la satisfacción de
necesidades humanas. Aquí se encuentran ya planteados los elementos
fundamentales de la crisis actual. En efecto, el capital es —tal como
advirtió Marx (2010) en sus Grundrisse— una contradicción en proceso:
tiende, debido a la social fetichista y a la necesaria competencia entre
productores privados, a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo
mientras que, al mismo tiempo, lo pone como la única fuente y medida
de la riqueza (Marx, 2010). La competencia entre productores privados,
entre empresas, obliga a reducir constantemente la cantidad de trabajo
socialmente necesario para la producción de mercancías (Jappe, 2016).
Por consiguiente, en su determinación de sujeto automático
—determinado a convertir una suma de dinero en otra mayor—, el
capitalismo ha llegado —a partir de la tercera revolución industrial y
de la reestructuración capitalista de los años 70— a una etapa histórica
en la que ha dejado atrás el empleo masivo de trabajo vivo en la
producción y en la que la automatización de la producción se ha vuelto

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un elemento divergente con las relaciones de producción fundadas
sobre el valor (Macías, 2017). Eso es lo que plantea la primera versión
de la teoría de la crisis marxiana fundada en la divergencia entre
producción de riqueza material y proceso de valorización (Cardoso,
2019), cuya base objetiva reside en la progresiva eliminación del
trabajo vivo del proceso de producción inmediato (Marx, 2010): “El
desarrollo estratosférico de las fuerzas productivas promovido por el
capitalismo comporta una contradicción fundamental, porque vuelve
gradualmente superfluo el empleo de fuerza de trabajo humana. El
progreso técnico-científico abole el trabajo, el fluido material del
capital” (Cardoso, 2019, pág. 179).
Hay, por tanto, una incompatibilidad, una divergencia objetiva,
entre el sistema tecnológico de la automatización propio del capitalismo
avanzado y las relaciones de producción fundadas en la valorización
del capital (Macías, 2017). En el mercado mundial, son las empresas
con mayor composición orgánica de capital —las mejor dotadas de
equipo tecnológico— las que triunfan en la competencia aun cuando,
de manera contradictoria, son las que menos aportan a la formación de
la masa de plusvalía social (Cardoso, 2019). La automatización de la
producción coloca a las fuerzas productivas creadas por el capital en
contradicción con la forma social del valor, puesto que el incremento de
la productividad suprime cada vez más la participación humana en el
proceso de trabajo y, por tanto, mina la base sobre la cual se desarrolla
la autovalorización del capital (Macías, 2017). De esta manera, el
capitalismo atraviesa hoy una crisis interna que no puede ser superada
dentro de los marcos del sistema, puesto que es una crisis del trabajo
como tal, es decir, una crisis de la relación de clase misma35.
Como consecuencia de esta crisis, es decir, el agotamiento
histórico de la posibilidad de explotar trabajo vivo, hemos asistido en
las últimas décadas a un aumento vertiginoso de la población superflua
(Jappe, 2019). Es la producción de una verdadera humanidad sobrante,
innecesaria para la autovalorización del capital. Son personas que han
35 Este fenómeno ha sido constatado, aunque desde una perspectiva diferente a la de la
Nueva Crítica del Valor, por la revista Theorie Communiste.

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quedado liberadas -en un sentido negativo- del trabajo, pero no de la
necesidad de dinero (Kurz, 2016). En nuestra época, este grupo social
ha entrado en el escenario histórico como uno de los sectores más
radicalizados de las revueltas contemporáneas, particularmente en lo
que se refiere a su estrato más joven, aunque por otro lado también ha
sido caldo de cultivo para la proliferación de pandillas y organizaciones
alejadas de cualquier perspectiva emancipatoria. Además, su presencia
se ha hecho notar en Europa, Estados Unidos y América Latina a partir
de las oleadas de migraciones que escapan de la guerra, del cambio
climático o del colapso económico —este último fenómeno había
sido resaltado hace casi dos décadas por Robert Kurz como uno de los
elementos más importantes de la dinámica de colapso de la sociedad
capitalista moderna (2003)—.
Estas nuevas condiciones históricas configuran nuestra época
como una etapa del desarrollo del capitalismo mundial marcado por
una escasez creciente del valor. En palabras de Anselm Jappe (2019),
“no asistimos a la transición a otro régimen de acumulación, sino al
agotamiento de la fuente misma del capitalismo: la transformación del
trabajo vivo en valor” (pág. 307). Esta situación constituye un campo
abierto para la reactualización de la barbarie, para la proliferación de
mafias y la militarización de los territorios: “más que una dicotomía
norte-sur, nos enfrentamos a un apartheid global, con muros alrededor
de los islotes de riqueza en cada país, en cada ciudad” (Jappe, 2019,
pág. 310). Como tal, la crisis de valorización no debe ser interpretada
como el hundimiento inminente e inmediato del sistema capitalista,
sino como el proceso de desmoronamiento ya en acto de un sistema
multisecular que choca cada vez más con sus límites internos y externos
(Jappe, 2015). Dicho proceso ha sido pospuesto desde los 70 mediante
una enérgica producción de capital ficticio y un giro mundial hacia el
neoliberalismo (Macías, 2017). No obstante, después de la crisis del
fordismo, con la expulsión creciente del trabajo vivo del proceso de
producción y la automatización de este, se ha vuelto inviable continuar
aplicando dichos mecanismos de compensación a la producción
decreciente de plusvalor (Jappe, 2019).
De esta manera, no existe ninguna posibilidad de sostener a
largo plazo una versión renovada del Welfare State -puesto que la base

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objetiva de los “años dorados” (1945-1975) del capitalismo fue el
empleo masivo de fuerza de trabajo que caracterizó al fordismo-, desde
ahora en adelante lo que nos espera “son retrocesos cada vez más
significativos en nuestras condiciones de vida” (Macías, 2017, pág. 212).
Así, el desmoronamiento sistémico de la sociedad capitalista
en modo alguno se produce como una transición pacífica hacia otra
organización social, sino que está tomando cada vez más la forma
de un peligroso retorno a la barbarie. En este contexto, es necesario
señalar la convergencia simultánea de 6 factores que hoy operan sobre
el escenario mundial.
1) Ciclo de revueltas en países de diferentes continentes. Ya en
el año 2011 el colectivo Blaumachen (2011) denominaba a nuestra
época como la “era de los disturbios”. La revuelta aún en curso en
Colombia, y la represión desmedida que ha desatado, demuestra tanto
la vigencia como la profundidad a largo plazo que tendrá el presente
ciclo de luchas.
2) Agravamiento del cambio climático de origen antrópico. El
surgimiento de la pandemia mundial de COVID-19 forma parte de esa
agudización del cambio climático, y anuncia el carácter de las crisis
futuras y de la gestión capitalista de la catástrofe. Hay que considerar,
además, que la degradación global de las condiciones de vida producto
de la devastación capitalista constituye en sí misma “un inmenso factor
de revuelta, una exigencia materialista de los explotados, tan vital como
fue en el siglo XIX la lucha de los proletarios por poder comer” (Debord,
2006, pág. 80). Este proceso ha sido empíricamente constatado en los
sucesivos informes del IPCC (2019). Marx (2018) decía que el lema
de todo capitalista individual y de toda nación de capitalistas era
“después de mí el diluvio” (pág. 325), pero en la fase actual de crisis
del capitalismo como forma social total, su lema debería ser: “Después
de este mundo no habrá ningún otro” (Kurz, 2002, pág. 437).
3) Aceleración del cambio tecnológico propio del desarrollo
capitalista y cuarta revolución industrial en ciernes (Schwab, 2011).
Hay, por tanto, una agudización de la crisis de valorización del capital.
4) Financiarización de la economía. El capital gasta su futuro de
manera anticipada o, lo que es lo mismo, gasta su futuro de manera
anticipada (Jappe, 2016).

