La siguiente es la intervención de Giorgio Agamben en el encuentro titulado «Necesidades colectivas y libertades individuales. ¿Qué equilibrio?», que tuvo lugar en Venecia, Italia, el 21 de noviembre de 2021 durante un acto organizado por estudiantes venecianos contra el green pass. Entre los demás oradores presentes se encontraban el filósofo Lorenzo Maria Pacini, la abogada Mirella Manera y el médico Paolo Bellavite. Esta traducción retoma la versión revisada que Agamben publicó días después en su columna «Una voce» en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet (que contiene la errata de haber sido presentada el 11 de noviembre de 2021).
Para empezar, me gustaría retomar algunos puntos que intenté exponer hace unos días en un intento de definir la transformación subrepticia, pero no por ello menos radical, que se está produciendo ante nuestros ojos. Creo que, en primer lugar, debemos darnos cuenta de que el orden jurídico y político en el que creíamos vivir ha cambiado por completo. El operador de esta transformación ha sido, obviamente, esa zona de indiferencia entre el derecho y la política que es el estado de emergencia.
Hace casi veinte años, en un libro que intentaba ofrecer una teoría del estado de excepción, señalé que el estado de excepción se estaba convirtiendo en el sistema normal de gobierno. Como saben, el estado de excepción es un espacio de suspensión de la ley, por tanto un espacio anómico, pero que pretende estar incluido en el ordenamiento jurídico.
Pero veamos con más detalle lo que ocurre en el estado de excepción. Desde el punto de vista técnico, existe una separación entre la fuerza-de-ley y el derecho en sentido formal. El estado de excepción define, por tanto, un «estado de la ley» en el que, por un lado, la ley teóricamente tiene vigencia, pero no tiene fuerza, no se aplica, está suspendida, y, por otro lado, disposiciones y medidas que no tienen valor de ley adquieren fuerza. Se podría decir que, en el límite, lo que está en juego en el estado de excepción es una fuerza-de-ley fluctuante sin la ley. Sea como sea que se defina esta situación —ya sea que se considere el estado de excepción como interno o que se califique en cambio como externo al orden jurídico—, en cualquier caso se traduce en una especie de eclipse de la ley, en el que, como en un eclipse astronómico, permanece, pero ya no emana su luz.
La primera consecuencia es la desaparición de ese principio fundamental que es la certidumbre del derecho. Si el Estado, en lugar de dar disciplina normativa a un fenómeno, interviene en función de la emergencia, sobre ese fenómeno cada quince días o cada mes, ese fenómeno ya no responde a un principio de legalidad, pues el principio de legalidad consiste en que el Estado da la ley y los ciudadanos confían en esa ley y en su estabilidad.
Esta cancelación de la certidumbre del derecho es el primer hecho del que me gustaría llamarles la atención, porque implica un cambio radical no sólo en nuestra relación con el orden jurídico, sino en nuestro propio modo de vivir, porque se trata de vivir en un estado de ilegalidad normalizada.
El paradigma de la ley está siendo sustituido por el de cláusulas y fórmulas vagas, como «estado de necesidad», «seguridad», «orden público», que, al ser indeterminadas en sí mismas, necesitan que alguien intervenga para determinarlas. Ya no estamos ante una ley o una constitución, sino ante una fuerza-de-ley fluctuante que puede ser asumida, como vemos hoy, por comisiones e individuos, médicos o expertos completamente ajenos al ordenamiento.
Creo que se trata de una forma del llamado Estado dual —a través del cual Ernst Fraenkel, en un libro de 1941 que debería releerse, trató de explicar el Estado nazi— que es técnicamente un Estado en el que nunca se ha revocado el estado de excepción. El Estado dual es un Estado en el que el Estado normativo (Normenstaat) está flanqueado por un Estado discrecional (Massnahmestaat, un Estado de medidas) y el gobierno de los hombres y las cosas es obra de su ambigua colaboración. Una frase de Fraenkel es significativa en esta perspectiva: «Para su salvación, el capitalismo alemán no necesitaba un Estado unitario sino un doble Estado, arbitrario en su dimensión política y racional en la económica».
