La experiencia de la lucha indígena en Ecuador, la trágica crisis de la izquierda peruana, la pasión por el extractivismo del partido de Evo Morales en Bolivia, la siniestra política de la izquierda mexicana de los megaproyectos capitalistas y su persecución a las autonomías comunitarias, la explosión de las comunidades indígenas y el movimiento popular en Panamá, y los nuevos gobiernos progresistas de Chile y Colombia que más bien son administradores del capitalismo con rostro humano, son la oportunidad perfecta para re-estudiar a Mariátegui. Comenzamos con este excelente libro.
3
LA AGONIA DE MARIATEGUI
La polémica con la Komintern
ALBERTO FLORES GALINDO
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© DESCO
Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo
Av. Salaverry 1945, Lima 14. Teléf. 72-4712
Composición y Montaje: Desco
Noviembre, 1980
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I N D I C E
INTRODUCCION …………………………………………………………9
CAPITULO I - EL INICIO DE UNA POLEMICA: BUENOS AIRES, 1929……15
CAPITULO II - EL DESCUBRIMIENTO DEL MUNDO ANDINO……………37
CAPITULO III - AMAUTA COMO TAREA COLECTIVA ………………………………………55
CAPITULO IV - ENTRE EL APRA Y LA INTERNACIONAL: EL PARTIDO SOCIALISTA ……71
CAPITULO V - LA AGONIA FINAL………………………………………………91
EPILOGO …………………………………………………………….111
ANEXOS . ………………………………………………………………..117
Anexo 1 - Sobre las Fuentes … …………………………………………………..119
Anexo 2 - Cronología de los principales acontecimientos en el movimiento comunista de la época……125
Anexo 3 - Vida de José Carlos Mariátegui 1927 - 1930 …………………….129
Anexo 4
Acontecimientos de importancia durante los últimos años de
Mariátegui………………………………………………………………..133
7
“En la poesía, en la revolución y en el amor veo
actuantes los mismos imperativos esenciales: la falta de resignación, la esperanza a pesar de toda previsión razonable contraria”.
Emilio Adolfo Westphalen
“Agonía no es preludio de la muerte, no es conclusión de la vida. Agonía —como Unamuno
escribe en la introducción de su libro— quiere decir lucha. Agoniza aquel que vive luchando; luchando contra la vida misma. Y contra la muerte”.
José Carlos Mariátegui
11
Si se tratara, al inicio de este ensayo, de resumir con palabras que quisieran ser breves y adecuadas las cuestiones sobre las que debatieron José Carlos Mariátegui y sus contemporáneos,
tendríamos que referirnos a ese problema recurrente en las revoluciones contemporáneas que es la
articulación entre el marxismo y la nación, lo que en otras palabras significa la confluencia entre
un fenómeno generado inicialmente al interior de Occidente y una tradición cultural muchas veces
distinta y quizá antagónica con respecto a Europa. Las revoluciones victoriosas han exigido una
adecuada solución a este problema, como de hecho sucedió en China o Cuba, antes en Rusia y
ahora en Nicaragua. Mariátegui no pudo desatender el problema.
Pero las revoluciones victoriosas son las excepciones. De igual manera, entre marxismo y
nación, en la mayoría de los casos, se ha planteado una relación difícil que no ha podido evitar
convertirse en una disyuntiva. La respuesta que Mariátegui fue encontrando al problema en el
transcurso de su vida, pero especialmente entre 1923, fecha de su regreso de Europa, y 1930, se fue
generando al compás de las polémicas y debates donde intervino y en contacto directo con la praxis
política. No se elaboró pacientemente en un escritorio, sino al interior de la vida misma, en la lucha
y el conflicto, día a día. Por eso no podemos encontrar un texto, una cita, donde esté
meridianamente clara la solución: hay que buscarla por el contrario tanto en la vida de Mariátegui
como en los acontecimientos que la rodean. Tal vez uno de los más significativos al respecto fue su
polémica final con la Internacional Comunista: el tema de este libro.
El lector de Mariátegui debe comprender que marxismo y nación fueron un
verdadero problema -en el sentido vital de la palabra- para el fundador del socialismo peruano.
Esto nos remite a constatar, como trataremos de ilustrar en las páginas que siguen, una verdadera
tensión que atraviesa sus escritos y su vida: algunas veces prima el marxismo, otras veces la nación,
no siempre fue una relación armónica y en muchas ocasiones esa misma tensión se expre-
.
12
só en el contrapunteo entre el arte de vanguardia y el indigenismos, entre Occidente y el mundo
andino, entre la reivindicación de la heterodoxia, y la exaltación de la disciplina, entre lo nacional
y lo internacional, entre México (el lado nativo de Latinoamérica) y Buenos Aires (el puerto hacia
Europa). La tensión entre marxismo y nación que recorre los siete años finales de la vida de José
Carlos Mariátegui es un acicate de su obra pero también puede ser motivo de algunas
contradicciones:: no hace falta desconcentrarse porque, como lo recuerda Ruggiero Romano con su
agresividad característica, sólo los imbéciles temen contradecirse y evidentemente Mariátegui no
pertenecía a esa especie (1).
Ese doble eje conformado por el marxismo y la nación hace que la vida de Mariátegui sea a la
vez una página en la historia peruana y una página en la historia del socialismo. Fuera de la
historia, sin la relación con otros intelectuales peruanos, sin la presencia de la joven clase obrera
limeña, sin los inicios del capitalismo en el país, imposible entenderlo. Pero ocurre que,
precisamente a partir de su peculiar articulación entre marxismo y nación, Mariátegui acabó
elaborando una manera específica -peruana, indoamericana, andina- de pensar a Marx y, como
siempre, precisamente por ser más peruano se convirtió en universal; de manera que consiguió
proponer un marxismo tan diferente como el de Gramsci y el de Lukács, y tan valioso como
ambos, gracias a lo cual el Perú recién comenzó a figurar en la geografía del socialismo.
Pensar de esta manera a Mariátegui conduce a abolir una cierta imagen del marxismo que lo
representa como una genealogía perfecta o una sucesión lineal, en la que luego de la prehistoria del
socialismo utópico, Marx genera a Lenin, quien a su vez engendra a Stalin y de allí –por lo menos
hasta hace poco tiempo- se deriva Mao. Las imágenes religiosas que enmarcan algunas reuniones de
la izquierda peruana evocan repetidamente esta sucesión tan simple como falsa, porque además de
anular el conflicto en el desarrollo del pensamiento marxista, acaba marginando y condenando al
olvido a pensadores incómodos como todos esos heterodoxos que emergen en la década de 1920:
Gramsci en Italia, Panecoek en Holanda, Lukács en Hungría, Korsh en Alemania… En
realidad el marxismo más que la imagen de un río evoca una variedad de corrientes diferentes que
así como se juntan y engruesan, siguen también rutas nuevas y hasta divergentes. La imagen del
marxismo sin fisuras, resumida en la fórmula marxismo-leninismo, nació junto con el culto a
Lenin, posterior a la muerte de éste desde luego, y con la finalidad específica de proscribir a Trotsky
del pensamiento marxista.
(1) Cfr. Aricó, José, Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú, ponencia
presentada en el coloquio ―Mariátegui y la revolución latinoamericana‖ organizado por
la Universidad de Sinalloa, Culiacán, México, del 14 al 18 de abril de 1980. De ese
mismo coloquio recogemos especialmente las intervenciones de Robert Paris y los
comentarios de Oscar Terán y Chiaramonte.
13
Lamentablemente, muchos trotskistas han tenido la torpeza de contraponerle la otra imagen
igualmente adulterada del marxismo-leninismo-trotskismo.
Mariátegui pensó que entre el marxismo y el pensamiento crítico existía una indispensable
confluencia. De manera tal que nunca se encerró en los estrechos límites de un sola tradición
socialista y de allí que al lado de referencias a Marx o Lenin, aparezcan citas —después no
comprendidas por algunos exegetas— de George Sorel, un personaje con el que simpatizó poco
Lenin, o de Piero Gobetti. Esta actitud siempre crítica, siempre libre, nunca de acotación reverente
que Mariátegui tuvo frente a la historia anterior del socialismo, hay que tratar de repetirla al
momento de pensar al propio Mariátegui. Es fácil suponer que no le desagradaría.
La agonía de Mariátegui: el titulo de este ensayo exige algunas explicaciones porque con el
verbo “agonizar” no se quiere aludir al hecho obvio del final de una existencia, sino más bien al
sentido unamuniano de lucha por la vida.
La Agonía del Cristianismo fue un libro
fervorosamente comentado por Mariátegui en el primer número de
Amauta, aprovechando de la
ocasión para establecer algunos paralelos entre cristianismo y marxismo: en ambos casos lo que
cuenta es la fuerza para encarnarse en las masas, la doctrina deja lugar a la vida, entendida a su
vez como lucha y combate, es decir agonía. Esta imagen del marxismo se resistía a la repetición
rutinaria de los dogmas y por el contrario fomentaba las herejías, al estilo de George Sorel, como
único camino posible para renovar y hacer avanzar el pensamiento de Marx. Por eso Mariátegui
confiesa identificarse con aquellos “. . .en quienes el marxismo es lucha, es agonía” (2). Agonía
significa también afán polémico, no para “epatar” a los burgueses rutinarios, sino para
intercambiar ideas, para dialogar, para discutir: más adelante nos referiremos in-extenso a la
importancia de la polémica y la discusión en el pensamiento de Mariátegui. Agonía es sinónimo de
conflicto interior: corrientes encontradas que generan una tensión como lo ilustra Mariátegui
recurriendo al ejemplo de las dos almas contemporáneas, la revolución y la decadencia, coexistiendo
ambas en los mismos individuos de manera “agonal” (3).
La reflexión de Miguel de Unamuno recogida por Mariátegui evoca esa concep-
ción del marxismo definido como el mito o la religión de nuestro tiempo. La
validez del marxismo sólo puede ser testimoniada por las masas porque a su vez
el criterio de verdad por excelencia es la capacidad para movilizar a las
.
.
(2) “La Agonía del Cristianismo” de Don Miguel de Unamuno, en Amauta, Lima, No. 1, 1926.
También en Signos y Obras, Lima, 1975, p. 120.
(3) “Arte, revolución y decadencia” en Amauta, Lima, No. 3, nov. 1926. También en El Artista y
la Época, Lima, 1964, p. 18.
14
multitudes. El marxismo es una fe, sin confundir evidentemente “. . . la fe ficticia, intelectual,
pragmática de los que encuentran su equilibrio en los dogmas y el orden antiguo, con la fe
apasionada, riesgosa, heróica de los que combaten peligrosamente por la victoria de un orden
nuevo” (4). Estas palabras fueron publicadas faltando apenas 18 días para la muerte de
Mariátegui: la confianza en el futuro que no reposa en las leyes de la dialéctica, ni en los
condicionamientos de la economía, sino en las voluntades colectivas. En otras palabras, se trata del
voluntarismo y el espontaneísmo que emergen en diversos pasajes de su pensamiento.
De esta manera el verbo “agonizar” es una especie de ―llave‖ del mariateguismo: nos abre al
mundo de su tensión interna –al que hicimos alusión párrafo atrás- y nos aproxima a las
polémicas que enmarcan su biografía: por ambos senderos terminaremos aproximándonos a la
imagen de un marxismo elaborado lejos de cualquier academicismo, envuelto por los
acontecimientos, sumergido en la vida cotidiana, vástago de esas mismas calles y multitudes que
alentaron el oficio periodístico del joven Mariátegui: ―La calle, o sea, el vulgo: o sea, la
muchedumbre. La calle, cauce proceloso de la vida, del dolor, del placer, del bien y del mal” (5).
(4) “¿Existe una inquietud propia de nuestra época?” en Mundial, 29 de marzo de 1930 y también
en El Artista y la Época, p. 30.
(5) “La torre de marfil” (noviembre de 1924) y op. Cit., p. 29.
15
CAPITULO I
EL INICIO DE UNA POLEMICA: BUENOS AIRES, 1929
17
“El tema de este ensayo —la polémica entre Mariátegui y la III Internacional o
Komintern— transcurre entre dos acontecimientos: la supuesta conspiración
comunista develada por el gobierno de Leguía el 5 de junio de 1927, que nos
permitirá mostrar cómo hasta entonces no existía vinculación orgánica alguna entre
los socialistas peruanos y Moscú, y por otro lado, el inevitable final impuesto por la
muerte de José Carlos Mariátegui, el 16 de abril de 1930. En el transcurso de esos
tres años o con mayor precisión, treinta y cinco meses, Mariátegui tuvo que
diversificar sus escasas fuerzas: periódicamente debía entregar sus colaboraciones
dedicadas a escrutar la vida internacional y a comentar publicaciones recientes tanto
para Variedades como Mundial, además de alguna eventual colaboración en
revistas del extranjero como Repertorio Americano o La Vida Literaria; desde la
editorial Minerva emprendió la doble tarea de editar Amauta y Labor; tuvo que
convertirse en un asiduo corresponsal para de esa manera mantener con algún éxito
sus debates con el aprismo y la Internacional; pero tal vez la tarea más importante
fue la menos advertida por sus contemporáneos: la organización del proletariado y
del partido, hecha con cuidado y silencio, alejada del triunfalismo.
Las páginas que siguen, aunque no omitirán los hechos anteriores, no deben
ser leídas como parte de una biografía. No nos preocupa toda la vida de Mariátegui,
sino que centraremos la atención casi exclusivamente en la polémica —muchas
veces olvidada y soslayada— con la Internacional. Esta polémica nos permitirá
encontrar a Mariátegui como político, en respuesta a quienes, desde 1928, se
empeñan en retratarlo sólo como el “intelectual” por contraposición a Haya de la
Torre, a quien precisamente Luis Alberto Sánchez le dedicó una emotiva crónica
biográfica titulada Haya de la Torre o el político, como si hubiera sido el único
entre sus contemporáneos. En realidad, Haya y Mariátegui (a los que se debe añadir
la persona de Eudocio Ravines) encarnaron tres maneras diferentes, contrapuestas y
enfrentadas de entender la política. Trataremos de mostrarlo.
El texto estará articulado en torno al debate con la Internacional, iniciado en
Buenos Aires, en junio de 1929. Tratar de esclarecer los términos del debate nos ha
obligado a desligarnos de una narración cronológica y, en la medida que otorgamos
más importancia a la interpretación que al relato, algunas veces tendremos que
retroceder para rastrear el origen de una idea, detenernos para relacionarla con las
estructuras sociales, del país en ese entonces o adelantar un desenlace previsible.
Ojalá que estos “juegos con el tiempo”, siempre reprochables en un historiador, se
mantengan fieles a la preocupación central de este ensayo.
En los años finales de su vida, José Carlos Mariátegui terminó sintiéndose
acosado por el régimen de Leguía (6) a pesar de tener amigos y parientes que, como
Sebastián Lorente o Foción Mariátegui, eran personajes próximos al dictador. Esa
sensación de acoso puede sorprender a quienes olvidan los aspectos represivos del
“oncenio” (1919-1930) generalmente ocultados tras las imágenes festivas de los
carnavales y las grandes celebraciones nacionales (el centenario de la independencia
y de la batalla de Ayacucho) o bajo el esplendor fugaz de las obras públicas, la
modernización de las ciudades, el trazo de las amplias avenidas y los utópicos
proyectos de irrigación; pero ocurre que Leguía también se preocupó por la
expansión de los aparatos del Estado y garantizó su prolongada permanencia en el
poder, no sólo con el recurso a la demagogia sino que necesariamente reposó en
mecanismos represivos más eficientes: son años en los que, con el apoyo de una
misión española, se estructura la policía y se fomentan otros organismos conexos,
uno de los cuales recibiría popularmente el gráfico nombre de “soplonaje”.
En principio las relaciones entre Mariátegui y el régimen eran claras.
A José Carlos Mariátegui no le interesaba, por el momento, conspirar contra
Augusto B. Leguía dado que no se proponía tampoco sustituir a un dictador
por un presidente; la transformación sustancial del Perú sería el resultado
de una tarea prolongada y silenciosa para la cual -aunque sonara paradójico-
el gobierno de Leguía aportaba algunos beneficios: dados sus propósitos
antioligárquicos y su afán por desarrollar el capitalismo, no sólo facilitaba
la lucha contra la feudalidad y la vieja cultura tradicional, sino que además
obligaba a plantear el socialismo como alternativa, único medio para desplegar
una oposición radical y consecuente. Los proyectos de Leguía perseguían
cambios en la sociedad peruana, enunciados como la edificación de una “Patria
Nueva”, pero en dirección del capitalismo. Para cumplir ese cometido, Leguía
afectó el poder de la vieja oligarquía, aliada con los gamonales, trató de fomentar
a las clases medias y sobre todo encontró sustento en las inversiones y cuantiosos
préstamos imperialistas. Una consecuencia de estos cambios fue que se debi-
(6) Archivo José Carlos Mariátegui, José Carlos Mariátegui (en adelante JCM) a Samuel
Glusberg, 10 de enero 1928.
19
litó ostensiblemente el viejo control monopólico ejercido por la clase dominante en
la vida cultural del país. A su vez, se facilitó el ingreso de las clases medias
provincianas en las universidades, las profesiones liberales y el periodismo. Tanto
en la ciudad como en el campo, Leguía alentó con estruendo todo proyecto
conducente al desarrollo del capitalismo. No siempre se cumplieron, la gran
mayoría de las veces apenas se trazaron, pero todo esto acabó infundiendo temor
entre los viejos terratenientes y muchos optaron por el camino del exilio. Fueron
precedidos por los intelectuales. Tiempo antes los hermanos García Calderón
habían dejado el país para establecerse en Europa. Con el ascenso de Leguía,
ese camino fue seguido por José de la Riva Agüero y Víctor Andrés Belaúnde.
Acabaron dejando el campo libre a los jóvenes intelectuales y también a las
nuevas opciones políticas, dado que durante esos años, como luego lo reconocería
con pesimismo el propio Belaúnde, fueron incapaces de elaborar una alternativa al
proyecto de Leguía.