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5) Crisis antropológica y colapso psíquico del sujeto (Jappe,
2019). El narcisismo como norma de la personalidad y, por ende,
atrofia de la capacidad de empatía y solidaridad (Samol, 2019). Hay
una pérdida del imaginario, una incapacidad de pensar en común otra
forma de sociedad, y se impone lo que Mark Fisher (2019) denominaba
como “realismo capitalista”.
6) Estado de excepción global (Kurz, 2003). En un informe de la
OTAN del año 1999 titulado Urban operations in 2020 se augura un
escenario mundial marcado por las crisis económicas y sociales, en las
que los ejércitos nacionales deberían pasar al combate directo de la
insurgencia civil en las grandes ciudades. Casi veinte años después,
los acontecimientos parecen haber dado la razón a los sombríos
razonamientos del poder militar: los disturbios en las banlieus francesas
a principios del nuevo milenio, la revuelta griega, la primavera árabe,
los disturbios en Inglaterra en 2011, las protestas y revueltas de los
estudiantes secundarios en Chile en 2006 y 2011, la emergencia de un
movimiento feminista de resonancia mundial, el escenario de revueltas
mundiales entre 2019 y 2020; más aún, la militarización de la sociedad
a partir de la crisis mundial del coronavirus (Jappe, Homs y otros, 2020),
parecen dar la razón a quienes preveían un siglo XXI marcado por la
presencia de “ejércitos en las calles” (Rompere Le Righe, 2010).
Panorama histórico previo
Desde nuestra perspectiva, la revuelta social en la región chilena es el
resultado de una convergencia histórica entre la crisis de valorización
mundial del capital, el agotamiento del modelo de desarrollo
socioeconómico neoliberal instaurado en Chile durante la dictadura
cívico-militar de Augusto Pinochet y la maduración de un ciclo de
luchas de clases que, de manera abierta o subterránea, ha tensionado
a Chile por tres décadas (Jiménez, 2021).
La consiga viralizada durante las primeras semanas de la revuelta:
“no son 30 pesos, son 30 años”, expresa esa relación colectivamente
sentida entre la continuidad del proyecto dictatorial en democracia
-administrado y profundizado por los gobiernos que le sucedieron- y

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la progresiva pauperización de las condiciones materiales de vida para
millones de personas.
La crisis profunda que atraviesa el capitalismo en Chile viene
expresándose sobre todo a partir de las movilizaciones anti-APEC y las
revueltas estudiantiles de 2006 y 2011, así como de un movimiento
de protesta casi ininterrumpido desde 2006 que se tomaba las calles
periódicamente todos los años, y al que se agrega el surgimiento de
un movimiento autonomista mapuche en la zona del Wallmapu bajo
ocupación del Estado Chileno. Por otro lado, es importante tomar nota
de la relevancia que ha tenido en Chile el movimiento feminista, que
en el año 2018 protagonizó la denominada “explosión feminista”.
Se agregan a este panorama condiciones socioeconómicas que
dan cuenta de la creciente imposibilidad del capital para reproducir la
vida de las clases subalternas.
Chile es uno de los países más desiguales del mundo en cuanto a ingre-
sos socioeconómicos de sus habitantes (Banco Mundial, 2021).
En Chile, un porcentaje enorme de la población solamente puede so-
brevivir endeudándose de manera crónica (Pérez-Roa, 2019).
Precariedad generalizada del sistema de salud público, y costes eleva-
dos del sistema privado.
Sistema de pensiones miserable, organizado para ser una fuente perma-
nente de inyección de plusvalía hacia los capitales financieros
cuyas pensiones, con frecuencia, son mucho más bajas que el
salario mínimo de un trabajador promedio. Este sistema se aso-
cia a un alto número de suicidios en personas de la llamada “3a
edad” (Andrade, 2019).
Imposibilidad de acceder a una vivienda (CChC), problemática que va de
la mano con el aumento progresivo y permanente de los arrien-
dos (Rasse, 2019).
Explotación agravada de las mujeres, quienes deben lidiar con trabajos
de larga extensión horaria y, además, con las tareas de reproduc-
ción de los hogares (Pérez-Roa, 2019).
Precarización generalizada de la vida y el trabajo, en especial para las
clases subalternas urbanas (Stecher & Sisto, 2019).
Alto costo del transporte e inequidad en acceso a la movilidad (CEDEUS,
2019). Enorme duración de los trayectos que va de la mano con

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un sentimiento colectivo de alienación. Como ya podemos supo-
ner, el problema con el capitalismo no es solamente la desigual-
dad, sino la alienación que implica la relación social capitalista.
Esta alienación es particularmente sentida por los usuarios del sistema
público de transportes. Hacia abril de 2018, el panel de expertos había
decretado 19 veces el alza del pasaje desde la puesta en marcha del
Transantiago, que tuvo como consecuencia el surgimiento espontáneo
de un movimiento difuso y descentralizado de evasión: un porcentaje
alto de personas simplemente no pagaba el pasaje pese a una serie
de amenazas por parte de las autoridades de izquierda y derecha
(Comunidad de Lucha, 2018). Entre 2017 y 2018 se intentó contrarrestar
esta situación con las leyes antievasión y la amenaza de un registro
nacional de evasores, a lo que se agregó una intensificación de las
fiscalizaciones por parte de funcionarios del Ministerio de Transportes
acompañados de Carabineros, ambas organizaciones colectivamente
repudiadas por el ejercicio de sus labores (Comunidad de Lucha, 2018).
En este sentido, el decreto en octubre de 2019 de un alza de
30 pesos en el precio del metro —a lo que se agrega una serie de
situaciones sentidas como particularmente injustas por la población,
tales como el asesinato de Camilo Catrillanca por personal del
Comando Jungla de Carabineros en noviembre de 2018— permitió la
erupción de una crítica social en actos que, comprendiendo el sistema
de transportes y su organización como la cristalización de la totalidad
de la miseria social, se lanzó a las calles para hacer emerger una crítica
radical en actos de la sociedad.
No podemos dejar de señalar aquí la importancia del proletariado
juvenil, particularmente de su estrato más combativo: los/as estudiantes
secundarios/as. Esta verdadera rebelión de la juventud requiere un
análisis propio, pero es claro que uno de los elementos catalizadores
de la conversión del malestar social en revuelta generalizada el 18 de
octubre de 2019 fue un ambiente social tensionado por la agitación
incendiaria que —desde liceos en diferentes partes de Chile— salía
cotidianamente a enfrentarse con la policía armados de bombas
molotov y que, en las cercanías del estallido de la revuelta, organizaba

