#MasacrePolicial9S
Excesos, brutalidad, desproporcionada e injustificada son todos eufemismos para hacer referencia a las actuaciones de la policía metropolitana en el marco de las protestas sociales. Lo que hemos visto en nuestra ciudad es una sistemática, calculada, deliberada e ilegal violencia policial contra protestantes civiles desarmados (a menos que consideremos que un escudo y una olla son armas peligrosas).
Y ningún evento más doloroso para mostrar esta actuación criminal que la masacre policial perpetrada en Bogotá las noches que siguieron a la tortura y asesinato de Javier Ordoñez, padre de dos niños y estudiante de derecho, el 9 de septiembre del 2020. Desde esa madrugada circuló un video en redes sociales que muestra a un hombre desarmado y siendo sometido por agentes de la policía con pistolas eléctricas taser mientras suplicaba “por favor, no más”. Conocimos que el hombre era Javier Ordoñez y que las imágenes correspondían a parte de la tortura a la que fue sometido por agentes de la policía.
El informe de necropsia del cuerpo de Ordoñez es contundente al describir los traumas, laceraciones, contusiones y hemorragias. La violencia que le causó la muerte no hizo parte de un procedimiento legal, fue una tortura llevada a cabo por agentes policiales. La investigación de la Fiscalía establece que el Comando de Atención Inmediata (CAI) del barrio Villa Luz, en el noroccidente de Bogotá, y a donde fue llevado Ordoñez para seguir siendo golpeado hasta la muerte, fue un centro de impunidad.
Este horror desató una serie de manifestaciones espontáneas de jóvenes cuyas familias han sido empobrecidas por las políticas neoliberales y que no tienen acceso ni a trabajo digno ni a educación. Las manifestaciones estaban dirigidas contra la policía para quien ser joven y pobre es un crimen. La reacción de este cuerpo armado fue contundente y quedo registrada en miles de videos realizados por los reporteros gráficos en los que se han convertido las y los jóvenes hoy gracias a sus celulares y su experiencia virtual. Muchos uniformados no portaban identificación, tratando de ocultar su uniforme, portaban chaquetas negras. Los videos muestran a periodistas y personal de primeros auxilios bajo intimidación, detenciones arbitrarias, mujeres padeciendo agreción sexual y, por último, si bien no menos importante, a los agentes de la policía disparando contra quienes protestaban.
Los videos también muestran a una ciudadanía respondiendo a la violencia policial. El informe de la Veeduría Distrital sobre los acontecimientos (septiembre de 2020) señala que 72 CAIs fueron quemados durante la ola de protesta e indignación (correspondiente a más de la mitad de los 143 CAIs de la ciudad). El acrónimo Acab inundó las paredes de Bogotá y se volvió tendencia en redes sociales, tal y como había ocurrido unos meses antes con el asesinato de George Floyd por un oficial de policía en Minneapolis. Aprendimos el significado de este vocablo, y su versión numérica con el 1213, y vimos cómo esta expresión de solidaridad antiautoritaria y grito contra la represión policial se convertía en liricas de rap y grafitis. Los sectores de derecha también intervinieron en este contexto. Por ejemplo, la congresista del Centro Democrático María Fernanda Cabal (@MariaFdaCabal) aseguró que “entre los vándalos hay milicias urbanas de ACAB”, buscando convertir a esta sigla de indignación en una estructura clandestina y en una red de apoyo de algún grupo subversivo.
Frente a esta ola de protesta contra la violencia policial, el manejo dado por parte de la Alcaldía, con el liderazgo de Claudia López, fue rápido y categórico. La alcaldesa reconoció que el caso de Ordoñez no es un suceso aislado y que el abuso policial es recurrente y está caracterizado por la impunidad. Del mismo modo, admitió que policías habían asesinado a varios de los jóvenes durante esas noches y realizó actos simbólicos de reconocimiento y reparación con los familiares y en los barrios donde ocurrieron los horrores.