José Carlos Mariátegui supo distinguir con claridad entre el oncenio y los
gobiernos anteriores. La República Aristocrática había representado, entre 1895 y
1919, la realización en el Estado de la confluencia de intereses entre oligarcas y
gamonales, a partir de la marginación política de las grandes mayorías. El oncenio
era igualmente antidemocrático, pero sus proyectadas reformas abrían la posibilidad
política de nuevas opciones y replanteaban otras. En efecto, ya no era posible
-siempre desde la perspectiva mariateguista- predicar desde una postura radical el
desarrollo del capitalismo en la sociedad peruana, porque eso era un proyecto
asumido desde el Estado por el propio Leguía. Entonces, a pesar del atraso de la
sociedad peruana, el socialismo podía aparecer como una exigencia histórica. La
caracterización del oncenio fue una de las primeras discrepancias de José Carlos
Mariátegui con Haya de la Torre, para quien Leguía no era más que una variante,
con los rasgos represivos acentuados, del viejo gamonalismo y por lo tanto existía
una continuidad entre el civilismo y la “Patria Nueva”.
Se entiende, a partir de su visión del régimen leguiísta, que Mariátegui
no ensayara una oposición inmediata. Se debe añadir además sus escasas
fuerzas, la debilidad del naciente socialismo peruano, la necesidad de persistir
y durar, única manera de garantizar una obra colectiva y de largo aliento:
la ansiada edificación del partido y del proyecto socialista. Es por todo esto que
Mariátegui se cuidó de no dirigir ataques frontales a Leguía. Pero la
respuesta del dictador no fue exactamente una política de tolerancia. Es cierto
que Amauta circulaba, pero también es cierto que fue cerrada en dos ocasiones.
Labor fue clausurada definitivamente cuando sólo había llegado al número 10.
A Mariátegui se le permitían cotidianas reuniones en su casa, escribir en los diarios
adictos al gobierno, propagar el socialismo y defender a la revolución soviética,
pero a medida que fue transcurriendo el tiempo, y sobre todo cuando comenzó a
deteriorarse la situación económica y ciertos signos crepusculares se
.
20
fueron anunciando, Mariátegui comenzó a ser observado, espiado, perseguido: su
correspondencia era muchas veces interceptada y leída, se presionó a los directores
de Mundial o Variedades para que prescindieran de su colaboración, se tenía bajo
vigilancia a sus amigos más cercanos. Todo este asedio empezó en, junio de 1927,
cuando la policía requisó Amauta, detuvo a José Carlos Mariátegui y lo confinó por
seis días en el hospital militar de San Bartolomé, y paralelamente llevó a cabo una
redada como consecuencia de la cual acabaron en la isla San Lorenzo alrededor de
cuarenta intelectuales y obreros, entre los que figuraban Nicolás Terreros, Arturo
Sabroso, Armando Bazán y Julio Portocarrero (7). El Ministerio de Gobierno
denunció un supuesto complot que habría sido organizado por los “comunistas
criollos”. En el editorial de Variedades, la página titulada “De jueves a jueves”, se
argumentó sobre la necesidad y el derecho que amparaban al régimen para
defenderse (8).
Fue la primera vez que se denunció desde el Estado la amenaza comunista.
Dejando de lado el aparente disparate de pensar que podía asaltar el palacio de
gobierno, ¿qué había de cierto en la acusación? ¿cuáles eran las vinculaciones entre
Mariátegui y sus amigos con la Internacional Comunista? En junio de 1927, al
parecer, no existía —lo cual es otro ejemplo de la clásica ineficiencia policiaca—
relación alguna entre Mariátegui y la Komitern. En una carta publicada en La
Prensa y destinada a levantar los cargos hechos por la policía, Mariátegui no temía
confesar su definición marxista y asumirla en voz alta, no podía procesar de otra
manera para ser consecuente con los primeros editoriales de Amauta y con una
concepción de la política compatible con la verdad; pero en dicha casta negaba
de manera igualmente rotunda ―cualquier conexión con la central comunista de
Rusia‖ (9).
Cuando Mariátegui estuvo en Europa asistió a la fundación del
Partido Comunista de Italia, estableció amistad con muchos intelectuales
comunistas, como Barbusse y el grupo de Clarté en Francia, pero nunca llegó a
establecer vinculación alguna con la Internacional. Ni siquiera pudo viajar a Rusia.
Es cierto que —casi como en uno de esos juramentos románticos— Mariátegui y
otros peruanos de paso por Europa como César Falcón, adquirieron en Géno-
.
(7) Basadre, Jorge, La vida y la historia, Lima, 1975, p. 218. Basadre también fue detenido.
Correspondencia sudamericana, 15-VIII-27, No.29 (Carta de Mariátegui) entrevista a César
Miró (I, VI, 80).
(8) Variedades, año XXIII, No. 1006, 11 de junio de 1927. Según Ricardo Martínez de la torre, el
término ―comunistas criollos‖ –popularizado años después por Seoane y los apristas- fue
acuñado por Leguía.
(9) Carta de Mariátegui a La Prensa, 10 de junio de 1927, reproducida en Martínez de la Torre,
Apuntes para una interpretación marxista de historia social del Perú, Lima, 1928, t. II, p.274 (en
adelante Apuntes…).
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va el compromiso de edificar un Partido Socialista en el Perú y que, por lo tanto,
cuando desembarcó en el Callao traía ya ese proyecto, pero en junio de 1927
todavía continuaba su lenta gestación y al margen de la III Internacional (10).
Para mostrar que entre Mariátegui y la Internacional Comunista no existía
relación alguna, puede ser útil pasar revista a los telegramas de solidaridad que
comenzaron a llegar: estaban firmados por Gabriela Mistral, Alfredo Palacios, José
Vasconcelos, Manuel Ugarte, Waldo Frank, Miguel de Unamuno, todos personajes
importantes de la cultura en habla hispana, algunos colaboradores de Amauta, la
mayoría de izquierda, pero ninguno de ellos comunista. El año 1927, Mariátegui no
existía para la Internacional.
Años antes, en marzo de 1919, en Moscú, el Primer Congreso de la Inter-
nacional Comunista había lanzado el llamado mundial para la formación de
Partidos Comunistas. Fue rápidamente escuchado en Europa. Algo después en
Latinoamérica: en México, en setiembre de 1919, un hindú, un norteamericano y un
ruso formaron el P.C. de ese país; luego se establecieron partidos similares en
Argentina (diciembre, 1920), Uruguay (abril, 1921), Chile (enero, 1922), Brasil
(noviembre, 1921). . . Al poco tiempo desplegaron diversos tipos de acciones y no
dejaron de inaugurar siempre una significativa actividad periodística con A Classe
Operaria en Brasil, Los Comuneros en Paraguay o La Humanidad en Colombia.
El Perú quedó al margen de este movimiento tal vez porque aquí la clase obrera era
más reducida y joven que en esos países, a lo que debe añadirse la carencia de un
Partido Socialista al estilo de la II Internacional. En la medida en que el comunismo
nacía como una disidencia al interior de los partidos socialdemócratas, la tarea se
facilitaba en países como Argentina o Chile y se dificultaba en otros como Perú o
Bolivia. De hecho, la Komintern pudo ingresar con mayor facilidad en el lado más
occidental de América Latina.
Pero, a pesar de la existencia de Partidos Comunistas en la gran mayoría
de países latinoamericanos, el interés de la Internacional por el continente,
como lo ha señalado José Aricó, fue muy escaso: primero, porque su atención
había estado dirigida casi exclusivamente a Europa, y después, porque entre
los países atrasados sus funcionarios se terminaron interesando prioritaria-
mente por el Asia. La situación se modificó sustancialmente luego del
VI Congreso de la Internacional Comunista, celebrado entre julio y setiembre
de 1928, cuando se previó la inminencia de una situación revolucionaria
como consecuencia de la dura crisis que debería afrontar en los próximos años
el sistema capitalista. Para el nuevo combate, que transcurriría a escala mun-
.
(10) Archivo José Carlos Mariátegui, JCM a Glusberg. Entrevista a Javier Mariátegui (12-IV-80).
22
dial, la Internacional opta reagrupar y adecuar sus filas. Es así como se decide la
organización de la que sería I Conferencia Comunista Latinoamericana. Es
interesante señalar que en el órgano periodístico del Buró Sudamericano de la
Internacional, establecido en Buenos Aire, el Perú era entonces todavía una gran
ausencia. Efectivamente, si uno revisa las páginas de La Correspondencia
Internacional, puede constatar el interés por Chile o Argentina, países con clase
obrera numerosa, de tradición casi europea; por Colombia, donde se han producido
radicales enfrentamientos de clase; desde luego por México, a pesar de no
comprender bien la experiencia agrarista; incluso por Nicaragua, dada la lucha
contra el imperialismo; pero desde luego que muy poco, casi nada de interés, por
los países andinos. Incluso el temario inicial de la Conferencia aparecían solo ocho
puntos, faltaba uno que luego sería el IV punto, es decir, el problema de las razas en
América Latina. La mayoría de informantes eran lógicamente mexicanos,
argentinos, uruguayos o chilenos. El Perú fue un invitado tardío y postrero de la
reunión. A todos sus inconvenientes estructurales —desde la perspectiva de la
Internacional— se añadía otro: la existencia apenas de un pequeño Partido
Socialista, de futuro incierto, comandado por un intelectual y que por razones para
ellos hasta el momento incomprensibles, se resistía a asumir la denominación
comunista.
Antes de la I Conferencia Comunista de Buenos Aires pero después de la redada
de 1927 —tal vez como consecuencia precisamente de ella—, se produjeron los
primeros contactos entre Mariátegui y la Internacional. A fines de ese año se le hizo
llegar a Mariátegui una invitación para que los obreros peruanos intervinieran en el
VI Congreso Sindical Rojo (Profinterm) a realizarse en Moscú entre el 15 y el 24 de
marzo de 1928. Para la delegación peruana se pensó en dos nombres: Armando
Bazán y Julio Portocarrero, ambos se habían conocido no hacía mucho en la
prisión, en San Lorenzo.
Portocarrero llevó una ponencia sobre la situación de la clase obrera en
el Perú. El hombre escogido por Mariátegui provenía de la tradición
anarcosindicalista, era obrero textil, se había formado en las primeras
luchas laborales emprendidas desde Vitarte (un distrito cercano a Lima, con
una población mayoritariamente proletaria conformada alrededor de algunas
fábricas textiles). Si bien la clase obrera de principios de siglo era reducida y
joven, albergaba núcleos muy modernos, como esos textiles a cuyas filas
pertenecía Portocarrero, que laboraban en empresas tecnificadas, con gran
concentración de trabajadores y que supieron asumir tempranamente el
sindicalismo. En Vitarte y con los anarquistas, Portocarrero acabó convencido de la
imprescindible independencia de clase y de la autonomía obrera, tal vez
consecuencia de la cultura que consiguieron eregir: César Lévano ha referido en
varias ocasiones la existencia de un teatro, de una música y de una poesía inspirada
en temas proletarios y realizados por los propios trabajadores. De manera que Julio
Portocarrero, formado en ese medio, aunque conocía muy poco de mar-
.
23
xismo y casi nada de leninismo, tenía una cultura suficientemente sólida como para
exponer con claridad sus ideas y saber defenderlas. Fue lo que hizo en Moscú (11).
Armando Bazán, compañero de Portocarrero en Moscú, era un joven
intelectual, muy vinculado a la revista Amauta y a los trabajadores, galardonado en
un certamen político organizado por los obreros de Vitarte.
Los delegados peruanos no se limitaron a escuchar y ejecutar las sugerencias de
los organizadores. Mostraron que, como provenientes de una tradición diferente a
los otros delegados comunistas, pensaban algunas veces de otra manera y no temían
exponer sus ideas. Un pequeño incidente tras el escenario de la conferencia ilustra
lo que venimos diciendo: comenzaba en 1927 la segregación del “trotskismo” y se
pidió a un grupo de delegados, entre los que estaban Portocarrero y Bazán, firmar
un documento contra Andrés Nin, un militante español vinculado a la Oposición de
Izquierda. Todos aceptaron firmar, menos Portocarrero y Bazán argumentando que
sólo conocían una versión del problema y que adicionalmente se trataba de una
cuestión que no atañía directamente a los trabajadores. Habían ido como delegados
obreros y para tratar problemas obreros. Evidentemente ni Portocarrero ni Bazán
conocían los problemas que en esos momentos escindían al Partido Comunista de
la Unión Soviética, pero, dado eso mismo, no consideraban conveniente tomar
posición sobre un asunto que no alcanzaban a entender y sobre el que no tenían
información suficiente. Portocarrero no fue a Moscú a obedecer o ejecutar órdenes
de Mariátegui porque, en primer lugar, éste no le dio ninguna y, en segundo lugar
—como veremos reiteradamente—, no era su estilo en la relación con los
trabajadores. De manera que la discusión en torno a Andrés Nin, que derivaría en
una polémica con Vittorio Codovilla, uno de los principales dirigentes de la
Internacional para América Latina, fue hecha sin que Mariátegui la auspiciara.
Cuando regresó a Lima, Julio Portocarrero traía algunas dudas comprensibles sobre
la validez de su actuación pero Mariátegui, que lo recibió al poco tiempo de su
regreso, no pudo negarle su respaldo: “ha hecho Ud. bien”, le habría dicho (12).
Desde el inicio, las relaciones entre los peruanos y la Internacional no
fueron armónicas. En Portocarrero se mostró una voluntad poco apta para acli-
.
(11) Entrevista a Julio Portocarrero (29-V-80).
(12) Entrevista a Julio Portocarrero (22-V-80). Posteriormente, en una conferencia dictada por Julio
Portocarrero en la Universidad Católica de Lima (17-VII-80), expuso una versión diferente,
según la cual el encuentro con Mariátegui se habría producido tiempo después de su regreso de
Moscú y lo que conversaron se habría borrado de su memoria. Pero, como observó después de
dicha conferencia Lino Larrea, resulta poco verosímil que, dada la importancia del viaje a
Moscú, Mariátegui y Portocarrero no se reunieran tan pronto éste regresó. De manera que la
primera versión —espontánea— nos parece más fidedigna.
24
matarse dócilmente a los dictados exteriores. En la misma reunión, Portocarrero no
secundó la condena al aprismo que desde entonces propugnaba la Komintern:
recién se iniciaba el debate entre socialistas y apristas en el Perú (13). Para entender
de dónde salía esta capacidad de votar en contra, a pesar que eso implicara un
enfrentamiento con un organismo tan poderoso como la Internacional y en pleno
Moscú, hay que pensar que si bien eran obreros carentes de una prolongada
tradición histórica, habían desarrollado una autonomía de clase marcada y obsesiva
desde sus primeras luchas y contaban con una cultura propia y robusta que avalaba
esa misma autonomía.
La relación entre José Carlos Mariátegui y Julio Portocarrero no fue en ningún
momento la relación de dependencia, muchas veces reiterada, entre el intelectual y
el obrero, porque Mariátegui nunca asumió la figura del intelectual que lleva la luz y
la ciencia a la clase revolucionaria; por el contrario, se trató de una relación
igualitaria, que siempre transcurrió en el mismo plano: un diálogo, un intercambio
de opiniones y de experiencias. Portocarrero tampoco hubiera admitido otra
relación. Eran pares, iguales, la dependencia quedaba, por decisión de ambos,
desechada.
Cuando llega la invitación a la Conferencia, Comunista de Buenos Aires, dado el
antecedente de lo ocurrido en Moscú, Mariátegui propone que integren la
delegación peruana Julio Portocarrero, quien debería asistir un mes antes a la
Primera Conferencia Sindical Latinoamericana de Montevideo y el médico Hugo
Pesce. Ambos formaban parte del núcleo central del recién fundado Partido
Socialista (octubre de 1928). Pesce era hombre de una cultura muy amplia, que
trascendiendo a la propia medicina, sustentaba una detenida y sólida formación
marxista. Había nacido con el siglo en la ciudad de Tarma; realizó sus estudios en
Italia y se graduó en la Universidad de Génova. El intelectual y el obrero
—Pesce y Portocarrero— terminaron constituyendo un buen equipo. Eran jóvenes,
29 y 30 años, respectivamente.
Pesce, Portocarrero, Mariátegui y Martínez de la Torre prepararon las
tesis y ponencias que serían llevadas a Montevideo y a Buenos Aires. Para la I
Conferencia Comunista se elaboraron específicamente, “El problema de las
razas en América Latina” y “Punto de vista antiimperialista”. Antes que partiera
la delegación, se reunieron todos los nombrados para discutir, con evidente
premura, la situación del país y los aspectos organizativos del Partido Socialista;
pero en Buenos Aires tanto Portocarrero como Pesce no sólo fueron portado-
.
(13) Hubo otros temas en debate que omitimos reseñar, como por ejemplo la discrepancia con
Codovilla acerca del acuerdo para enviar a Cuba a Julio Antonio Mella, pero la oposición no
sería suficiente y el dirigente comunista debió partir a su país donde sería asesinado por
Machado; previendo este desenlace, dado los antecedentes de Machado y lo conocido que era
Mella, Portocarrero se había opuesto a ese viaje.
25
res de las ideas del grupo de Lima, sino que además llevaron sus propios plan-
teamientos, con los que intentaron defenderse y argumentar frente a las continuas
objeciones que desde un inicio recibirían en la Conferencia.
El director de orquesta —si se permite la comparación— de la Conferencia de
Buenos Aires era Vittorio Codovilla: un hombre que parecía empeñarse en hablar
con un marcado acento italiano, “cocoliche”, como decían los argentinos. Este
hombre, que hasta en su dicción mostraba ser poco latinoamericano, presentó el
informe inicial, base para los debates que se desarrollaron entre el 10 y el 12 de
junio de 1929. En el prolongado texto a que dio lectura, destinado a caracterizar la
coyuntura por la que pasaba el continente y a realizar un balance provisorio de la
situación comunista, la delegación que recibía más críticas, mencionada con su
nombre propio, fue la delegación peruana. De todas, hay una que llama
especialmente la atención porque, aunque se refería a una cuestión muy específica,
ilustraba la contraposición entre dos maneras de razonar y entender el marxismo. Se
trata de la cuestión de Tacna y Arica.