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espontáneamente fugas masivas desde los espacios de encierro
escolar (Comunidad de Lucha, 2019).
Este movimiento de rebelión juvenil había sido advertido hace
años por las autoridades, y durante una década habían endurecido
las penas judiciales y la represión sobre este sector particularmente
combativo del proletariado.
Hay en este movimiento una influencia importante del anarquismo
insurreccional —principalmente de lo que podríamos denominar
su “cepa” griega— y de corrientes comunistas antiautoritarias que
confluyeron para crear una verdadera contracultura que, al menos
idealmente, tiene la pretensión de cuestionar la totalidad de civilización
capitalista. En cuanto a esto, uno de los avances más importantes
que hizo este movimiento en los meses previos a la revuelta fue la
convocatoria a protestas “contra todo” que anunciaron en pequeña
escala el carácter general de la revuelta, es decir, una protesta contra
todo, que no se reduce a ninguna injusticia particular.
Revuelta en la región chilena (octubre de 2019–marzo de 2020)
El 18 de octubre de 2019 se terminó un ciclo histórico en Chile que
comenzó el 11 de septiembre de 1973. 46 años después de la “derrota
histórica” del proletariado en la región chilena (Prieto, 2014), el
estallido de la revuelta marca el fin de una forma de articulación del
capitalismo en Chile, así como el comienzo de un nuevo ciclo de luchas
que expresa —en el plano local— la crisis mundial de la relación de
explotación entre las clases (Jiménez, 2021).
En este sentido, es necesario profundizar en algunas
características de la revuelta en la región chilena. La revuelta tuvo una
naturaleza contradictoria en la que se encuentran simultáneamente
un fuerte contenido negativo —anticapitalista— y reivindicaciones
ciudadanas que abogan por una reforma del orden social capitalista
dentro de los marcos de la democracia. Ambas dimensiones se
encuentran en estrecha relación, y expresan el carácter contradictorio
de la lucha de clases en la región chilena, puesto que los anhelos de
transformación profunda que se han expresado abiertamente bajo

132
la consigna de “Dignidad” no tienen cabida ni pueden ser cumplidos
dentro de los marcos del orden social capitalista, aunque, por otro lado,
el imaginario colectivo se encuentra paralizado en la creación de una
nueva constitución.
Sin embargo, es la dimensión negativa, subrepticia, anticapitalista
de la revuelta, la que más desconcierta a los diferentes portavoces
oficiales y mediáticos de la elite política y empresarial. Esta dimensión
negativa es sistemáticamente mistificada con las más diversas
denominaciones que encubren de manera simultánea tanto su potencial
negador del orden existente, como sus raíces históricas y sus alcances
o posibilidades últimas. De hecho, el estallido mismo de la revuelta
tomó por sorpresa al gobierno nacional, quien no daba de asombro ante
el surgimiento de una rebelión generalizada que no solo se enfrentó
masivamente contra los cuerpos policiales, sino que prendió fuego a
calles, buses de transporte, hipermercados, locales de comida rápida y,
en general, todo tipo de establecimientos identificados como grandes
empresas. Aquí se expresa de manera evidente el carácter de las
revueltas en este nuevo ciclo de luchas mundiales, que ha sido bien
descrito por Katerina Nasioka:
Los estallidos sociales recientes, sobre todo en espacios urbanos, de-
vienen cada vez más violentos, alejándose del canon dominante de las
formas de lucha obrerista. Su carácter no se determina por las demandas
sistematizadas del viejo movimiento obrero; sus prácticas son una com-
binación entre formas reivindicativas, enfrentamientos generalizados
contra la policía y el Estado, ocupaciones de espacios públicos, saqueos
y expropiaciones populares, incendios, destrucción de elementos del ca-
pital […]. La reconciliación por medio de formas políticas democráticas y
negociadoras sí existe como posibilidad de recomposición de la acumu-
lación capitalista; sin embargo, se encuentra frente a grandes contradic-
ciones (Nasioka, 2017, pág. 26).
Y es que la crisis de valorización del capitalismo mundial supone
también un nuevo fundamento histórico para el desarrollo de las luchas
sociales actuales, e impone objetivamente condiciones históricas que
socavan el antiguo cimiento de las luchas de clases de los siglos XIX

133
y XX: la disputa por la repartición de la masa de plusvalía social y la
redistribución de la riqueza (Jappe, 2018). Ha llegado a su fin la era de
la negociación, la época en que era posible mejorar de forma duradera
las condiciones de vida de las clases subalternas mediante una
redistribución de la plusvalía en la sociedad. El aumento global de una
población superflua para las necesidades de la valorización del capital
—y la generalización de la miseria, la precarización y el desempleo, que
son algunas de sus principales consecuencias— modifica el carácter
del conflicto social en general: “Mientras la vida ‘sin futuro’ se vuelve
una regla, la lucha social tiende a convertirse desde su principio en
lucha antisistémica” (Nasioka, 2017).
Icónico fue, a este respecto, el audio filtrado de Cecilia Morel,
esposa del presidente, quien describía cuerpos policiales sobrepasados
por una especie de “invasión alienígena” que estaba “por todas
partes”, y señalaba que a largo plazo la elite iba a tener que compartir
sus privilegios con los demás. “No los vimos venir”: son las palabras
que condensan la actitud y el cinismo de la burguesía en el poder
estatal (Sanhueza, 2019). Ya lo auguraba la Internacional Situacionista,
la descomposición —la incapacidad de aprehender la totalidad del
movimiento histórico— es el estadio supremo del pensamiento
burgués (Debord, 2005).
Es necesario destacar un hecho inédito hasta ese entonces, y es
que la presencia de militares en las calles no sirvió inicialmente como un
freno a la insurgencia colectiva (Waissbluth, 2020). En la primera noche
de revuelta es decretado el toque de queda y el estado de excepción
en la capital, el que posteriormente se extendería a las demás grandes
ciudades o centros urbanos neurálgicos del país. Es en este contexto
que se despliega —evocando la misma estrategia de los primeros días
de la dictadura— una represión masiva e indiscriminada cuyo propósito
fue poner freno a la revuelta —o al menos intentarlo—. La estrategia de
terrorismo estatal por parte del gobierno de Piñera dejó varios muertos/
as y mutilados/as como víctimas de la represión armada de agentes del
Estado (Instituto Nacional de Derechos Humanos 2019). Se reportaron,
además, secuestros, tortura sexual —abusos y violaciones— y una serie
de casos de tortura que aún permanecen estancados en las oficinas 134
del poder judicial como parte de una decisión de dicho poder de no
perseverar en la persecución penal de crímenes de lesa humanidad.
Más aún, Piñera y el General de Carabineros, en entonces ejercicio,
Hermes Soto declararon abiertamente la promesa de impunidad a
los efectivos policiales en el marco de su acción represiva. Por ello,
es posible afirmar que Carabineros devino abiertamente durante el
curso de la revuelta lo que ya era en esencia: una policía política que
ha demostrado sucesivamente su apego total al gobierno de Piñera en
general, y al orden político legado de la dictadura en general.
En los barrios y las comunas periféricos —o en aquellos vinculados
históricamente a la lucha de clases— se desata una revuelta salvaje
que ataca directamente comisarías y grandes locales comerciales; en
los barrios de las clases medias la protesta tomó un carácter ciudadano
que evitaba la confrontación violenta, aunque de todas maneras se
reportaron en dichas comunas saqueos, barricadas y enfrentamiento
con la represión estatal (Waissbluth, 2020).
La revuelta en Chile testimonia que la civilización actual está
amenazada por el retorno de lo reprimido36. Las primeras semanas de
la revuelta estuvieron marcadas por una recuperación de la facultad
de encuentro y de ruptura del aislamiento. Durante un periodo tanto
breve como intenso se disolvió la comunidad alucinatoria del trabajo
y del comercio, para dar paso a encuentros reales entre personas
anónimas al ritmo de la revuelta que era, en su esencia, la unión entre
fiesta y protesta. Pero fiesta en su sentido verdadero, es decir, un
espacio donde quedaban suspendidas todas las prohibiciones, y en el
cual las personas se permitieron no solo destruir los odiados símbolos
de una vida alienante, sino que tomaron directamente las mercancías
que antes compraban y, algunas como los televisores, fueron lanzadas
al fuego en medio de gritos de festejo.
36 En psicoanálisis, la expresión “retorno de lo reprimido” viene a significar el “proceso
en virtud del cual los elementos reprimidos, al no ser nunca aniquilados por la represión,
tienden a reaparecer” (Pontalis, 2004, pág. 388). En el marco de este escrito retomamos
esa expresión para ilustrar la dimensión subterránea de la revuelta, compuesta de un
universo de deseos reprimidos que constituyen uno de los fundamentos de la dimensión
explosiva y negativa de la revuelta

