Desde lo alto, las vistas que ofrecía el viaje en helicóptero dibujaban una ciudad que parecía una maqueta de cartón con altos y largos edificios, gigantes bloques de ladrillo color blanco, ocre, rojo, todos idénticos y superpuestos de forma simétrica a lo largo del espacio. Entre ellos, mediaban enormes explanadas de cemento cuadradas o rectangulares, pero siempre perfectamente geométricas, sin ningún borde que no fuese una perfecta arista. En ocasiones, alguna zona verde y un pequeño parque casi vacío manchado de algunos circulitos que parecían personas. Apenas hay comercios y una maraña de arterias negras cruza y atraviesa todos los bloques con dos o tres carriles de circulación por sentido. Si se tratase realmente de una maqueta, se entenderían las calles vacías, el silencio entre las zonas comunes y el abismo espacial que separaba y aislaba a esos nuevos equipamientos urbanos del resto de la ciudad. Pero se trata de la urbe misma, hecha de hormigón y asfalto: el espacio concebido por urbanistas y arquitectos, la ciudad hecha por arriba.
Así, a priori, podría parecer una breve descripción de algunas de las zonas residenciales construidas en los años sesenta durante el desarrollismo franquista. Las llamadas ciudades-satélite o ciudades-dormitorio, asentadas en los márgenes de las grandes urbes o fuera de ellas. O, incluso, si los edificios fuesen más bajos y más anchos, se trataría de los famosos Programas de Actuación Urbanística (PAU), esas nuevas zonas, cada vez más integradas en los límites de los antiguos barrios obreros, en donde no existe la vida urbana, todo son grandes urbanizaciones y las calles auténticos desiertos de cemento. Pero la imagen es muy anterior y tiene más que ver con algún escenario de Baltimore en The Wire que con Barajas, Parla o Getafe.
Segregación en la gran ciudad
A finales de los años cincuenta, el ‘constructor maestro’ Robert Moses y el equipo de urbanistas y arquitectos de Robert Wagner (alcalde de Nueva York desde 1954 hasta 1961), con el problema de acceso a la vivienda de fondo, deciden derruir Manhattan Sur y el Bronx a golpe de grúa y realojar a la población, de origen afroamericano, en las afueras de la ciudad. Más de 170.000 personas. Una de las frases más célebres de Moses resume aquel proceso: «Eliminar guetos sin suprimir gente es como querer hacer una tortilla sin romper los huevos». Con el argumento de la seguridad y la salubridad en esos barrios, construyen en los márgenes de Nueva York (modelo que se replicó rápidamente a Detroit, Boston, Denver, San Francisco y algunas ciudades europeas) la zona más peligrosa de toda la macrourbe, aún hoy viva, paisaje de grandes películas y videojuegos como el GTA.
Levantan edificios pero no construyen un barrio. El cemento parece de cartón y las zonas comunes, no-lugares, espacios de tránsito. Nadie recorre las calles porque nadie las siente suyas. Y los niños, más que jugar en los parques, tiran piedras contra los edificios en donde ellos mismos viven, donde están sus supuestos hogares. La ciudad, hecha desde arriba, había desarraigado a la comunidad y el vandalismo era, en realidad, «la manifestación de rabia y autodesprecio que hace que la gente acabe queriendo destruir sus casas», como resume Roberta Gratz en el documental Citizen Jane.
El caso neoyorquino de los años sesenta, y su respuesta desde los movimientos vecinales (embrionarios del ecologismo urbanista y de las nuevas luchas barriales por el derecho a la ciudad) no es, claramente, extrapolable al resto de ciudades capitalistas, ni tan siquiera es ya representativo de la propia morfología urbana de las grandes urbes estadounidenses, pero sí contiene elementos para leer dinámicas de urbanización insertas en la propia realidad española que tienen como objetivo la segregación y la destrucción de la vida comunitaria. Entender cómo se construyen esas ciudades-satélite o esos barrios de nueva construcción sin vida urbana, sin alma.
Ya en 1967, en su texto Industrialización y urbanización: primeras aproximaciones, Henri Lefebvre había alertado del «carácter funcional y abstracto» de los nuevos alojamientos, que fueron la salida socialdemócrata al problema de la vivienda en un contexto de expansión demográfica. El racionalismo urbanista pretendía sistematizar la creación de la vida urbana: disponer de todo aquello que posibilitase la reproducción social: edificios residenciales, supermercados, centros comerciales, equipamientos públicos y parques. Pero la sistematización de la vida, que se hace por arriba y resumiremos en la noción del hábitat, mata el habitar que se hace por abajo, eso que no es más que «la plasticidad del espacio, su modelamiento, así como la apropiación de los grupos e individuos de sus condiciones de existencia». Aquello que, por maleable y transformable, hace que arraiguemos en una comunidad, que sintamos las calles como nuestras y nos sintamos agraviados como colectividad cuando se ataca nuestra propia e indefinida idea de vida.
