En México el desarrollo se ha convertido en violencia, en una forma de guerra disfrazada y legitimada por la muy reciclada retórica del “bien común”. ¿Suena exagerado? Si se mira desde Polanco o desde Palacio Nacional, probablemente se ve muy exagerado, si se mira desde la comunidad de Nuevo San Gregorio en Chiapas, desde San Mateo Cuanalá en Puebla, desde una comunidad del Istmo de Tehuantepec, desde la Sierra de Puebla, desde Michoacán, desde la montaña de Guerrero y desde toda la geografía que vive en el abajo que se debate cada día entre la supervivencia y el olvido, hablar de la violencia del desarrollo es poco.
En México el desarrollo se ha convertido en violencia, en una forma de guerra disfrazada y legitimada por la muy reciclada retórica del “bien común”. ¿Suena exagerado? Si se mira desde Polanco o desde Palacio Nacional, probablemente se ve muy exagerado, si se mira desde la comunidad de Nuevo San Gregorio en Chiapas, desde San Mateo Cuanalá en Puebla, desde una comunidad del Istmo de Tehuantepec, desde la Sierra de Puebla, desde Michoacán, desde la montaña de Guerrero y desde toda la geografía que vive en el abajo que se debate cada día entre la supervivencia y el olvido, hablar de la violencia del desarrollo es poco.
El 22 de noviembre de 2021 López Obrador publicó un acuerdo presidencial para declarar a sus megaproyectos como asuntos de interés público y de seguridad nacional y dando sólo cinco días para que las instancias regulatorias puedan rechazar los proyectos y de no hacerlo considerarlos aprobados. Es una medida que debe haber provocado la envidia de todos los presidentes neoliberales que le antecedieron. Es una joya del despojo capitalista convertido en política pública y un intento por legalizar precisamente la violencia del desarrollo.
El 15 y 16 de enero de 2022 en el Altepelmelcalli de San Mateo Cuanalá hubo un Encuentro Nacional de Luchas contra Gasoductos y Proyectos de Muerte. En los considerandos de su declaratoria final dice que “frente a esta nueva embestida se hace necesario entonces fortalecer la ley de los pueblos, a través de la autonomía y del control del territorio” (https://desinformemonos.org/anuncian-caravana-de-los-pueblos-por-la-vida-y-contra-los-megaproyectos/). Éste punto es crucial a manera de respuesta a la lógica de las agresiones extractivistas del gobierno mexicano en tres sentidos: ante la invalidación de las protecciones institucionales a los entornos vitales de los pueblos indígenas se vuelve necesario replantear el ordenamiento jurídico en contrasentido desde los pueblos; ante la incapacidad del Estado de representar los sentires y decisiones de los pueblos, la autonomía se hace indispensable; y para todo ello se vuelve fundamental el control del territorio desde los pueblos a los que les da vida y que le dan vida.
Éste encuentro, que quedó oculto bajo la rebatinga twittera y mañanera por el botín de Ex-Citi-Banamex y otras frivolidades, es un llamado desesperado a enfrentar esa violencia del desarrollo que impulsa ahora López Obrador. Balakrishnan Rajagopal (2007) dice que la violencia del desarrollo es un punto ciego de los derechos humanos, a pesar de las violaciones sistemáticas que provoca. En realidad, al desarrollo se le empata con los derechos humanos como las dos rutas de la virtud en la gobernabilidad neoliberal. En realidad el desarrollo y los derechos humanos vistos desde arriba se han convertido en estrategias retóricas para camuflar la violencia del mercado y del Estado, para que los proyectos de muerte puedan asumir “el progreso” como apodo.
En México ha habido un continuo de esa violencia del desarrollo que se agudizó con el proceso de globalización neoliberal. Desde las reformas privatizadoras de Salinas y su TLCAN hasta el PPP de Fox fue tomando forma algo que no es un megaproyecto o un conjunto de megaproyectos, es un gigaproyecto transexenal y transpartidista. La idea de un corredor transístmico, ahora Corredor Multimodal Interoceánico, viene desde Porfiro Díaz y llegó hasta el Plan Alfa-Omega de finales del siglo XX; los gasoductos y proyectos como el PIM llevan décadas en proceso. Esos proyectos no tiene que ver con el retórico “bien común”, es un proyecto de transporte global de mercancías, de transmisión de energía y de extracción de recursos, es decir el sueño del “bien común” del 1%. Lo necesario para éste gigaproyecto es controlar territorios y poblaciones. Resulta además que esos territorios y poblaciones son precisamente los de los pueblos indígenas, sí, los mismos que durante la Colonia fueron expulsados hacia las montañas para despojarles sus territorios y recursos, y como desde entonces, pues resulta que se resisten.
Para tratar de lograr ese control y disolución de la resistencia prácticamente todos los gobiernos de México han seguido una misma receta para gestionar el descontento que provoca el despojo y los abusos de los megaproyectos: programas sociales. Desde los programas como la “Solidaridad” de Carlos Salinas, pasando por las “Oportunidades” de Fox hasta el “Bienestar” de López Obrador, todos han repartido dinero paliativo que despresuriza la resistencia a sus proyectos, con una buena dosis por supuesto de criminalización de la crítica fragmentando a las comunidades que se resisten y dividiendo entre “los que quieren el progreso” y los que no. Un elemento nuevo con López Obrador es la “legitimidad” que le han adjudicado a su gobierno muchos de quienes antes se oponían a ese gigaproyecto y que ahora se suman a la larga tradición de asegurar que los pueblos indígenas se resisten a los proyectos que ponen en riesgo su vida colectiva y sus entornos vitales porque están manipulados, no porque simplemente se resistan a ser destruidos y olvidados.
Ese gigaproyecto se ha orientado a conectar y alimentar los nodos urbanos e industriales globales y en su paso a despojar y convertir los territorios indígenas en espacios de extracción, y asimilar o diluir sus poblaciones, algo que podríamos llamar un etnocidio colateral al desarrollo neoliberal. Ante ésta guerra a la que llaman desarrollo, si la morralla del capitalismo logra comprar la dignidad y que la apatía disfrazada de esperanza se haga cómplice de la destrucción, a los pueblos indígenas les queda tratar de resistir otro medio milenio y se ven nuevamente, como aquel primero de enero de 1994, parados ante la única puerta de dignidad que queda, la rebeldía.
Rajagopal, B. (2007) El derecho internacional desde abajo, Bogotá: Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos.