La invasión de Ucrania modificó el papel de Europa en el mundo. El cambio se hizo evidente en Alemania, donde se produjeron fuertes realineamientos en política exterior y seguridad.
El año 2022 pasará a la historia de Europa como un claro punto de inflexión, quizás incluso como un quiebre de época. La ofensiva bélica de Rusia contra Ucrania comenzada el 24 de febrero marca el comienzo de un profundo cambio de paradigma en el orden europeo de seguridad y paz, quizás también en el orden mundial y económico. Solo 30 años después de la caída de la Cortina de Hierro y la firma de la Carta de París, Europa se encuentra ante las ruinas de lo que Mijaíl Gorbachov denominó el «hogar común» y de la idea de seguridad cooperativa y colectiva en Europa que se le asociaba. La invasión de Vladímir Putin cuestiona muchas certezas y suposiciones previas.
La guerra cambió sustancialmente el papel y las expectativas de Alemania en Europa y el mundo. El «cambio de época» invocado por el canciller alemán Olaf Scholz en su discurso ante el Bundestag del 27 de febrero es testimonio de esta realidad cambiada. En consecuencia, la República Federal de Alemania invertirá en el área de defensa, de aquí en más, 2% de su PIB. Se creará también un «Fondo Especial para las Fuerzas Armadas», amparado por la Constitución, por un total de 100.000 millones de euros. El gobierno alemán está suministrando armas para la autodefensa de Ucrania y ha anunciado que continuará trabajando en proyectos europeos conjuntos de armamento. La magnitud de estas medidas deja claro que estamos ante un profundo cambio de paradigma en la política exterior y de seguridad alemana.
Sin embargo, más allá de estas decisiones históricas, es urgente realizar un debate estratégico sobre la implementación concreta y los efectos del «cambio de época» en la política exterior y de seguridad de Alemania. Esto plantea la cuestión de qué están en condiciones de hacer y qué deben hacer las Fuerza Armadas alemanas en el marco de la Unión Europea y de la alianza militar de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Un mayor gasto en defensa no produce automáticamente y por sí solo una mayor seguridad. Los Estados miembros de la Unión Europea ya están gastando un total de más de 200.000 millones de euros en armamento, cuatro veces lo que gasta Rusia. A pesar de ello, las capacidades de defensa europeas les van muy en zaga a las de otros países debido a la falta de interoperabilidad y a la duplicación de estructuras en las Fuerzas Armadas europeas, así como a un uso ineficiente de los recursos disponibles. Además de una frecuentemente exigida reforma del sistema de adquisiciones de las Fuerzas Armadas alemanas, es esencial una integración más estrecha y una mayor unificación de las fuerzas militares dentro de la Unión.
Desde el comienzo de la invasión rusa, la Unión Europea ha encontrado una nueva unidad y ha adoptado el paquete de sanciones más completo de su historia. Además, está entregando por primera vez armas defensivas a una zona de crisis. Momentos de conmoción como la guerra en Ucrania han sido en el pasado un frecuente catalizador dentro de la Unión Europea para una mayor integración. Por ejemplo, tras la anexión de Crimea en 2014, se pusieron en marcha la Cooperación Estructurada Permanente (CEP), la Revisión Anual Coordinada de la Defensa (CARD, por sus siglas en inglés) y el Fondo Europeo de Defensa (FED). Recién en marzo de este año, la Unión Europea dio otro importante paso para mejorar la cooperación en el área de la seguridad y la defensa con la adopción de la Brújula Estratégica como nuevo documento básico de la política de seguridad de la Unión. La Brújula Estratégica prevé, entre otras cosas, la creación de una fuerza de intervención de la Unión Europea que debería estar operativa para 2025. La ministra de Defensa alemana, Christine Lambrecht, ya ha propuesto que las Fuerzas Armadas de su país brinden el núcleo de la fuerza de intervención rápida durante su primer año de actividad. Alemania envió así una señal importante a sus socios europeos de que está lista para asumir una mayor responsabilidad en el marco de la política común de seguridad y defensa de la Unión.
Al mismo tiempo, la seguridad en Europa sigue dependiendo en buena parte de la capacidad de la OTAN para formar alianzas. Desde la anexión de Crimea en 2014, la defensa provista por la Alianza ha ido deslizándose paulatinamente hasta ser el centro de nuestra política de seguridad. Ha sido precisamente el presidente ruso Putin, quien, con sus acciones en Ucrania, ha puesto un punto final a años de crisis existencial y de sentido de la OTAN y hecho una contribución significativa a la revitalización de la Alianza. No hace mucho tiempo, un presidente estadounidense calificó a la OTAN de «obsoleta» y el presidente de Francia, Emmanuel Macron, la declaró «con muerte cerebral». Sin embargo, nunca desde el final de la Guerra Fría Occidente estuvo más unido que ahora. Incluso algunos países antes neutrales están evaluando unirse a la OTAN.
Sin dudas ha sido un golpe de suerte de la historia que alguien como Joe Biden, que encarna el espíritu de cooperación con Europa como ningún otro, sea actualmente el presidente de Estados Unidos. Esta oportunidad histórica debería ser aprovechada para que la asociación transatlántica tenga una base más fiable y sólida. Sin embargo, los europeos no deberían ilusionarse: la nueva amenaza rusa le hace ver nuevamente a Europa de forma dramática cuán dependiente es de las garantías de seguridad de Estados Unidos. Reducir esta dependencia seguirá siendo un reto formidable para Europa en los años venideros. Porque incluso aunque Estados Unidos volviera a afirmarse en la Alianza occidental, Europa debería no olvidar las amargas lecciones de los años de Donald Trump y aspirar a un mayor grado de autonomía estratégica. De las próximas elecciones presidenciales, en noviembre de 2024, podría surgir un presidente estadounidense que cuestione una vez más la alianza de defensa occidental y las garantías de seguridad que da su país.