La cuestión de Tacna y Arica se remontaba a la guerra del Pacífico porque
venía arrastrándose desde la firma del tratado de Ancón, donde se prescribía la
realización de un plebiscito para definir la situación de esas dos provincias,
que hasta antes de 1883 habían pertenecido al Perú. Chile argumentó el
incumplimiento de ciertas cláusulas y persistentemente se opuso a la realización de
ese acuerdo, llegando incluso a una política de hostigamiento a los peruanos
residentes en esos lugares, acompañada por el fomento de la migración chilena al
norte; todo lo cual configura el cuadro de un conflicto permanente, más agudo en la
medida que los recuerdos de la guerra de 1879 eran todavía muy vivos, la herida
estaba abierta. La cuestión de Tacna y Arica fue tema en los debates parlamentarios,
motivo de artículos y editoriales periodísticos, inspiración para la creación popular
en pinturas, composiciones musicales, alocuciones patrióticas. Desde luego que no
pudo faltar el chauvinismo. Para el gobierno de Leguía fue una ocasión de remitir al
exterior los problemas internos y sobre todo de recubrir con un supuesto
patriotismo a una política internacional caracterizada por la subordinación a los
intereses norteamericanos. Si se pasa revista a los editoriales de Variedades,
especialmente a partir de 1927, es raro no encontrar todos los jueves una mención
al problema con Chile; lo mismo se puede observar en las portadas o en las
caricaturas de esa misma publicación. Tal vez fue por esto —por la intensificación
entre la cuestión de Tacna y Arica y el régimen— que ese problema está
ausente en la obra de Mariátegui: apenas hay una breve mención sin firma
en Amauta y una alusión indirecta a propósito del conflicto entre Bolivia y
Paraguay, donde Mariátegui sostiene, frente al hecho de la guerra, la tesis
convencional de la unidad latinoamericana. En este punto coincidía con la tem-
prana prédica integracionista de Haya de la Torre, pero difería de otros intelec-
tuales como Raúl Porras, Jorge Basadre o José Jiménez Borja, para
. . .
26
quienes, sin ser leguiístas, la cuestión nacional en el Perú empezaba por ese
problema fronterizo. Aunque explicable, fue un silencio significativo en la obra de
Mariátegui.
La Internacional, por intermedio del informe de Codovilla, criticó a la
delegación peruana específicamente por no haber lanzado como alternativa en el
problema fronterizo la consigna de un “plebiscito por contralor obrero” (14), con la
finalidad de fomentar una resistencia popular a una solución que según Codovilla
era impuesta por los yanquis, con “descontento de ciertas capas de la población”
(15), y destinada a constituir posteriormente en la zona una base norteamericana de
operaciones militares apta para sofocar cualquier insurrección. Esta apreciación se
enmarcaba al interior de un razonamiento que consideraba inminentes los
conflictos interimperialistas en Latinoamérica, la agudización de la situación
económica y la emergencia de movimientos sociales con un perfil insurreccional. La
cuestión de Tacna y Arica era un aspecto importante de la estrategia norteamericana
en el Pacífico, aunque no había sido percibida así por los peruanos dado su
desconocimiento de la cuestión nacional y de la coyuntura por la que pasaba
América Latina. Para Codovilla, los comunistas consecuentes solo podían tener una
respuesta frente a ese problema, de allí que sin la menor duda dijera en pocas
palabras cuál debía haber sido la consigna necesaria.
Terminada la intervención de Codovilla, Saco, seudónimo utilizado por Hugo
Pesce, no tuvo el menor reparo en pedir la palabra y objetar esa intervención:
“Nosotros, comunistas, debemos estudiar un punto importantísimo: cuál ha sido la
posición de las distintas capas sociales frente a un conflicto determinado” (16), lo
que significaba argumentar que ante un mismo problema las masas no realizan
necesariamente un tipo condicionado y único de respuesta. En efecto, “las masas se
sintieron -continuaba refiriendo Pesce- desde el primer momento, ajenas a tales
manifestaciones patrióticas y se mantuvieron espontáneamente neutrales” (17). La
discrepancia con Codovilla no era sólo un problema de información; Pesce esgrimía
un razonamiento que subordinaba la acción política a la situación de las clases, que
no omitía las condiciones objetivas y la conciencia social y desde el cual resultaba
imposible elaborar una táctica al margen de estas consideraciones. En la manera de
argumentar mostrada por Pesce y Portocarrero, a diferencia de las otras
delegaciones, escasean, son prácticamente inexistentes, las citas de Marx o de Le-
.
(14) Internacional Comunista (en adelante I.C.). El movimiento revolucionario latinoamericano,
Buenos Aires, 1929, p. 30.
(15) Loc. Cit., (el subrayado es nuestro)
(16) Op. Cit., p.52.
(17) Loc. cit.
27
nin, las menciones al ejemplo de la Unión Soviética, y en cambio abundan las
referencias a la realidad: datos, información histórica, descripciones sociológicas. . .
Resultaba evidente que para ellos el marxismo no era una biblia sino un
instrumento de análisis, una especie de gramática, una manera de interrogar a la
realidad más que un conjunto de definiciones y preceptivas.
Desde luego que este estilo de razonar no fue comprendido por Codovilla y
probablemente acabó siendo atribuido a un escaso conocimiento del marxismo
(presunción absolutamente infundada en el caso de Pesce). Siguiendo el desarrollo
de la conferencia, a continuación Vittorio Codovilla ensayó una réplica poco
exitosa, que en definitiva fue la repetición de sus argumentos iniciales y la
reafirmación machacona de su conclusión: “Sea como fuere, el partido no podía
estar ausente, no podía dejar de hacer conocer sus consignas, que debieron ser:
contra el gobierno dictatorial de Leguía, vendido al imperialismo yanqui, unico
beneficiario de dicho arreglo; por el derecho de autodeterminación de Tacna y
Arica; por el plebiscito bajo el contralor obrero y campesino, etc.” (18). Es
interesante reparar en el tono impositivo que tiene la réplica: “debieron ser”, para lo
cual el respaldo que no encuentra en la realidad —conocía muy poco sobre el
Perú— cree tenerlo evidentemente en una supuesta teoría marxista; de allí que esa
realidad (lo que sucede con las clases populares) acabe importando muy poco: “sea
como fuere”. Eran dos maneras de razonar completamente antagónicas las que
inicialmente, desde la primera confrontación, evidenciaron Vittorio Codovilla y
Hugo Pesce. Desde luego que la mayoría de los delegados se fueron agrupando en
torno al primero. El aislamiento de los peruanos comenzó a ser visible incluso al
momento de almorzar, comer o tomar el café: ambos solos, soportando críticas y
objeciones en todo momento.
Tal vez con un cierto afán conciliador y para romper la marginación que
comenzó a gestarse, en una de las interrupciones de la reunión, Pesce se acercó a
Codovilla para entregarle algo que era motivo de orgullo y afirmación de los
delegados peruanos: un ejemplar de los 7 Ensayos de interpretación de la
realidad peruana. Codovilla, que tenía en esos momentos también por azar el
folleto de Ricardo Martínez de la Torre sobre el movimiento obrero en 1919,
mirando a Pesce y con la seguridad de ser escuchado por los otros delegados, dijo
en su habitual entonación enfática que la obra de Mariátegui tenía muy escaso valor
y por el contrario el ejemplo a seguir, el libro marxista sobre el Perú, era ese folleto
de Martínez de la Torre. La anécdota fue referida por Pesce y refrendada por Julio
Portocarrero.
A Codovilla le incomodaba, le resultaba insoportable, un libro en cuyo
título se juntaran las palabras “ensayo” y “realidad peruana”. Ensayo impli-
.
(18) Op. cit., p. 70
28
caba asumir un estilo que recordaba a los escritos de autores burgueses y
reaccionarios como Rodó o Henríquez Ureña, aparte de implicar un cierto tanteo,
un carácter provisional en las afirmaciones, y evidentemente un hombre como
Codovilla así como no podía admitir un error, menos toleraba la incertidumbre: los
partidos o eran comunistas o no lo eran, se estaba con el proletariado o con la
burguesía, no podía haber nunca otras posibilidades. La realidad estaba nítidamente
demarcada, de manera que se debía hacer una u otra cosa; la línea correcta no
admitía discusión, los “ensayos” quedaban para los intelectuales. Mariátegui
precisamente era un “intelectual” y tanto para Codovilla como para Humbert-Droz,
un comunista suizo presente en la reunión, todos los intelectuales eran peligrosos
porque si no eran todavía traidores, acabarían siéndolo: no se podía confiar en ellos,
nunca debería bajarse la guardia, era necesario someterlos a vigilancia permanente.
Un intelectual dirigiendo un movimiento quedaba condenado a persistir en la
deriva, en función de cualquier viento o corriente. Eran años en los que la
Internacional Comunista, previendo una nueva coyuntura revolucionaria, se propo-
nía la extrema y acelerada proletarización de sus cuadros: la problemática de la
hegemonía obrera pasó a ocupar un lugar central y decisivo.
El otro término insoportable para Codovilla era “realidad peruana”, porque para
la Komintern sólo existían los países “semicoloniales”, definidos por una específica
relación de dependencia al capital imperialista, y era esta condición —como
interpreta José Aricó— la que permitía trazar una táctica y una estrategia definidas a
nivel continental. No existían las expecificidades nacionales. El Perú era igual que
México o la Argentina. De allí que no fuera necesario indagar por el pasado de cada
uno de esos países y que bastara con una aproximación al conjunto del continente.
Como no existía una “realidad peruana”, no hacía falta tampoco pensar en los
rasgos distintivos del partido revolucionario en el Perú: dada la condición de país
semicolonial, el partido peruano no tenía por qué diferenciarse de su similar
argentino o mexicano. Una breve revisión del contenido de los 7 Ensayos habría
reafirmado a Codovilla en sus objeciones: escaso espacio a la economía, un
tratamiento abusivo de los problemas culturales, un descuido de la actualidad
inmediata, indudablemente, habría concluido, la obra de “un intelectual
pequeñoburgués”. Los comentarios elogiosos sobre Mariátegui en los círculos
intelectuales argentinos, incluso entre algunos conservadores como Leopoldo
Lugones, acabarían confirmando a Codovilla en su desprecio hacia ese libro que
pretendía estudiar la inexistente “realidad peruana”. De allí que fuera suficiente
recurrir a la ironía para refutar a Mariátegui.
En el transcurso de la Conferencia, desde estos razonamientos diferentes
se fueron desplegando posiciones igualmente antagónicas sobre los temas
tratados. No es difícil encontrar las discrepancias, hasta el punto que uno
puede acabar preguntándose qué hacían en Buenos Aires Portocarrero y Pesce, por.
qué seguían en una reunión donde eran personajes desconcertantes y marginales, a
los que en cada momento era imposible no objetar o replicar y que a pesar de todo
se resistían a entender cuestiones que para el resto eran demasiado claras y
evidentes.
La discrepancia fue muy nítida en el tratamiento del fenómeno imperialista. Para
la Internacional el imperialismo mantenía la feudalidad en Latinoamérica, pero para
Pesce, al igual que para Mariátegui, la realidad no era tan simple porque si bien el
imperialismo no era sinónimo de progreso, tampoco era cierto que se articulara con
una realidad estática y que la mantuviera inamovible. En el Perú, desde la era del
guano se había iniciado un lento aunque irreversible proceso de desarrollo del
capitalismo, continuado con las inversiones imperialistas de principios de siglo y
posteriormente auspiciado desde el Estado por Leguía, todo lo cual configuraba una
peculiar estructura agraria, donde al lado de las formas feudales que persistían
especialmente en la hacienda andina tradicional, comenzaban a emerger las primeras
y embrionarias formas de capitalismo. Entonces no se podía hablar —como lo
hacía Luis, seudónimo de Humbert-Droz— de un feudalismo latinoamericano igual
al feudalismo clásico europeo; había que pensar en una situación de transición para
cuya definición tal vez resultaba más adecuado el término de “semifeudalidad”. La
caracterización de una América Latina feudal era coherente con la propuesta de una
revolución democrático-burguesa.
Para Hugo Pesce, en lo cual también concordaba plenamente con Mariátegui,
capitalismo no era, insistimos, un necesario sinónimo de progreso; todo lo
contrario, en la medida que su desarrollo aparecía unido con la expansión
imperialista, el capitalismo en Latinoamérica derivaba, a diferencia de Europa, en
dependencia, subordinación, atraso, destrucción de las peculiaridades nacionales.
Esto no era percibido ni por Codovilla, ni por Humbert-Droz, porque así como las
naciones latinoamericanas se esfumaban ante la imagen del continente, éste acaba
confundido con Europa perdiendo sus características propias. Pensando al
marxismo como un cuerpo cerrado de doctrina o como una teoría con validez
universal, para que funcionara en América Latina, este continente tenía
forzosamente que asemejarse a la Europa donde se había generado ese marxismo y
donde se estaba conquistando los logros de la revolución soviética.
Existía un proletariado y una burguesía, en el razonamiento de la Interna-
cional. En cambio para Portocarrero existía un proletariado con determinada
historia, cultura, conciencia de clase, condiciones de vida: un proletariado
peruano. Las clases sufrían también la mediación nacional. Nuevamente
encontramos en una intervención de Zamora, el seudónimo utilizado por
Julio Portocarrero, ese terco afán por argumentar desde la realidad, partiendo de los hechos. Refiriéndose a la conciencia de clase del proletariado observaba
30
que: “En el sector del Perú, esta economía (el capitalismo) está poco desarrollada y
si la fábrica es la formadora de conciencia de clase del proletariado, es lógico que
éste tenga una conciencia política poco desarrollada. De aquí deducimos que las
directivas que para nuestros países importa el Secretariado Sudamericano de la
Internacional Comunista, tienen que ser diferentes, porque diferentes son las
condiciones de cada región” (19). Se reitera la afirmación de las peculiaridades
nacionales. La clase obrera peruana era joven y numéricamente reducida. Esto
último obliga a prestar atención a otros sectores sociales igualmente explotados. El
escaso número del proletariado industrial podría compensarse si se le unían los
campesinos, los obreros agrícolas que laboraban en las plantaciones azucareras y
algodoneras y los artesanos. La intervención de Portocarrero es casi la única, a lo
largo de toda la Conferencia, en la que se hizo mención de los artesanos, personajes
precisamente no secundarios en la América Latina de entonces. En el Perú, al inte-
rior de los grupos heterogéneos que formaban el artesanado, tenían cierto liderazgo
los zapateros, carpinteros, sastres. Ellos fueron los protagonistas de las primeras
luchas que convulsionaron a Lima con los inicios del siglo. Para la definición
de una clase, los socialistas peruanos asignaban una importancia decisiva al
comportamiento, a la acción y la historia anterior de los hombres que la
conformaban: la praxis.
Es así que cuando Portocarrero y Pesce, en otro momento de la Conferencia,
reivindican el papel de los campesinos, lo hacen pensando en su condición de
explotados pero también por la tradición de movimientos y sublevaciones
acumulada en el país. Pero, como ocurría con los obreros, lo importante es buscar
las peculiaridades de esos campesinos, que en el área andina nacían de una especial
unión entre la condición de clase y la situación étnica, es decir, eran campesinos
pero también indios: hombres que mantenían tercamente una cultura a pesar de la
dominación colonial española y la persistencia de la feudalidad en la república. Pero
si la cultura indígena había logrado permanecer con su lengua y sus costumbres, eso
se debía a que las bases materiales de esa cultura seguían siendo consistentes.
Ni la conquista, ni la colonia, ni menos la república criolla habían
podido destruir a la comunidad. Era a través de la comunidad indígena que se
mantenían supérstites rasgos y formas colectivistas heredadas del pasado
prehispánico. Antes que se estableciera la civilización incaica, en el territorio andino
se había estructurado un conjunto de grupos étnicos —como los llamaría-
mos ahora— bajo un régimen de “comunismo agrario”, que no fue destruído
por el Estado que fundaron los Incas y que por encima de todo mostraría
una gran impermeabilidad a los cambios posteriores y una resistencia a
los embates procedentes de Europa e incluso, ya en los años más
.
(19) Op. cit., p. 153
31
recientes, al capitalismo. Ese colectivismo comunal podía servir de base para el
desarrollo del socialismo en el Perú. Esta era una tesis fundamental porque de allí se
derivaba una imagen muy peculiar de la sociedad peruana: mientras que para la
Internacional se le podía definir simplemente como una sociedad “semicolonial y
feudal”, para los socialistas peruanos se trataba de un mundo donde coexistían
conflictivamente el naciente capitalismo, con el feudalismo heredado de la colonia y
el comunismo agrario que daba vida a las grandes masas campesinas. Los rasgos
colectivistas permitían que el campesinado pudiera escuchar y secundar la prédica
socialista, es por esto que el término “proletariado” tenía una acepción más genérica
—como ha reparado Robert Paris— para los socialistas peruanos englobando en su
interior a obreros y también a campesinos. Mariátegui, en “El informe sobre las
razas” sostenía que “una conciencia revolucionaria indígena tardará quizás en
formarse pero una vez que el indio haya hecho suya la idea socialista, la servirá con
una disciplina, una tenacidad y una fuerza, en la que pocos proletarios de otros
medios podrán aventajarlos” (20). Al incluir a los indígenas en el término
proletariado se terminaba comprendiendo de una manera diferente la alianza entre
obreros y campesinos. Desaparecía la imposición o la sobreposición de la clase
obrera y en su sustitución emergía una relación igualitaria: ambas clases eran
revolucionarias, lucharían por el socialismo, harían el Perú nuevo. Otro tema de
discrepancia con la Internacional donde resaltaba que ni siquiera en el contenido
asignado a los términos estaban de acuerdo.
