Miguel León Portilla señalaba que son muy variadas las opiniones sobre la relación de Emiliano Zapata con respecto a los indígenas, destacando dos extremos:
Por un lado, la idea proyectada por el poder económico y político de que la lucha del general Zapata era un movimiento de “insurgencia indígena”. Esta perspectiva se difundió en los periódicos de la época –desde el racismo del México urbano y criollo de la capital– con calificativos hacía los zapatistas de este tenor: “hordas de indios incendiarios, sanguinarios y crueles”. Zapata mismo era considerado como el “Atila del Sur”, que agitaba a los indígenas prometiéndoles tierras.
En el otro extremo –señala León Portilla– están quienes consideran que el movimiento zapatista no tiene una presencia indígena significativa, y en este punto de vista identifica al historiador estadounidense John Womack, quien en la edición en inglés de su obra Zapata y la revolución Mexicana menciona que el único episodio “indio” de toda la revolución zapatista fue la traducción al náhuatl de unos manifiestos a los jefes y combatientes de la división de los hermanos Domingo y Cirilo Arenas en Tlaxcala. Como nahuatlaco, a León Portilla le interesa saber si Zapata hablaba el mexicano, y cita, en favor de esa tesis, el testimonio de una anciana de Milpa Alta, de habla nahua, quien afirmó que el General, en efecto, había hablado en mexicano.
El entrañable Francisco Pineda, uno de los más connotados especialistas en Zapata y su movimiento libertador –a quien consulté al respecto– opinó que la traducción de la informante que cita León Portilla podría ser equívoca, ya que refiere, en realidad, a que el jefe insurgente “hablo como macehual”. Sin embargo, Pineda destaca la utilización de Zapata de giros idiomáticos de origen náhuatl, metáforas en el lenguaje, uso de indumentaria indígena y, sobre todo, el contenido comunalista y agrario de su lucha.
La certeza o no sobre Zapata como hablante del náhuatl, no cambia el carácter de las reivindicaciones agraristas ni quita el apoyo de pueblos y comunidades originarias a la lucha en calidad de tropa y de base social de su movimiento. La presencia de Zapata en Xochimilco, Milpa Alta, y los pueblos del Ajusco en los alrededores de la ciudad de México, así lo demuestra. Estos pueblos –en los años de la Revolución– tenían un fuerte componente indígena en su forma de organización y en cuanto a hablantes del náhuatl. Lo mismo ocurre con los apoyos de las comunidades indígenas a Zapata en Tlaxcala, Puebla, Estado de México, regiones de Guerrero, Hidalgo y Veracruz.
Coincido con la conclusión de León Portilla: “Zapata, independientemente de que hablara o no el náhuatl, al luchar por los derechos agrarios abarcó a la gente del campo, mestiza e indígena. Incluso entre sus jefes y oficiales, al lado de mestizos y otros de origen mas aparentemente europeo, destacaron también los de extracción nativa. Por todo ello, tan falso sería pretender que el zapatismo haya sido un movimiento indigenista, como negar que los indígenas no hayan estado presentes en la empresa de Emiliano.”
También hay que tomar en cuenta la “invisibilidad de los indígenas”, que son subsumidos en el término de “campesinos” o racializados como “raza indígena”. En el inicio de la República independiente, José María Luís Mora, liberal reformista, fue el artífice de la desaparición del indio como figura legal, de su homogeneización bajo la categoría de “ciudadano”, bajo la cual se oculta las desigualdades reales y los prejuicios étnicos y de clase. Para estos ideólogos liberales “hacer nación” significaba civilizar a los diferentes, compartir la religión católica, hacer prevalecer la propiedad privada, hablar la lengua nacional y blanquear a los indios.
Las estrategias del poder para lograr que las tierras de los pueblos pasaran a manos privadas se llevan a cabo en los campos de la política y de la guerra. Educar y civilizar son parte de esta justificación racista, mientras se legaliza el despojo territorial contra las comunidades. Se practica el mestizaje biológico y también el cultural a través de la escuela y la leva, dejando la eliminación física de los indios rebeldes y “bárbaros”.
También, Leopoldo Mármora, connotado marxista argentino, refiere sobre el desencuentro del socialismo internacional con la revolución mexicana a tal grado que, en el Congreso Internacional de Basilea, que tuvo lugar entre el 24 y 25 de noviembre de 1912, en pleno auge de la revolución, esta no fue mencionada ni siquiera con una palabra. Lo que no se adecuaba a los moldes conocidos de la lucha de clases “moderna” y “civilizada” era ignorada o negada por completo como ahistórico e irracional. La fuerza social y cultural del sistema agrario comunal fue completamente desconocida a pesar de tener profundas raíces históricas y haber desempeñado un papel central en la revolución mexicana. La prensa socialista de la época solo reconocía actores desde una perspectiva eurocéntrica. Las masas populares mexicanas, en especial, los indígenas, aparecen en estos puntos de vista, como objetos de explotación y nunca como sujetos de liberación. Al contemplar a la burguesía y el proletariado como únicos sujetos sociales posibles de todo cambio real, las masas agrarias –la sustancia misma de la nación mexicana– quedaron fuera de la preocupación de los socialistas de la época.