Es en el linaje de este Estado dual donde se debe situar un fenómeno cuya importancia no puede ser subestimada y que se refiere al cambio de la propia figura del Estado que se está produciendo ante nuestros ojos. Me refiero a lo que los politólogos estadounidenses llaman the administrative State, el Estado administrativo, y que ha encontrado su teorización en el reciente libro de Sunstein y Vermeule (C. Sunstein y A. Vermeule, Law and Leviathan, Redeeming the Administrative State). Se trata de un modelo de Estado en el que la gobernanza, el ejercicio del gobierno, excede la repartición tradicional de poderes (legislativo, ejecutivo, judicial) y agencias no previstas en la constitución ejercen en nombre de la administración y de forma discrecional funciones y poderes que correspondían a los tres sujetos constitucionalmente competentes. Se trata de una especie de Leviatán puramente administrativo, que se supone que actúa en interés de la colectividad, incluso transgrediendo el dictado de la ley y la constitución, para asegurar y guiar no la libre elección de los ciudadanos, sino lo que Sunstein llama la navegabilidad —es decir, en realidad, la gobernabilidad— de sus elecciones. Esto es lo que está ocurriendo con demasiada claridad hoy en día, cuando vemos que el poder de decisión es ejercido por comisiones y sujetos (los médicos, los economistas y los expertos) que son completamente externos a los poderes constitucionales.
A través de estos procedimientos fácticos, la constitución es alterada de una manera mucho más sustancial que a través del poder de revisión previsto por los constituyentes, hasta que se convierte, como decía un discípulo de Marx, en un Papier Stück, un simple trozo de papel. Y es significativo que estas transformaciones se inspiren en la estructura dual de la gobernanza nazi y que quizás lo que haya que cuestionar sea el propio concepto de «gobierno», de una política como «cibernética» o arte del gobierno.
Se ha dicho que el Estado moderno vive de presupuestos que no puede garantizar. Es posible que la situación que he tratado de describirles sea la forma en que esta ausencia de garantías ha alcanzado su masa crítica y que el Estado moderno, al renunciar, como es evidente hoy, a garantizar sus presupuestos, haya llegado al fin de su historia y es este final el que quizás estemos viviendo.
Creo que cualquier discusión sobre lo que podemos o debemos hacer hoy en día debe partir de la constatación de que la civilización en la que vivimos se ha derrumbado —o, mejor dicho, dado que es una sociedad basada en las finanzas— ha quebrado. Que nuestra cultura estaba al borde de la quiebra general era evidente desde hacía décadas y las mentes más lúcidas del siglo XX lo habían diagnosticado sin reservas. No puedo dejar de recordar con qué fuerza y consternación Pasolini y Elsa Morante, en aquella década de 1960 que ahora nos parece mucho mejor que el presente, denunciaban la inhumanidad y la barbarie que veían crecer a su alrededor. Hoy nos toca vivir la experiencia —ciertamente no agradable, pero tal vez más verdadera que las anteriores— de no estar ya en el borde, sino dentro de esta bancarrota intelectual, ética, religiosa, jurídica, política y económica, en la forma extrema que ha adoptado: el estado de excepción en lugar de la ley, la información en lugar de la verdad, la salud en lugar de la salvación y la medicina en lugar de la religión, la técnica en lugar de la política.
¿Qué hacer en una situación así? A nivel individual, por supuesto, seguir haciendo en la medida de lo posible lo que uno intentaba hacer bien, aunque ya no parezca haber ninguna razón para hacerlo, y de hecho por eso mismo seguir. Sin embargo, no creo que esto sea suficiente. Hannah Arendt, en una reflexión que no podemos dejar de sentir cercana, porque se titulaba On Humanity in Dark Times, se preguntaba «hasta qué punto seguimos obligados al mundo y a la esfera pública incluso cuando hemos sido expulsados de ellos (es lo que les ocurrió a los judíos en su época) o hemos tenido que retirarnos de ellos (como los que habían optado por lo que paradójicamente se llamó “emigración interna” en la Alemania nazi)».