El barrio ‘politizado’
Con la descomposición del antiguo mundo y el hundimiento de las grandes ideologías, ante las grandes categorías de la modernidad como la nación y la patria, pero también la clase y la izquierda, ha emergido una importante afiliación política en torno a lo local, resituada por los proyectos autogestionarios. Así ha operado durante los últimos años en los llamados movimientos sociales, haciendo del barrio (en aquellos con altos niveles de socialización producto de la concentración demográfica) un espacio de articulación política y un campo de afectos compartidos que nada tiene que envidiar, en cuanto a niveles de movilización y participación social, a otros elementos propios de la política contemporánea.
En un momento de desestructuración social y desmantelamiento de las grandes organizaciones políticas y los espacios de socialización colectiva, ha emergido con fuerza una redefinición de la política local que toma lo barrial como principal forma de intervención. Es como si ante la desterritorialización del poder fruto de la internacionalización de capitales, el mundo, y con él su espacio de transformación, se hubiesen achicado, vuelto pequeños. Con las potencialidades inmanentes y las grandes limitaciones de las prácticas autogestionarias, se han construido centros sociales, colectivos, redes de apoyo, asambleas de vivienda, sindicatos y asociaciones de barrio que han integrado y fomentado gran parte de esta potencialidad en su forma modal de acción política: de prefiguración del nuevo mundo que se desea en los modos de hacer política para acabar con el viejo.
Espacio de conflicto
Eso no supone que el barrio sea un lugar idealizado y desprovisto de conflicto. Todo lo contrario, es entenderlo como un espacio de potencialidad emancipadora más donde cristalizan procesos y contradicciones capitalistas y en donde se construye una alternativa comunitaria situada. De hecho, han sido las propias organizaciones ancladas en lo barrial quienes empezaron a problematizar, dando un soporte organizativo y un modo de hacer política, fenómenos tan naturalizados como el propietarismo inmobiliario español, la propiedad del suelo en las grandes ciudades, la turistificación de las ciudades-empresa, la ocupación masiva de las casas de apuestas o la explotación laboral en el pequeño comercio.
Contaminado por el debate de la nostalgia, algunas posiciones han criticado la sacralización del barrio como mitificación de un pasado en donde los antiguos lazos de solidaridad se generaban por la precariedad existencial de quienes los habitaban (y, a veces, literalmente hacían con sus manos). Es totalmente cierto, pero la práctica demuestra que incluso la nostalgia es una afectividad política latente que puede ser convertida en potencialidad organizativa. Claro que nuestra relación con el pasado es habitualmente difusa y algo mitificada, pero ello puede servir para activar determinadas luchas políticas en clave emancipatoria (algo que, seguro, no conseguirá la negación de dicha pulsión latente).
En el caso de algunos barrios de clase trabajadora en Madrid, el grito de «Fuera casas de apuestas de nuestros barrios» podría expresar parte de esta visión edulcorada, desproblematizada, sí; pero sirvió también, a partir del sentimiento de comunidad traicionada, para construir un movimiento político con presencia en cada distrito organizado en torno a la problemática de la presencia de casas de apuestas en los barrios. Karl Polanyi hablaría, quizá de forma excesivamente mecanicista, de tensiones desmercantilizadoras, casi instintivas, frente al avance del mercado promocionado por la utopía liberal.
Los procesos de precarización de la fuerza de trabajo, que han convertido nuestras trayectorias laborales en siempre intermitentes, temporales, han conducido a un mayor despliegue organizativo en los espacios de la reproducción social. Si no tengo un curro donde quedarme, me organizo en el barrio del que no quiero que me echen. Los geógrafos marxistas Bill Fletcher y Fernando Gapasin, hablan de que «organizar las ciudades solo es posible si los sindicatos buscan alianzas en los bloques sociales metropolitanos».
Lo interesante y fructífero para los movimientos emancipatorios quizás no sea enclaustrarse en una discusión sobre la centralidad o no del trabajo, sobre las limitaciones (como todo espacio de articulación) de las prácticas autogestionarias locales, sino entenderlo como parte de un proceso que, si bien promovido por la dinámica de acumulación del capital ante su problema endémico de generación de valor, abre nuevas posibilidades de irrupción ante la totalidad capitalista sin limitarse a una de sus esferas. Algo que, sin generar espacios de mediación y coordinación para la unidad estratégica, está lejos de que suceda, pero no lo suficiente como para dejar de intentarlo.