Todo lo anterior hace comprensible que al momento de pensar en la alternativa
necesaria para Latinoamérica, los socialistas peruanos y la Internacional optaran por
caminos diferentes. Para la Internacional se trataba, como ya lo anotamos, de luchar
por una revolución “democrático-burguesa”; para los peruanos la meta era, con
absoluta claridad, una revolución socialista. A esa conclusión arribaron antes de la
polémica con Haya y dada la necesidad de una oposición consecuente a Leguía.
Teniendo en cuenta que el socialismo reivindicaba las viejas tradiciones nacionales,
estaba llamado a solucionar tanto el problema del atraso y la miseria del Perú como
a realizar un imprescindible arreglo de cuentas con la conquista española, para así
dejar de ser una sociedad vencida y frustrada: vencida desde la implantación del
colonialismo, frustrada por el fracaso de los proyectos anticoloniales durante la
independencia. El socialismo, al liberarnos de esas taras del pasado, sería la
herramienta indispensable para construir la nación.
Ocurre que en el razonamiento de Mariátegui, Pesce y Portocarrero, el
Perú reunía los elementos de una nación, aunque todavía no lo era: la
historia anterior así como había dispuesto esos elementos, había también obsta-
culizado su confluencia y el país era apenas un proyecto de nación. Un problema
.
(20) Op. cit., p. 290
32
y una posibilidad, parafraseando el título de un libro célebre. Codovilla, repitiendo
ciertos enfoques que procedían de textos stalinistas, contrapuso la tesis de las
nacionalidades: en el Perú, como en Bolivia o el Paraguay, existían al lado de una
nacionalidad occidental y criolla dominante, otras nacionalidades subordinadas,
principalmente los quechuas y los aymaras: el Perú era, como Rusia, una sociedad
multinacional. Desde luego que en Codovilla persistía el razonamiento apriorístico.
Sólo en los delegados peruanos hubo una notable y característica referencia al
pasado nacional como consecuencia de querer reposar una estrategia política en la
historia del país.
En cierta manera todas estas discrepancias estaban llamadas a culminar en la
cuestión del partido político, pero como allí también estaba uno de los pocos
elementos de confluencia, esa cuestión central acabó siendo uno de los temas más
confusos, oscuros y hasta enrevesados de toda la Conferencia.
Los socialistas peruanos necesitaban de la Internacional Comunista. Antes que
ellos existieran para la Komintern, Mariátegui ya se había referido en sus
conferencias en las Universidades Populares o en los artículos periodísticos
que serían recopilados en La escena contemporánea (1925), a la Rusia soviética,
Lenín y la nueva Internacional, mostrándose en franca discrepancia con los
partidos social demócratas y el marxismo conservador revisado por los socialistas
alemanes y austriacos. La revolución tenía un aspecto internacional. No era
evidentemente un rasgo exclusivo que había ocurrido anteriormente con la
independencia norteamericana, pero la dimensión internacional del imperialismo
acrecentaba en nuestra época ese aspecto continental y mundial del hecho
revolucionario. Por eso es que Mariátegui aceptó la invitación a Buenos Aires
y por eso es que Pesce y Portocarrero persistieron en al reunión. Incluso, y
no sin cierta contradicción con sus afirmaciones nacionales, Mariátegui criticó
a la II Internacional la “excesiva autonomía de sus secciones”, porque “era
imposible que este mecanismo no afectara a su coordinación y disciplina en
materia internacional” (21). Sería necesario añadir que todavía eran admitidas
las discrepancias al interior del movimiento comunista, pero es evidente
que éstas tenían ciertos límites. Luego de tantas diferencias en los enfoques,
razonamientos y conclusiones sobre el imperialismo, las formaciones
latinoamericanas, el carácter de la revolución, las clases sociales, existía
un tema donde si bien las discrepancias eran igualmente irreductibles, la
persistencia en la Internacional y tal vez esa ―disciplina‖ que obsesionaba
a Mariátegui, exigía atenuar los puntos de vista y anular algunas aristas aunque fuera
a riesgo de la coherencia: era la cuestión del partido. Pero en las intervenciones
de Pesce y Portocarrero este recurso fue más inconsciente que previamen-.
(21) Mariátegui, José Carlos, 25 años de sucesos extranjeros, Lima, 1945, p. 11 (Variedades, 1929).
33
te delineado, porque ocurría que sobre esa cuestión no existía una posición definida
al interior de los socialistas peruanos. Exactamente no era un retraso en la
discusión, ni un descuido del tema, sino que obedecía a la manera de encararlo:
dado que el partido era el resultado del movimiento social, era imposible proponer
desde el inicio un modelo destinado a ser ejecutado y aplicado. El partido se iba
construyendo pacientemente, en la teoría y en la práctica, pero siempre al interior
del movimiento de masas. Este proceso fue interrumpido y a la vez acelerado,
como veremos después, por la polémica con el aprismo. El camino era todavía más
difícil y escabroso si se tiene en cuenta que de una manera espontánea se fueron
alejando de las rutas conocidas y se internaron en lugares en ese entonces poco
explorados: los terrenos de la nación y la conciencia de clase. Eran frecuentes las
dudas, incertidumbre e incluso discrepancias entre los socialistas peruanos.
Los peruanos necesitaban ganar tiempo para aclarar sus ideas; tampoco querían
derivar en un antagonismo total con la Internacional. Después de la experiencia con
Haya de la Torre sabían que una polémica a veces puede desembocar en derroteros
incontrolables; por otro lado en ningún momento dejaron de pensar que las
discrepancias con la Komintern no tenían el cariz antagónico que tuvo el
enfrentamiento con el Apra. Estas consideraciones nos ayudan a comprender la
cautela inicial y también las contradicciones de Pesce y Portocarrero en Buenos
Aires. Debemos considerar, por último, que no necesariamente ellos compartían a
plenitud las ideas de Mariátegui, por entonces múltiples fisuras comenzaban a
escindir al socialismo peruano.
“Tomando en consideración —decía Julio Portocarrero— nuestra situación
económica y nuestro nivel político, hemos creído conveniente constituir un partido
socialista que abarque la gran masa de artesanado, campesinado pobre, obreros
agrícolas, proletariado y algunos intelectuales honestos. Para constituir este partido,
hemos considerado: primero, que es necesario que éste se desarrolle sobre la base
del proletariado” (22). Es aquí que, ante la necesidad de encontrar un puente con la
Internacional Comunista, se esbozará la “tesis” de un núcleo comunista al interior
de un partido socialista. En otras palabras: la perspectiva comunista al largo plazo
pero, dadas las condiciones de la sociedad peruana, la posible represión y la escasa
madurez del proletariado, en lo inmediato una agrupación socialista. El aparente
reformismo inicial permitiría proteger y auspiciar el asentamiento del germen
revolucionario conservado en su interior. La célula secreta, el núcleo central, los
fundadores se definirían como comunistas, completamente acordes con la
Internacional, pero esto no sería exigible al conjunto de los miembros. Esta tesis,
apenas sugerida por Julio Portocarrero en Buenos Aires, ha sido tiempo después
presentada como la interpretación oficial del mariateguismo: permite reducir las
.
(22) I.C. Op. cit., p. 154.
34
discrepancias con la Internacional a un problema táctico, sólo una cuestión de
nombres o etapas. También la ha recogido Patricio Ricketts, en sugerentes artículos
dedicados a estudiar el pensamiento de Mariátegui, al proponer la imagen de las
“matushkas” de Mariátegui: ese juego ruso donde una muñeca grande mantiene en
su interior a otra de inferior tamaño evocaría la imagen perfecta del partido
concebido y delineado por Mariátegui (23). Pero, los recuerdos de Portocarrero,
Larrea y Navarro Madrid desmienten esta figura.
El mayor inconveniente que tiene el modelo del partido bifronte es que
cuestiona la democracia interna porque si la mayoría ignora la existencia de esa
célula, quiere decir que la mayoría ignora también hacia dónde se enrumba la
organización, y se trata por lo tanto de una refinada o burda —según como se le
interprete— manipulación, que evidentemente entra en contradicción con esa idea
de la política confundida con la verdad que Mariátegui sostenía. ¿Una
contradicción? En este caso existe, porque tampoco existió ese juego de
“matushkas”. Fue un recurso de Portocarrero, casi improvisado en el lugar mismo
de la Conferencia, para atenuar las aristas y las discrepancias pero que no pasó
inadvertido. En efecto, ¿qué pasaría en el Partido Socialista si los reformistas
mantenían su predominio y los comunistas no alcanzaban la hegemonía?
Portocarrero, criado al interior de una tradición sindical democrática, no pudo sino
responder que en ese caso “habremos hecho que el proletariado haya dado un paso
en su evolución y educación política”, con lo que se volvía al razonamiento de un
trabajo paciente, en el interior de las masas, de lenta formación de una conciencia
de clase, incompatible con las apremiantes necesidades de la internacional.
Uno de los menos convencidos por la argumentación de Portocarrero fue
Peters: “Nuestros camaradas del Perú proponen la creación de un ‘partido
socialista’ y argumentan diciendo que este partido no será más que la máscara
legal del Partido Comunista, pero los mismos camaradas del Perú se refutan,
cuando nos dicen que ese partido socialista tendrá una composición social
amplia, que será formado por obreros, campesinos, pequeño burgueses,
etc. En suma, no se trata de ‘una máscara legal’, sino de otro partido político
más ‘accesible’, como dicen los camaradas” (24). La Internacional exigía parti-
dos monolíticos, obreros, disciplinados; los peruanos pensaban en un partido
de masas: dos perspectivas diferentes, pero admitirlo, dado el carácter funda-
mental de la cuestión, significaba colocarse al borde de la ruptura, en torno a un.
(23) Ricketts, Patricio, “La bigamia política de Mariátegui” en Correo, 3 agosto de 1974, p. 13. El
tema fue retomado en Realidad. Nos. 8 y 9, Lima, octubre-noviembre, 1979. Ricketts
argumenta la tesis de los “dos partidos” citando lo que sería el programa máximo y el programa
mínimo del P.S. De otro lado, considera con acierto que era una organización apenas en sus
inicios, sin una estructuración definida.
(24) I.C., Op. cit., p. 162.
35
tema sobre el cual los delegados peruanos no tenían en esos momentos la misma
claridad que al abordar la cuestión del imperialismo o las clases sociales. Era materia
de intensos debates en los grupos de Lima, provincias y también en los círculos de
exilados peruanos establecidos en París, México o La Paz. Es de presumir que al
intervenir en la Conferencia tanto Portocarrero como Pesce se plantearan una
pregunta de imposible respuesta en esos momentos: ¿era posible persistir en la
revolución fuera de la Internacional? ¿se podía luchar por el socialismo sin ser
comunista? ¿un revolucionario podía oponerse a la Komintern?
Partido Socialista o Partido Comunista: no era sólo una cuestión de nombre,
pero también era un problema de nomenclatura. Mariátegui sabía que una de las
veintiún condiciones impuestas por Lenin para el ingreso a la III Internacional era
abolir el nombre socialista (identificado con reformismo y claudicación frente a la
burguesía) para reemplazarlo por el de comunista, sin ocultarlo, en voz alta y clara.
El tema se planteó con nitidez en la fundación del Partido Comunista de Italia en
cuyo órgano periodístico oficial se propalaron las veintiún condiciones; es
innecesario añadir que nunca fueron publicadas en Amauta. Pero ni Codovilla, ni
Humbert-Droz, ni González Alberdi podían pasar por alto la cuestión del nombre.
Una vez más, Codovilla lo acabó diciendo sin ambages y de manera categórica: el
nombre socialista significa “la traición a los intereses proletarios y la
capitulación ante la burguesía” (25). Sería difícil ser más claro.
A pesar de todos los ataques y reparos, del aislamiento y las críticas persistentes,
Codovilla esperaba que los peruanos terminaran por rectificarse. Pudo alentar esta
esperanza la incertidumbre y las dudas que mostraron en el debate sobre el partido.
Pero un cambio de línea significaba también una reorganización de los dirigentes y
si se trataba de insuflar el espíritu obrero en la nueva organización, no podía
continuar como dirigente un intelectual pequeñoburgués —traidor en potencia—,
como era José Carlos Mariátegui. Tampoco, claro está, se trataba de propiciar una
condena pública porque el prestigio de Mariátegui podría acarrear algunos prejuicios
inocultables al nuevo partido. Entonces acabó optando por el camino sinuoso de la
conspiración y la maniobra detrás del escenario: le propuso a Portocarrero, dejando
al margen todas las discrepancias, que asumiera la dirección del grupo despojando
de su condición a Mariátegui. Julio Portocarrero se negó rotundamente (26). El
hombre de recambio tenía que ser alguien formado fuera del Perú, lejos de
Mariátegui, con una contextura marxista tan sólida como próxima a la
Internacional: Eudocio Ravines.
(25) I.C., Op. cit., p. 189.
(26) Entrevista a Julio Portocarrero (9-VI-80).
36
Al terminar la Conferencia Comunista de Buenos Aires, apenas se había
planteado un debate político que seguiría por el camino de las ideas y también
forzosamente por el de las maniobras y la lucha por el poder. Desde la manera de
hablar o razonar eran visibles las diferencias entre la delegación peruana y los otros
asistentes a Buenos Aires. Exagerando la figura, podríamos decir que mientras los
otros delegados desde el comunismo querían aproximarse a la realidad
latinoamericana, en el caso de Portocarrero, Pesce o Mariátegui era a la inversa:
desde el Perú llegaban al comunismo; de allí que aspiraran a realizar algo diferente,
un nuevo tipo de partido.
De las muchas cuestiones en discrepancia y tres que terminan por definir el
perfil de los delegados peruanos: el afán por engarzarse al interior de la tradición
histórica andina, el rol relevante asignado a los intelectuales y la solución que
estaban dando (era un proceso) al problema del partido. A discutir estos temas se
dedican los tres capítulos siguientes: en ellos tendremos que referirnos a los
antecedentes de la Conferencia y recién después estaremos en condiciones de
presentar las repercusiones del debate iniciado en Buenos Aires al interior del
socialismo peruano, tema del capítulo final.
37
CAPITULO II
EL DESCUBRIMIENTO DEL MUNDO ANDINO
39
“A veces es necesario alejarse de las cosas, poner un mar de por medio, para ver las cosas de cerca”.
Alejo Carpentier.
Durante los años en que Mariátegui realizó su iniciación literaria —esos años
tediosos absorbidos por el apogeo de la República Aristocrática—, los intelectuales
jóvenes compartían una actitud de pesimismo y resignación ante los problemas
peruanos, que a veces se expresaba en la denuncia radical pero sin alternativa, al
estilo de González Prada: “donde se ponía el dedo brotaba la pus”. Se negaba el
pasado y especialmente a la generación anterior, pero no se ofrecía ninguna, opción
viable: “Me he convencido de que toda lucha por ideas es estéril en nuestro medio”.
La sociedad era tan gris como el cielo de Lima y la melancolía era incluso cultivada
con esmero por los escritores: Juan Croniqueur había pensado precisamente titular
a su primer poemario con el lacónico nombre de Tristeza. El motivo se puede
encontrar por igual en Eguren y Valdelomar. El propio Chocano, a pesar de sus
arranques épicos, cuando debía retratar al indio no podía sino repetir el lugar
común que lo imaginaba resignado, solo y siempre triste. Lo mismo se repetía en
los cuentos de Ventura García Calderón. El pesimismo era compatible con una
imagen pasiva y resignada de los campesinos: se ignoraban los gestos de rebeldía de
la masa indígena y se le retrataba, incluso en publicaciones pretendidamente
científicas como La Crónica Médica, aplastada por el medio geográfico, ignorante,
renuente a los supuestos beneficios de la civilización. En los textos científicos como
en las obras de ficción se mostraba no sólo la imagen de un país atrasado y pobre,
sino también un conjunto de actitudes que nacían de la condición de vencidos
heredada desde la conquista. A diferencia de México o Venezuela, entre nosotros la
independencia de 1821 no contó con el suficiente respaldo de las masas populares y
no sirvió para arreglar cuentas con el pasado colonial. Pero a esa frustración se
añadiría tiempo después otra mayor, consecuencia de la derrota militar de 1879: la
ocupación del territorio y el colapso económico. Podía suponerse, con todos estos
antecedentes, que el Perú no era una nación y que el proyecto de la república había
fracasado; pero en cambio no se podía saber qué era el Perú: la pregunta no
encontraba una respuesta afirmativa y en ocasiones, dado qué el pesimismo era
visto como una actitud elegante y de buen gusto, se fomentaba el enclaustramiento
mental.
39
“A veces es necesario alejarse de las cosas, poner un mar de por medio, para ver las cosas de cerca”. Alejo Carpentier.
Durante los años en que Mariátegui realizó su iniciación literaria —esos años
tediosos absorbidos por el apogeo de la República Aristocrática—, los intelectuales
jóvenes compartían una actitud de pesimismo y resignación ante los problemas
peruanos, que a veces se expresaba en la denuncia radical pero sin alternativa, al
estilo de González Prada: “donde se ponía el dedo brotaba la pus”. Se negaba el
pasado y especialmente a la generación anterior, pero no se ofrecía ninguna, opción
viable: “Me he convencido de que toda lucha por ideas es estéril en nuestro medio”.
