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En Venezuela no queda oposición

Ecuador Today :: 08.12.21

El autor sólo cree en la confrontación y la elección debido a que para él la meta está en tomar el poder, con lo que descarta toda construcción que apunte al protagonismo social. Buen análisis y pésima conclusión: la invisibilización de la potencia social.

En Venezuela no queda oposición

Jeudiel Martínez
Ecuador Today
 

El alma rechaza  a aquellos que quieren la guerra porque la confunden con la
lucha, pero también a aquellos que renuncian a la lucha porque la confunden con la guerra.

Gilles Deleuze

 

Tras las elecciones regionales y la noticia de la victoria del chavismo en la mayoría de los estados, nos enteramos de que el Tribunal Supremo de Justicia inhabilitó al candidato de oposición en Barinas, Freddy Superlano, y ordenó una nueva elección en enero. Eso no sorprende, ni tampoco la reacción pasiva de la oposición ante la usurpación. Pero ambas dicen mucho sobre la política venezolana.

El chavismo hubiera podido reconocer una derrota en el estado natal de Chávez.  A muy pocos le inspiró confianza su triunfo en las regionales y, como la victoria de Manuel Rosales en el Zulia,  la de Superlano en Barinas habría sido un buen argumento para decir que Venezuela tiene una democracia funcional, mientras permite que la oposición gane cargos con poco poder e influencia (en Venezuela, no lo olvidemos, los gobernadores dependen de la Presidencia para recibir sus recursos y de facto pueden ser reemplazados en cualquier momento por un “protector” nombrado desde Miraflores).  Pero a pesar de esas ventajas no lo hicieron. Tal vez porque, simbólicamente, no es lo mismo el Zulia, gobernado por la oposición durante largos periodos, que Barinas, dónde están las raíces mismas del chavismo…

¿Pero qué conclusión sacó la oposición electoralista ante lo que pasó en Barinas? ¿Que el voto no significa nada si no existen las condiciones para que sea reconocido? ¿Que los que llaman a votar también deberían preocuparse de movilizar a la gente para defender el voto? ¿Que la política es mucho más que reglas, protocolos y  trámites institucionales? ¿Qué  la democracia es algo más que un manual de urbanidad para la política, y que un demócrata es algo más que una persona civilizada y bien educada?

No. La conclusión es que “las veces que haya que volver a votar, hay que hacerlo”, “participar en elecciones«, aún en las peores condiciones (internas y externas), siempre pondrá en aprietos a quienes gobiernan a través del miedo y la violencia”, etc. Mostrando que, más que opositores, lo que hay es fetichistas del voto, además de fetichistas del golpe de estado. El voto en Venezuela no es una cuestión política de la que se discute como va a funcionar o qué consecuencias tendrá. Es otra cosa, algo inquietante y emotivo que a la gente, como en la canción de Willie Colón, “la hace temblar la hace llorar”.  En esos términos y dentro de una concepción muy limitada de la democracia, se ha dado un debate ya cansón entre sufragio y abstención, debate cuyo sinsentido queda demostrado tanto por la indisposición del electoralismo a defender el voto como por la falta de estrategia del abstencionismo.

Ese impasse  parece tener que ver con que la oposición está organizada en torno a partidos “fisiológicos” -como se les llama en Brasil- cuyo objetivo y vocación es apropiarse de cargos para capturar renta petrolera, y de candidatos profesionales cuyo proyecto personal y colectivo es ocupar esos cargos y colocar en torno a ellos  personas de su entorno.

La oposición se divide en dos tendencias: los que esperan, como en otras partes del continente, un esquema de cohabitación en el que repartirse cargos y recursos con el partido de gobierno, y los que, desesperados de no poder hacerlo, creen que una intervención militar puede volver las cosas a su cauce… Así, la alternativa parece ser “voto o plomo”, según como esa clase política crea que es más factible volver a hacer lo único que sabe hacer: candidatearse.  Es decir, es la alternativa entre candidatizarse ya (voto) o hacerlo luego de derrocar a Maduro (plomo). Pero decir que la política es votar o “caerse a plomo” es definirla por los extremos cuando abarca todo el espectro que hay entre una cosa y la otra.

El rechazo a la revuelta

Una oposición –especialmente ante un gobierno autoritario- no es simplemente una alternativa electoral. Ni siquiera un gobierno posible. Es una dinámica que se afirma al contrariar, con alguna efectividad, la arbitrariedad del gobierno y al plantear otras formas posibles de vida. La pasividad con la que fue aceptado el robo público y descarado de las elecciones en Barinas  demuestran no sólo  la total impotencia del fetichismo electoral sino que, pragmáticamente, funcionalmente, Venezuela no tiene oposición: solo candidatos que no son chavistas.