La administración distrital solicitó a las Naciones Unidas la realización de un informe independiente sobre los hechos, cuyos resultados fueron presentados en diciembre de 2021 y que establecen que la Policía Nacional fue la responsable de la muerte de 11 jóvenes en Bogotá y Soacha y que al menos 75 personas fueron heridas por arma de fuego. El informe determina también que lo ocurrido en esas noches fue una masacre perpetrada por la policía y presenta el testimonio de muchas de las víctimas de esa noche, mostrando que, detrás de cada historia hay un nuevo agravio, más intimidación y mucho miedo.
Frente a las actuaciones de la administración de López, el gobierno nacional salió a apoyar a los uniformados (se volvió viral la foto del Presidente vestido de policía a los pocos días de ocurrida la masacre). El ministro de defensa de entonces, Carlos Holmes Trujillo, no dudó en estigmatizar y criminalizar a quienes protestaban argumentando, sin prueba alguna, que detrás de los “hechos vandálicos” que se presentaron durante esas protestas “está la mano criminal de grupos como el ELN y las disidencias de las FARC que buscan desestabilizar al Gobierno”.
Esta diferencia en el manejo de la protesta dado por la administración nacional y la local se expresó en la caracterización dada al problema de la violencia policial y a sus posibles salidas. El Presidente y su equipo de gobierno salió a apoyar a la fuerza pública y mintió al argumentar que la violencia desatada en la ciudad era producto de la infiltración de las insurgencias armadas. Por su parte, Claudia López reconoció la gravedad de los hechos y la responsabilidad de la Policía. La alcaldesa también reconoció que esta institución requiere una reforma estructural que evite la impunidad. Sin embargo, enmarcó la violencia policial de esas noches de septiembre como un desacato de las órdenes expresas de la Alcaldía de no disparar contra los manifestantes. Sin desconocer lo significativo de la actuación de la administración local en estos eventos, sobresalen por lo menos dos elementos problemáticos (por decir lo menos) del reconocimiento de la Alcaldía. Primero, es muy preocupante que una alcaldesa tenga que aceptar que no tiene mando efectivo sobre la policía metropolitana y, segundo, que quede en la opinión pública la idea de que a la fuerza pública hay que darle la orden de cumplir la ley ¿No es acaso ésa su obligación?
#SosColombiaNosEstanMatando
La violencia del neoliberalismo alcanzó su pico máximo con el tratamiento dado a la pandemia de covid-19. Y ocurrió lo inevitable: la naturalización de la pobreza como resultado del poco esfuerzo individual, de los derechos percibidos como bienes de consumo, y de las jerarquías como inherentes al estado de cosas perdió fuerza en Colombia. Nuevas generaciones irrumpieron en el espacio público y desenmascararon la dominación y la explotación mostrando, por medio de su propia corporeidad, no solo las promesas incumplidas, sino las hipocresías del neoliberalismo. Jóvenes que han visto cómo sus madres trabajan incansablemente sin nunca salir de la pobreza; cómo se desfinancian y privatizan sistemas educativos y de salud sin que eso garantice un mayor acceso o mejoría en el servicio y su calidad; y cómo las elites gobiernan para empobrecer a los muchos y beneficiar a los pocos, sosteniendo privilegios y concentración de la riqueza.
Ya habíamos visto a esos jóvenes a finales del 2011, aglutinados en la Mesa Amplia Nacional Estudiantil (Mane), derrotar la profundización de la agenda de privatización dentro de las universidades públicas al obligar al gobierno a retirar el Proyecto de Reforma a la Educación Superior que permitía la creación de universidades con ánimo de lucro y un mayor gasto en créditos educativos, propuestas que debilitan al sistema público y dejan con profundas deudas a los jóvenes que se ven obligados a solicitar los créditos (tal como ha sido denunciado en los Estados Unidos).
En noviembre del 2019 se dio otra ola de movilizaciones en Colombia, agrupando a múltiples sectores, que expresaban un descontento general con las políticas neoliberales y criminales del gobierno. En esa oportunidad vimos en acción las luchas por el sentido, donde sectores de las élites posicionaban la idea de que aquellos que protestaban era porque lo “querían todo regalado”, mientras que aquellos que marchaban argumentaban que sus causas eran justas y llenas de solidaridad. Según la encuesta del Centro Nacional de Consultoría, el personaje de ese año fue la cacerola, como expresión simbólica del inconformismo, pero el grito que resonará siempre será: “Dilan no murió, a Dilan lo mataron”. Y lo mató un miembro del temido Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) en Bogotá mientras protestaba pacíficamente en demanda de una educación pública y de calidad.