La sociedad era tan gris como el cielo de Lima y la melancolía era incluso cultivada
con esmero por los escritores: Juan Croniqueur había pensado precisamente titular
a su primer poemario con el lacónico nombre de Tristeza. El motivo se puede
encontrar por igual en Eguren y Valdelomar. El propio Chocano, a pesar de sus
arranques épicos, cuando debía retratar al indio no podía sino repetir el lugar
común que lo imaginaba resignado, solo y siempre triste. Lo mismo se repetía en
los cuentos de Ventura García Calderón. El pesimismo era compatible con una
imagen pasiva y resignada de los campesinos: se ignoraban los gestos de rebeldía de
la masa indígena y se le retrataba, incluso en publicaciones pretendidamente
científicas como La Crónica Médica, aplastada por el medio geográfico, ignorante,
renuente a los supuestos beneficios de la civilización. En los textos científicos como
en las obras de ficción se mostraba no sólo la imagen de un país atrasado y pobre,
sino también un conjunto de actitudes que nacían de la condición de vencidos
heredada desde la conquista. A diferencia de México o Venezuela, entre nosotros la
independencia de 1821 no contó con el suficiente respaldo de las masas populares y
no sirvió para arreglar cuentas con el pasado colonial. Pero a esa frustración se
añadiría tiempo después otra mayor, consecuencia de la derrota militar de 1879: la
ocupación del territorio y el colapso económico. Podía suponerse, con todos estos
antecedentes, que el Perú no era una nación y que el proyecto de la república había
fracasado; pero en cambio no se podía saber qué era el Perú: la pregunta no
encontraba una respuesta afirmativa y en ocasiones, dado qué el pesimismo era
visto como una actitud elegante y de buen gusto, se fomentaba el enclaustramiento mental.
40
Una sociedad rígidamente jerarquizada como era la República Aristocrática (27)
fomentaba la resignación como un hecho natural. Parecía, lo hemos dicho en un
ensayo anterior al ocuparnos de Juan Croniqueur, (28) que nada podía cambiar y
que las jerarquías como los rituales eran inamovibles. Una entrevista de Mariátegui
al poeta Martínez Luján logra recoger una patética confidencia: “Llego al final de la
vida -admite el poeta- con una amargura muy honda. No tengo empeños. No tengo
ideales. Me he convencido de la ineficacia del esfuerzo. Soy un pesimista. ¿Para qué
voy a trabajar más? ¿Para qué voy a escribir más? Mi única preocupación presente
es la muerte. Espero a la muerte y sé que va a venir a visitarme muy pronto” (29).
Nos encontramos así con el tema de la escritura inútil que se reiterará en autores
posteriores. Pero ese mismo mes de diciembre de 1916 en que se publica esta
entrevista en El Tiempo, por curiosa coincidencia, Víctor Andrés Belaúnde remite a
José de la Riva Agüero una carta en la que sentencia a su generación con estos
términos: “No somos los quijotes que se estrellan noblemente contra los molinos
de viento, sino los sanchos fracasados expuestos al , en medio de la risa universal”
(30). El pesimismo y la resignación nacían como consecuencia de los horizontes
estrechos y la falta de perspectivas.
Pero precisamente durante la década de 1910 se anunciaron algunas variaciones:
no sólo se modernizan los medios de transporte con el arribo del automóvil, el
aeroplano, la apertura del canal de Panamá, sino que además se experimentan
cambios en la vida social. El ascenso de Guillermo Billinghurst al poder (1912-
1914) ocasiona una interrupción en el monopolio oligárquico del Estado, que hace
posible la insurgencia desordenada y espontánea de artesanos y obreros de Lima en
marchas, motines y huelgas. Para Mariátegui -como también para Abraham
Valdelomar- ese descubrimiento de la multitud sería decisivo en la evolución de su
mentalidad.
(27) Burga, Manuel; Flores Galindo, Alberto, Apogeo y crisis de la República Aristocrática,
Lima, 1980. Algunos temas desarrollados en este libro tendrán sólo breves referencias en las
páginas que siguen, por ejemplo, todo lo relativo a la gran rebelión en el sur andino o a la
ideología oligárquica. Sobre los levantamientos campesinos durante la década del 20 ha
proseguido investigando Manuel Burga, quien promete publicar un ensayo con nuevas
evidencias sobre el carácter masivo y generalizado de esos movimientos.
(28) Cfr. Flores Galindo, Alberto, “Juan Croniqueur” en Apuntes. Lima, Universidad del Pacífico,
No. 10, 1980.
(29) El Tiempo, Lima, 19 de diciembre de 1916. Reproducido en Caretas, No. 451, 31 de enero -
10 de febrero 1972, por Willy Pinto.
(30) Archivo Histórico Riva-Agüero, Carta de Víctor Andrés Belaúnde a José de la Riva-Agüero,
Lima, 27 de diciembre de 1916.
41
Pero el descubrimiento de las clases populares estuvo acompañado en esos años
con el encuentro con una especie de onda sísmica -para emplear una metáfora del
propio Mariátegui- que desde los departamentos del sur peruano parecía irradiarse
al conjunto del país: esas masas indígenas aparentemente resignadas y vencidas, se
rebelan y en el mundo gris de la República Aristocrática enarbolan una reivin-
dicación que parece en un principio absurda o incomprensible: quieren volver atrás,
rechazan toda la historia que han soportado desde la conquista e intentan recuperar
un idealizado imperio incaico, con lo que terminan mostrando una imagen diferente
del país y de la nación. Estalla a fines de 1915 y principio de 1916 en Puno, en la
provincia de Azángaro, el efímero levantamiento de Rumi Maqui: un sargento
mayor de caballería cuyo nombre original era Teodomiro Gutiérrez Cuevas, de
formación al parecer anarquista, que opta por apoyar a esas masas campesinas y
dirigir una gran rebelión. Lamentablemente habría sido descubierta en sus inicios y
fue fácilmente sofocada. Pero eso no impidió que fuera una alternativa o el anuncio
del cambio como posibilidad: una utopía que abría los caminos de la esperanza.
Mariátegui tenía en ese entonces una columna diaria en El Tiempo titulada
“Voces”: se trata de páginas por lo general burlonas, crónicas parlamentarias,
dirigidas a satirizar la política civilista, especialmente al señor José Pardo o a los
jóvenes “futuristas”; pero frente a Rumi Maqui el tono cambia radicalmente: se
impresiona por el hecho, constata que el personaje era para una parte del Perú “sólo
el mayor Teodomiro Gutiérrez Cuevas” pero “entre los indios es el Inca, el
restaurador y otras cosas tremendas y trascendentales”(31). Ocurren movimientos
con un similar espíritu nativista en Huancané y Nazca: también concitan la atención
de Mariátegui y descubre que entre esos movimientos sociales y el renacer de una
cultura indígena -tradicionalmente oprimida y despreciada- existe alguna relación:
“La vida nacional llega indudablemente a una etapa interesantísima. Se diría que
asistimos a un renacimiento peruano. Tenemos arte incaico. Teatro incaico. Música
incaica. Y para que nada falte nos ha sobrevenido una revolución incaica” (32). En
esos años, en efecto, se inicia la música indigenista ensayando la escala pentafónica,
se forman también los primeros conjuntos teatrales que con ropajes y decorados
incaicos recorren costa y sierra.
Hacia 1918 Mariátegui realizó, acompañado por Ricardo Martínez de la
Torre, su único viaje al interior del país: fue al valle del Mantaro y
permaneció algunos días en Huancayo. Esta experiencia sería inolvidable para
quien -amante de los viajes- no podría después, por razones de una agobiante fra-
.
(31) El Tiempo, Lima, año II, No. 187, 17 de enero de 1917, p. 1.
(32) El Tiempo, Lima, año II, No. 288, 25 de abril de 1917, p. 1.
42
gilidad física, volver a recorrer los paisajes andinos. Con su imposible viaje a
Buenos Aires se frustraría también una proyectada visita a Arequipa.
En Europa prosiguió el encuentro con el Perú. Años después, recordando la
ilusión con que partieron él y César Falcón dirá: “Nos habíamos entregado sin
reservas, hasta la última célula, con un ansia subconsciente de evasión, a Europa, a
su existencia, a su tragedia. Y descubrimos al final, sobre todo, nuestra propia
tragedia, la del Perú, la de Hispanoamérica” (33). En este sentido se puede admitir
que hizo en Europa su mejor aprendizaje.
La actitud de Mariátegui frente a Europa difiere de la que tuvieron Belaúnde, los
García Calderón o Riva Agüero, es decir, la generación del novecientos. El joven
Mariátegui cuando toma el barco es ya un intelectual formado, reconocido por sus
lectores y que no quiere contemplar a Europa sino interrogarla desde su condición
de peruano: intentará mirar a Occidente desde un país dominado y atrasado.
Mientras para Francisco Calderón, Europa fue el inicio de una aventura intelectual y
por lo tanto asumió frente a lo europeo la condición subordinada del discípulo, para
Mariátegui fue una escala imprescindible pero momentánea en un aprendizaje
iniciado tiempo antes, de allí que pueda “observar” y “estudiar” a los europeos en
un estilo que podría evocar a la perspectiva de un etnólogo occidental frente a un
país atrasado, con la diferencia que en este caso la situación fue completamente a la
inversa. Entonces Mariátegui no se limitará a leer, sino que escribirá sobre Europa
haciendo anotaciones en torno a fenómenos a veces inadvertidos para los propios
europeos, manteniendo siempre una postura crítica. La atracción por Occidente
entre los intelectuales latinoamericanos es un hecho recurrente. Para Francisco
García-Calderón -por ejemplo- la salvación de Latinoamérica quedaba supeditada a
su capacidad de asimilación de la cultura latina. Ser afrancesado era una manera de
ser peruano, por lo menos desde el siglo XVIII y Pablo de Olavide, como lo seguirá
siendo hasta fechas más recientes con el surrealismo y César Moro. La crítica del
hispanismo llevaba -incluso a personajes radicales- al recurso de otro modelo
cultural y a persistir en la imitación: a principios de siglo era evidente que las élites
intelectuales del Perú se resignaban a la condición de “eco de ecos” de la cultura
Europea; quedaba al remolque de Occidente.
Mariátegui, en cambio, no comparte esta encandilación. Escribir sobre Europa
le proporciona un distanciamiento indispensable que fue posible porque antes
de tomar el barco, ya la ilusión europea se había mellado en su espíritu: los artícu-
los de Juan Croniqueur recogen un temprano desengaño por el progreso, esa
tranquilizante ilusión burguesa que no resiste el impacto de la Gran
.
(33) Mariátegui, José Carlos, “Una novela de Falcón” en Repertorio Americano, San José, t. XXI,
No. 14, octubre de 1930.
43
Guerra. La llegada a Europa, los comentarios, las heridas visibles, los campos de
batalla, las ciudades destruidas confirmarán esa imagen de absurdo y desconcierto
que desde Lima lo produjo la gigantesca matanza. Viene luego la lectura de las
novelas inspiradas en la guerra, el conocimiento de Henry Barbusse y también el
descubrimiento de otros narradores que se aproximan al deterioro europeo desde su
interior: Roman Rolland, pero sobre todo Marcel Proust. Descubre entonces un
mundo crepuscular, en ocaso, en su hora final, en un momento histórico muy
diferente de Latinoamérica, convulsionada por la agitación juvenil con la reforma
universitaria o por la revolución agraria en México. La lectura de Oswald Spengler
servirá para reafirmar estas primeras impresiones. La decadencia de Occidente,
con esa habilidad spengleriana para acuñar como propias ideas ajenas y con la
ilusión de erudición expuesta en un estilo ágil y martillante, se convierte en un
verdadero “best seller” en los países de habla hispana, para lo que no fue secundario
el respaldo entusiasta de Ortega y Gasset. Pocos sabían que Spengler era un
personaje conservador y nadie podía suponer que terminaría como ideólogo del
nacional-socialismo. Pero estas referencias políticas en realidad no interesan, porque
este texto reaccionario en Europa, tuvo efectos imprevisiblemente revolucionarios
en América Latina, robusteciendo y afirmando a quienes hacían la crítica de lo
europeo para reivindicar las raíces propias de nuestra cultura. Sin La decadencia
de Occidente, no se hubiera escrito de la misma manera Tempestad en los
Andes.
Mariátegui leyó a Spengler en alemán. Estuardo Núñez pudo apreciar años
después, en la biblioteca de Washington izquierda, el ejemplar debidamente anotado
y subrayado. Pero la crítica a Occidente no derivará en una negación absoluta,
porque Mariátegui acabó por distinguir entre la cultura occidental y el capitalismo.
La decadencia, el ocaso y el fin obedecían a un sistema económico y no a las
conquistas de una cultura. Occidente no tenía que seguir necesariamente el camino
del capitalismo. De hecho la revolución rusa era un producto de Occidente -tanto
como la Gran Guerra- pero con un contenido evidentemente distinto: nació en el
extremo oriental, de esa civilización pero en umbilical unión con un producto
occidental como era el marxismo.
En Europa, Mariátegui fue testigo de las repercusiones de la revolución
rusa en Alemania e Italia: la formación de soviets, toma de fábricas, insu-
rrecciones urbanas y asistió personalmente a la fundación del Partido Comunista de
Italia. Las luchas obreras forman parte también de la historia europea aun-
que obedezcan a una corriente diferente y antagónica con el capitalismo. En
conclusión, lo que terminaba era el capitalismo y, con él, esa mitificación bur-
guesa del siglo XIX: la religión del progreso. Este descubrimiento remite
a Mariátegui a las páginas de George Sorel, autor al que leyó cuando por
vez primera se aproximaba a las luchas obreras de Lima y con el que simpatizó.
44
por su exaltación de la violencia y la acción espontánea de las masas. Pero ocurre
que Sorel además era un crítico del progreso, no creía en el evolucionismo.
Mariátegui, desde una perspectiva similar, arriba al convencimiento que el Perú no
debe repetir el camino europeo. Para Víctor Andrés Belaúnde, el término
“europeísta” (34) tenía implicancias elogiosas; en cambio, para Mariátegui, igual que
para Haya de la Torre, tendrá una evidente connotación despectiva. Europa es el
escenario de un aprendizaje indispensable: el descubrimiento de las diferencias con
Latinoamérica, lo que no significó abjurar del conocimiento de esa cultura y de sus
beneficios. Todo lo contrario: era indispensable estar informado, conocer los nue-
vos aportes pero nunca para imitarlos. Estuardo Núñez ha indicado con perspi-
cacia cómo fue José Carlos Mariátegui un personaje decisivo para el ingreso de las
corrientes surrealistas en el Perú: acabó encontrando parentesco entre un
movimiento que reivindicaba la imaginación y la espontaneidad creativa, con un
continente alejado del racionalismo y la ilustración, donde el sentimiento importaba
más que lo racional.
De los tres años y siete meses europeos nace esa doble vertiente mariateguista:
la defensa de lo nacional y la necesidad del internacionalismo. El afán cosmopolita
de Mariátegui explica el entusiasmo que siempre sintió por los hebreos.
Recordemos que entre sus amigos más próximos figuraban varios judíos, como
Bernardo Regman -uno de los siete fundadores del Partido Socialista-, el
comerciante Feldman, Jacobo Lerner -que persistiría en el comunismo peruano-
y sobre todo una pareja de estudiantes, Miguel Adler y Nomi Müllstein, a quienes
se debe la edición en Lima de una importante revista llamada Repertorio Hebreo,
para la cual Mariátegui escribirá un artículo titulado “Israel y Occidente, Israel
y el Mundo”: “El pueblo judío que yo amo -dice con entusiasmo- no habla
exclusivamente hebreo ni yiddish; es políglota, viajero, supranacional” (35).
Ya nos referimos a su amor por los viajes; en Europa adquirió un diestro empleo
del francés, inglés, alemán y desde luego italiano, la lengua que utilizaba al interior
de su familia, en la conversación cotidiana con su mujer y sus hijos. Pero el
problema era tratar de armonizar este espíritu abierto a la cultura moderna, con la
independencia y la defensa de los elementos nacionales. No fue tarea fácil aunque
en el artículo citado terminaba viendo el problema con gran optimismo: “Inter-
nacionalismo igual a Supranacionalismo. El internacionalismo no es como se
.
(34) Belaúnde desde Madrid le decía a Riva-Agüero: “Tengo nostalgia de la Universidad, de mis
amigos, de nuestras conversaciones y proyectos. Me consuelo pensando que después de
europeizarme regresaré a luchar al lado de la nueva generación de la que son ya representantes
conspicuos García Calderón y Ud.”. Archivo Histórico Riva Agüero, Víctor Andres Belaúnde a
José de la Riva-Agüero, Madrid 3 de diciembre de 1905.
(35) Mariátegui, José Carlos, “Israel y Occidente, Israel y el Mundo” en Reportero Hebreo, Lima,
año I, No. 1 abril-mayo de 1929, p. 5.
45
imaginan muchos obtusos de derecha e izquierda la negación del nacionalismo, sino
su superación. Es una negación dialéctica, en el sentido que contradice al
nacionalismo; pero no en el sentido de que lo condene y descalifique como
necesidad histórica de una época” (36).
Internacionalismo no era, desde luego, sinónimo de Occidente. El
distanciamiento con la cultura occidental -que posibilita conocerla tan bien como
cualquier europeo pero con la conciencia de no serlo- le permitió a Mariátegui
utilizar a Europa como un mirador sobre el mundo, un observatorio de su época,
como lo ha subrayado Robert Paris: constata de esa manera el resurgimiento de
viejas civilizaciones que habían sido negadas por Occidente tanto en Turquía como
en China (37). Lo que ocurría en el Asia podía haberse iniciado también en el
mundo andino: los vencidos intentaban recuperar su historia. Pero en este terreno
era también difícil articular lo nacional con los aportes occidentales. De allí que le
llamara la atención el Japón moderno “. . . porque nos ofrece el ejemplo de un
pueblo capaz de asimilar plenamente la civilización occidental sin perder su propio
carácter ni abdicar su propio espíritu” (38).
Mariátegui, siendo consciente que el socialismo y el marxismo eran productos
occidentales, no podía derivar en un nacionalismo simple y a ultranza (39). El viaje
a Europa lo salvó de esa tentación, en la que de una manera u otra encallaron Luis
Valcárcel o Emilio Romero, nacionalistas pero también alejados de Marx. Tras la
difícil articulación entre la nación y occidente existía en realidad un problema más
complejo: la relación necesaria, pero a veces antagónica, entre el marxismo y la
tradición nacional. En esos años la Unión Soviética parecía ser un signo esperan-
zador porque, como observó Mariátegui, en esa tierra de experimentación de un
mundo que nace se “protege sabiamente la personalidad de cada uno de los pueblos
que la componen” (40). La revolución en el Perú, a diferencia de la república im-
puesta por los criollos, no debía hacerse contra el indio, a costa de nuestra persona-
.