Desde el punto de vista de la oposición venezolana, Plaza Tahrir, la revuelta de 2013 en Brasil, las de Sudán, Hong Kong y Estados Unidos recientemente, y todas las que ocurrieron desde 2009, no existen. Se prestó más atención a la revuelta en Ucrania, tal vez por interpretarla como un levantamiento  anti-comunista, pero cada vez es más raro encontrar referencias a esas movilizaciones, e inclusive, las recientes en Ecuador, Chile y Colombia son vistas con desconfianza y a veces con un resentimiento muy triste (hay opositores venezolanos que apoyan más a la Policía Nacional de Colombia que a los jóvenes colombianos y a los Carabineros de Chile más que a los jóvenes chilenos). Para la oposición venezolana, la política sigue siendo la aventura de los partidos y sus políticos para llegar al poder: nuestras dos revueltas fueron vistas desde ese punto de vista estrecho y cortoplacista y cuando no resultaron se les olvidó. Se dice, claro, que la sociedad civil puede presionar, pero finalmente, como en el viejo machismo, la sociedad civil es la esposa de unos partidos que la representan y, por tanto, puede poner malas caras y hacer ruidos en la casa pero el que manda es el marido.

El debate sobre la crisis de los partidos, de la representación y de las grandes posibilidades (y grandes limitaciones) de los movimientos de los últimos años, es común en otros países: ¿por qué esos movimientos son tan potentes y tan efímeros? ¿Qué es lo que impide continuar en el tiempo, de formas más rutinarias e institucionales? porque esos movimientos democráticos o revolucionarios terminan disueltos, o siendo cooptados por la vieja corrupción (como Podemos), o peor, convertidos en tiranías (como el Sandinismo), son cuestiones abiertas discutidas por activistas, científicos e intelectuales en todo el mundo…no hay respuesta definitiva para ellas excepto que, como la vida, la democracia es algo que existe entre el orden y el caos e, incluso cuando las grandes revueltas y movilizaciones fracasan afirman que el futuro no está predefinido y que la gente no es impotente. Y por eso siempre cambian alguna cosa.

Sin duda que la mayoría de los opositores antichavistas están seguros que las ideas de democracia participativa y democracia directa son demagogia “castrocomunista”, pero de hecho la desconfianza respecto a la representación y la idea de que los ciudadanos participen directamente en los asuntos públicos está en la tradición liberal moderna y de ella pasó a lo que ahora llamamos izquierda: está en Rousseau y en Jefferson, quien fue quien afirmara que la rebelión no solo era un derecho sino que hacía falta alguna, de vez, en cuando para mantener viva la libertad. Está en Thoreau y la idea de desobediencia civil. Es la tradición de la “democracia radical” que, aunque corrompida por cierta izquierda, existe más allá de ella. Por eso en EEUU se hablaba de participatory democracy hace algunos años, de la forma más natural, y los manifestantes que salieron a protestar el asesinato de George Floyd, con consignas muy radicales, salieron luego a votar por Biden que tenía propuestas muy moderadas pues voto y desobediencia son solo dos formas distintas de participación.

La idea de una democracia es como un proceso que es computado totalmente por los partidos y dentro de ellos, se estableció entre nosotros durante el Puntofijismo con una cultura en que democracia equivalía a voto, desde entonces se piensa el sufragio como un principio moral que se justifica en sí mismo más allá de las consecuencias. Se vota porque se vota, se vota porque es lo que los demócratas hacen, se defiende el voto votando, etc. Es decir: al fetichizar al voto se embellece la pasividad.

Hay varias razones para eso. No solo Chávez instrumentalizó la idea de la participación sino que políticos como Maria Corina Machado y sus seguidores hicieron lo mismo  con la de la desobediencia civil, usándola como un código elegante para decir golpe de estado. También está el fracaso de las rebeliones de 2014 y 2017… pero uno podría pensar que ese fracaso tiene que ver no solo con la represión o las condiciones deplorables de Venezuela, sino con el hecho de que no fueron coordinadas por fuerzas sociales y ciudadanas, como en otros países, sino por políticos que, por ser candidatos profesionales, nada saben de movilización y desobediencia civil. Y no olvidemos que, en 2019, más que enfocar la estrategia en re-movilizar a la gente en un momento en el que había condiciones internas y externas para hacerlo, se la enfocó en buscar que las Fuerzas Armadas le pasaran su lealtad al gobierno paralelo en el contexto de un discurso desmovilizador sobre el venezolano como un ser patético e impotente que tenía que ser rescatado.

