La verdadera debacle de Uribe, que pasó a ser repudiado por la mayoría absoluta de los colombianos, comenzó en 2019, durante el paro convocado por las centrales sindicales, que, contra todo pronóstico, se extendió durante semanas, de la mano de jóvenes sin futuro que irrumpieron en la brecha creada.
Álvaro Uribe Vélez asumió la presidencia de Colombia el 7 de agosto de 2002 y, luego de ser reelegido, continuó en el cargo hasta 2010. Sin embargo, el uribismo hunde sus raíces en la década del 90, durante la gestión de su líder como gobernador de Antioquia, cargo que marcó su rumbo político. Durante esa gestión, Uribe promocionó las Convivir (asociaciones comunitarias de vigilancia rural), que jugaron un papel destacado en el conflicto interno, al haberse integrado a un marco legal favorable a los terratenientes, quienes se armaron para enfrentar a los grupos guerrilleros con el apoyo de las Fuerzas Armadas. Con los años, buena parte de los miembros de las Convivir se integraron en las Autodefensas Unidas de Colombia, la principal organización paramilitar del país.
Como presidente, Uribe negoció rápidamente la paz con los paramilitares, en 2003, aplicándoles penas máximas de cinco a ocho años, aunque una parte de ellos se reorganizó creando nuevas estructuras armadas ilegales. Finalizó sus ocho años como presidente con índices de popularidad en torno al 70 por ciento, en gran medida por haber reducido la violencia y haber debilitado las guerrillas, que arrastraban una enorme impopularidad, por sus secuestros y sus homicidios (véase «A la espera del hito», Brecha, 20-V-22). Más adelante, se opuso a su sucesor, Juan Manuel Santos, por haber negociado el fin de la guerra con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, y en 2016 se movilizó activamente en la campaña por el No en el plebiscito sobre el acuerdo de paz, que consiguió ganar contra toda expectativa.
Sin embargo, la estrella de Uribe se fue eclipsando, en gran medida porque el discurso de la seguridad comenzó a agotarse: la derrota de la guerrilla fue el mayor éxito de sus presidencias, pero fue la base de su decadencia. Por un lado, porque no pudo ofrecer banderas alternativas a la seguridad (France 24, 12-III-22) y, por otro, porque comenzaron a pasarle factura la corrupción y las evidentes violaciones de derechos humanos que caracterizaron sus gobiernos.
El caso más grave es el de los «falsos positivos», los asesinatos de jóvenes ajenos a la guerra presentados por militares como bajas en combate. Los uniformados que conseguían hacerle bajas a la guerrilla recibían premios, vacaciones y ascensos, mientras que los comandantes que no daban resultados «positivos» eran castigados. La Justicia ha reconocido más de 2 mil crímenes de este tipo durante las presidencias de Uribe, pero se estima que la cifra total en todo el país puede ascender a los 10 mil asesinatos. Algunos organismos de derechos humanos, como Human Rights Watch, consideran que la práctica de los falsos positivos es inédita en el mundo.
A partir de 2006, durante su segunda presidencia, comenzó a conocerse el escándalo de la parapolítica, la relación entre altos cargos del Estado en el entorno de Uribe y los paramilitares. Hacia 2013 habían sido condenados 60 parlamentarios por sus vínculos con grupos armados de ultraderecha y decenas de alcaldes y gobernadores de diferentes regiones.
En julio de 2018, la Corte Suprema de Justicia le abrió una investigación formal a Uribe por los delitos de fraude procesal y soborno, al haberse comprobado la manipulación de testigos. En agosto de 2020, le impuso al expresidente la detención domiciliaria por obstrucción de la Justicia, pero él hizo una hábil maniobra al renunciar a su banca. De ese modo, su caso pasó a la Fiscalía General de la Nación, más comprensiva con él que la Corte Suprema.
Cultura traqueta
Una de las mayores consecuencias del uribismo es la llamada cultura traqueta, «un término procedente del lenguaje que utilizan los sicarios del narcotráfico y del paramilitarismo en Medellín, que hace referencia al sonido característico de una ametralladora cuando es disparada», según el historiador Renán Vega Cantor (Rebelión, 14-II-14). Esta cultura de matones y sicarios, en la que se mezcla lo narco con lo paramilitar, provoca que cualquier situación se resuelva a través de la violencia física. El historiador asegura que «el apego a la violencia, al dinero, al machismo, a la discriminación, al racismo es un complemento y un resultado de la desigualdad que caracteriza a la sociedad colombiana».
Para sostener esa desigualdad ante la creciente organización de campesinos y sectores populares (véase «Cuando estallan las represas» y «Muro contra la ultraderecha», Brecha, 20-IX-13, 12-IV-19), las clases dominantes y el Estado forjaron una alianza estrecha con los barones del narcotráfico y con grupos paramilitares. De ese modo, se propusieron «erradicar a sangre, fuego y motosierra cualquier proyecto político alternativo que planteara una democratización real de la sociedad colombiana», señala Vega Cantor.