135
Los saqueos masivos, por su parte, constituían una dialéctica de
competencia vs. solidaridad, entre apropiación individual de productos
y un potlatch festivo propiciado por la revuelta y el carácter colectivo
de los saqueos a hipermercados o locales de grandes empresas. Si bien
desde el gobierno argumentaron que los saqueos eran obra del crimen
organizado (Waissbluth, 2020), la realidad es que dichas organizaciones
tuvieron un rol marginal. No tuvieron ni un efecto determinante ni
tampoco estuvieron detrás de los saqueos como entes organizadores.
Por el contrario, los saqueos masivos surgieron de manera espontánea
desde el 18 de octubre, y se dieron en la mayoría de las comunas de
Santiago. Hacia el 2 de noviembre se habían registrado 175 eventos
de saqueos masivos, de los cuales 115 fueron a supermercados, 34
en tiendas comerciales, 13 en farmacias, 6 en estaciones de metro y
5 en Mall (La Tercera, 2019). Sin embargo, lo más relevante en cuanto
esta temática en particular es el potlatch festivo del saqueo masivo, en
el cual las personas que saqueaban regalaban pañales, leches y otros
productos de primera necesidad y alto costo a sus vecinos, así como
también se repartía y compartía el alcohol y la comida en medio de las
barricadas.
Es mi apreciación personal —teóricamente fundada, por
cierto—, pero la ciudad y el tránsito nunca habían sido tan seguras
como cuando no había semáforos. El ritmo frenético del trabajo y de
los largos trayectos en vagones y microbuses, fue reemplazado por
una especie de turismo del disturbio, en el que familias enteras salían
a la calle para ver qué pasaba en sus barrios, reunirse con vecinos o
marchar hacia el centro de la ciudad. Lo más potente, sin duda, fue la
ruptura del silencio que caracteriza la vida moderna, en el que el ruido
de la ciudad contrasta con el silencio abrumador que se impone en
los espacios públicos. A ello se suma el encuentro en las diferentes
asambleas territoriales que surgieron espontáneamente como forma
de autoorganización de la revuelta. Sin embargo, desde su comienzo,
estuvieron infectadas por el germen de la política de partidos —tanto
parlamentarios como extraparlamentarios, pero que aspiraban al
poder estatal—, así como por el imaginario social institucional que ve
en el establecimiento de una nueva constitución —escrita y aprobada

136
masivamente por el pueblo— el nec plus ultra de todo movimiento
histórico. En este sentido, eran una contradicción en actos porque, por
un lado, permitían el encuentro y el diálogo con el objetivo de organizar
e imaginar una acción en común, pero su forma y contenido negaban
las expresiones más altas de contenido anticapitalista expresadas por
el accionar práctico de la revuelta.
Aunque durante sus primeras semanas —y mucho menos
después cuando perdió impulso— la praxis social de la revuelta
fue incapaz de transformar efectivamente y de manera duradera las
relaciones de producción que constituyen la fuerza de inercia del
capitalismo, su verdadera importancia para nuestro presente y futuro no
radica tanto en sus reivindicaciones particulares de corte soberanista
y redistributivo, sino en su práctica efectiva y real, en aquello que
realmente hizo y no en lo que dijo de sí misma o se imaginaba que
hacía. Ya en un ciclo anterior de lucha de clases, Camatte y Collu de
la revista Invariance habían advertido que la derrota del movimiento
de mayo de 1968 se debía a su “poder oculto”: “Hoy en día, más que
nunca, el capital encuentra su propia fuerza real en la inercia del
proceso que produce y reproduce sus necesidades específicas de
valorización como necesidades humanas en general” (Camatte & Collu,
1969). El límite más importante de la revuelta reside justamente en
este punto, y desde ahora en adelante solo podrá superarlo a través
de una autocrítica colectiva o hundirse en las disputas electorales de
fracciones de la burguesía nacional.
El Partido del Orden al rescate de la economía nacional
Este es un concepto conocido de la terminología marxiana (Marx, 2010),
y en nuestro caso lo ocupamos aquí para designar esa agrupación de
fracciones dentro de la burguesía que —pese a su mutuo enfrentamiento
y competencia al interior de la sociedad— ejercen como representantes
generales de los intereses del capital nacional e internacional dentro
de la región chilena. Se trata de una elite política-empresarial que tiene
su origen en las transformaciones de la sociedad chilena durante la
dictadura cívico-militar. Tales transformaciones, que contaron con el

