Si el pensamiento crítico naufraga en la cortedad de miras, ha optado también por culpar de todos los problemas a la derecha. De este modo, al amputarse la autocrítica con la excusa de no dar argumentos al adversario, queda impedido de aprender de los errores, de confrontar abiertamente y debatir en colectivo para llegar a conclusiones comunitarias que orienten la acción.
Una de las principales características del pensamiento crítico fue siempre la capacidad de mirar largo y lejos, de otear por encima de los árboles para divisar el horizonte. Esa mirada larga ha sido la brújula que no se perdía ni siquiera en las peores situaciones. En momentos de guerras y genocidios, la esperanza provenía de la convicción de que se sigue caminando en la dirección elegida.
Por lo tanto, cultivar la memoria es una cuestión básica, casi un instinto para sobrevivir y crecer. No para aferrase al pasado sino para afirmar las raíces, la cosmovisión, la cultura, la identidad que nos permiten seguir siendo y caminar, caminar, caminar….
El pensamiento crítico se viene ahogando en la inmediatez, se pierde en la sucesión de coyunturas en las que apuesta por el mal menor, ruta casi segura para perderse en el laberinto de los flujos de información, sin contexto ni jerarquización. El sistema aprendió a bombardearnos con datos, con las últimas informaciones que sobreabundan en medio de la escasez casi absoluta de ideas diferentes a las hegemónicas.
Estos años buena parte de la izquierda y de la academia la emprendieron contra Trump. Lógico y natural. Pero parecen haber olvidado que algunos de los desarrollos más oprobiosos vienen de los años de Barack Obama, el progresista que inició la guerra en Siria, que promovió el golpe de Estado en Egipto y decenas de intervenciones contra los pueblos en América Latina, Asia y África.
Dedicar todos los análisis a las coyunturas implica dejar de lado los factores estructurales. De ese modo, no pocos analistas que presumen de un pensamiento crítico, “olvidan” que los gobiernos progresistas profundizaron el extractivismo (acumulación por despojo o cuarta guerra mundial). Cuando los incendios en la Amazonia, esta corriente mayoritaria atacaba a Bolsonaro (con toda razón), pero no quiso mirar que bajo el gobierno de Evo Morales sucedía exactamente lo mismo.
Sinceramente, no veo la menor urgencia en que retornen gobiernos progresistas que ya han mostrado los límites de las administraciones que encabezaron. En Bolivia, señala Rafael Bautista, era necesario derrotar a la derecha y la gente lo hizo, pero “la usurpación que hace el MAS de la victoria popular, creyendo que fue obra exclusivamente suya la recuperación democrática, está conduciendo a ese desencantamiento que es lo que, precisamente, sucedió previamente para que el golpe pasado sea legitimado por una revuelta social” (Alai, 4 de enero de 2021).
Si el pensamiento crítico naufraga en la cortedad de miras, ha optado también por culpar de todos los problemas a la derecha. De este modo, al amputarse la autocrítica con la excusa de no dar argumentos al adversario, queda impedido de aprender de los errores, de confrontar abiertamente y debatir en colectivo para llegar a conclusiones comunitarias que orienten la acción.
¿Dónde están las autocríticas del brasileño PT, del MAS de Eco o de Alianza País de Rafael Correa? Para evitar el debate acuñaron la idea de “golpe”, que se aplica en cualquier coyuntura que sea adversa. O de “traición”, para dar cuenta de casos tan sonados como los del ecuatoriano Lenin Moreno y el uruguayo Luis Almagro, olvidando que fueron elegidos por Correa y Mujica respectivamente.
Podría seguir argumentando situaciones y conceptos que han desviado o impedido los debates y, peor, los aprendizajes siempre necesarios. Hay un punto, empero, en el que seguimos atascados sin poder avanzar, ni tender puentes, ni hacer balances. Me refiero al papel del Estado en los procesos revolucionarios.
Algunos nos negamos a considerar que los Estados estén en el centro del horizonte emancipatorio, mientras muchos otros no conciben la acción política por fuera de la institución estatal. No es un asunto menor. Es el rompeolas contra el que se estrellarán las futuras generaciones, incluyendo los movimientos indígenas y feministas, los más pujantes en estos años.
Se viene difuminando una idea nefasta que dice: si las personas, los colectivos o los movimientos adecuados llegan al Estado, por ese sólo hecho lo modifican, cambian su carácter. Como si el Estado fuera una herramienta neutra, utilizable tanto para oprimir y reprimir como para liberar pueblos y ajustar cuentas con la clase dominante.
La experiencia histórica, desde la revolución rusa hasta los últimos gobiernos progresistas, habla por sí sola. Pero al parecer recordar y hacer balance es un ejercicio demasiado pesado para un pensamiento indolente, que busca acurrucarse en la tibieza de las comodidades antes que acampar a la intemperie.