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No hay poder político sin dominación

Michel Foucault :: 21.06.22

La violencia encuentra su anclaje más profundo y extrae su permanencia de la forma de racionalidad que utilizamos. Se ha pretendido que, si viviésemos en un mundo de razón, podríamos desembarazarnos de la violencia. Esto es completamente falso. Entre la violencia y la racionalidad no hay incompatibilidad.

No hay poder político sin dominación | por Michael Foucault

                                                   “Hay una racionalidad incluso en las formas más violentas. Lo más peligroso, en la v…

Bloghemia
 
junio 16, 2022
 
                                                

 
“Hay una racionalidad incluso en las formas más violentas. Lo más peligroso, en la violencia, es su racionalidad. Por supuesto, la violencia es en sí misma terrible. Pero la violencia encuentra su anclaje más profundo y extrae su permanencia de la forma de racionalidad que utilizamos.” Michel Foucault
 
 
 
Entrevista de Michel Foucault con M. Dillon, aparecida en la revista americana Campus Report, núm. 6, 1979, con el título «Foucault Examines Reason in Service of State Power»,
 
 
—En Francia, su trabajo es conocido por un vasto público, forma parte de la cultura popular. Aquí, su fama no traspasa los círculos universitarios —ese, parece, es el destino de la mayor parte de los intelectuales críticos en los Estados Unidos. ¿Cómo explica esta diferencia? 
 
—Desde 1964, la universidad francesa sufre una crisis profunda —una crisis a la vez política y cultural. Dos movimientos se perfilaron: un movimiento animado por los estudiantes para desembarazarse del marco de la vida estrictamente universitaria, que se identificaba también con otros movimientos, tales como el movimiento feminista o el movimiento en favor de los derechos de los homosexuales. El segundo movimiento se produjo entre los enseñantes fuera de la Universidad. Hubo, entre ellos, una tentativa para expresar sus ideas en otros lugares— escribir libros, hablar en la radio o en la televisión. Además, los periódicos franceses han manifestado siempre un interés mayor por ese género de debates de ideas que los periódicos americanos. 
 
 
—Usted ha hablado, en sus conferencias, de la necesidad, para el individuo, de realizarse. En los estados Unidos, vemos como, desde un cierto tiempo, se desarrolla de forma natural un amplio movimiento en favor de la realización de sí; es un movimiento apolítico, próximo a grupos de encuentro o a grupos como el E.S.T. [113] , u otros. ¿Hay diferencia entre la «realización de sí» tal como se entiende aquí y lo que esta noción significa para usted? 
 
—También en Francia existe un movimiento similar, que tiene la misma intensidad. Yo tengo un enfoque diferente de la subjetividad. Considero que, desde los años 60, la subjetividad, la identidad, y la individualidad constituyen un problema político central. Es peligroso, a mi modo de ver, considerar la identidad y la subjetividad como componentes profundos y naturales que no están determinados por factores políticos y sociales. Debemos liberarnos del tipo de subjetividad de la que tratan los psicoanalistas, a saber, la subjetividad psicológica. Somos prisioneros de ciertas concepciones de nosotros mismos y de nuestra conducta. Debemos liberar nuestra subjetividad, nuestra relación con nosotros mismos. 
 
—Usted ha dicho algo, en su conferencia, a propósito de la tiranía del Estado moderno en su relación con la guerra y con el bienestar social. 
 
—Sí, si pensamos en la manera en que el Estado moderno ha comenzado a interesarse por el individuo —a preocuparse de su vida—, la historia hace aparecer una paradoja. Es en el momento mismo en que el Estado comenzaba a practicar sus mayores masacres cuando comenzó a preocuparse por la salud física y mental de los individuos. El primer gran libro consagrado al tema de la salud pública, en Francia, se escribió en 1784, cinco años antes de la Revolución y diez años antes de las guerras napoleónicas. Ese juego entre la vida y la muerte es una de las principales paradojas del Estado moderno.
 
—¿Es diferente la situación en otras sociedades, en los países socialistas o comunistas, por ejemplo? 
 