Creo que hoy en día es importante no olvidar que si nos encontramos en una condición así es porque nos han obligado a ello, y que por tanto es una elección que sigue siendo política en cualquier caso, aunque parezca estar situada fuera del mundo. Arendt señaló la amistad como el posible fundamento para una política en tiempos oscuros. Creo que es un buen punto, siempre que recordemos que la amistad —es decir, el hecho de sentir una alteridad en nuestra propia experiencia de existir— es una especie de minimum político, un umbral que a la vez une y divide al individuo de la comunidad. Eso sí, siempre que recordemos que se trata nada menos que de intentar constituir una sociedad o una comunidad dentro de la sociedad en todas partes. Es decir, frente a la creciente despolitización de los individuos, encontrar en la amistad el principio radical de una renovada politización.
Me parece que ustedes, los estudiantes, han comenzado a hacerlo, creando su asociación. Pero deben ampliarlo cada vez más, porque de ello dependerá la posibilidad misma de vivir de modo humano.
Para terminar, me gustaría dirigirme a los estudiantes que están aquí presentes y que me han invitado a hablar hoy. Me gustaría recordar algo que debería ser la base de todo estudio universitario y que no se menciona en la universidad. Antes de vivir en un país y en un Estado, los hombres tienen su morada vital en una lengua, y creo que sólo si somos capaces de indagar y comprender cómo se ha manipulado y transformado esa morada vital podremos entender cómo se han podido producir las transformaciones políticas y jurídicas que tenemos ante nuestros ojos.
La hipótesis que quiero sugerirles es, por tanto, que la transformación de la relación con la lengua es la condición de todas las demás transformaciones de la sociedad. Y si no nos damos cuenta de ello, es porque la lengua, por definición, permanece oculta en lo que nombra y nos da a entender. Como dijo una vez un psicoanalista que también era un poco filósofo: «lo que se dice queda olvidado detrás de lo que se dice en lo que se escucha».
Estamos acostumbrados a considerar la modernidad como el proceso histórico que comenzó con la Revolución industrial en Inglaterra y la Revolución política en Francia, pero no nos preguntamos qué revolución en la relación de los hombres con la lengua hizo posible lo que Polanyi llamó la Gran Transformación.
Es ciertamente significativo que las revoluciones de las que nació la modernidad fueran acompañadas, si no precedidas, por una problematización de la razón, es decir, de lo que define al hombre como animal hablante. Ratio viene de reor, que significa contar, calcular, pero también hablar en el sentido de rationem reddere, dar cuenta. El sueño de la razón, que se ha convertido en una diosa, coincide con una «racionalización» de la lengua y de la experiencia del lenguaje que permite dar cuenta y gobernar íntegramente la naturaleza y, al mismo tiempo, la vida de los seres humanos.
¿Y qué es lo que ahora llamamos ciencia, sino una práctica del lenguaje que tiende a eliminar en el hablante toda experiencia ética, poética y filosófica de la palabra para transformar la lengua en un instrumento neutral de intercambio de información? Si la ciencia no puede responder nunca a nuestra necesidad de felicidad, es porque presupone en última instancia no un ser hablante, sino un cuerpo biológico que es como tal mudo. ¿Y cómo debe haberse transformado la relación del hablante con su lengua, de modo que la posibilidad misma de distinguir la verdad de la mentira ya no es posible, como hoy está sucediendo? Si hoy médicos, juristas y científicos aceptan un discurso que renuncia a preguntarse por la verdad, es quizás porque —cuando no se les ha pagado por ello— en su lengua ya no podían pensar —es decir, mantener en suspenso (pensar viene de pendere)— sino sólo calcular.
En esa obra maestra de la ética del siglo XX que es el libro de Hannah Arendt sobre Eichmann, Arendt observa que Eichmann era un hombre perfectamente racional, pero que era incapaz de pensar, es decir, de interrumpir el flujo del discurso que dominaba su mente y que no podía cuestionar, sino sólo ejecutar como una orden.
La primera tarea que tenemos por delante es, pues, recuperar una relación surgiva y casi dialectal, es decir, poética y pensante, con nuestra lengua. Sólo así podremos salir del callejón sin salida en el que parece haberse metido la humanidad y que la conducirá verosímilmente a la extinción — si no física, al menos ética y política. Recuperar el pensamiento como un dialecto imposible de formalizar y formatear.