(36) Loc. cit.
(37) Paris, Robert, “Préface” a la edición francesa de los 7 Ensayos (París, Maspero, 1965), p. 12
(38) Variedades, Año XXIII, No. 984, 8 de enero de 1927.
(39) Una versión quizá algo exagerada de la relación entre Mariátegui y el problema nacional -por la
preponderancia de esta problemática- fue propuesta en nuestro ensayo “Mariátegui: marxismo
y nación”, La Revista, Lima, No. 2, julio de 1980, pp. 34-38.
(40) Mariátegui, José Carlos “Israel y Occidente, Israel y el Mundo” en Repertorio Hebreo, Lima,
Año I, No. 1, abril-mayo de 1929, p. 7.
46
lidad nacional, sino que por el contrario, además de respetarla, debería mantenerla y
fomentarla.
De Europa, Mariátegui regresa “marxista convicto y confeso”: la lectura de
George Sorel iniciada en Lima, su inicial simpatía por los bolcheviques, habían
derivado en el conocimiento de Marx, de Lenin, también de los marxistas
centroeuropeos como Kautsky o sin descuidar a otros socialistas como Labriola. . .
No estaba adscrito a una sola escuela, ni encerrado en una corriente específica del
marxismo. No se entienda esto como un eclecticismo fácil en quien a la vez que
emprendía el conocimiento de Marx, hacía una imprescindible crítica del socialismo
domesticado y reformista y apostaba por los revolucionarios “tachados de herejía”,
en el estilo del propio Lenin, Trotsky y Rosa de Luxemburgo. Pero el marxista que
regresa al Perú, ante una sociedad diferente a Europa, no podía dejar de
interrogarse sobre la validez de lo aprendido en otro continente, lejos de sus fuentes
originarias. ¿Era posible ser marxista en Latinoamérica? o, en otras palabras, ¿cómo
ensayar el camino marxista sin derivar en el europeísmo? Cuestión crucial para
cualquier intelectual de izquierda en Latinoamérica: Mariátegui y Haya supieron
plantearse la pregunta, pero terminaron difiriendo sustancialmente en sus
respuestas. Año después, un lector acucioso y crítico de los 7 Ensayos, en una carta
dirigida a su autor, reiteraría con lucidez el problema: “Estoy casi siempre de
acuerdo con Ud. -le decía en junio de 1929 Francisco García Calderón a Mariátegui
en una misiva remitida desde París- cuando estudia los diversos aspectos del
problema indígena y ofrece soluciones. Me separo en otros puntos, como Ud. ha de
suponerlo, sobre todo en lo que se refiere a la implantación del marxismo como
panacea en un país como el nuestro sin capitalismo, sin industrias, de organización
semifeudal” (41). Esa caracterización del Perú, hecha por el intelectual conservador
y oligárquico que era García Calderón, se asemejaba notablemente a la que por esas
mismas fechas hacía en Buenos Aires Vittorio Codovilla; hemos visto páginas atrás
las discrepancias de Mariátegui, pero el problema persiste: ¿era posible concluir un
producto tan avanzado de Occidente como el marxismo con un país tan atrasado,
que hasta entonces no existía en la geografía del socialismo o en los textos de la
Internacional Comunista?
Cuando Mariátegui regresa al Perú terminaba una gran convulsión agraria
que como en 1915, afectó principalmente a los departamentos del sur andino.
La crisis en las exportaciones laneras, el enfrentamiento estructural entre
las economías campesinas y los terratenientes, la prédica de los grupos indige-
nistas, los conflictos entre medianos comerciantes y gamonales, son factores que
posibilitan el estallido casi simultáneo de motines y sublevaciones rurales en el
.
(41) Francisco García Calderón a José Carlos Mariátegui, París, 13 de junio de 1929, en Mercurio
Peruano, Lima, Año XII, Vol. XVIII, No. 129-130, p. 309.
47
altiplano puneño, las alturas de Cuzco, tanto en Ocongate como en Espinar, la onda
rebelde llega a Andahuaylas, incluso Ayacucho, también Cailloma y las alturas de
Tacna. Todo el sur termina afectado. Un ejemplo es lo que ocurre en 1921 en
Tocroyoc cuando los comuneros de las alturas toman la población pidiendo la
expulsión de los mistis y hacendados y afirmando la restauración del Tawantinsuyo.
La impronta mesiánica, milenarista o mejor dicho, nativista, recorre todas esas
sublevaciones: no por azar aparecen precedidas por un renacer cultural indígena.
Cuando Mariátegui regresa, el movimiento está en franco descenso: los hacendados
que se vieron obligados a huir y refugiarse en las ciudades, comienzan a regresar, la
hacienda recupera su dominio sobre la región, pero las noticias de la gran rebelión
llagan a Lima mediante cartas intercambiadas entre los provincianos y los migrantes
recientes a la capital, no faltan desde luego escuetas crónicas periodísticas, pero los
informes más adecuados son los que traen esos campesinos que acuden a los
Congresos de la Raza indígena. Mariátegui asiste a uno de ellos y conoce al líder
puneño Ezequiel Urviola, verdadero nuevo indio, rebelde, defensor de su cultura
pero capaz de asimilar los mejores elementos de Occidente, a través del cual recibe
una narración fidedigna de las rebeliones en Huancané y Azángaro.
Esas rebeliones formaban parte de un amplio ciclo iniciado desde el siglo XVI,
en la resistencia nativista a la conquista, prolongado posteriormente en la revolución
de Túpac Amaru: la misma esperanza mesiánica recorre durante siglos la historia
andina, mostrando que existe allí una tradición viva y diferente del hispanismo
fomentado por los intelectuales conservadores. Mariátegui descubre de esa manera
que el término tradición -esa alianza estrecha entre los hombres del presente y los
recuerdos- no es un coto exclusivo de Barres y del pensamiento reaccionario,
porque existe una relación diferente con el pasado que no es la pasiva veneración de
los muertos, sino la lucha por la defensa de una cultura que se niega a perecer.
El nativismo indígena contagiará a los intelectuales del sur. La esperanza
mesiánica, a veces exagerada hasta infligir las reglas estéticas, inspira a las páginas
de Valcárcel pero también alienta a todo el grupo “Resurgimiento” de Cuzco
o al círculo “Orkopata” de Puno. En Tempestad en los Andes se puede encontrar
la formulación categórica de una tesis medular para las expresiones más
radicales del indigenismo: es necesario buscar los mecanismos que permitan
otorgar efectividad a las luchas campesinas y que anulen la esterilidad
de su heroísmo y eso solo se conseguirá cuando el indio encuentre su Lenin,
una manera caudillista de reclamar la unión entre el marxismo y la tradición
andina. El reclamo no pasa inadvertido para Mariátegui: Valcárcel fue un
distribuidor de Amauta en Cuzco, corresponsal, y cuando venía a Lima, un
visitante frecuente de la casa de Washington-izquierda, de manera que no llamó a
extrañeza que uno de los primeros libros editados por el sello Minerva fuera
precisamente Tempestad en los Andes, con un elogioso prólogo de Mariáte-.
48
gui, donde se ponían reparos a un programa político que se basara en la sola vuelta
al pasado indígena, pero no se negaba en ningún momento la fuerza y el arraigo del
sentimiento mesiánico, la necesidad imperativa de incorporarlo en cualquier
proyecto revolucionario (42).
Mariátegui, en esta perspectiva, se esforzó por estar informado lo más de-
tenidamente posible sobre el mundo andino: las relaciones sociales en las haciendas,
la historia local, la vida en las comunidades, las condiciones de la agricultura y la
ganadería andina, la religiosidad y la cultura de los campesinos. Recurrió a la
información oficial: Anuario Estadístico por ejemplo; leyó las publicaciones
técnicas, las revistas de las asociaciones de hacendados como La Vida Agrícola;
tampoco dejó de consultar monografías y estudios de casos, pero sobre todo acudió
a la información directa que le podían proporcionar algunos estudiantes
provincianos establecidos en Lima: especialmente Emilio Romero y Luis Valcárcel.
Ambos nos han referido en sendas conversaciones cómo, estando en Lima, asistían
puntual y constantemente a la casa de Mariátegui, donde eran sometidos a un
interrogatorio perspicaz, escuchados con detenimiento, obligados a veces a precisar
uno y otro dato y de esa manera el “maestro” Mariátegui acababa durante esas
tardes convertido en un acucioso “alumno” que tomaba notas y reflexionaba luego
sobre todo lo que apuntaba (43). A esta información oral debe añadirse, por último,
la lectura de Castro Pozo y sus estudios sobre la comunidad indígena y el
conocimiento de los recientes aportes arqueológicos que iniciaba Julio C. Tello. El
interés de Mariátegui por el mundo andino acabó comprendiendo tanto el presente
como el pasado.
Pueden llamar la atención todavía las páginas que Mariátegui dedicó a la
civilización andina, cuando era escaso, fragmentario e inseguro el conocimiento
de las sociedades prehispánicas, a pesar de una temprana tesis de Víctor Andrés
Belaúnde que fue una invocación al conocimiento de ese tema (44). Belaúnde
no encontró eco. La actitud predominante era la omisión total, tal vez esa
fue precisamente la mayor debilidad de Le Pérou Contemporain de García
Calderón, donde así como no existían los campesinos como personajes
históricos, tampoco había existido civilización alguna antes de la invasión euro-
pea. Mariátegui, en evidente contraposición, consideró imprescindible ocuparse
del tema, entre otras ocasiones, al inicio de los 7 Ensayos y en el infor-
me presentado por la delegación peruana a la Primera Conferencia Comunista
de Buenos Aires. Cincuenta años después, los comentadores y críticos de.
(42) Entrevista a Luis E Valcárcel (27-VI-80).
(43) Entrevista a Emilio Romero (26-V-80)
(44) Belaúnde, Víctor Andrés El Perú Antiguo y los modernos sociólogos, Lima, 1908.
49
Mariátegui parecen coincidir en considerar esos aportes como uno de los aspectos
más débiles de toda su obra, producto de la falta de información (según los más
benévolos), el apresuramiento o el afán de ordenar el pasado peruano en función de
ciertas exigencias políticas. La imagen de la sociedad incaica definida como
“comunismo agrario” fue desechada en nombre del “esclavismo”, el “feudalismo” o
una imagen rígida del “comunismo primitivo”, clasificaciones más acordes con el
esquema oficial del marxismo sobre la evolución humana (por lo menos hasta los
años 60). El comunismo agrario era para Mariátegui un término adecuado en el
esfuerzo de definir una sociedad sin propiedad privada, sin moneda aunque con
intercambios, y donde los excedentes permitían el funcionamiento de un poderoso
Estado contrapuesto a las comunidades de base colectivista, anteriores al Imperio
Incaico. No era una sociedad idílica; existían contradicciones y conflictos pero a
pesar del Estado, el colectivismo persistía en los ayllus.
¿Por qué el interés de Mariátegui por el Imperio Incaico? Antes de responder a
la pregunta, conviene recordar que para Mariátegui el estudio del pasado sólo se
justificaba y explicaba en función del conocimiento del presente: en la actualidad se
descubrían las pistas del verdadero pasado, de manera que una indagación histórica
no era sino el esfuerzo por remontar una tradición. “Una tradición no está viva sino
en cuanto se continúa y se agranda, en cuanto es presente y futuro tanto como
pasado”. La sociedad incaica era un tema contemporáneo porque si bien la
conquista había interrumpido y variado el proceso histórico peruano, no había
conseguido destruir ciertos rasgos colectivistas, heredados de los antiguos ayllus,
que supérstites en las comunidades sólo podrían explicarse por el terco afán
campesino de mantener una determinada tradición: un estilo de vida que arrastraba
relaciones sociales y también una cultura específica. En la comunidad existían
“elementos de socialismo práctico”. Esta constatación —y sólo ella— permitía
plantear el socialismo como alternativa viable en un país atrasado y campesino, con
una clase obrera reducida y una industria apenas naciente. Los campesinos podían
asumir la idea socialista, fusionarla con sus aspiraciones mesiánicas, porque en su
vida cotidiana habían sabido mantener y defender ese viejo colectivismo andino.
Aunque fuera paradójico, en el mismo atraso de la sociedad peruana encontraba
Mariátegui la exigencia y la justificación del socialismo.
Cualquier posibilidad exitosa del marxismo en el Perú pasaba por la confluencia
con la cultura andina: por eso el profundo respeto de Mariátegui hacia Valcárcel, y
su defensa de los indigenistas, no sólo contra algunos jóvenes intelectuales criollos
proclives al leguiísmo como Luis Alberto Sánchez, sino también en contra de
algunos marxistas ortodoxos que despreciaban al mesianismo andino, a los que nos
referiremos en el capítulo final.
El colectivismo agrario de las comunidades terminaba por diferenciar con
nitidez a la estructura agraria peruana de cualquier país europeo. Entonces no
.
50
se podían importar y repetir mecánicamente los razonamientos de los
revolucionarios europeos. Sin los campesinos era imposible la revolución: ellos
compensarían crecientemente la debilidad numérica de los obreros, pero para
contar con la acción campesina era imprescindible que el socialismo fuera una
garantía de la vida rural en el Perú. A diferencia del capitalismo, su desarrollo no
debía implicar la destrucción de la comunidad. El socialismo no se edificaría a costa
de los campesinos.
La defensa de la comunidad robustece el rechazo de Mariátegui al capitalismo.
En el Perú no tenían que repetirse los errores que en Occidente había generado ese
sistema económico porque gracias a la comunidad, podríamos seguir una evolución
histórica diferente. Una vez más, nuestro camino no era el europeo. Es así como
Mariátegui se ubica en un terreno radicalmente diferente de análisis y reflexión: a
diferencia de los apristas o los comunistas ortodoxos, el problema no era cómo
desarrolla el capitalismo (y por lo tanto repetir la historia de Europa en América
Latina) sino cómo seguir una vía autónoma. De aquí se concluye que sin la relación
con los poetas y ensayistas de la corriente indigenista y sin las sublevaciones rurales,
el marxismo de Mariátegui carecería de un rasgo esencial: su recusación del
progreso y su rechazo de la imagen lineal y eurocentrista de la historia universal.
En efecto, la conclusión más importante que se deriva del “comunismo agrario”
es la ruptura con esa imagen de una historia universal impuesta por los europeos a
todos los países atrasados y que recogida por el marxismo -en la versión de Engels y
después de Stalin- dio origen al esquema clásico que partiendo del comunismo
primitivo, seguía por el esclavismo, desembocaba en el feudalismo y llegaba al
capitalismo… La ruptura se explica porque al sostener que en pleno siglo XVI la
economía incaica se regía por reglas asimilables al “comunismo agrario”, se estaba
sosteniendo que aquí no había ocurrido una etapa esclavista como en Grecia y
Roma y además, mientras en Europa el feudalismo se encontraba en pleno apogeo,
en América las relaciones de producción eran completamente diferentes. Posterior-
mente, la conquista no consigue incorporarnos plenamente a Europa y se configura
la peculiar imagen de un país donde -como lo observaba también Raúl Porras-
coexistían el capitalismo avanzado de la fábrica textil o la empresa minera Cerro de
Pasco, al lado de la servidumbre de haciendas como Ccapana y Lauramarca,
enfrentada con el colectivismo agrario de las comunidades limítrofes. Un país
diverso, heterogéneo, resultado de una evolución histórica alejada del modelo
clásico. Mariátegui resaltaba de esta manera la especificidad de nuestro pasado y
nuestro presente y, desde el interior de la historia andina, busca fundar una manera
peculiar de pensar el marxismo.
José Carlos Mariátegui era consciente de las posibles derivaciones que acarre-
aba el concepto de “comunismo agrario”. Por eso criticó duramente a al-.
gunos arqueólogos ecuatorianos, que con el propósito de asemejar la historia andina
a la historia europea, creían encontrar elementos de feudalismo en las postrimerías
del Imperio Incaico. Su reafirmación en el “comunismo agrario” se explica porque,
además de encontrar respaldo para esa concepción en los análisis de Luis E.
Valcárcel o Heinrich Cunow, la historia le permitía sostener que así como en el
pasado el área andina se había desarrollado autónomamente, en el presente
debíamos encontrar un camino propio y diferente al socialismo. En el informe de
1929, ante los oídos escépticos de los dirigentes comunistas de América Latina, los
socialistas peruanos afirmaron rotundamente su confianza en las masas campesinas:
“Nosotros creemos que entre las poblaciones ‘atrasadas’, ninguna como la
población indígena incásica, reúne las condiciones tan favorables para que el
comunismo agrario primitivo, subsistente en estructuras concretas y en un hondo
espíritu colectivista, se transforme, bajo la hegemonía de la clase proletaria, en una
de las bases más sólidas de la sociedad colectivista preconizada por el comunismo
marxista” (45).
Desde luego que no se trataba de una romántica actitud retrospectiva. Las
comunidades podrían y debían incorporar los adelantos técnicos occidentales. El
Programa del Partido Socialista enunciaba así la asociación entre el socialismo y el
campesinado: “El socialismo encuentra lo mismo en la subsistencia de las
comunidades que en las grandes empresas agrícolas, los elementos de una solución
socialista de la cuestión agraria, solución que tolerará en parte la explotación de la
tierra por los pequeños agricultores ahí donde el yanaconazgo o la pequeña
propiedad recomiendan dejar a la gestión individual, en tanto que se avanza en la
gestión colectiva de la agricultura, las zonas donde ese género de explotación
prevalece. Por esto, lo mismo que el estímulo que se preste al libre resurgimiento
del pueblo indígena, a la manifestación creadora de sus fuerzas y espíritu nativos, no
significa en absoluto una romántica y antihistórica tendencia de reconstrucción”
(46). Socialismo no podía significar “retroceso”. La cita despeja otro posible
malentendido: no se trataba de imponer el colectivismo a diestra y siniestra sino
simplemente desarrollarlo donde existían bases materiales. Es significativo, de otro
lado, que en el programa se asociaran las reivindicaciones económicas con los
problemas culturales, como parte de un mismo proceso. El “socialismo práctico”
persistía tanto en la agricultura como en la vida indígena: “Para el socialismo
peruano este factor tiene que ser fundamental” (47).