La cultura traqueta arraigó en toda la sociedad y se volvió hegemónica, en particular en la política y el periodismo. «Le rompo la cara, marica», una de las frases célebres de Uribe, hizo buena la sentencia del historiador de que «la cultura traqueta fue asumida por las clases dominantes de este país, que abandonaron cualquier proyecto de la cultura burguesa, que antes les proporcionaba una distinción cultural y un refinamiento estético».
La caída
La verdadera debacle de Uribe, que pasó a ser repudiado por la mayoría absoluta de los colombianos, comenzó en 2019, durante el paro convocado por las centrales sindicales, que, contra todo pronóstico, se extendió durante semanas, de la mano de jóvenes sin futuro que irrumpieron en la brecha creada. Durante la pandemia hubo varias movilizaciones impactantes, pero el verdadero descalabro le llegó con el paro iniciado el 28 de abril de 2021, que se extendió por tres meses (véase «Guardia, fuerza», Brecha, 14-IV-21). «Uribe, paraco, el pueblo está berraco» fue el grito que estalló en millones de gargantas en los más remotos rincones de un país literalmente cansado de la guerra y, sobre todo, de esa guerra sucia de la que el expresidente es el mejor exponente.
La exitosa serie televisiva Matarife. Un genocida innombrable, estrenada en mayo de 2020, jugó un papel destacado en la nueva conciencia de los jóvenes colombianos. Difundida en Youtube, narra las investigaciones periodísticas que relacionan a Uribe con narcotraficantes, paramilitares y políticos corruptos. Su autor, el periodista Daniel Mendoza Leal, debió exiliarse en España debido a las reiteradas amenazas a su vida.
Los cambios en la sensibilidad del pueblo colombiano se manifestaron ya en las elecciones legislativas de marzo, en las cuales la izquierda eligió la mayor bancada de su historia y la primera minoría, aunque los seguidores del Pacto Histórico –encabezado por Gustavo Petro y Francia Márquez– no tienen mayoría en las cámaras (véase «El vórtice del huracán», Brecha, 27-III-22). Según todas las encuestas, este domingo el Pacto Histórico llegará primero, pero habrá una segunda vuelta el 19 de junio.
La sorpresa
Los dos principales candidatos, Petro, por la izquierda, y Federico Fico Gutiérrez, en línea con Uribe y con el actual presidente, Iván Duque, muestran cierto estancamiento en las preferencias, según las principales encuestas. El candidato de la izquierda se acerca al 40 por ciento, pero no suma simpatías desde las elecciones parlamentarias. El uribista apenas supera el 20 por ciento, pero su candidatura no consigue despegar y presenta síntomas de desgaste. El centro, que hasta ahora estaba representado por Sergio Fajardo, exalcalde de Medellín, se está desinflando y nunca consiguió despegar más allá del 10 por ciento. Por el contrario, el exalcalde de Bucaramanga, Rodolfo Hernández, viene creciendo y ahora recibe una fuerte atención mediática.
Uno de los medios más lúcidos de la derecha colombiana, La Silla Vacía, que en las elecciones anteriores apoyó al uribista Duque frente a Petro, es uno de los impulsores de Hernández. El argumento principal de este medio es que Hernández puede derrotar a Petro en la segunda vuelta, algo que el candidato uribista no podría conseguir. «Si Rodolfo pasa a segunda, le quitaría buena parte del apoyo del centro a Petro», razona La Silla Vacía, en tanto que «Fico no se llevaría el apoyo de ninguna figura importante del centro» (La Silla Vacía, 25-II-22).
El razonamiento es impecable: ganará quien pueda competir por los votos del centro, aquella porción del electorado –integrada por las clases medias urbanas– que rehúye tanto a la izquierda como a la ultraderecha. El «ingeniero» Hernández, aunque presentado como el Trump colombiano por CNN, está creciendo y puede ser el próximo presidente, precisamente por ese aire de tecnócrata millonario, outsider de la política tradicional, pese a sus 77 años, su pasado como alcalde de Bucaramanga y las acusaciones de corrupción en su contra (CNN, 23-V-22). Para la cadena estadounidense, Hernández a menudo se expresa con «groserías». Sin embargo, los medios parecen festejar sus exabruptos, toda vez que no condenan que en 2016 haya dicho a la cadena RCN: «Yo soy seguidor de un gran pensador alemán. Se llama Adolf Hitler».
Más allá de las especulaciones y los virajes de último momento, en las calles de Colombia se respira un clima de tensión, ya que el propio Petro viene advirtiendo de un eventual golpe de Estado y un fraude que buscarían evitar un triunfo que sus seguidores dan por descontado. Mucho dependerá de la cantidad de votantes: si no se supera el nivel histórico de abstención, en torno al 50 por ciento, es poco probable que el Pacto Histórico consiga imponerse en la primera vuelta. El balotaje, en caso de llegarse a esa instancia, parece menos imprevisible. Además de la militarización de la sociedad, que pesa como una losa ante cualquier intento de introducir cambios, hay factores internacionales que en este momento constituyen entrampes mayores que la supervivencia de una oligarquía tan rancia como la que apoya a Uribe: desde 2018 Colombia es la pata latinoamericana de la OTAN como su «socio global» en la región. Nada más y nada menos.