Colombia, otro país emblemático del neoliberalismo en América Latina, al lado de Chile, veía una poderosa ola de inconformismos contra este modelo. Y entonces llegó la pandemia del covid-19 que nos obligó a resguardarnos en nuestros hogares para protegernos y proteger a aquellos que amamos; entretanto el gobierno nacional salía a rescatar a los grandes empresarios. Mientras los países desarrollados coincidían en la necesidad de una intervención en sus economías para proteger a los más desfavorecidos y así evitar una catástrofe humana, en Colombia el osado gobierno de Iván Duque radicó en el Congreso, a principios de abril del 2021, una reforma tributaria (que decidió llamar “Ley de Solidaridad Sostenible”) que ponía una carga tributaria adicional sobre las clases medias mientras mantenía los privilegios a los súper ricos por medio de generosas exenciones.
Y la respuesta no se hizo esperar. El Comité Nacional de Paro, que aglutina a organizaciones obreras, indígenas, estudiantiles, y campesinas y que había convocado a las protestas del año anterior, llamó a una jornada de movilización para el 28 de abril. En la ciudad de Bogotá la alcaldesa consideró que las marchas eran, en ese momento y haciendo referencia al pico de la pandemia que vivía la ciudad, un atentado contra la vida. Asimismo, y yendo en contradicción con la vocación de presencia en la calle de todo proceso de protesta, propuso “plantones virtuales”. Las marchas fueron multitudinarias, llenas de digna rabia y mayoritariamente pacíficas. Sin embargo, López siguió estigmatizando a quienes respondieron a la convocatoria y sus repertorios.
En mayo de 2021, y ante el repertorio de los bloqueos que asumieron en varios puntos de la ciudad las personas inconformes, López aportó a la zozobra que se promovía desde sectores dominantes y amenazó el ejercicio del derecho fundamental a la protesta, al hacer responsable a los bloqueos del desempleo y el encarecimiento de la comida, negando las posibilidades transformadoras de estos ejercicios democráticos. Asimismo, la alcaldesa contribuyó a la estigmatización de las máscaras de gas, cascos y otros elementos utilizados creativamente por quienes alzaban su voz para protegerse del accionar delictivo de la policía, al calificar éstos como “dotación” con la cual “jóvenes radicalizados” “pinchan, bloquean y secuestran buses” y como parte de una “campaña del caos, la obstrucción y destrucción de Transmilenio y la tranquilidad ciudadana”.
La preocupación de la alcaldía frente a la destrucción de Transmilenio en medio de las protestas tomó un nuevo nivel con el informe “Afectaciones a los Derechos Humanos en el Marco del Paro Nacional en Bogotá”, presentado por la administración a la Corte Interamericana y a las Naciones Unidas a finales de mayo, en el cual la alcaldía equipara las afectaciones a la infraestructura con las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por la Policía. Asimismo, el lenguaje del informe desconoce la gravedad de la violencia policial al nombrar las graves violaciones a los derechos humanos en las que ha incurrido esta institución como “fallas del servicio” o “incidentes de atención”. Estas acciones llevaron a Andrés Idárraga, director de Derechos Humanos de la Alcaldía, a renunciar. En la carta en que oficializa su decisisón argumenta que la Policía se ha insubordinado del gobierno civil y ha cometido agresiones sistemáticas contra las poblaciones. Asimismo, muestra cómo desde la alcaldía ha habido “tibieza” en el manejo del “abuso policial”.
A principios de junio López caracterizó al Comité de Paro como “Comité del COVID”, argumentando que las aglomeraciones de las protestas habían incrementado el número de contagios. Consideración que no solo estigmatizó a los organizadores del paro, sino que iba en contravía de la evidencia epidemiológica que ha demostrado que la proximidad en espacios cerrados es el riesgo mayor para el contagio y la propagación del virus. Igualmente, López comparó la “Toma de Bogotá”, que estaba organizando el Comité del Paro para el 9 de junio, con tomas guerrilleras y paramilitares.