—No es muy diferente, desde este punto de vista, en la Unión Soviética o en China. El control ejercido sobre la vida individual en la Unión Soviética es muy fuerte. Nada, aparentemente, en la vida del individuo, deja indiferente al gobierno. Los soviéticos han masacrado a dieciséis millones de personas para edificar el socialismo. La masacre de las masas y el control individual son dos características profundas de todas las sociedades modernas. 
 
—Hay algunas críticas, en los Estados Unidos, que se preocupan también del problema de la manipulación de los individuos por el Estado y por otras instituciones. Pienso en Thomas Szasz, por ejemplo ¿Qué lazos ve entre su trabajo y el de él? 
 
—Los problemas de los que trato en mis libros no son problemas nuevos. Yo no los he inventado. Una cosa me ha llamado la atención en las reseñas que se han hecho de mis libros en los Estados Unidos, en particular en lo que se ha escrito sobre el libro que he consagrado a las prisiones. Se ha dicho que yo intentaba hacer lo mismo que Erving Goffman en su obra sobre los internados —lo mismo, pero peor. Yo no soy un investigador en ciencias sociales. Yo no intento hacer lo mismo que Goffman. Él se interesa en el funcionamiento de un cierto tipo de institución: la institución total— el hospital psiquiátrico, la escuela, la prisión. Yo, por mi parte, intento mostrar y analizar la relación que existe entre un conjunto de técnicas de poder y de formas: formas políticas como el Estado y formas sociales. El problema al que se dedica Goffman es el de la institución misma. El mío es el de la racionalización de la gestión del individuo. Mi trabajo no tiene por objetivo una historia de las instituciones o una historia de las ideas, sino la historia de la racionalidad tal como opera en las instituciones y en la conducta de las personas.
 
La racionalidad es lo que programa y orienta el conjunto de la conducta humana. Hay una lógica tanto en las instituciones como en la conducta de los individuos y en las relaciones políticas. Hay una racionalidad incluso en las formas más violentas. Lo más peligroso, en la violencia, es su racionalidad. Por supuesto, la violencia es en sí misma terrible. Pero la violencia encuentra su anclaje más profundo y extrae su permanencia de la forma de racionalidad que utilizamos. Se ha pretendido que, si viviésemos en un mundo de razón, podríamos desembarazarnos de la violencia. Esto es completamente falso. Entre la violencia y la racionalidad no hay incompatibilidad. Mi problema no es atacar la razón, sino determinar la naturaleza de esta racionalidad que es tan compatible con la violencia. No es la razón en general lo que combato. Yo no podría combatir a la razón. 
 
—Usted dice que no es un científico. Algunos pretenden que usted es un artista. Pero yo estaba presente cuando un estudiante se acercó a usted con un ejemplar de Vigilar y castigar y le pidió que se lo dedicara. Usted respondió: «No, solo los artistas deben firmar sus obras. Y yo no soy un artista». 
 
—¿Un artista? Cuando era adolescente, nunca pensé en hacerme escritor. Cuando un libro es una obra de arte, eso es algo importante. Alguien como yo debe siempre hacer algo, cambiar aunque no sea más que una pequeña parcela de la realidad — escribir un libro sobre la locura, transformar la parte más ínfima de nuestra realidad, modificar las ideas de la gente. 
 
Yo ni soy un artista ni soy un científico. Soy alguien que intenta tratar la realidad a través de esas cosas que están siempre —o, al menos, frecuentemente— alejadas de la realidad. 
 
—Usted, creo, ha trabajado y enseñado en Suecia, en Polonia, en Alemania y en Túnez. ¿Haber trabajado en esos países, ha tenido sobre usted una gran influencia? 
 
—A causa de mis intereses teóricos, el tiempo que he pasado en Suecia, en Polonia y en Alemania —en esos países en los que las sociedades, estando todas ellas próximas a la mía, son un poco diferentes— ha sido muy importante. Esas sociedades se me han aparecido, a veces, como una exageración o una exacerbación de la mía. Entre 1955 y 1960, Suecia estaba, en el plano del bienestar social y político, muy avanzada respecto a Francia. Y un cierto número de tendencias que, en Francia, no eran perceptibles se me hicieron visibles allí —tendencias a las cuales los suecos mismos permanecían ciegos. Yo tenía un pie diez años atrás y el otro diez años adelante. 
 