137
apoyo y la complicidad de gobiernos y capitales extranjeros, implicaron
una honda reestructuración social y una persecución policial de la lucha
de clases comprendida como un factor disolvente de la unidad nacional
(Jara, 2013). Para poder llevarlas a cabo, fue necesaria una refundación
del Estado y del régimen político en torno a un orden social que fuese
capaz de impedir permanentemente en el futuro la socialización de la
propiedad privada (Gómez Leyton, 2004). De esta manera, no es posible
separar la actual elite política-empresarial en Chile, la misma que ha
blindado al presidente Piñera y su política represiva en los momentos
más álgidos de la revuelta, del régimen dictatorial que permitió su auge
al poder y su consolidación en el mismo (Gárate, 2012).
Conforme a esta determinación histórica particular de la región
chilena, la agitación social creada a partir de la revuelta y la puesta
en marcha de diferentes instancias de encuentro comunitario y
de politización del malestar, ha encontrado uno de los límites más
importantes en su praxis al estancar, por el momento, su horizonte
político en la escritura de una nueva constitución, es decir, sin haber
avanzado hacia la apropiación efectiva del conjunto de la producción
y reproducción social. Dichas debilidades internas del movimiento
social actual —cuyas causas requieren un análisis que excede la
temática de este texto— han sido oportunamente explotadas por el
Partido del Orden al organizar su defensa del capitalismo en Chile
bajo la figura del “Gran acuerdo histórico por la Paz y la Democracia”
(Garcés, 2019b). Este acuerdo busca perpetuar la continuidad del
sistema capitalista y, al mismo tiempo, salvar a la elite política y
tecnocrática que dirige el Estado nacional. Se trata de un acuerdo que,
como indica el historiador Mario Garcés (2019b), “acoge la voluntad
ciudadana expresada en las calles por cambiar la Constitución, pero
que fija ‘por sí y ante sí’ los modos en que el cambio debe producirse”
(pág. 6). Así, concluye categóricamente: “El ‘gran acuerdo histórico’ es
en realidad un acto de recreación y reproducción de la clase política
en el poder […]. [Un acuerdo para] ejercer el poder con el pueblo a una
debida distancia” (Garcés, 2019b, pág. 8). En otras palabras, un acuerdo
para mantener operando por decreto la “dictadura constitucional
burguesa” (Garcés, 2019b) que ha regido en Chile desde el final de

138
la dictadura cívico-militar, pero ahora sobre la base de una nueva
constitución legitimada masivamente en las urnas. Esta ha sido una
estrategia que, sumada al despliegue masivo de recursos policiales
y militares a nivel nacional, así como a la mantención del “Estado de
Emergencia” durante la pandemia de COVID-19, ha tenido éxito en
cooptar una parte importante de la movilización social y asegurar un
relativo retorno a la “nueva normalidad”. De este modo, y ya habiendo
disminuido las movilizaciones, algunos miembros del Partido del
Orden declararon recientemente que la caída de la institucionalidad
estuvo cercana en los meses de octubre y noviembre de 2019. Tal es el
caso de las declaraciones del exministro de Defensa Mario Desbordes
en Tolerancia Cero, quien afirmará: “[…] lo que estuvo en riesgo fue la
República completa, no el gobierno […]. Fueron cientos de personas
aburridas, cansadas, choreadas, angustiadas […] que nos lo salieron a
decir a las calles. En algún minuto hubo 3 millones de personas en la
calle, qué país o gobierno resiste eso” (CNN, 2020).
Estado de excepción, administración capitalista de la pandemia
y continuidad difusa de la protesta social
Hace más de medio siglo, Walter Benjamin ya había señalado que
“el ‘estado de excepción’ en que vivimos es la regla” (2007, pág. 69).
En consecuencia, elaborar un concepto de historia coherente con
la naturaleza real de las cosas requiere reconocer en la democracia
actual no un sistema político radicalmente opuesto a las dictaduras
autoritarias, puesto que el estado de excepción —abiertamente
declarado o fundido dentro de la normalidad— es, tal como señala el
filósofo Giorgio Agambem, el “el paradigma oculto del espacio político
de la modernidad, del que tendremos que aprender a reconocer las
metamorfosis y los disfraces” (Agambem 2006, pág. 156). Desde esa
perspectiva, momentos históricos de violencia social exacerbada como
el campo de concentración y la dictadura autoritaria no constituirían
una anomalía dentro del devenir histórico de la sociedad capitalista,
sino “[su] matriz oculta, el nomos del espacio político en que vivimos
todavía” (Agambem 2006, pág. 212). De esta manera es que, como

139
veremos a continuación, en el marco de la crisis actual es el campo de
concentración el que vuelve a aparecer extendido a toda la sociedad
bajo la forma del estado de excepción (Kurz, 2003).
De esta manera, para comprender el escenario histórico del Chile
actual —marcado por las consecuencias sociales, políticas-económicas
y culturales de la revuelta—, requerimos indagar brevemente en los
sucesivos estados de excepción que se han implementado en los
últimos dos años. Así, en el marco de la revuelta social y la posterior
irrupción de la pandemia, el estado de excepción en Chile ha tenido dos
momentos de implementación legal: el primero durante el estallido de
la revuelta —a través de los Decretos núm. 472, 473 y 474 desde el 19
de octubre hasta el 3 de noviembre de 2019—, y el segundo decretado
el 18 de marzo a partir del aumento de casos de COVID-19 —el cual se
mantendrá vigente hasta, al menos, junio de 2021—. El primero estuvo
marcado —como es tristemente conocido— por una represión masiva
de las masas insurgentes, que dejó como saldo miles de denuncias
en torno a vulneraciones de los derechos humanos y varias personas
muertas debido al accionar de agentes armados de Carabineros o del
ejército (Instituto Nacional de Derechos Humanos 2019), mientras
que el segundo ha estado atravesado por la persecución policial de
los remanentes de protesta y contestación social en medio de la crisis
sanitaria que surge a partir de la pandemia mundial de COVID-19.
Es en este contexto, en un teatro histórico marcado por los
efectos de la revuelta, que la necesaria imposición de restricciones
al movimiento, con el fin de impedir la propagación del virus, se
convierten en medidas de confinamiento y de control autoritario de
la población que dan cuenta de una creciente fusión entre estado
de excepción y normalidad, entre un auge de la violencia social y
un reforzamiento represivo de la democracia (Jappe, Homs y otros,
2020). De este modo, Chile sigue la tónica mundial de esta crisis, en
que la línea divisoria entre ley y crimen se esfuma, de tal manera que
la distancia que separa al Estado de la mafia se torna irreconocible
(Jappe, Homs y otros, 2020).
El desarrollo de la crisis sanitaria y socioeconómica ha dado lugar
en escala mundial a una nueva forma de sacrificio de las poblaciones,

140
una suerte de eutanasia burocrática con características anómicas que
parece haber alcanzado su clímax en Brasil bajo el gobierno de Jair
Bolsonaro (Jappe, Homs y otros, 2020). Y Chile no es la excepción;
la gestión gubernamental de la pandemia —que al día de ayer, 15
de junio, acumula, según cifras oficiales, un total de 30 865 decesos
asociados al COVID-19 (MINSAL, 2021b)— es un perfecto ejemplo
de la racionalidad fetichista que gobierna la vida humana bajo el
régimen capitalista de producción: acusaciones de manipulación
de cifras y hospitales prometidos que jamás se levantaron (Villa,
2020), inversiones millonarias en armamentos y equipo antiprotestas
en medio de la propagación del virus en el país (Trejo, 2021) son
algunos de los elementos que operan constantemente en el Chile
pandémico. Y es que las contradicciones propias de la vida capitalista
se manifiestan con crudeza en la convergencia entre crisis económica
y crisis sanitaria (Villalobos-Ruminott, 2020), lo que ha dado lugar a
situaciones que no se corresponden con el nivel de desarrollo social
alcanzado potencialmente por nuestra sociedad actual: enormes filas
de trabajadores precarizados de delivery expuestos al contagio con
exiguas medidas de protección (Ríos y Cifuentes, 2020), hospitales al
borde del colapso y récord de contagios entre marzo y abril de 2021
(EFE, 2021), y medidas de confinamiento/desconfinamiento selectivo
que parecen priorizar el bienestar de la economía antes que la salud
de la población (Bacigalupe y otros, 2020).
Baste con revisar algunas medidas que ha realizado el gobierno
en el marco del desarrollo de la pandemia para ilustrar el despliegue de
esta racionalidad económica. Por ejemplo, el intendente de la Región
Metropolitana Felipe Guevara —conocido artífice de la estrategia de
“copamiento preventivo” durante la revuelta social (Leighton y Segovia,
2019)—, al ser también confrontado con respecto a las aglomeraciones
en el transporte metropolitano, respondió a la prensa: “No hay ningún
dato que permita señalar que el transporte público es un foco de
contagio” (CNN, 2021). No obstante, como bien señala Lisette Fosa
(2021), en Estados Unidos hay investigaciones que señalan el papel
central que tuvieron las aglomeraciones en el transporte subterráneo en
la propagación de la pandemia en la ciudad de Nueva York (Harris, 2020).

