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Las autonomías indígenas se están convirtiendo en alternativas de vida y en referencias políticas

Agencia Tierra Viva y EcoPortal :: 08.07.22

“Luchas territoriales por las autonomías indígenas en Abya Yala”, es el título del reciente libro que comparte los diálogos entre representantes de pueblos indígenas y organizaciones sociales con intelectuales e investigadores/as de América Latina. Coordinado por Luciana García Guerreiro y Fátima Monasterio Mercado, el prólogo es de Raúl Zibechi.

“Las autonomías indígenas se están convirtiendo en alternativas de vida y en referencias políticas”

“Luchas territoriales por las autonomías indígenas en Abya Yala”, es el título del reciente libro que comparte los diálogos entre representantes de pueblos indígenas y organizaciones sociales con intelectuales e investigadores/as de América Latina. Coordinado por Luciana García Guerreiro y Fátima Monasterio Mercado, el prólogo es de Raúl Zibechi.

Caminan las autonomías en los más diversos y remotos rincones de América Latina. Entre pueblos originarios, negros y mestizos, en campos y en ciudades, entre campesinos y trabajadores, de la mano de mujeres y mayoras que las empujan desde la más elemental necesidad de preservar la vida, para seguir siendo pueblos. Caminan cada quien a su ritmo, con pasos propios, moviendo los pies al compás de sus sueños o de sus más urgentes necesidades.

Mirando hacia atrás, digamos hace apenas dos o tres décadas, nos parece increíble cómo han crecido los pueblos, los barrios, las comunidades, en sus autogobiernos y autonomías territoriales. En los albores del siglo, montadas sobre el ciclo piquetero, escuchamos voces colectivas que se proclamaban autónomas de gobiernos, iglesias, partidos y sindicatos, en sintonía con la palabra del zapatismo que, en esos mismos años, aprontaba la formación de sus caracoles y juntas de buen gobierno que enseñaron al mundo que podían gobernarse por sí mismas, a pesar de los desaires y crímenes de los malos gobiernos.

 

En el Cauca colombiano despegaban en esos mismos años las primeras Guardias Indígenas, experiencia del Pueblo Nasa que aún no había llamado a nuestros corazones, pero que desde el primer día mostraban cómo enfrentar, con la dignidad del bastón de mando y la voluntad colectiva, tanto a militares como paramilitares y guerrilleros que querían involucrarlos en una guerra que nunca fue de ellos.

Ahora no alcanza la mirada más amplia para abarcar todas las autonomías que están siendo: las que se yerguen en las selvas, las que trepan hasta las cimas andinas y se deslizan, como los ríos trepidantes, hacia las llanuras de ambas orillas del continente. Son demasiadas para contarlas. Muy diversas para ordenarlas en unas pocas variables. Tantas que siempre queda alguna colgada en un olvido, tan injusto, como la desmemoria que nos empeñamos en combatir.

No voy a dedicar este espacio a las autonomías zapatistas. Esas que pasaron de los cinco caracoles iniciales a los doce que se hicieron conocidos en agosto de 2019, y a los 42 centros de resistencia nacidos al calor del activismo de las mujeres, las jóvenas y jóvenes zapatistas, como dijo en su momento el sub Moisés. Con sus decenas de escuelitas y salas de salud, levantadas y gestionadas por las bases de apoyo y las comunidades, sin pedir prestado nada a los de arriba, rechazando dignamente políticas sociales con las que pretenden humillarlas. Con sus tres niveles, local o comunal, municipal y regional.

La Guardia Indígena del Cauca de Colombia

Por menos conocida, pero no menos trascendente, quiero traer el caso de la Guardia Indígena del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), nacida en remotas estribaciones de los Andes con nombres inusuales como Jambaló, a comienzos del milenio. Llama la atención el crecimiento de las guardias, cuestión en la que es necesario detenerse, porque autodefensa se empareja con autogobierno y autonomía. Lo que defienden es la vida arraigada en territorios de dignidad. Es la persistencia de la alteridad la que conduce a los pueblos hacia la autonomía: porque somos diferentes, necesitamos la autonomía; para defenderla, para gobernarla y seguir siendo diferentes.

