Rosa Martínez González
Comunizar
Maurice Blanchot es todavía hoy un pensador inclasificable: escritor contra el acto de escribir, pensador contra la institución de la Filosofía, sus propuestas tanto en el ámbito de la teoría literaria como en el de la reflexión filosófica parecen resistir, dada su aparente oscuridad, a la comprensión de la cultura normativa. A lo largo de estas líneas intentaremos aportar algunas sugerencias acerca de dos de las nociones centrales que recorren toda la obra de M. Blanchot: los conceptos de refus y de révolution.
La nueva tarea del escritor: escuchar el refus, hacer la révolution
Lo primero que habría que destacar es que si ambas nociones –rechazo y revolución– son centrales en el pensamiento de M. Blanchot no es tanto porque caractericen su posición política –que también– sino, ante todo, porque definen lo que, según él, determina la exigencia ético-política de toda actividad literaria crítica: la literatura como el espacio situado en el entretiempo de la revolución, aquel en el que la Ley calla y habla el refus (el rechazo) al orden establecido, el murmullo anónimo del afuera.
La exigencia política, exigencia unida a la función del escritor (de la escritora) como intelectual –más específico, en sentido foucaultiano, que clásico– implica que éste (ésta) no hable más en nombre de nadie ni por nadie, sino que se limite a ser un mero portavoz que solo irrumpe en la escena pública, rompiendo su silencio, cuando la urgencia de los acontecimientos le insta a responsabilizarse del prójimo exponiéndose públicamente con el modelo aún fresco en la memoria –como advierte Blanchot en Los intelectuales en cuestión– de la resistencia al fascismo (2003: 87). La exigencia política es también, por la misma razón, una exigencia ética con el prójimo, con Il (con el/lo otro) y esto es lo que conduce a Blanchot a una búsqueda incesante de una comunidad, en cierto modo, imposible, compuesta por todos aquellos individuos o experiencias que no tienen comunidad, cuya experiencia, razón o discurso habrían sido expulsados de antemano a los márgenes, al exterior de una cultura de la que, paradójicamente, no pueden participar, pero en la que, de un modo perverso, se encuentran encerrados, tachados, mutilados, silenciados y de la que, por eso mismo, no pueden escapar. Y en esa búsqueda de la palabra prohibida, silenciada o expulsada al afuera de la obra cultural de su tiempo es donde Blanchot insiste en el alcance de esa comunidad otra situada siempre en el horizonte del comunismo.
El Tiempo de la Revolución. La otra Razón
En La Raison de Sade, publicado por primera vez en 1963, Blanchot reflexionaba sobre lo que requiere una revolución para ser considerada como tal. Concluía allí que, para serlo, una revolución debía surgir del poder del rechazo (refus) al pacto social establecido y de un acontecimiento en el que se instaurase un estado “sin ley” o anarquía. La revolución representa, por lo tanto, durante algún tiempo, la posibilidad de una comunidad sin ley. Es el momento en que los individuos, unidos por el refus, reconquistan su propia soberanía usurpada en algún momento de la Historia de forma ilegítima. Y, en este sentido, tanto da que la revolución sea efímera, ya que lo esencial es que la Ley calle y que, en ese instante, aparezcan todas las posibilidades que habían sido silenciado por ella, demostrando, haciendo visibles para la imaginación política, que esas posibilidades, esas experiencias anómalas, problemáticas, demonizadas o fronterizas, esa comunidad sin Ley, son posibles y esto es así aun cuando el poder positivo se conserve o se reintegre en el futuro devolviendo las nuevas posibilidades al silencio.
Para Blanchot el tiempo de la revolución como el de la escritura es, en el límite, el de la detención del Tiempo, de la Historia y de la Ley. La revolución es, así, un hiato o cesura en la red homogénea del Tiempo y de la Historia donde el acontecimiento sucede. Es por ello que en este entretiempo, y no en el momento anterior o el posterior a su advenimiento, la revolución, como el imposible acontecimiento en el que la Ley, entendida como un orden político concreto, se quiebra, nunca se realiza ni debe interpretarse con la vista puesta en la otra Ley que vendrá, sino que debe entenderse como el lapso de tiempo en el que ella no existe (ya/todavía) apareciendo nuevas posibilidades para el pensamiento, para la comunidad y para la literatura, aunque éstas surjan desobradas como ocurrió, según Blanchot, en Mayo del 68.