141
Sin embargo, las declaraciones de Carlos Soublette, gerente
general de la Cámara de Comercio de Santiago, sintetizan aún mejor la
lógica de la gestión capitalista de la pandemia: “[…] no podemos matar
toda la actividad económica por salvar las vidas […]: hay que poner la
salud delante de la economía, pero la economía también trae salud, y
una economía destruida también va a traer problemas de salud muy
profundos” (Cooperativa, 2020). No se trata de que sean personajes
perversos los miembros de la elite-política empresarial nacional, sino
que, en tanto “oficiales” (Marx, 2016) del modo de producción capitalista
—es decir, debido a su determinación como agentes económicos del
capital—, deben encarnar a través de sus pensamientos y acciones la
lógica de la acumulación capitalista, esa “rueda de Zhaganat” (Marx,
2009) sacrificial que es el despliegue de la economía mercantil. No es
de extrañar, bajo este marco de comprensión, que José Manuel Silva
—socio de LarrainVial— haya declarado a la prensa que “no podemos
seguir parando la economía, debemos tomar riesgos, y eso significa
que va a morir gente” (Ceballos, 2020). Así, la pandemia ha expuesto
abiertamente la lógica irracional del capitalismo.
Asistimos, en síntesis, al despliegue de una “barbarie con rostro
humano” (Žižek, 2020), en el que la “nueva normalidad” consistirá en
la militarización de la sociedad y la conservación de las medidas de
control y administración poblacional desplegadas durante esta crisis
social y sanitaria. Es la realización empírica de las sombrías intuiciones
de Mark Fisher acerca de las características autoritarias del Estado y
el orden democrático en el capitalismo posmoderno, en el cual “la
normalización de una crisis deriva en una situación en la que resulta
inimaginable dar marcha atrás con las medidas que se tomaron en
ocasión de una emergencia” (2019, pág. 22). Por tanto, es dentro de
este marco interpretativo que debe comprenderse el autoritarismo
democrático del estado de excepción en Chile, bajo el cual continúa
desarrollándose de manera difusa la protesta social.
Protesta difusa: ecos de la revuelta social en la región chilena
Un fantasma amenaza la normalidad del orden social capitalista en la
región chilena, el espectro de la revuelta social. Todas las fracciones

142
de la clase dominante se agruparon en alianza para combatirla y salvar
la continuidad de la economía nacional (Jiménez, 2021). No obstante,
la continuidad de la protesta social —que amenazaba con emerger
nuevamente a partir de marzo de 2020— fue suspendida por la
aparición de la crisis sanitaria y la activación del estado de excepción
constitucional de catástrofe decretado a partir del 18 de marzo.
Analizaremos, entonces, 4 jornadas de protestas entre los años 2020
y 2021 en las que se expresa la continuidad difusa y subterránea de la
protesta social en medio de la instauración ininterrumpida del estado
de excepción constitucional.
1) Protestas del hambre, mayo de 2020. El 18 de mayo de 2020 se
registra una masiva protesta de los habitantes de la comuna de El
Bosque (BBC Mundo, 2020), espacio al sur de la ciudad de Santiago que
se caracteriza por concentrar altas cifras de pobreza multidimensional,
escasez de servicios básicos, áreas verdes y, además, ser una de
las comunas más afectadas a nivel sanitario y económico por la
pandemia de COVID-19 (Vargas, 2020). Las medidas de confinamiento
total decretadas por el gobierno ante el alza de contagios fueron el
detonante de la protesta, puesto que las restricciones al movimiento y
la actividad económica dejó sin trabajo y sin ingresos a varias familias
de la comuna (Vargas, 2020).
Nuevamente Carabineros se hizo cargo de la represión de la
protesta, haciendo uso de gases lacrimógenos y carros lanzaguas
contra personas que protestaban por la falta de alimentos y, además,
en medio de una pandemia causada por una cepa vírica que afecta a
los seres humanos principalmente en sus vías respiratorias. Producto
de esto, la intervención de la policía militarizada dejó un saldo de
alrededor de 40 detenidos (Diario UChile, 2020b).
Por otro lado, y ante la precariedad de las ayudas económicas
y sociales del gobierno en ese contexto, adquieren relevancia en las
comunas más vulnerables económica y socialmente —especialmente
en El Bosque— la implementación de iniciativas comunitarias
autogestionadas que buscan resolver el problema de la escasez de
alimentos. De esta manera, se realiza la implementación de comedores

143
y ollas comunitarias en las que —con destacada participación
femenina—, de manera solidaria y organización autónoma, los
habitantes de diferentes barrios y comunas se organizan para acumular,
repartir y cocinar comida entre las personas más afectadas por la crisis
(Cisternas, 2020).
2) 18 de octubre de 2020. El viernes 2 de octubre, en el contexto de
una parcial vuelta de las protestas en torno a Plaza Italia debido a la
progresiva relajación en las medidas de confinamiento, se produce una
arremetida policial que termina con un adolescente de 16 años siendo
arrojado al río Mapocho como resultado de la embestida del carabinero
Sebastián Zamora (El Mostrador, 2020b). Como consecuencia de este
hecho, vuelve a surgir un cuestionamiento generalizado de la institución
policial, así como un aumento en la intensidad de las protestas (BBC
Mundo, 2020b), que crecen sucesivamente en intensidad hasta el día
18 de octubre.
El aniversario del inicio de la revuelta social reunió, pese a las
medidas de restricción al movimiento y las reuniones en el contexto de
la pandemia, cerca de 1.2 millones de manifestantes que participaron
de las protestas en diferentes regiones del país. Al final del día, agentes
del cuerpo policial de Carabineros reportaron el registro de saqueos,
la quema de dos iglesias cercanas a la plaza Italia y la detención de al
menos 700 personas por disturbios, saqueos y daños a la propiedad
pública o privada (Ministerio del Interior y Seguridad Pública, 2020).
En un informe que hace un recuento de las protestas en Santiago,
la cadena CNN Chile reporta, además de manifestaciones pacíficas, la
presencia de saqueos a diferentes locales comerciales y farmacias, el
armado de barricadas en múltiples calles de la ciudad, el incendio de
una bencinera y de dos iglesias, lanzamiento de piedras a la policía y
el ataque con bombas molotov —entre otros elementos— a comisarías
en diferentes zonas del país (CNN Chile, 2020).
En este contexto, podemos apreciar el despliegue de una
nueva estrategia discursiva y represiva del gobierno, que busca aislar
a los manifestantes “pacíficos” de los manifestantes “violentos” —
identificando a estos últimos como delincuentes—. Así, el entonces