(45) I.C., Op. cit.
(46) Martínez de la Torre, Ricardo, Apuntes… t. II, pp. 399-400.
(47) Mariátegui, José Carlos “El problema agrario” en La Sierra, Lima, Año I, No. 2, febrero de
1927, pp. 12-13.
52
Es evidente, sin embargo, que esta imagen de la comunidad y de la evolución
agraria peruana terminó con el tiempo convertida en uno de los aspectos más
frágiles del pensamiento de Mariátegui, pero ese “error” fue imprescindible para
que se ubicara en un terreno de reflexión radicalmente diferente, conquistando
una difícil autonomía en sus análisis, que le permitió a su vez fundar un socia-
lismo “peruano”, “indoamericano”, “nuestro”. De esta manera, la verdadera
tradición peruana -compuesta por las luchas campesinas, la impronta mesiánica y
especialmente por el colectivismo supérstite en la vida comunal- conducía a la
innovación, del marxismo. Guillermo Nugent ha reparado en que todas estas
reflexiones se encuentran comprendidas en una fórmula prístina acuñada por el
propio Mariátegui: la “heterodoxia de la tradición”, título de un artículo publicado
en Mundial en noviembre de 1927.
El encuentro con el mundo andino deparó a Mariátegui otros dos asertos:
relevar la importancia de la historia, en un país donde el pasado significa a veces una
dura carga de frustraciones pero también un sustento para la esperanza; admitir que
en la reflexión del marxismo, también teníamos que seguir otros derroteros, por lo
que, a diferencia de Kautsky o de Lenin, nunca se planteó la tarea de escribir “el
cuarto tomo de El Capital”. El marxismo equivalía a la expresión más alta del
pensamiento crítico y éste sólo se conquistaba insertándose en la tradición histórica
del país. Nada de esto fue valorado con entusiasmo por la Internacional: les
desagradó ese hincapié en la autonomía pero sobre todo la defensa de los
campesinos y la proclamación resuelta del socialismo, todo lo cual, a cualquier
conocedor de la historia bolchevique le evocaba esa vieja polémica entre Lenin y los
populistas (48). El defensor de la comunidad tenía que ubicarse próximo a Vera
Zasulich o Herzen y en una perspectiva diferente y quizá antagónica con la que se
expone en El desarrollo del capitalismo en Rusia, libro que Mariátegui no llegó
a leer. Por entonces -en 1929- se ignoraban los escritos de Marx sobre el llamado
“modo de producción asiático” (inéditos hasta 1939) y también la correspondencia
entre éste y Vera Zasulich, donde se habían planteado, en 1881, la cuestión de si el
socialismo exigía o no una previa etapa capitalista (49).
(48) Mariátegui compartía con los populistas rusos la fe en la comunidad y la creencia en un
desarrollo autónomo del socialismo, pero esto no significa que hubiera leído sus libros. Ocurre
que los intelectuales rusos en 1860 o en 1880, inmersos en un país atrasado y campesino,
debieron afrontar problemas similares a los que afrontarían años después y en un continente
diferente, Mariátegui y su generación. Existe, en los medios de izquierda, una imagen
injustamente vituperable de los populistas que ha sido revisada completamente por Franco
Venturi en El populismo ruso, Madrid, 1970, T. I, p. 140.
(49) “Propio como se Lenin, per proseguire el paralello, invece di scrivere Lo sviluppo
del capitalismo in Rusia si posse attenuto alle speranze ripor te nel mir de Vera
Zasulic”, Robert Paris, “Saggio Introduttivo” a la edición italiana de los 7
Ensayos, Torillo, Einaudi, 1972, p. 1vii. El texto de Paris es un aporte fundamental.
53
Descubrir la especificidad de Latinoamérica y la importancia del campesinado
no fueron consecuencias de las lecturas marxistas de Mariátegui. Los textos,
insistimos, dedicados por Marx a la discusión de la evolución histórica en su
mayoría recién se difundirían años después y sólo en la década del 60 el problema
pasaría a ser casi un “lugar común” en el marxismo. Esta inevitable escasa
información teórica originó múltiples vacíos que lo obligaron a una inusitada
creatividad y a seguir un camino en completa divergencia con el marxismo
occidental. A diferencia de Lukács, por ejemplo, el marxismo de Mariátegui no fue
una reflexión sobre textos, nunca aspiró a constituirse en una “marxología”, no le
interesó la fidelidad a la cita o la rigurosidad en la interpretación. Utilizó a Marx, en
el sentido más egoísta de la palabra, lo empleó como un instrumento, sin temer
nunca derivar en la herejía o infringir alguna regla, y como por otro lado su
socialismo se alimentó de otras fuentes, no se sintió nunca sujeto a una escuela
determinada y no perdió la libertad crítica. En la breve nota autobiográfica
redactada para la Conferencia Comunista de Buenos Aires, afirmó -para
incomodidad de los asistentes- su deuda intelectual con Sorel: defensor de la
violencia, del sindicalismo, de la espontaneidad, pero también, como lo señalamos
páginas atrás, cuestionador del progreso y de la ilusión occidental.
La misma argumentación que alejó a Mariátegui de Codovilla y la Internacional,
sirvió para aproximarlo a los indigenistas, quienes también en la defensa de la
comunidad descubrieron una posibilidad auténticamente nacional para “dinamizar
el Perú económica y socialmente” (50). Tiempo después, desde España y en las
páginas de Bolívar, Pérez-Domenech argumentará que en la confluencia entre
socialismo e historia se encontraba el punto nodal del pensamiento mariateguiano:
“El socialismo y la historia de su país confluían en la civilización incásica, que en lo
social tuvo estructura perfectamente comunista. No aparecía, pues, -a su criterio-,
descabellada, ni mucho menos exótica, la conveniencia de aplicar las teorías de
Marx a la organización política de su tierra y al resto de América indohispana,
propugnábala por el contrario, como un medio de salvación urgente” (51).
¿Qué era entonces el marxismo de Mariátegui? Su heterodoxia sería ahora
intolerable para un profesor de “materialismo histórico” de San Marcos y
.
para el conocimiento de Mariátegui lamentablemente todavía no traducido al español y muy
poco conocido en el Perú. Cuando Mirochevski pretendió refutar a Mariátegui acusándolo de
“populista”, más allá de sus simplificaciones y juicios abusivos, tenía razón en algunos aspectos:
ocurre que felizmente, gracias entre otros autores a Venturi, populismo ha dejado de ser
sinónimo de “agente del enemigo” o “reaccionario”.
(50) Mendoza Díaz, Vicente “Alrededor de José Carlos Mariátegui” en Boletín Titikaka, Puno, T.
III, No. XXXIV, 1930.
(51) Bolívar, Año I, No. 7, 1 de mayo de 1930.
54
esos inocultables vacíos en su formación habrían motivado la desaprobación
proveniente de algún sociólogo de la Universidad Católica; sin embargo, con su.
irreverencia y todas sus flaquezas, fue el fundador del marxismo peruano: el
introductor y a la vez el innovador de un pensamiento. Desde luego que para
Mariátegui el marxismo nunca fue una “teoría”, ni un juego de “conceptos”, sino
ante todo una actitud, un estilo de vida, una manera de encarar el mundo: “el
marxismo representa incontrastablemente la Revolución” (52). ¿Qué era la
revolución? “La revolución más que una idea, es un sentimiento. Más que un
concepto es una pasión…” (53). En otras palabras, la Utopía -con mayúsculas- el
mito, en cierta manera la religión de nuestro tiempo, la invitación a combatir por el
milenio en la tierra: una agonía. El marxismo era una práctica que envolvía a todo el
hombre y a todos los hombres; desterraba el aislamiento y el individualismo de los
intelectuales, para sumergirlos en la política, sinónimo de pasión. Es así como la
razón y los sentimientos, la inteligencia y la imaginación se confundían. En su
Defensa del marxismo, puesto frente a la necesidad de resumir lo esencial del
pensamiento de Marx, no pensó en ninguna categoría de análisis (mercancía por
ejemplo), en ninguna disciplina (la economía política), tampoco en algún nuevo
continente científico (el materialismo histórico), ni siquiera en un método (la
dialéctica), pensó estrictamente en que su “mérito excepcional” consistía en haber
descubierto al proletariado, es decir al sujeto de la Revolución.
(52) Mariátegui, José Carlos, La defensa del marxismo, Lima, 1960.
(53) Mariátegui, José Carlos, La escena contemporánea, Lima, 1960, p. 155.
55
CAPITULO III AMAUTA COMO TAREA COLECTIVA
57
Lo europeo y lo nacional, esas dos vertientes del pensamiento de Mariátegui,
eran también dos grandes tendencias intelectuales en el Perú durante la década de
1920. Terminaron escindidas en temas contrapuestos: lo artístico frente a lo social,
la vanguardia literaria por un lado, el indigenismo por otro (54). En un caso
predominó la poesía y la imaginación, en el otro el género predilecto terminó siendo
el ensayo. Pero en ambas vertientes los intelectuales buscaron agruparse, formar
círculos y editar revistas: fue precisamente una época de múltiples revistas como
Flechas, Poliedro -donde Mariátegui publicó una prosa poética-, Guerrilla, la
efímera Jarana con un único número, otra de múltiple nombre llamada
Trampolín-Hangay-Rascacielo; a las que sería necesario añadir, desde la otra
ribera, publicaciones como La Sierra, editada en Lima, Atusparia en Huaraz,
Kosko y Kuntur del Cuzco, Boletín Titikaka de Puno. El pensamiento conservador
consiguió persistir, con algunas variantes y escisiones, en Mercurio Peruano.
Al interior de este panorama prolífico, el rasgo distintivo de Amauta -iniciada en
setiembre de 1926- es esa extraña capacidad de poder orquesta resfuerzos variados
y aparentemente contrapuestos: fue una revista social, donde escribieron ensayistas
como Romero, Orrego y Martínez de la Torre, pero no faltó nunca la poesía, la
pintura o el cine. La filiación marxista confluyó con el psicoanálisis: precisamente el
primer número de Amauta se inaugura con un texto de Freud, traducido por
primera vez al español, verdadera primicia en América Latina. Posteriormente se
editó un número especial (marzo 1929) dedicado al poeta José María Eguren: su
poesía intimista había sido marginada en los años de apogeo de Chocano, en contra
de lo cual Amauta intentó su reivindicación. Pero al lado de las finas acuarelas de
Eguren, se publica también un ensayo de dura prosa escrito por Eudocio Ravines
sobre el capital financiero. Acerca de un tema similar, el número 9 de Amauta
había publicado un documentado estudio que era también una denuncia del
.
(54) Basadre, Jorge Equivocaciones, Lima, 1928, p. 41.
58
imperialismo norteamericano: ―Mientras ellos se extienden‖, firmado por Jorge
Basadre. El número 16 fue un justo homenaje a González Prada. Hasta la polémica
de 1928, Haya de la Torre será un persistente colaborador de la revista; siguieron
siéndolo otros peruanos en el exterior como Magda Portal, Manuel Seoane y desde
luego ese viejo amigo de Mariátegui que era César Falcón. Al repasar los treinta y
dos números de Amauta se encuentran también artículos de Miguel de Unamuno,
de Georges Sorel y de Waldo Frank, junto a colaboraciones de André Breton, César
Moro y Xavier Abril. Amauta supo de esta manera combinar la vanguardia artística
con la vanguardia política -para emplear términos de Mellis- para realizar una revista
de cultura, donde el pensamiento crítico y el marxismo se ampararan mutuamente.
Fue la obra de un hombre que tenía la rara capacidad -incluso en el Perú de la
década del 20- de admirar y comprender por igual el mesianismo de Valcárcel y el
intimismo de Eguren (55).
En los 39 meses de vida que tuvo Amauta, sin contar la prolongada
interrupción de 1927, apenas se publicó una información de la Internacional
Comunista sobre el problema del Chaco y cultura soviética, al lado de otro de
Trotsky en dos partes sobre Lenin. Parece sintomático que el artículo de Stalin
apareciese en el número 31, dos meses después de fallecido Mariátegui.
Amauta no fue pensada como la obra exclusiva de Mariátegui; por el contrario,
estaba destinada a ser el órgano de una generación, el mecanismo para agrupar
a los intelectuales peruanos y cohesionarlos frente a la cultura dominante. Resulta
sintomático que el proyecto surgiera en una revista y no desde los claustros
universitarios. Fue una generación antiacadémica, que se formó precisamente en las
redacciones periodísticas.
El propio Mariátegui había empezado como periodista. Sus años de iniciación
transcurrieron La Prensa, cuando el diario agrupaba a las corrientes liberales y
a los partidarios de Billinghurst. El periodismo de entonces fue una especie
de grieta en el monopolio cultural ejercido por la oligarquía, y por ese resquicio
ingresaron muchos jóvenes de procedencia mesocrática y actitud radical.
Inicialmente la crónica periodística pretendió vincularse con la creación literaria:
fue el proyecto de Yerovi o Valdelomar y también de Juan Croniqueur.
Pero luego el editorial acabó acoplándose con el ensayo social. En ambos
casos el periodismo peruano alcanzó una calidad intelectual, una exigen-.
(55) El mejor estudio sobre Amauta se debe a Alberto Tauro, Amauta y su influencia, Lima, 1960.
En las páginas que siguen hemos aprovechado múltiples referencias del importante libro de
Estuardo Núñez, La experiencia europea de Mariátegui, Lima, 1978; las observaciones eruditas
se intercalan con recuerdos del propio Núñez, joven contertulio de Mariátegui en la casa de
Washington izquierda.
59
cia en el estilo, en la información, en la cultura de los redactores, difícil de imaginar
ahora (56).
El estilo periodístico contagió incluso a los eruditos de procedencia universitaria:
frases cortas, precisión acompañada por una adjetivación sobria; fue también el
estilo que iría desarrollando José Carlos Mariátegui (57). “Al revés de lo que
aconteciera antes -recuerda Gastón Roger, el creador de la columna “Peruanicemos
el Perú”-, en que la Universidad se antojaba divorciada del periodismo, en que ni
Víctor Andrés Belaúnde, ni Carlos Concha, ni Raymundo Morales de la Torre, ni
Juan Bautista de Lavalle –cabe la excepción harto explicable de Oscar Miró
Quesada– tuvieron nexo ni contacto con los diarios, con la vida agitada y febril de
las redacciones, los nuevos estudiantes inquietos (. . .) viven dentro del periódico, se
familiarizan con el periódico, se nutren con la sabia intelectual del periódico” (58).
El periodismo fue para Mariátegui, ante todo, un ejercicio de observación de la
vida cotidiana, una ocasión para reflexionar sobre los acontecimientos. Aquí nace
una evidente diferencia entre el mariateguismo y el marxismo occidental: no fue la
obra de un “profesor universitario” y no se le puede reclamar exigencias acadé-
micas: haber agotado las lecturas, citar con precisión, disponer de un adecuado
“marco teórico” . . . Nunca tuvo la ambición de escribir un gran libro: nada en
Mariátegui puede evocar a La cuestión agraria de Kautsky, El desarrollo del
capitalismo en Rusia de Lenin o La acumulación del capital de Rosa de
Luxemburgo. Su estilo de trabajo era incompatible con la investigación detenida y
con la reflexión prolongada sobre una monografía, porque recusaba el aislamiento.
El mariateguismo fue la obra de un periodista, un hombre en estrecho contacto con
otros hombres, sumergido en la vida cotidiana, interesado más por el impacto de
sus ideas, por la emoción que generaba en sus contemporáneos que por la certeza
cartesiana de su pensamiento: de allí la tesis del marxismo como un mito
-fuerza movilizadora, un elan, una agonía, un entusiasmo vital- de nuestro tiempo.
Por eso también la importancia de una obra como Amauta, hecha día a día y
elaborada en colaboración con otros intelectuales, desde el llano y no desde la altura
de la cátedra universitaria. Mariátegui acostumbraba citar a Lenin: “Sin teoría
revolucionaria no hay práctica revolucionaria”, pero en todo caso su visión era
.
(56) “Del periodismo, criado y modernizado en los primeros quince años del siglo, surgió una
personalidad que la Universidad no había podido producir”, Basadre, Jorge, Perú, problema y
posibilidad, Lima, 1930, pp. 194-195.
(57) Basadre; Jorge “La literatura peruana” en La Sierra, año II, No. 16-17 mayo, 1928.
(58) Roger, Gastón “José Carlos Mariátegui” en Mercurio Peruano, Año XIII, Vol. XX, No. 139-
140, pp. 205-206.
60
a la inversa. Cualquier proyecto intelectual nacía de la praxis, unido a la acción y por
medio de ella, a la historia. Mariátegui fue un intelectual: es su ubicación en una
ficha sociológica. Pero por encima de esa condición fue un político: nunca estuvo
enclaustrado, siempre se interesó por el público, por agitar a las multitudes, y en esa
perspectiva una revista -empresa donde el individuo se diluía en la generación o el
grupo- podía ser más importante y necesaria que la elaboración de un tratado sobre
Marx o de un estudio con abundantes estadísticas, documentos directos y una
cantidad apreciable de citas sobre la renta de la tierra en la agricultura de la costa
norte peruana. La temprana iniciación periodística de Mariátegui lo inmunizó contra
esta tentación “teoricista” y el engarce con el movimiento social lo alejó de cualquier
enclaustramiento, quedando para el olvido su juvenil retiro en el convento de los
descalzos.
La inquietud periodística en Mariátegui estuvo unida a su interés por la cultura.