En efecto, en el mayo francés, todo, inclusive el lenguaje, fueron, según Blanchot, respuestas fulminantes a la llamada del poder del refus. Una revolución –dice Blanchot– más filosófica y social que institucional, alejada de cualquier modelo revolucionario ya existente y, por el contrario, más ejemplar que real, en el sentido de la apertura de los límites de nuestra imaginación política como consecuencia de dicho acontecimiento. En Mayo del 68, nos dirá Blanchot (2010: 168), en efecto, como en general en toda revolución, el lenguaje consiguió romper con el código de la lengua, dejar de ser signo para convertirse en llamada impaciente, excesiva, inminente y siempre dirigida al afuera. Así, en “Los tres lenguajes de Marx” Blanchot describe la revolución como algo que atraviesa el tiempo y que se experimenta como una exigencia que nos interpela, que nos llama (2007: 95).
La comunidad de los que no tienen comunidad
Para Blanchot, la búsqueda de esa comunidad siempre desobrada, de algún modo inconfesable, y que mira al afuera conduce, como un horizonte insuperable, al comunismo.
El comunismo de Blanchot se encuentra muy próximo al del llamado grupo de la rue Saint-Benoît, llamado así por el lugar donde se reunían desde los años cincuenta un grupo de intelectuales franceses bien conocidos como Marguerite Duras, Dionys Mascolo, Robert Antelme y el propio Maurice Blanchot, entre otros (lugar que era el domicilio de Duras y Antelme). El comunismo de estos intelectuales franceses, algunos de ellos expulsados del PCF, se plantea en total oposición al Estalinismo, al Jdanovismo (o Realismo socialista como política cultural) y, en general, a toda ortodoxia de Partido. La comunidad (de los que no tienen comunidad) y el horizonte del comunismo, que excluye y se excluye de toda comunidad positiva (incluida la del Partido), aparecen entonces, desde esta época de la obra blanchotiana, como la tarea fundamental del (de la) intelectual: una exigencia infinita, en línea con el conjunto de rechazos que conducen al imposible acontecimiento de la révolution.
Así, para Blanchot, la nueva tarea del escritor (de la escritora) supone –diríamos hoy– un ejercicio de contracultura que no cobra verdadero sentido hasta que no provoca, de algún modo, la ruptura con un estado de cosas vigente. Esta ruptura puede ser parcial o puede coincidir con un refus político masivo del orden establecido que conduzca a una revolución, como ocurrió, según Blanchot, en el mayo francés. Y exactamente eso es la révolution, un refus masivo que afecta a todas las capas y dimensiones de la existencia y en la que la sociedad termina aliándose con su propia ruptura (2010: 167).
Con semejante tarea o exigencia de partida es claro que para Blanchot el escritor (la escritora) ya no obra ni interpreta la realidad de su tiempo desde su torre de marfil, sino que su exigencia le conduce a escuchar la llamada a la acción política cuando las circunstancias le interpelan, abierto a una experiencia que ya no es la de la Realidad que excluye o limita.
Para Blanchot el comunismo representaba en su época no sólo un hiato teórico, en tanto nueva exigencia ético-política, sino también una ruptura determinante con respecto al estado de cosas de su tiempo (y todavía del nuestro): el mundo liberal-capitalista (2010: 157). El comunismo, en definitiva, aparece así, en primer lugar, como aquel horizonte del que hablábamos antes, que es el de todo aquello que excluye (y se excluye de) toda comunidad positiva; en segundo lugar, en su dimensión superadora del horizonte forjado por el capitalismo liberal y, en tercer lugar, como advierte Blanchot en “El comunismo sin herencia”, como aquello que repele todo patriotismo en la escucha atenta a la llamada del afuera, que no es ni otro mundo ni un trasmundo (2010:155 y 156).
Es por todo ello, en suma, por lo que para Blanchot la experiencia de la escritura en sentido crítico exige un sacrificio. El autor (la autora) debe desaparecer ante la obra, y ésta ante la propia experiencia, realizando un salto (crítico) del Je al Il, un salto al neutro que, rompiendo con todo realismo, arroje al escritor (a la escritora) hacia otra forma de experiencia en la que, superada la soberanía (la soberbia) del Yo, pueda hacerse cargo, en línea con el refus, de la palabra anónima silenciada, de la otra razón señalada como anormal o excesiva, del imposible acontecimiento que no cabe en la Historia (2008: XIV, 487).
Marzo de 2022
Obras citadas:
(2003) M. Blanchot, Los intelectuales en cuestión. Traducción de Manuel Arranz, Madrid, Tecnos.
(2007) M. Blanchot, La amistad. Traducción de J.A. Doval Liz, Madrid, Trotta.
(2008) M. Blanchot, La conversación infinita. Traducción de Isidro Herrera, Madrid, Arena libros.
(2010) M. Blanchot, Escritos políticos (1958-1993). Traducción de Diego Luis Sanromán, Madrid, Acuarela.