144
Ministro del Interior Víctor Pérez —conocido como un activo
colaborador de la dictadura cívico-militar— declaraba en su resumen
de la jornada: “No podemos desconocer que grupos minoritarios dentro
de esa manifestación realizaron actos de violencia […] y después grupos
minoritarios buscaron realizar actos de violencia vandálicos” (CNN
Chile, 2020). Siguiendo esta línea discursiva, durante las elecciones del
25 de octubre, Sebastián Piñera dirá que grupos minoritarios buscan
“boicotear” el proceso constitucional: “¿Quiénes son? Los mismos que
quemaron el metro, que quemaron las iglesias, que no creen en la
democracia. Esos grupos van a intentar obstaculizar y boicotear, pero
[…] no lo van a lograr” (EFE, 2020).
3) Febrero de 2021, muertes y protestas en Panguipulli. El viernes
5 de febrero de 2021, después de haberse resistido a un control de
identidad por parte de funcionarios de Carabineros, el malabarista
Francisco Martínez es ejecutado de manera extrajudicial por uno de los
carabineros que realiza el control. Este hecho, que acontece en el centro
de la ciudad de Panguipulli en medio de la temporada de vacaciones,
es registrado en varios videos y se vuelve viral. En la tarde de ese día
se registran protestas en la ciudad, y en la noche son atacados varios
edificios institucionales —entre ellos la comisaría de la ciudad—,
resultando la municipalidad completamente quemada (Diario UChile,
2021). Durante los próximos días se registrarían manifestaciones en
diferentes puntos del país y, en el plano oficial, se abre el debate por la
llamada “refundación de Carabineros” (El Mostrador, 2021).
A esto se suma la muerte de Emilia Milén Herrera Obrecht
—conocida como Bau por sus cercanos— el día 16 de febrero,
nuevamente en la zona de la comuna de Panguipulli (Rivera, 2021). El
asesinato de Emilia por parte de un guardia privado se inserta dentro
del contexto más grande del conflicto de las comunidades mapuche
con el Estado chileno (Massai, 2021).
En ambos casos, podemos observar el despliegue de la lógica del
estado de excepción actual, en el que coincide el desencadenamiento
de la violencia policial, o de grupos armados protectores de la iniciativa
privada, con medidas autoritarias de excepción. Sin embargo, se 145
manifiesta también la continuidad de la protesta social heredada de
la revuelta, en la medida en que la respuesta a ambos crímenes fue
acompañada de protestas y manifestaciones en contra de Carabineros
en particular, y del Estado y sus políticas represivas en general.
4) 29 de marzo de 2021. Un nuevo aniversario del “Día del Joven
Combatiente” es conmemorado con protestas en varias comunas de
la Región Metropolitana y de otras regiones del país, y esto incluso
considerando que el mes de marzo de 2021 marcó un alza sostenida
de los contagios por COVID-19 que fue acompañada por el despliegue
de nuevas medidas de confinamiento (MINSAL, 2021). Como ya se ha
vuelto una tónica habitual heredada desde el estallido de la revuelta
social, la jornada estuvo marcada por ataques incendiarios a comisarías
e instalaciones de Carabineros (Resumen.cl, 2021). A ello se agrega la
quema de buses del Transantiago y salidas incendiarias en poblaciones
emblemáticas como Villa Francia (Rojas y Díaz, 2021).
Por otro lado, la jornada terminó con la muerte de una joven
de 24 años, Ángela González, a manos de un conductor en estado de
ebriedad que la atropelló al embestir directamente a las personas que
protestaban en torno a una barricada (Figueroa, 2021). En este último
suceso identificamos también otro espectro de la revuelta, el de la
reacción política, que durante la revuelta tomó la forma de grupos
nacionalistas y de derecha organizados para atacar a manifestantes,
pero también de individualidades que atacaban a personas que
participaban en manifestaciones.
La protesta social, potencia subterránea en medio de la crisis
Como podemos constatar, desde su instauración en marzo de 2020
el estado de excepción de catástrofe en Chile no ha estado exento
de la presencia constante y difusa de la protesta social heredada de
la revuelta. Ya sea bajo la forma de conmemoraciones de jornadas
históricas de protesta —a la cual se ha agregado la del 18 de
octubre— o como respuesta popular a la pauperización de la vida o
contra la violencia policial, la protesta se ha convertido en una forma

146
de manifestación del descontento social que ha ido evolucionando
a través del tiempo y que ha adquirido sus propias costumbres:
barricadas, ataques a comisarías, caceroleos, ollas comunes, incendio
de edificios institucionales, etcétera. De esta manera, se ha convertido
en una potencia subterránea y difusa que ha adquirido, desde nuestra
perspectiva, un poder determinante en el acontecer cotidiano nacional
y en el despliegue político e institucional actual en la medida en que
gran parte de las políticas institucionales de mayor impacto social,
tomadas desde la esfera estatal, incluyen siempre la consideración de
evitar la reaparición masiva de la protesta.
La continuidad difusa de la revuelta durante el estado de
excepción actual nos permite también elaborar conjeturas acerca de la
permanencia de este como una medida político-económica que busca
salvaguardar la paz social propia del capitalismo en medio de la actual
convergencia entre crisis de valorización, crisis social y crisis sanitaria.
Por consiguiente, los estados de excepción de 2019 y de 2020-2021
pueden ser interpretados como la consecuencia lógica de un auge
ininterrumpido de la represión social y política en Chile durante la
década previa, marcado por la aprobación de leyes que apuntaban
hacia la ampliación de las facultades legales de la policía —es decir,
fusión del Estado de excepción con la normalidad—, así como la
criminalización de la protesta social mediante leyes como el control
preventivo de identidad para jóvenes, la ley Aula Segura, entre otras, y
el asesinato de activistas mapuche, ambientales y anticapitalistas por
la policía durante los gobiernos de Lagos, Bachelet y Piñera (Cortés,
2020).
Por otro lado, la coyuntura histórica abierta por el 18 de octubre
de 2019 y los eventos que le siguen están marcados por una dialéctica
de continuidad/discontinuidad con el periodo histórico previo. Por
un lado, hay una continuidad con el programa de la “democracia
protegida” (Vergara, 2007) establecido por la elite política-empresarial
durante la dictadura cívico-militar, la cual subordina abiertamente
el orden social al mercado, y consagrado en la constitución de 1980
por Jaime Guzmán (Gárate, 2012). Por otro lado, hay una ruptura en
la medida en que la dictadura democrática abierta por el periodo