Estos señalamientos por parte de la Alcaldía se dieron en un contexto de recrudecimiento de la violencia policial contra los y las protestantes. En Bogotá, la primera víctima mortal fue Daniel Alejando Zapata quien murió luego de varios días en el hospital tras haber recibido el impacto de un artefacto disparado por el Esmad en Kennedy mientras participaba pacíficamente de las protestas del Primero de Mayo. Duván Felipe Barros apareció muerto tras ser retenido por la Policía el 5 de junio mientras participaba de la toma del Portal Resistencia (como fue renombrado el Portal de las Américas de Transmilenio). Jaime Alonso Fandiño también murió a manos del Esmad (21 de junio) tras recibir en su pecho el impacto de una granada de gas lacrimógeno disparada a corta distancia. En similares circunstancias fue asesinado Christian David Castillo en Suba (22 de junio).
La nueva modalidad de la violencia policial en Bogotá fueron las lesiones oculares causadas principalmente por el Esmad. Leidy Cadena, fue la primera víctima conocida que perdió la vista de uno de sus ojos durante las manifestaciones. Erika Guevara Rosas, directora de Amnistía para las Américas, anotó: “Es escalofriante ver cómo los agentes del Escuadrón Móvil Antidisturbios han disparado de manera deliberada a los ojos de tantas personas, solo por atreverse a ejercer su derecho legítimo a la manifestación pacífica”. Asimismo, Temblores e Indepaz denunciaron el uso ilegal por parte de la Policía de la figura del “traslado por protección” para impedir el libre ejercicio del derecho a la protesta y la práctica de la desaparición forzada. El sistema de justicia participó también de la criminalización de las protestas, fiscales realizaron imputaciones desproporcionadas a los manifestantes por cargos de “terrorismo” (como lo mostró Human Rights Watch). En medio de este nivel de estigmatización y violencia policial contra los y las protestantes sobresale el apoyo y aprobación de las protestas por parte de la ciudadanía. En junio una encuesta del Centro Nacional de Consultoría mostró que el 78 por ciento de los entrevistados apoyaba las peticiones al Gobierno nacional y casi el 60 por ciento consideraba que el resultado del paro iba a ser positivo.
Sin lugar a duda, estas conductas de la Alcaldía, la Policía y del sistema de justicia crearon un ambiente de temor dentro de los protestantes. Sin embargo, la Alcaldía también tuvo positivas acciones dentro del manejo de la protesta entre las que se resalta su oposición categórica a la declaratoria de conmoción interior, y a la intervención militar en la protesta, y su exigencia de no usar balas de goma por parte de la Policía contra las y los protestantes. Asimismo, la Alcaldía lideró diálogos territoriales con los manifestantes, que no estuvieron exentos de tensiones por la continua estigmatización que sufrían de parte de la administración local las persoans inconformes. Finalmente, López reconoció las demandas de los jóvenes y se comprometió a redestinar 2 billones de pesos del presupuesto hacia programas de educación y empleo para jóvenes y mujeres.
#ClaudiaLopez
A Claudia López le ha faltado firmeza con respecto a las denuncias y acciones frente la gravedad de la violencia policial contra quienes ejercen el legítimo derecho a la protesta, y estas omisiones han costado vidas y daños irreparables contra jóvenes y la construcción de ciudadanía en Bogotá. Si bien en 2020, López fue clara y contundente en señalar la violencia de la Policía y exigir transformaciones profundas de esta institución armada, en el 2021 su actuación fue tibia. Asimismo, la alcaldesa, particularmente durante el Paro Nacional del 2021, aportó a la estigmatización de los y las protestantes. Más allá de la obligación de la administración local de garantizar el pleno respeto de los derechos, entre los que se encuentra el derecho a la protesta pacífica, es esencial que López reconozca el lugar de la calle en la construcción de ciudadanías, democracia y derechos. La alcaldesa debe recordar su pasado cuando, desde las calles, luchó vigorosamente por la reforma constitucional que dio origen a nuestra actual carta de navegación. Como en esa oportunidad, sin la política disruptiva e incómoda de las marchas, tomas y bloqueos, difícilmente hubiéramos logrado las profundas agendas que han estado en juego.
*Profesora Universidad Nacional de Colombia.