Se creyó entonces que la rebelión era inútil sin pensar demasiado en por qué había fracasado… y de nada han aprendido tanto los movimientos y luchas democráticas como del fracaso.

Haciendo la oposición

Así como el voto no es todo en la política, tampoco lo son la rebelión y la desobediencia civil. La política se mueve entre lo totalmente rutinario y lo totalmente extraordinario, la continuidad y la ruptura.

Venezuela se quedó sin oposición no solo porque electoralistas y militaristas dinamitaron ese puente dejando solo los extremos: rutina y excepción, paz y guerra, sino porque se impuso la idea de que la política es algo que solo hacen políticos y partidos, burocracias, mientras la sociedad civil les hace de cheerleaders. De hecho la idea de ruptura de la oposición “radical” no tiene que ver con la rebelión o con la gente liberándose por sus propios medios, sino con la intervención de una fuerza militar salvadora

Pocos se preocuparon de construir las redes sociales y ciudadanas que se construyeron en Egipto, Sudán, Hong Kong o Colombia. Y los pocos politólogos que hablaban ante Twitterzuela de la necesidad de construir una red nacional de activismo recibían burlas de parte de gente que a la vez estaba totalmente convencida de la impotencia del venezolano común y de la posibilidad de una salida milagrosa, sea una invasión salvadora o unas elecciones en las que el gobierno iba a entregarle el poder a esa oposición que ha apaleado tantas veces.

En el resto del mundo, al menos desde los años setenta, lo que define a la democracia no es el político que representa, sino el activista que hace algo por sí mismo. Pueden ser madres que buscan justicia para sus hijos, minorías luchando por sus derechos, periodistas denunciando los abusos del poder, científicos denunciando el calentamiento global, técnicos que promueven el software libre, comunidades indígenas o campesinas etc. activismo ambiental… pero también grupos de presión de grandes intereses económicos, iglesias evangélicas, sectas, o tenebrosas subculturas y movimientos de derecha. No todo eso es bonito o termina bien pero la política se hace ahí y luego entra a los partidos o toma su forma.

Y esos partidos del primer mundo, que el antichavista admira tanto, significan algo solo por esa actividad que plantea problemas, hace agendas y propuestas y crea esos liderazgos que tanto fetichismo despiertan. Si el político expresa algo más allá de sus propias ambiciones, si hay razón para tolerar su narcisismo, es porque viene de ese activismo y esa movilización (como Alexandra Ocasio-Cortez en Estados Unidos o Daniel Boric en Chile) o porque se convierte en el campeón de una movilización pre-existente (como Trump, Morales o Bolsonaro).

En fin, no creo que con este artículo, en nuestro contexto venezolano, convenza a los que creen que la democracia es votar (o que “también” es otras cosas pero “lo importante” es darle una silla a los candidatos). Solo quiero terminar planteando dos paradojas: la del fetiche del  partido y la del fetiche del voto.

Una, que el fetichismo del partido solo lleva a la creación de partidos que son comités electorales de gente «famosa por su fama»  y muchas veces corrupta, partidos vacíos que no significan nada, en los que nadie confía ni tiene vínculo de ningún tipo y que no tienen más objetivo que colocar a sus jefes en cargos.

Y dos, que el fetichismo del voto lleva a que a la gente ni siquiera se le ocurra crear mecanismos y fuerzas para defender el mismo voto y a redundancias absurdas del tipo «el voto se defiende votando» que lo  hacen totalmente inútil.

Si, por el contrario, hubiera una red estructurada, coordinada, de gente que de hecho se dedica a algo más que a ser candidato, que conoce problemas concretos, que no espera ser la esposa brava-pero-obediente del marido-representante (o no cree ser una víctima digna de lástima) y los partidos crearan una interfaz con ella, pasarían a significar algo, a tener capacidad de hacer cosas, y por tanto de inspirar confianza, en ellos, y en votar en ellos y habría, quizás, cuerpos, redes y organización para hacer algo cuando se le roba una elección a un candidato.

Es decir, hacer la oposición, como una fuerza real hecha de personas conectadas y coordinadas, es lo que haría posible tanto las elecciones y negociaciones que quieren unos como las rupturas que quieren otros, de una forma  pragmática -aunque incierta- realista y a la vez abierta a lo posible.

(Este artículo fue traducido al inglés y publicado originalmente en Caracas Chronicles)

 


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