Viví durante un año en Polonia. Desde un punto de vista psicológico y cultural existe un lazo profundo entre Polonia y Francia, pero los polacos viven en un sistema socialista. La contradicción la vi muy claramente. Las cosas, sin embargo, habrían sido diferentes si hubiera ido a la Unión Soviética. Allá, bajo el efecto de un sistema político que se mantiene desde hace más de cincuenta años, la conducta de la gente está mucho más modelada por el gobierno. 
 
—Cuando usted dice que la conducta de la gente es modelada, ¿se debe entender que es un fenómeno inevitable o cree que hay algo, en los seres humanos, que se resiste a esa modulación? 
 
—En las sociedades humanas no hay poder político sin dominación. Pero nadie quiere ser mandado —incluso si son numerosos los ejemplos de situaciones en las que la gente acepta la dominación. Si examinamos, desde un punto de vista histórico la mayor parte de las sociedades que conocemos, constatamos que la estructura política es inestable. No hablo de las sociedades no históricas— de sociedades primitivas. Su historia no se asemeja en nada a la nuestra. Pero todas las sociedades que pertenecen a nuestra tradición han conocido la inestabilidad y la revolución. 
 
—Su tesis referente al poder pastoral se basa en la idea, desarrollada en el Antiguo Testamento, de un Dios que vigila y protege a un pueblo que obedece. ¿Pero que hace usted con la época en que los israelistas no obedecían? 
 
—El hecho de que el rebaño no siga al pastor es bastante normal. El problema es saber cómo las personas viven su relación con Dios. En el Antiguo Testamento, la relación de los judíos con Dios se traduce por la metáfora del Dios-pastor. En la ciudad griega la relación de los individuos con la divinidad se asemeja más bien a la relación que existe entre el capitán de un navío y sus pasajeros. 
 
—Es un fenómeno muy extraño —y esto que le digo quizá vaya a sorprenderle—, pero me parece que, aunque buen número de sus hipótesis parezcan contradictorias, hay algo muy convincente en su posición y en sus convicciones. 
 
—Yo no soy estrictamente un historiador. Y no soy novelista. Yo practico una especie de ficción histórica. En cierta manera, sé muy bien que lo que digo no es verdad. Un historiador podría muy bien decir sobre lo que he escrito: «Eso no es la verdad». Para decir las cosas de otro modo: yo he escrito mucho sobre la locura, al comienzo de los años 60 —he hecho una historia del nacimiento de la psiquiatría. Sé muy bien que lo que he hecho es, desde un punto de vista histórico, parcial, exagerado. Puede que haya ignorado algunos elementos que me contradirían. Pero mi libro ha tenido un efecto sobre la manera en que la gente percibe la locura. Y, por tanto, mi libro y la tesis que en él desarrollo tienen una verdad en la realidad de hoy.
 
Yo intento provocar una interferencia entre nuestra realidad y lo que sabemos de nuestra historia pasada. Si lo consigo, esta interferencia producirá efectos reales sobre nuestra historia presente. Mi esperanza está en que mis libros adquieran su verdad una vez escritos —y no antes. 
 
Como no me expreso muy bien en inglés, el género de propuesta que mantengo aquí va a hacer decir a la gente: «Veis, miente». Pero permítame formular esta idea de otra manera. Yo he escrito un libro sobre las prisiones. He intentado poner en evidencia algunas tendencias en la historia de las prisiones. «Una sola tendencia», se me podría reprochar. «Entonces, lo que usted dice no es completamente verdadero». 
 
Pero hace dos años, en Francia, hubo agitación en varias prisiones, los detenidos se rebelaron. En dos de esas prisiones los prisioneros leían mi libro. Desde su celda, algunos detenidos gritaban el texto de mi libro a sus compañeros. Sé que lo que voy a decir es pretencioso, pero eso es una prueba de verdad —de verdad política, tangible, una verdad que comenzó una vez escrito el libro. 
 
Yo espero que la verdad de mis libros esté en el porvenir. 
 


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