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Sobre el derecho de resistencia

Giorgio Agamben :: 19.06.22

En las condiciones actuales la resistencia no puede ser una actividad separada: sólo puede convertirse en una forma de vida.

Sobre el derecho de resistencia

 

Giorgio Agamben 

Intervención de Giorgio Agamben publicada el 2 de junio de 2022 en su columna «Una voce» en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet.
 
Intentaré compartir con ustedes algunas reflexiones sobre la resistencia y la guerra civil. No les recordaré que el derecho de resistencia existe ya en el mundo antiguo, que cuenta con una tradición de elogios al tiranicidio, y en la Edad Media. Tomás resumió la posición de la teología escolástica en el principio de que el régimen tiránico, en la medida en que sustituye el bien común por un interés particular, no puede ser iustum. La resistencia —Tomás dice la perturbatio— contra este régimen no es, pues, una seditio.

 

Ni que decir tiene que el tema conlleva necesariamente cierto grado de ambigüedad en cuanto a la definición del carácter tiránico de un determinado régimen, sirva de ejemplo las cautelas de Bártolo, que en su Tratado sobre los güelfos y gibelinos, distingue un tirano con ex defectu tituli de un tirano ex parte exercitii, pero luego tiene dificultades para identificar una iusta causa resistendi.

 

Esta ambigüedad reaparece en los debates de 1947 sobre la inclusión de un derecho de resistencia en la constitución italiana. Dossetti había propuesto, como ustedes saben, que el texto incluyera un artículo que dijera: «La resistencia individual y colectiva a los actos del poder público que violen las libertades fundamentales y los derechos garantizados por esta constitución es un derecho y un deber de los ciudadanos».
El texto, que también había sido apoyado por Aldo Moro, no se incluyó y Meuccio Ruini, que presidía la llamada Comisión de los 75 que debía preparar el texto de la constitución y que, unos años más tarde, como presidente del Senado, debía distinguirse por la forma en que trató de impedir la discusión parlamentaria sobre la llamada legge-truffa, prefirió posponer la decisión a la votación de la asamblea, que sabía que sería negativa.

 

No se puede negar, sin embargo, que las vacilaciones y objeciones de los juristas —incluido Costantino Mortati— no carecían de argumentos, cuando señalaban que la relación entre derecho positivo y revolución no puede ser regulada legalmente. Éste es el problema que, a propósito de la figura del partisano, tan importante en la modernidad, Schmitt definió como el problema de la «regulación de lo irregular». Es curioso que los juristas hablaran de la relación entre derecho positivo y «revolución»: me habría parecido más apropiado hablar de «guerra civil». De hecho, ¿cómo trazar un límite entre derecho de resistencia y guerra civil? ¿Acaso la guerra civil no es el resultado inevitable de un derecho de resistencia seriamente entendido?

 

La hipótesis que pretendo proponerles hoy es que esta forma de enfocar el problema de la resistencia pasa por alto lo esencial, es decir, un cambio radical que afecta a la propia naturaleza del Estado moderno — es decir, para entendernos, del Estado posnapoleónico. No se puede hablar de resistencia sin reflexionar primero sobre esta transformación.

 

El derecho público europeo es esencialmente un derecho de guerra. El Estado moderno se define no sólo, en general, por su monopolio de la violencia, sino, más concretamente, por su monopolio del ius belli. El Estado no puede renunciar a este derecho, incluso a costa, como vemos hoy, de inventar nuevas formas de guerra.
El ius belli no es sólo el derecho a hacer y conducir guerras, sino también el derecho a regular jurídicamente la conducción de la guerra. Así, distinguía entre el estado de guerra y el estado de paz, entre el enemigo público y el delincuente, entre la población civil y el ejército combatiente, entre el soldado y el partisano.

 

Ahora sabemos que precisamente estos rasgos esenciales del ius belli han desaparecido hace tiempo y mi hipótesis es precisamente que esto implica un cambio igualmente esencial en la naturaleza del Estado.
Ya en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, la distinción entre población civil y ejército combatiente había sido progresivamente borrada.
Un signo revelador de esto es que las Convenciones de Ginebra de 1949 reconocen un estatus jurídico a la población que participa en la guerra sin pertenecer al ejército regular, siempre y cuando se pueda identificar a los comandantes, se muestren las armas y haya algún tipo de distintivo visible.

 

Una vez más, estas disposiciones me interesan no porque conduzcan a un reconocimiento del derecho de resistencia —que, como se ha visto, es muy limitado: un partisano que exhibe armas no es un partisano, es un partisano inconsciente— sino porque implican una transformación del propio Estado, como detentor del ius belli.
Como hemos visto y seguimos viendo, el Estado, que, desde un punto de vista estrictamente jurídico, ha entrado firmemente en el estado de excepción, no abole el ius belli, sino que pierde ipso facto la posibilidad de distinguir entre guerra regular y guerra civil. Hoy nos encontramos ante un Estado que libra una especie de guerra civil planetaria, que no puede reconocer en absoluto como tal.

 

Por ello, resistencia y guerra civil se califican como actos de terrorismo, y no estará de más recordar aquí que la primera aparición del terrorismo en la posguerra fue obra de un general del ejército francés, Raoul Salan, comandante supremo de las fuerzas armadas francesas en Argelia, que en 1961 creó la OAS, que significa: Organisation armée secrète. Piensen en la fórmula «ejército secreto»: el ejército regular se convierte en irregular, el soldado se confunde con el terrorista.

 

Me parece claro que ante este Estado no se puede hablar de un «derecho de resistencia», eventualmente codificable en la constitución o derivable de ella. Al menos por dos razones: la primera es que no se puede normar la guerra civil, como el Estado, por su parte, intenta hacer a través de una serie indefinida de decretos, que han alterado de arriba abajo el principio de estabilidad de la ley. Estamos ante un Estado que conduce e intenta codificar una forma larvada de guerra civil.
La segunda, que para mí constituye una tesis irrenunciable, es que en las condiciones actuales la resistencia no puede ser una actividad separada: sólo puede convertirse en una forma de vida.
Sólo habrá una verdadera resistencia cuando cada uno sepa extraer de esta tesis las consecuencias que le corresponden.
 

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