Daniel y Rosario crecieron en la Nicaragua dictatorial de la dinastía Somoza. Dedicaron su juventud a luchar contra el clan que dirigía el país. A día de hoy, los antiguos revolucionarios se convirtieron en una suerte de pastores evangélicos.
Domingo, 07 Noviembre 2021 05:22
Daniel y Rosario crecieron en la Nicaragua dictatorial de la dinastía Somoza. Dedicaron su juventud a luchar contra el clan que dirigía el país. A día de hoy, los antiguos revolucionarios se convirtieron en una suerte de pastores evangélicos.
Daniel Ortega (La Libertad, 1945) quiso en su día emular a Augusto César Sandino, pero ha acabado reverenciando a Sai Baba. De niño, su padre le contaba historias del caudillo revolucionario. Había que vengar al héroe nacional que combatió al imperialismo yanqui. Rosario Murillo (Managua, 1951) iba más lejos. Podía presumir de tener lazos de sangre con una rama familiar de Sandino. Daniel y Rosario crecieron en la Nicaragua dictatorial de la dinastía Somoza. Dedicaron su juventud a luchar contra el clan de sátrapas que dirigió el país como si se tratara de su finca particular. Ortega conoció la cárcel, la tortura, el exilio. De familia burguesa, Murillo no dudó en unirse a ese movimiento romántico que fue el sandinismo. Aquellos jóvenes revolucionarios son hoy, paradojas del destino, dos autócratas aferrados al poder y al misticismo más rancio.
Ortega se unió al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en 1963. Cuatro años más tarde cayó preso tras asaltar un banco para recaudar fondos destinados a la organización. Fue acusado de terrorismo por el régimen de Anastasio Somoza Debayle, último dictador de la saga. Según el periodista Fabián Medina, autor del libro El preso 198, esos años en la cárcel marcarían la personalidad de Ortega. En su círculo íntimo figuran hoy algunos compañeros de prisión, y de su escolta personal han formado parte varios de sus antiguos carceleros. El joven revolucionario saldría en libertad en 1974 después de una espectacular acción guerrillera. Un comando sandinista irrumpió en una casa en la que se había reunido la flor y nata del régimen. El intercambio de rehenes por presos políticos dejó a Ortega en libertad rumbo a Cuba, donde pasó un año y medio, antes de exiliarse en Costa Rica.
Cuando triunfa la revolución, en julio de 1979, Ortega entra en la Junta de Reconstrucción Nacional, una dirección colegiada de nueve miembros, tres por cada tendencia política de los insurgentes. Ortega no posee ninguno de los atributos que se esperan de un jefe revolucionario. Introvertido, sin dotes oratorias, sin carisma, no parecía el más indicado para dirigir el nuevo gobierno. Había otros gallos para esa tarea, como Tomás Borge o su propio hermano, Humberto Ortega. Para evitar el choque de egos, se eligió a un dirigente de perfil bajo. Daniel Ortega sería el coordinador de la Junta y unos años más tarde, en 1984, el candidato presidencial. La Revolución Sandinista avanzaba en la alfabetización del país y la redistribución de tierras, pero enfrentaba al mismo tiempo una guerra financiada por Ronald Reagan. La CIA entrenaba a los mercenarios de la Contra en Honduras y Costa Rica. El romanticismo de los primeros días se esfumaba. Había que empuñar las armas de nuevo ante un enemigo que seguía empeñado en que Nicaragua fuera la tierra de William Walker y no la de Sandino.
Esa guerra dejó miles de muertos e impidió el progreso del país. Ortega había ganado las elecciones de 1984 con una abrumadora mayoría, pero las sanciones y el bloqueo de Washington hacían mella en la revolución. A finales de los años 80 la economía nicaragüense no daba más de sí, con una hiperinflación del 33.000 por ciento y una moneda muy devaluada. A los sandinistas se les acumulaban las malas noticias. La Unión Soviética se descomponía. Cuba y Nicaragua iban a sentir pronto las réplicas de aquel temblor político. Yeltsin le dio la mala noticia a Ortega en una visita oficial a Managua a finales de 1988. Moscú iba a cerrar el grifo de las ayudas. Por consejo de la Dirección Nacional, Ortega convocó elecciones en febrero de 1990 convencido de que el pueblo seguía apoyando la revolución. Pero el hartazgo de la guerra y los estragos de la crisis económica pasaron factura a los muchachos. Violeta Barrios de Chamorro, integrante de la primera Junta, se impuso a Ortega en las urnas al frente de la Unión Nacional Opositora (UNO).
