Primero tenemos el “nadie la tiene más grande que yo” de Putin, un líder que ondea la bandera de lo más tóxico de la masculinidad tóxica: el ejercicio de poder como máxima, la violencia como política. También está el presidente ucraniano, enfundado en indumentaria militar, armado y firme, sin mostrar más emoción que la del amor a su patria, el único amor que parece que siempre ha cotizado alto entre la masculinidad hegemónica.
Sé que este exabrupto, fuera de los marcos de la geopolítica, desprovisto de la contextualización de antecedentes históricos, intereses económicos, o equilibrios internacionales, puede parecer superficial y pueril, pero no consigo quitarme estos días un pensamiento que se repite sin que yo ni siquiera lo convoque, como un ajo conceptual que suma amargor a estos tiempos plenos de espanto. Cuánto macho, siento, qué exceso de machura, intuyo, cuánto macherío se nos viene por delante, tiemblo.
Primero tenemos el “nadie la tiene más grande que yo” de Putin, un líder que ondea la bandera de lo más tóxico de la masculinidad tóxica: el ejercicio de poder como máxima, la violencia como política. Y es que la amenaza, ora latente, ora ostentosamente impúdica, imprevisible y arbitraria, es el modus operandi por excelencia del hombre violento, el que domina a través del miedo, el que se nutre del temor que infunde y basa su propio valor, como persona, como padre, como marido, como profesional, como mandatario, en la sensación de prevalecer sobre la voluntad, la vida, y la libertad de los otros.
El gesto de Zelenski ha sido alabado internacionalmente, como la más clara vía que pueda tomar un gobernante de un país para proteger a su gente. Pelear por tu país es agarrar un arma, besar a tu mujer, abrazar a tus hijos, y quedarte a luchar, ese es el relato que nos ofrecen
Pero no es solo el obvio Putin. También está el presidente ucraniano, enfundado en indumentaria militar, armado y firme, sin mostrar más emoción que la del amor a su patria, el único amor que parece que siempre ha cotizado alto entre la masculinidad hegemónica, el único digno de sacrificio: un amor que se demuestra empuñando una arma. El gesto de Zelenski ha sido alabado internacionalmente, como la única y más clara vía que pueda tomar un gobernante de un país para proteger a su gente. Todo se olvida, todo se silencia, pelear por tu país es agarrar un arma, besar a tu mujer, abrazar a tus hijos, y quedarte a luchar, ese es el relato que vemos cada día en los medios.
Ahí está el vídeo de los trece ucranianos defendiendo un islote en el Mar Negro, esos valientes que se niegan a rendirse ante la armada rusa, aunque eso implique su inmediata muerte. “Buque de guerra ruso, vete a la mierda”, dicen, y todo el mundo lo celebra. “Ole sus huevos”, claman en las redes, la palabra patriota asoma en todas partes, ese significante tan vacío, en el que se agita el vértigo histórico de tantas guerras en las que tanta gente se mató sin saber por qué ni para qué, en una maquinaria engrasada por los intereses de los otros.
Será porque hacía tiempo que no veíamos tan en directo, tan en prime time, una guerra —un privilegio que no han tenido otras guerras menos blancas, menos europeas, menos performadas por militares mazados, con ese mix entre armamento de última tecnología y estética siglo XX— que no recuerdo semejante exhibición de masculinidad uniformada, voluntarios que se alistan, hombres de aire marcial y cejas rectas mirando directo a la cámara.
Recto a la cámara y con aplomo miraba ayer el líder de Chechenia, Ramzan Kadirov, en pie frente a sus tropas, entre esos planos aéreos dignos de cualquier videojuego, oportunamente comparados en las redes con una superproducción de Hollywood, que irrumpían en esta secuencia acelerada. Filas y filas marcialmente dispuestas de soldados barbudos, la masculinidad tóxica de los otros, el fundamentalismo de los otros, que tanto se codea con el fundamentalismo blanco, que mama del mismo maná de la violencia, la amenaza y el miedo como forma de imponer su dominio. ¡Qué ejemplo de manual de ese pacto masculino del que hablaba Segato, convocar a Kadirov, tu mandatario amigo, al que pusiste al frente del país a fuego y sangre, para que se una a tu cruzada imperialista con ese ejército mercenario que apesta a testosterona!
Ayer veíamos listos para la batalla, en Chechenia, filas y filas marcialmente dispuestas de soldados barbudos, la masculinidad tóxica de los otros, el fundamentalismo de los otros, que tanto se codea con el fundamentalismo blanco, que mama del mismo maná de la violencia, la amenaza y el miedo como forma de imponer su dominio
Mucho machunismo atravesado de racismo, con Polonia que acoge a las familias ucranianas que huyen de la guerra, mientras construye un muro contra aquellos que huyen de otras guerras más lejanas, a los que sin embargo condena y repele como un ejército enemigo. Una masculinidad que acusa a los hombres que huyen de guerras que nunca podrán ganar de no quedarse a resistir, que establece el martirio como mandato para el macho, que codifican su racismo con el filtro del patriarcado: las mujeres otras siempre son víctimas sin agencia, los hombres otros son o una amenaza o unos cobardes. Un racismo que permea la idea de quiénes merecen ser salvados, con ciudadanos y policías ucranianos que excluyen a personas negras del derecho a la huida y el refugio.
¿Qué tenemos como contrapunto? La caza de quienes, hombres y mujeres, con el espanto por la guerra en la cara, se la juegan a manifestarse en Rusia, un estado en guerra con su ciudadanía. Tachados de traidores y desertores, así se trata a los pacifistas cuando gobierna la ideología de la guerra. Una ideología de la guerra que se expande por fuera de las fronteras del conflicto: ridiculizadas como ingenuas y poco realistas, así se trata a quienes gritan ¡No a la Guerra!, fuera de Rusia. -
Después de tanto cuestionar el tópico de la feminización de la política, de repetir que la solución no es (solo) que sean mujeres quienes gobiernen, después de alertar contra el mujerismo esencialista, y repetir que no hay nada de genético, de puramente femenino en apostar por el diálogo y renegar de la violencia, toca sin embargo poner sobre la mesa que este machunismo —que no es consustancial de los hombres, ni genético, ni irreparable— es un vector central de las guerras que existieron y las guerras por venir.
Que no hay que ser mujer para querer la paz, pero que haber sido socializadas lejos de la pulsión de poder como mandato, ajenas a la capacidad de imponerse como privilegio, después de haber sido generalmente educadas para cuidar la vida de otros, expulsa a las mujeres de las lógicas de estas empresas de muerte en las que los Putins se meten. Es urgente señalar este muchomachismo bélico de oligarcas forrados que juegan a la guerra, tan borrachos de poder que un día te compran a tocateja media City londinense, otro te organizan una bacanal con cientos de mujeres en la costa mediterránea, y otro día se vienen arriba y te bombardean un país, mientras amenazan hasta a la misma Suecia, que amenazar a blancos europeos ricos debe cotizar bien alto en las olimpiadas del machunismo bélico.
Es a este muchomachismo oligarca, racista, autoritario y bélico al que un feminismo militantemente pacifista, lúcido y preñado de otros caminos, de otras alternativas que nos alejen del escenario de violencia y muerte que contemplamos aturdidas y aturdidos, debe plantar cara. No nos dejemos amilanar, no les dejemos prevalecer, si hay una batalla digna en la que embarcarse, en torno a la que unirse, es la de oponerse a la guerra, a todas las guerras.