147
de transición —marcada por la continuidad del modelo económico,
político y social, legado de la dictadura (Gárate, 2012)— entró en
crisis con el surgimiento de la revuelta y, desde entonces, ha tenido
lugar un proceso de refundación constitucional que tiene como hito
fundamental el proceso constituyente acordado por la elite política-
empresarial a partir del 15 de noviembre de 2019 (Garcés, 2019). No
obstante, la presencia —ininterrumpida desde marzo de 2020— del
estado de excepción de catástrofe, justificado como una medida para
combatir la crisis sanitaria, le agrega una dimensión autoritaria abierta
al orden democrático actual que, hasta el momento, parece haber
llegado para quedarse.
6. Conclusiones
1) Nos encontramos en una etapa de crisis generalizada del capitalismo
cuyo desmoronamiento, posible superación o recaída de la humanidad
en la barbarie marcarán la historia del siglo XXI (Kurz, 2016). De allí
también la impostura —en la medida en que carecen de una base
material acorde a la situación actual del capitalismo mundial— de las
posiciones soberanistas o de corte redistributivo que ha reclamado la
revuelta social (mejor sistema de pensiones, nacionalización de los
“recursos naturales”, gratuidad de la educación, entre otras) (Garcés,
2019). No es casualidad que el gobierno no haya entregado ninguna
alternativa de mejora concreta en alguna de esas problemáticas. En
realidad, no se trata solamente de intentar mejorar las condiciones
de vida de la clase trabajadora —dentro de los marcos que permite la
lógica de la valorización—, sino de superar la socialización capitalista:
“Es preciso defender el derecho de cada uno a vivir y a participar de los
beneficios de la sociedad, incluso si él o ella no han logrado vender su
fuerza de trabajo” (Jappe, 2018). En consecuencia, el movimiento social
creado por la revuelta solo podrá ir más allá de lo que hasta ahora ha
logrado si es capaz de llevar a cabo en la práctica una crítica categorial
y profunda del sistema, planteando así alternativas emancipadoras:
“La única perspectiva para la emancipación social es, por tanto, la
superación (Aufhebung) de esta forma cosificada de mediación social
[que es el capital]” (Trenkle, 2018).

148
2) Por consiguiente, es necesario que la crítica marxiana sea capaz
de leer, a partir de las categorías de análisis propias de la crítica de la
economía política, el momento histórico presente y las posibilidades de
emancipación o de barbarie que se abren con la crisis de valorización
del capitalismo mundial. De allí también la necesidad de una crítica
categorial del capital como relación social como presupuesto necesario
para plantear una salida emancipadora a su crisis de valorización
(Kurz, 2014). No se trata de un problema de consciencia, de adoptar
la teoría correcta, sino de que la superación de la sociedad capitalista
solamente puede surgir de una ruptura colectiva en la práctica con la
socialización capitalista y, por ende, de las determinaciones sociales
e históricas que le son propias. En efecto, tal es la conditio sine qua
non de toda emancipación social en nuestro contexto histórico actual:
“Precisamente porque se trata de una relación social abstracta, [el
capital] solo puede ser superado a través de una ruptura categorial,
que implica el desvelamiento social de su lógica de conjunto” (Macías,
2017, pág. 219). Tender puentes entre las formas conceptuales de la
realidad y las personas, entre la expresión teórica del movimiento real
de la sociedad y la sociedad misma es, desde nuestra perspectiva, una
de las tareas actuales más importantes —y considerando el contexto
urgente— del pensamiento crítico y marxiano contemporáneo. Es ahí
que, desde el enfoque esbozado en este artículo, buscamos señalar la
profundidad de la crisis actual y su relación con la revuelta en la región
chilena contribuyendo, de esta forma, a delimitar los presupuestos de
una praxis emancipadora adecuada al contexto ya señalado.
3) De esta manera, la administración capitalista de la pandemia
ha evidenciado colectivamente el carácter sacrificial del totalitarismo
económico contemporáneo, en el que las poblaciones son sacrificadas
para la continuidad de la marcha destructiva de la economía capitalista
(Jappe, Homs y otros, 2020). No se trata, como creen las corrientes
adeptas a las conspiraciones, de un exterminio planificado en secreto
por malvados capitalistas que dominan ocultos a la sombra del Estado,
sino del dominio abierto de la economía capitalista y de sus particulares
leyes cosificadas, que ponen al fin en sí mismo irracional de la ganancia
y de la valorización del valor por encima de la vida humana y natural

149
como el presupuesto mismo de su existencia. La célebre “mano
invisible” del mercado, que arrastra de manera anónima a unos al éxito
y otros a la miseria, es la misma que en medio de la pandemia arrastra
a decenas de miles de personas a la tumba.
Robert Kurz (2014) tenía, entonces, razón cuando homologaba a
los burócratas económicos y políticos de la institucionalidad capitalista
actual con los sacerdotes aztecas de antaño, solo que los primeros
son mucho más terribles que los segundos en tanto que sacrifican al
conjunto de la humanidad al fetiche de la valorización del valor como
un fin en sí mismo.
4) La continuidad difusa de la protesta social heredada de la
revuelta, que se manifiesta a través de diferentes formas de protesta
o iniciativas solidarias para el combate de la precarización económica,
permanece como una potencia subterránea que alimenta la
prolongación en el tiempo del estado de excepción como una medida
represiva aceptada por la elite estatal como estrategia preventiva
de un nuevo auge y generalización de la protesta social en la región
chilena. Para quienes viven en Chile, se ha vuelto una costumbre saber
que a cada medida política o económica que afecte a la población le
seguirá, al menos, una jornada de agitación y protesta social. No es por
casualidad, empero, que incluso organismos internacionales reconocen
que la gestión gubernamental de la pandemia no ha significado en
modo alguno una pausa en su estrategia represiva, sino que, por el
contrario, esta incluso se ha agravado bajo la forma de persecución
a individualidades disidentes u organizaciones sociales autónomas
(Amnistía Internacional 2021).
Pese a la disminución de su intensidad, el hecho de que la revuelta
permanezca como un fantasma que amenaza permanentemente con su
continuidad la paz social del orden existente, o al menos la estabilidad
institucional del gobierno de Sebastián Piñera, demuestra que la
revuelta social es una potencia social de carácter subterráneo que, sin
embargo, ha sido fundamental en la alteración del orden democrático
actual, que ha pasado desde la democracia protegida heredada de la
dictadura cívico-militar —o estado de excepción encubierto— hacia la
implementación del estado de excepción abierto.

150
Tristemente, se ha vuelto evidente la vuelta parcial a una nueva
normalidad sacrificial marcada por los ritmos del trabajo y del mercado
en condiciones aún más alienantes y riesgosas que aquellas que vieron
nacer a la revuelta social, y con dicha vuelta han retornado también las
miserias sociales que le son inherentes —el suicidio de un anciano en
medio de un mall repleto que no se detuvo es el testimonio crudo de
ello—. Pero las cosas han cambiado definitivamente. Ayer se echaba
la culpa a la depresión y al estrés del malestar profundo que recorría
nuestra sociedad; hoy sabemos —y así fue escrito en las calles de
toda la región chilena— que no era depresión, era simplemente el
mundo creado por y para el capitalismo. Ya nada volverá a ser igual
porque la revuelta hizo suya una bandera radical —que testimonia de
manera perfecta nuestra afirmación acerca de la revuelta como puesta
en marcha del retorno de lo reprimido—, y que es quizás una primera
manifestación del lenguaje con el que se escribirá el nuevo “Manifiesto”
de nuestra época: “Hasta que la vida merezca la pena ser vivida”.
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