El escritor y exvicepresidente nicaragüense Sergio Ramírez ha visto en esa derrota el motor que ha movido desde entonces las ambiciones políticas del comandante. Se sintió traicionado, víctima de una engañifa, y se conjuró para recuperar lo que había perdido. El FSLN perdió el liderazgo coral tras la derrota electoral. Ortega se hizo con el control absoluto del partido y fue su candidato presidencial en los comicios de 1996 y 2001. Cosechó otras dos derrotas consecutivas. Cualquier dirigente político habría tirado la toalla, pero Ortega siguió adelante con la ayuda financiera de algunas amistades extranjeras, como el coronel Gadafi. Se había transformado en un líder pragmático que mencionaba mucho a Cristo y poco a Marx, aunque se definiera como socialista y cristiano. Las alianzas políticas contra natura no tardaron en aflorar.
Arnoldo Alemán, presidente de Nicaragua por el Partido Liberal Constitucionalista (PLC) entre 1997 y 2001 y condenado más tarde por corrupción, era la antítesis de todo lo que había representado el sandinismo. Ortega se acercó al dirigente derechista en 2000. Entre los dos antiguos rivales armaron una componenda política para repartirse las instituciones y reformar la Constitución. Fruto de ese acuerdo, Alemán lograría inmunidad y Ortega, el regreso al poder. El FSLN llevaba tres elecciones cosechando menos del 45%, el umbral para ganar en primera vuelta, según la ley electoral. El ominoso pacto con Alemán rebajaba esa barrera al 35%. Ortega ganaría las elecciones en 2006 con un 38% de los votos. Con la inestimable ayuda de la Corte Suprema vio más tarde consumado su deseo de eliminar las restricciones a la reelección indefinida. Ya no cedería el poder nunca más.
Murillo, “eternamente leal”
Rosario Murillo y Daniel Ortega habían mantenido una relación epistolar durante el cautiverio del guerrillero. La pareja iniciaría su relación amorosa en Costa Rica en 1978. Tras el triunfo de la revolución, la meteórica ascensión política de Ortega relegó a Murillo a un segundo plano. Aficionada a la poesía, se ocupaba de algunos asuntos culturales. A Ernesto Cardenal, el poeta de Solentiname y ministro de Cultura, siempre lo miró con recelo. A él y a buena parte de la intelligentsia sandinista que no reconocía su supuesto talento literario. Su influencia sobre Ortega solo comenzó cuando éste fue perdiendo poder y elecciones. El acercamiento del líder sandinista al cardenal Miguel Obando fue obra de Murillo. Las homilías del reaccionario Obando contra Ortega en periodo electoral eran determinantes. Todo cambió en 2005. Ortega se declaró en contra del aborto y Obando, “luz de esperanza y fe”, en palabras de Murillo, casó a la pareja y abrazó el nuevo sandinismo mágico-religioso.
Seguidora de la doctrina de Sai Baba -líder espiritual indio fallecido en 2011-, Murillo ha ido impregnando todo lo que le rodea de una mística esotérica. Las alegorías extravagantes forman parte de la idiosincrasia del poder en Nicaragua. Hace años, mandó “plantar” arbolitos de la vida metálicos en Managua, y en algunos actos públicos se puede ver una gigantesca estrella de cinco puntas decorada con helechos y flores.
La pareja presidencial tiene nueve hijos. Algunos de ellos ocupan cargos relevantes en empresas beneficiadas por contratos con el Estado. Según una investigación periodística de la Red Connectas, esas empresas obtuvieron en 2018 y 2019 cerca de un millón de dólares en contratos otorgados por instituciones públicas. La única que no forma parte de esa estructura de negocios es Zoilamérica, hija adoptiva de Ortega, exiliada en Costa Rica desde que en 1998 acusara a su padrastro de haberla violado en 1982. Lejos de apoyarle, su madre la repudió, tildándola de loca y mentirosa. El escándalo minó la escasa credibilidad que tenía Ortega. Y fue Rosario la que salió al quite. Poco a poco, convirtió al antiguo revolucionario en una suerte de pastor evangélico. El verde oliva había pasado de moda. Las soflamas igualitaristas, también. En su lugar, prevalecían los ropajes blancos y los discursos amorosos.
Entre acusaciones de fraude y con una economía regada por los petrodólares de la Venezuela bolivariana, Ortega obtendría sendas victorias electorales en 2011 y 2016. Y en 2017 nombró a la compañera Murillo, “eternamente leal”, vicepresidenta del gobierno. La poetisa no ha desaprovechado su cargo. Sus numerosas apariciones en la televisión y en actos públicos contrastan con la vida semiclandestina que sigue prefiriendo el expreso político.
Solo las protestas de los estudiantes en 2018 alteraron la estabilidad del binomio Ortega-Murillo. La represión contra los manifestantes que se oponían a la reforma de la Seguridad Social fue brutal (hubo más de 300 muertos, según la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos). El autoritarismo de Ortega quedaba expuesto a los ojos de la comunidad internacional. Para entonces, hacía ya mucho tiempo que el antiguo guerrillero había olvidado las historias de Sandino que le contaba su padre.