De las 300 guardias iniciales pasamos a decenas de miles en toda Colombia. El número es lo de menos. Durante los primeros meses de la pandemia el CRIC movilizó 7000 guardias en una “Minga hacia Adentro” que necesitaba salvaguardar, con 70 puntos de control, la autonomía de 84 resguardos y 115 cabildos, para que funcionaran la justicia propia, las ferias de trueque y la medicina tradicional de los sabios thé walas. Guardias que hicieron posible la armonización del territorio y de almas, en rituales en torno a las tulpas/fogones, al pie de las montañas o a la vera de las lagunas sagradas.

Entre 5000 y 7000 guardias bajaron desde Santander de Quilichao hasta Cali, atravesando cañaverales en tierras usurpadas que el proceso de Liberación de la Madre Tierra está recuperando palmo a palmo, para participar en la revuelta junto a las y los jóvenes desechados por el neoliberalismo. Regresaron a sus veredas con sus mochilas cargadas de energía rebelde y dejaron sembrada la semilla de las “guardias comunitarias urbanas” que ya empezaron a caminar su palabra. Mostraron a las juventudes urbanas cómo se puede neutralizar a los machos armados, con el coraje que da la experiencia y la cuantía que aportan los pueblos.

Las guardias colombianas se están expandiendo de forma notable. Entre los 115 pueblos originarios se han formado entre 40.000 y 60.000 guardias, cifras que oscilan al calor de la necesidad porque, como dicen los indígena del Pueblo Nasa, cuando la situación lo requiere “todos somos guardias”.

En la última década, y esto es quizá lo más notable, la experiencia de la Guardia Indígena se aclimató entre otros pueblos dando vida a la Guardia Cimarrona de los pueblos negros para defender sus palenques y hasta a la Guardia Campesina, recuperando la tradición de las “guardias cívicas” de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos de la década de 1970.

Gobierno Territorial Autónomo de la Nación Wampis de Perú

Un paso más y nos deslizamos hacia la selva amazónica, cerca de la frontera entre Perú y Ecuador, donde funciona desde hace cinco años el Gobierno Territorial Autónomo de la Nación Wampis, que es la respuesta de las comunidades a las amenazas que representan las mega obras, en particular para los ríos que son la vida de los pueblos amazónicos. Semanas después de las primeras declaraciones de autonomía, del 26 al 29 de noviembre de 2015, alrededor de 300 representantes de 85 comunidades se reunieron y acordaron la creación del gobierno autónomo.

La declaración es un hecho sin precedentes en la historia del movimiento indígena peruano, siendo el resultado de cuatro décadas de luchas por la reivindicación cultural y territorial. Como reza el estatuto de autonomía, se decidió “gobernar su territorio en interés general, protegerlo de agresiones externas, mantener un medio ambiente sano, reclamar los derechos colectivos cuando se requiera, así como definir las estructuras de gobierno, participación y representación externa de conformidad con el derecho a la autonomía y el derecho consuetudinario de la nación wampis”.

Con los años, el paso dado por los wampis tendrá honda influencia en los cientos de pueblos amazónicos que enfrentan los mismos problemas, los extractivismos, y comparten cosmovisiones similares. Por ahora, otros tres pueblos amazónicos del norte peruano están debatiendo tomar un camino similar.

Autonomía para defenderse de la minería y el agronegocio

La Amazonia legal brasileña está siendo testigo de una oleada de procesos autonómicos, como revela la investigación en desarrollo del geógrafo Fabio Alkmin. Se trata de catorce pueblos transitando hacia la autonomía para defenderse de la minería y el agronegocio. Se organizan en torno a los protocolos autónomos de consulta que llevan a cabo los pueblos munduruku, ashaninka, wajapi, juruma, kayapó, waimiri, yanomami, panará, irantxe, mura y wapichana, entre otros, de los estados de Pará, Mato Grosso, Amazonas, Roraima, Amapá y Acre.