La guerra en Europa del Este no puede ocultar que el conflicto por la hegemonía en el futuro orden mundial entre Estados Unidos y China seguirá estando en el foco de la política exterior estadounidense. De un tiempo a esta parte estamos viendo la erosión de las reglas y normas de la política internacional y un regreso a la geopolítica y a la política de potencias clásicas, ya sea en el Indo-Pacífico, Oriente Medio, el continente africano o Europa del Este. La guerra de Putin contra Ucrania es probablemente el ataque más serio al orden mundial liberal y basado en reglas registrado hasta hoy. Es evidente que nos encontramos en una fase de transición hacia una nueva estructura de poder global. Todavía no sabemos con certeza cómo será el futuro orden mundial, pero si observamos en detalle las dos votaciones sobre la invasión de Rusia a Ucrania realizadas el 2 y el 24 de marzo en la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), ya tendríamos una pista. En ambas resoluciones, una abrumadora mayoría de los Estados miembros votaron a favor de condenar a Rusia (141 y 140). Solo cinco Estados votaron en contra de la condena: Bielorrusia, Eritrea, Corea del Norte, Rusia y Siria. Se abstuvieron 35 y 38 países respectivamente en cada votación, incluidos muchos Estados autoritarios como China, pero también la India, la democracia más grande del mundo.
En total, los Estados que no condenaron inequívocamente la agresión rusa constituyen la mitad de la población mundial. Si se agregan los que condenaron a Rusia pero no apoyaron las sanciones occidentales, la cifra asciende incluso a los dos tercios de la población mundial. Cabe señalar que la gran mayoría de estos países están ubicados geográficamente en la masa continental de Eurasia y en África a lo largo de la «Nueva Ruta de la Seda» de China. A pesar de las críticas internacionales, el gobierno chino aún no ha condenado la invasión rusa. Por el contrario: en febrero, Moscú y Beijing reafirmaron su «amistad sin límites» y firmaron un amplio acuerdo de asociación entre ambos países. Aparentemente, la guerra está llevando a Rusia a depender unilateralmente de China, tanto en lo político como lo económico. Beijing, a su vez, podría aprovechar la dependencia rusa para expandir su área de influencia a las ex-repúblicas soviéticas de Asia Central. Pero la guerra también entraña enormes riesgos para China: contra sus propios principios de política exterior, China ya ha perdido, con su vaga actitud ante la ofensiva bélica de Rusia, una gran cuota de credibilidad como futura potencia ordenadora del mundo. Más allá de la influencia de China, las razones y motivos que tienen los Estados que apoyan –o por lo menos no condenan– a Rusia son muy variados: van desde intereses y dependencias estratégicas y económicas, pasando por relaciones históricas, hasta reflejos antioccidentales. Sin embargo, debe decirse que el orden mundial que está surgiendo no puede simplemente ser reducido a una confrontación entre democracias liberales y autocracias. Las líneas de conflicto de poder político y los intereses divergentes de los distintos Estados parecen ser mucho más complejos y se avizoran tiempos turbulentos en las relaciones internacionales.
La historia muestra que las fases de cambio radical en el poder político suelen ser particularmente inestables y propensas a las crisis. Una de las pocas excepciones sigue siendo el final pacífico del conflicto Este-Oeste en 1989-1990, debido sobre todo a la política de paz y distensión de Willy Brandt, así como a los años de negociaciones en el marco de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE): precisamente esos acuerdos e instituciones que Moscú está dañando gravemente en la actualidad. Sigue siendo muy dudoso que alguna vez sea posible restablecer relaciones confiables con Rusia bajo la regencia de Putin. El orden europeo probablemente estará marcado durante los próximos años, si no décadas, por una fase de confrontación o, en el mejor de los casos, de coexistencia.
Al mismo tiempo, el «cambio de época» no debe agotarse exclusivamente en lo militar. La guerra en Ucrania no cambia en nada la necesidad de un concepto integral de seguridad que no solo incluya aspectos militares, sino también políticos, económicos, ecológicos y humanitarios. Al igual que en la crisis anterior desatada por el coronavirus, la guerra en Ucrania subraya una vez más los riesgos que entraña una gran dependencia de ciertas cadenas de suministro, ya sea por la provisión de energía desde Rusia o bien por la infraestructura tecnológica de China. En síntesis: la Unión Europea debe fortalecer su soberanía conjunta y su resiliencia en cuestiones políticas, económicas y tecnológicas estratégicamente importantes.
Al mismo tiempo, es necesario empezar a pensar hoy en cómo se podría restaurar en el futuro un orden de seguridad europeo. Es obvio que con Putin ya no es posible volver al statu quo anterior. Pero tarde o temprano se tendrá que volver a negociar con el Kremlin sobre la seguridad europea. Sin embargo, en el futuro cercano solo podrá haber seguridad contra Rusia y ya no con Rusia. Esto no significa necesariamente que las lecciones de la política de distensión no puedan seguir siendo relevantes en otras regiones del mundo. Por el contrario: en vista de las inmensas tareas que enfrenta la humanidad, como el cambio climático, la lucha contra la pobreza y las pandemias o las migraciones, la cooperación internacional y el sostenimiento de la paz siguen siendo un componente importante de la política exterior y de seguridad alemana y europea, incluso en un mundo cambiante y caracterizado por sistemas de valores en pugna.
Fuente: IPG
Traducción: Carlos Díaz Rocca