Reitero que es Francisco Pineda, con sus tres libros: La irrupción zapatista, 1911, La revolución del sur, 1912-1914 y Ejército Libertador, 1915, publicados por Editorial ERA, quien con la calidad de la narración y su enorme trabajo investigativo, se sitúa como el historiador más especializado y riguroso de la insurgencia zapatista; un demoledor de clichés, mitos y prejuicios construidos por la historiografía dominante: desde las versiones carrancistas que nutrieron los imaginarios posrevolucionarios, con su racismo abierto o soterrado sobre la gente del campo y los pueblos indígenas, pasando por los investigadores estadunidenses que describen el zapatismo como un levantamiento de campesinos localistas-tradicionalistas-conservadores, hasta quienes, en el ámbito del socialismo internacional, restaron importancia, e incluso ignoraron, el proceso revolucionario mexicano que estalla en 1910, y, en particular, la revolución de indígenas-campesinos dirigidos por su general en jefe: Emiliano Zapata, por no estar encuadrada dentro de la contradicción de clases burguesía-proletariado, considerados los únicos sujetos socio-políticos capaces de efectuar cambios en las sociedades modernas.
Siendo 1915 un año definitorio del rumbo que seguiría la Revolución Mexicana, su último libro, en particular, describe, a partir de un exhaustivo análisis documental, que incluyó miles de cartas, telegramas, circulares, manifiestos, periódicos y archivos de varios países, la épica de un ejército de campesinos revolucionarios que ocupa la capital de la República, desde noviembre de 1914 hasta agosto de 1915, y, simultáneamente, combate a las fuerzas carrancistas en varias direcciones de la geografía nacional y abre otros horizontes posibles para la nación insurrecta: alianza de la revolución del sur y la revolución del norte, unidad de los pobres del campo y los pobres de la ciudad, al mismo tiempo que un estrechamiento mayor, territorial, entre el magonismo y el zapatismo.
En esta obra es posible seguir los debates entre los representantes de las fuerzas de la Convención, sus propuestas legislativas, sus razonamientos político-ideológicos, las contradicciones e, incluso, abiertas traiciones en el mismo gobierno provisional convencionista, y, particularmente, de la facción maderista, que, en la Convención, buscó asumir la representación política de las clases dominantes.
Se exponen también las reacciones de los distintos sectores sociales ante la presencia de los revolucionarios sureños en la ciudad de México, su impulso a las luchas de los trabajadores y los pobres de la ciudad, a la emancipación y derechos políticos de las mujeres. Se describen las campañas contra el carrancismo del Ejército Libertador, pero también de la División del Norte; se destaca la permanente política injerencista de Estados Unidos en el conflicto y el peso decisivo del apoyo político, diplomático, logístico, en armamento y pertrechos militares del gobierno de este país que, finalmente, inclinó la balanza de manera irreversible en favor de Carranza, y permitió, en ese año crucial, la ocupación de la capital por el Ejército Constitucionalista, la disolución del ejército villista, después de su inicial derrota en Celaya ante Obregón, en abril de 1915, el cerco al Ejército Libertador en Morelos y, por último, la guerra de exterminio contra los zapatistas que culmina con el asesinato de Zapata en abril de 1919.
Lo más destacable del libro es comprobar una de las principales hipótesis del autor que cobra validez universal, para consternación de quienes aún sostienen posiciones proletarizantes: Los trabajadores del campo, hombres y mujeres, mayoritariamente indígenas, despuntaron como fuerza motriz de la Revolución Mexicana. Este papel no depende de posiciones en estructuras abstractas ni una misión predeterminada, sino que es el resultado histórico de la lucha misma. El carácter de una fuerza social se encuentra sometido a la prueba de la práctica revolucionaria misma y esto sólo se puede constatar por medio del análisis concreto de cada situación concreta. En México, los hechos indican no sólo que la gran masa de los productores del campo sí estaba directamente envuelta en la lucha entre Capital y Trabajo, sino que, además, la fuerza revolucionaria del campo fue capaz de abrirle brecha a la emancipación social. Esa realidad, por lo demás, ha sido ratificada en las luchas de liberación de Nuestra América, África y Asia.
La obra de Pineda demuestra el carácter nacional del movimiento zapatista, su proyección mesoamericana y las dimensiones del proyecto emancipador de los pueblos contra la colonialidad del poder, todo lo cual refuta a la historiografía dominante en torno al localismo y la ausencia en los pueblos indígenas de identidad y proyectos de nación; estos argumentos han permeado los imaginarios de un sector importante de la intelectualidad hasta nuestros días. Recordemos los juicios de Arturo Warman sobre la exterioridad de la insurrección del EZLN, que según este funcionario salinista constituía un proyecto político implantado entre los indios, pero sin representarlos.
Pineda señala que la propuesta zapatista de organizar el país sin privilegios y sin presidencialismo no sólo era un planteamiento para toda la República, también fue el más avanzado de la Convención; empujaba el proceso histórico hacia adelante, no hacia atrás. La estrategia del Ejército Libertador se enlazaba con las luchas de los oprimidos y explotados de la nación, mayoritariamente indígenas; por ello, la historiografía dominante ha negado con terquedad racista su existencia. Se dice, sin fundamento alguno, que el Ejército Libertador no tuvo una estrategia nacional. Pero ese es un discurso que sólo busca conjurar los desafíos de la política revolucionaria versus el reformismo y la corrupción de la izquierda institucionalizada.
El hecho de que el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional, organización mayoritariamente indígena, retomara la figura de Zapata, es demostrativo de la línea de continuidad existente entre la causa agrarista y comunalista del pasado con la lucha actual de los pueblos y las comunidades indígenas por su autonomía y por la preservación de la Madre Tierra.
¡Zapata está más vivo que nunca en la lucha de los pueblos y las comunidades contra el proceso de recolonización de sus territorios del gobierno de la supuesta Cuarta Transformación!
¡Zapata vive! ¡la lucha sigue!