El objetivo es implementar el Convenio 169 de la OIT que reconoce los derechos colectivos de los pueblos, pero por fuera de la intervención y regulación de los Estados y hasta de las ONG que se presentan como “amigas” de los pueblos pero pretenden suplantarlos.

No están implementando un modelo general, formal y abstracto de autonomía, sino que anclan las consultas en los mecanismos tradicionales, lo que equivale a aclimatar el ya célebre “mandar obedeciendo” a la realidad de cada pueblo. Por eso, como señala este libro, debemos hablar de “autonomías”, en plural, porque cada pueblo, pero también cada barrio, cada sector social (porque la autonomía empieza a extenderse más allá de las fronteras étnicas), implementa el auto-gobierno autonómico según sus modos y maneras.

En un principio las autonomías estaban destinadas a ser las formas como los pueblos originarios se relacionan con los Estados-nación. Sin embargo, algo se está moviendo, como siempre, desde las periferias hacia el centro. Miradas desde los pueblos, las autonomías que nacen como formas defensivas para seguir siendo, para asegurar la vida de las comunidades indígenas, empiezan a caminar más allá, mostrando que pueden ser no sólo modos de resistencia sino proyectos políticos de transformación del mundo o, si se prefiere, los mundos otros realmente existentes.

Dicho de otro modo, las autonomías que fueron naciendo para regular la relación entre pueblos indígenas y Estados se están convirtiendo en alternativa de vida y en referencias políticas en un período de caos sistémico y crisis civilizatoria. Puede mentarse la experiencia zapatista como una de las más exitosas a la hora de construir lo nuevo, sin olvidar que los pueblos del Cauca colombiano enseñan a campesinos y negros, a sectores populares urbanos y a jóvenes desechados por el neoliberalismo, que no tienen otro camino que organizarse, crear otros mundos para sobrevivir y defenderlos como hacen las guardias.

No estamos ante un nuevo proyecto político que sustituya al obrerismo, sino ante procesos reales que muestran algo más profundo: la creación de mundos nuevos no pasa por la aceptación y validación de las instituciones estatales, sino por la capacidad de desplegar las potencias autonómicas que anidan en todos los pueblos y sectores sociales.

Es pura necesidad ante la “cuarta guerra mundial” o acumulación por despojo/robo/destrucción, que es el modo como el capitalismo opera en este período de decadencia. No estamos ante una opción ideológica, sino ante la lectura de una realidad que vienen transitando cada vez más sectores sociales en América Latina.

En este sentido, las autonomías no pueden ser entendidas como un lugar al que se llega, una arquitectura institucional definitiva y estable, sino como parte de un largo proceso de auto-organización colectiva comunitaria, que tiene un comienzo pero no tiene fin porque siempre es incompleta.

Si el Estado no debe ser un corsé para las luchas de los pueblos, como apunta Silvia Rivera Cusicanqui, tampoco pueden serlo teorías de la revolución que han marcado nortes en otros períodos, pero que están siendo desafiadas por la agresividad del capital y desbordadas por las resistencias y las creaciones de los pueblos.

Estar atentos a cada paso en la construcción de autonomías y autogobiernos, es mucho más importante que focalizar la atención en partidos y movimientos burocratizados. Con ellas estamos aprendiendo; acompañarlas sin juzgar es un desafío de humildad y puede ser un anclaje político teórico para reconstruir el pensamiento crítico y las prácticas emancipatorias.

*El presente material es el tercer libro del Grupo de Trabajo de Clacso “Pueblos indígenas y procesos autonómicos”. Fue publicado por Editorial El Colectivo.

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