Nuevamente tenemos que referirnos a sus años de iniciación para recordar sus
comentarios sobre pintura, sus primeros bocetos críticos y añadir la importancia
que posteriormente tuvo la educación, la evolución literaria o el factor religioso en
su comprensión de la “realidad peruana”. Es evidente que en su valoración de la
cultura no obedeció sólo a la influencia de una generación “literaria”; el entusiasmo
por la práctica contribuyó a su alejamiento del determinismo: nadie más distante de
la comprensión mecanicista de la historia; por eso, a diferencia de Haya o Codovilla,
pudo preguntarse sobre la posibilidad del socialismo en una sociedad atrasada como
era el Perú de 1920.
El periodismo fue en Mariátegui, de otro lado, un ejercicio polémico, en lo cual
mantuvo una obvia similitud con Marx y Lenin: el marxismo nació como confron-
tación, en polémica con Dühring o Proudhon, de igual manera el mariateguismo se
fue entretejiendo agónicamente en las polémicas periodisticas mantenidas desde un
inicio con intelectuales tradicionales, como el pintor Teófilo Castillo o el historiador
José de la Riva Agüero; luego vendrían las discrepancias con los anarquistas sobre el
problema del partido y la organización política; en 1927 se produjo la diferencia con
Luis Alberto Sánchez, sobre el indigenismo y la cultura nacional: es al interior de
estos antecedentes que deben ubicarse las polémicas con el aprismo y la
Internacional.
El periodismo fue también un vínculo de unión entre Mariátegui y
sus contemporáneos. La referencia de Gastón Roger hecha páginas atrás es
suficiente ilustrativa. Añadamos que el deterioro de la Universidad durante
el oncenio y el exilio voluntario de los intelectuales civilistas, alentó por el contrario-
partida a la actividad periodística. El propio Leguía tuvo algún papel apoyando
publicaciones oficiosas como Mundial y Variedades. Para ellas colaboró
Mariátegui –a pesar del malestar que producía entre personajes adictos al.
61
oncenio-, con sus semanales análisis de política internacional o sus comentarios
sobre novedades bibliográficas europeas.
Esa vocación periodística de Mariátegui lo condujo al proyecto de organizar una
publicación independiente, donde no experimentara el carácter subordinado y la
situación insegura que tuvo en El Tiempo o después en Variedades. Ese viejo
proyecto se inició con Nuestra Epoca, concebida bajo la imagen europea de la
revista España; vino luego La Razón, un órgano militante desde donde Mariátegui
y Falcón secundaron las luchas estudiantiles y el paro por las subsistencias en mayo
de 1919. Al regreso de Europa, Mariátegui sucedió a Haya de la Torre en la
dirección de Claridad: desde el título era evidente la influencia de Barbusse quien
dirigía en París Clarté; pero no se trataba de un simple remedo. Era una
publicación que pretendía articularse al movimiento social, convirtiéndose en una
expresión de las inquietudes obreras y estudiantiles expresadas en mayo de 1923,
aspirando a constituirse en el germen de la oposición al régimen (59).
Amauta no fue una revista de coyuntura: queremos decir que no se proponía
analizar la actualidad inmediata, indicar qué se debía hacer, trazar una táctica. Era
-es necesario repetirlo- una revista de cultura, indispensable para crear un nuevo
ambiente, un espacio ideológico diferente, que a su vez fuera el marco adecuado
para la reflexión del marxismo peruano. Tenía que combinar adecuadamente lo
social con lo artístico, porque el proyecto implicaba recoger los mejores avances de
Occidente, junto con esas inquietudes que contemporáneamente habían germinado
en las provincias andinas a través de los círculos indigenistas. Zum Felde acertó
cuando dijo, en un artículo titulado ―El Perú de Mariátegui”, que el centro cultural
de la nueva sociedad peruana no era la Universidad de San Marcos, sino la revista
Amauta (60).
El origen inmediato de Amauta hay que buscarlo en la casa de la
calle Washington. Esta casa ubicada a medio camino entre el centro de la
ciudad y el nuevo barrio proletario de Breña, si bien mostraba una fachada an-
gosta, tenía una considerable profundidad interior, lo que permitía disponer a
la familia Mariátegui de varias habitaciones. Una de ellas fue separada
como escritorio: allí estaban los libros, repartidos en una estantería ordenada,
sobre la mesa central figuraban las novedades, los textos que llegaban de Buenos
.
(59) “Es de gran importancia que la clase obrera tenga una imprenta y una prensa de su propiedad
donde pueda revelar su pensamiento y su opinión frente a todos los problemas de carácter
económico, social y político que se le presentan a diario” “Boletín de la editorial obrera
Claridad” en Biblioteca Nacional, Lima, Volantes, 19 de julio de 1926.
(60) Zum Felde, A. “El Perú de Mariátegui” en Mercurio Peruano, Año XII, Vol.XVIII, pp. 129-
130.
Aires, México o París, las revistas a las que estaba suscrito Mariátegui, desde luego
la indispensable máquina de escribir; las sillas estaban dispuestas en desorden, pero
en una esquina se encontraba un sillón angular, encima del cual en una repisa se
podía ver cerámica incaica o preincaica, poco comían en las casas de Lima durante
esos años. Ese ángulo era el “rincón rojo” (61). En este cuarto, de lunes a viernes,
entre las 6 y 8 de la noche, desde que regresó de Europa hasta su muerte, José
Carlos Mariátegui reunió una tertulia amable a la que acudían personajes tan
diferentes como Antonio Navarro Madrid, Martínez de la Torre, fundadores del
Partido Socialista; José Sabogal, María Wiesse, Carmen Saco, Angela Ramos, Julio
del Prado, artistas y connotados bohemios. También fue Jorge Basadre, Valcárcel y
Romero cuando se encontraban en Lima. Incluso Sebastián Lorente, funcionario
gubernamental y Carlos Zoe, médico. Entre los jóvenes, se acercaron a la tertulia
Rafael de la Fuente Benavides (que comenzaba a ser Martín Adán), Estuardo
Núñez y Cesar Miró, entonces un poeta precoz. La tertulia no era sólo una reunión
de intelectuales. Acudían también estudiantes y obreros. Fue allí donde comenzó a
gestarse lo que después seria el grupo rojo Vanguardia de la Universidád de San
Marcos (62). Los intelectuales latinoamericanos de paso por Lima encontraban un
ambiente acogedor: lo podrían haber testimoniado la uruguaya Blanca Luz Brum, el
norteamericano Waldo Frank y el boliviano Tristán Maroff.
Recuerda Basadre que el rasgo más evidente de esa reunión era la espontaneidad.
Se llegaba cuando uno quería, no había temas fijados con antelación, nadie se
proponía hacer grandes cosas, ni decir frases categóricas; simplemente se trataba de
ejercitar un viejo uso limeño, que Mariátegui había cultivado en las redacciones
periodísticas: la conversación. Pero, a diferencia de otros ambientes, se desterraban
las bromas inútiles; en sustitución quedaba la proximidad cotidiana con los
problemas significativos del país.
Mariátegui nunca aspiraba a ser el centro de la reunión. A veces se termi-
naban formando más de un grupo y surgían varios corrillos. Ocurre que una
persona como Martínez de la Torre, era poco comprensiva con los nuevos
intelectuales como Martín Adán. Entre algunos indigenistas y Eguren era
difícil encontrar temas comunes de conversación. Pero todos estaban allí
atraídos por Mariátegui y nadie pensaba en imponerse o prescribir al otro.
En la espontaneidad a veces no se podía derivar -al margen del parecer de
Martínez de la Torre- en la improvisación de un recital como los
.
(61) Entrevista a Jorge del Prado, Unidad, 17 de enero de 1975, No. 516, p. 11. Entrevistas a Amalia
Cavero (28-V-80), Estuardo Núñez (18-VII-80), Angela Ramos (21-VII-80).
(62) Entrevistas a Antonio Navarro Madrid (21-V-80) y Moisés Arroyo Posadas (2-VII-80).
63
que acostumbraba Blanca Luz Brum, quien además de recitadora era poetisa: viuda
de Parra del Riego, había venido al país para difundir la obra de su marido, pero su
juventud, mostrada en su seductor talle, intensa mirada y los recordados cabellos
negros cayendo sobre sus hombros, le imposibilitaba ejecutar el recogimiento que la
pacata sociedad limeña reclamaba a la viudez y acabó convertida en angustia y
obsesión para algunos de los asistentes a la tertulia. Todo derivó en una descon-
solada historia de amor cuando César Alfredo Miró Quesada, a pesar de la
oposición familiar, marchó a Chile siguiendo los pasos de Blanca Luz (63).
Menos apasionada fue la historia de Miguel Adler y Nomi Müllsteim: ambos
eran estudiantes, formaban parte de la colonia judía de Lima, posiblemente
rumanos. Adler traducía del ruso y el alemán para Amauta. Dijimos anteriormente
que bajo su influencia asumió la empresa de publicar Repertorio Hebreo, revista
también de cultura pero donde se hacía una exaltación de los judíos (Mariátegui fue
un acerbo crítico del antisemitismo sin derivar en posturas sionistas, porque a pesar
de su entusiasmo por el renacimiento judío, desconfiaba de un movimiento
alentado por Gran Bretaña). Adler y Müllsteim compartieron con Mariátegui el
entusiasmo por Marx y Freud. Lo acompañaron hasta el final. Estuvieron en la
Clínica Villarán y luego en el entierro. Después se fueron del país.
En este ambiente, donde a veces se confundían los sentimientos con las reflexio-
nes y las mezquindades, se fue elaborando Amauta, con la misma espontaneidad de
las conversaciones: Mariátegui le mostraba, por ejemplo, a Estuardo Núñez una
reciente publicación alemana y le proponía una reseña; se veía la necesidad de
traducir a Panait Istrati y alguien sugería a Garro; se comentaba los proyectos
publicistas de Sánchez y a cualquiera se le podía ocurrir solicitarle un adelanto de su
Don Manuel.
Al igual que la tertulia, Amauta carecía de un programa, de una trayectoria
previamente concebida y trazada, porque según Mariátegui le era suficiente con
tener un objeto: el estudio y la discusión de los problemas peruanos. En otro lugar
hemos señalado que para la generación intelectual de 1920, el Perú además de ser
un tema, estudiado en su historia (Porras, Jorge Guillermo Leguía), en la economía
(Romero, Ugarte), la cultura (Sánchez), era sobre todo un problema, motivo de
discusiones e imágenes contrapuestas, dado que si bien coincidían en la crítica al
pasado o en definirlo que no era el país, pocos concordaban sobre su destino: desde
luego que la cuestión nacional no se podría resolver en la redacción de una revista,
pero en todo caso era una buena ocasión de plantear el problema. Siendo una pu-
.
(63) Entrevista a Estuardo Núñez (18-VIII-80) y César Miró (1-VII-80).
64
blicación abierta al debate, la exposición de un programa en su primer número
habría sido contraproducente, aparte de imposible.
Esta instintiva espontaneidad, que agradaba a todos, correspondía a una imagen
del marxismo como un “método” y no como un “programa rígido”, simplemente
una “brújula”, “derrotero” o “carta geográfica” para el viaje. No existía el temor al
pensamiento crítico porque tampoco había la aceptación de afirmaciones rígidas e
inamovibles. El elogio de la “herejía” en Mariátegui puede aparecer contrastado con
sus invocaciones al “dogma”, pero ocurre que esta palabra, extraída del léxico
religioso, tenía sólo la aceptación, precisada explícitamente, de doctrina que
necesitaba ser fecundada con esa renovación constante que sólo confería la herejía
siempre y cuando no se tratara de un acto aislado. La heterodoxia solitaria era
apenas la expresión del estéril individualismo de ciertos intelectuales. La revista era
por el contrario una empresa colectiva -podríamos decir generacional- donde la
vanguardia política podía confluir con la vanguardia cultural.
Nadie -entre los asistentes a la tertulia, los amigos o los familiares de Mariátegui-
tuvo en ningún momento la sensación de estar en la casa de un hombre enfermo,
cuyos días estaban casi determinados. El rasgo personal que todos recuerdan es la
inconfundible risa de Mariátegui: espontánea, cálida, amigable (64). Siempre conta-
giosa. Sabía matizar su conversación con ironías y bromas: nunca asumió el aire
señero del “maestro”, ni pretendía tomarse “demasiado en serio”. Hasta en la vida
cotidiana, Mariátegui sabía mostrar su desdén por la rigidez académica.
Amauta exigió de Mariátegui un ritmo de trabajo cada vez más intenso. Las
mañanas quedaron reservadas para la redacción de sus artículos y cartas, con la
ayuda de algún mecanógrafo (65). En las tardes, Mariátegui leía las publicaciones
recibidas y a partir de las 6 empezaba la tertulia. A veces el trabajo se prolongaba
durante las noches. El agravamiento de su enfermedad complicó su horario porque
tuvo que destinar varia, horas de la mañana a sus curaciones. Día a día, los dolores
eran más intensos. Pero aun en esas circunstancias no perdió su sonrisa caracte-
rística: así fue conservada su imagen en una película firmada por Martínez de la
Torre o en las fotografías de Malanca. Su esposa, el obrero Juan Larrea, el
estudiante Navarro o la niña que entonces era Amalia Cavero, ninguno de ellos ha
podido olvidar ese gesto optimista, el temple esperanzador, la voluntad afirmativa
que se resumía en esa risa tantas veces escuchada en la casa de Washington. Pocos
recordaban que años antes, ese mismo hombre había pensado publicar un poemario
titulado Tristeza.
(64) Entrevista a Gloria Ferrer (4-VII-80).
(65) Entrevista a Anna Chiappe (24-V-80).
65
Eudocio Ravines recuerda que “discutía con agudeza, en medio de risas constantes
y de frases ingeniosas. De su silla de ruedas se alzaba como una estremecedora
paradoja: una maravillosa alegría de vivir y, sobre todas las cosas, un vehemente
deseo de alargar su vida. . .” (66). Poco tiempo después de su muerte, los
estudiantes que comenzaron a editar el periódico universitario Vanguardia,
testimoniaron “. . . la alegría matinal de José Carlos, su sonrisa burlona y llena de
fina ironía.. .” (67).
Sería erróneo pensar que Amauta fue una revista limeña. Frente a Leguía
y el agobiante centralismo, las provincias reclamaban sus derechos. El regionalismo
fue otra preocupación generacional. De manera que Mariátegui pensó que su
revista podría servir para vincular a los grupos que se habían formado en
las ciudades del interior. Hubo varios mecanismos: el intercambio de
colaboraciones, el canje de una revista por otra, la incorporación al equipo
de los provincianos primero como distribuidores de Amauta y después como
propagandistas de sus ideas. En Trujillo se vincularon de esa manera con el
diario El Norte y con Antenor Orrego. En Chiclayo fue el grupo formado
por el poeta Nicanor de la Fuente y el periodista Arbulú Miranda, a los
que se añadió el cajamarquino Nazario Chávez (68). Un lugar especial-
mente significativo fue la sierra central, donde existía un agitado centro de
irradiación cultural en Jauja: allí los intelectuales, como Moisés Arroyo o
Nicolás Terreros, se habían confundido con los obreros y artesanos, propagandistas
del anarcosindicalismo como el impresor Máximo Pecho. Desde Jauja
Amauta podía irradiarse a los centros mineros, especialmente a Oroya y
Morococha. En esta última localidad apartada -a una altitud superior a los
4,000 m.s.n.m.- Mariátegui tuvo dos buenos colaboradores en Gamaniel Blanco
y Adrián Soyero (69). Pero los grupos mayores se encontraban en el sur andino.
En Arequipa, el grupo “Aquelarre”, formado por Gibson, había sido despla-
zado por el iconoclasta “Revolución”, donde entre otros destacaba un joven
pintor, Jorge del Prado (70). En Puno, el grupo “Orkopata” difundía las nove-
dades literarias de Lima y también de La Paz y Buenos Aires (71). En el Cuzco,
al lado del grupo “Resurgimiento”, existía una agresiva agrupación de univer-
sitarios llamada “Kuntur”: entre ambos se desarrolló una intensa polémica
.
(66) Ravines, Eudocio La gran estafa, México, 1952, p. 184.
(67) Vanguardia, No. 2, junio de 1930, p. 2 en Archivo Moisés Arroyo Posadas.
(68) Kapsoli, Wilfredo, “Mariátegui y la cultura nacional” en Suceso, 8 de octubre de 1978.
(69) Entrevistas a Moisés Arroyo (9-VII-80) e Isaías Contreras (29-V-80).
(70) Entrevista a Jorge del Prado (15-VII-80).
(71) Cfr. Editorial Titikaka, después convertido en Boletín Titikaka.
66
sobre lo indígena y la revolución social (72). Esta red de comunicaciones, que
comprendía una parte significativa del territorio peruano, se expandió cuando en
noviembre de 1928 el esfuerzo de Amauta fue secundado por Labor: aspiraba a
constituirse en un quincenario y después tal vez en un periódico, desde cuyas
páginas se apoyaría la organización de la Central General de Trabajadores del Perú
(CGTP), pero a causa de la represión sólo alcanzaron a editarse diez números y un
boletín.
Una proyección anacrónica nos llevaría a imaginar que Amauta era la revista
destinada a los intelectuales y Labor a los obreros. La diferencia entre ambas
publicaciones radicaba sólo en la preponderancia de unos temas sobre otros, en el
formato y en la periodicidad pero no necesariamente en el público. La división
capitalista del trabajo era rechazada por los izquierdistas de la generación de
Mariátegui (José Aricó). Precisamente trataron, desde las Universidades Populares o
las páginas de Claridad, de acortar las distancias entre los obreros y los
intelectuales. El trato igualitario entre ambos (recordemos lo dicho sobre la amistad
entre Mariátegui y Portocarrero), abolía -como observa Guillermo Nugent-
cualquier proposición sobre lo que ahora se ha dado en llamar la “difusión
popular”. La cultura obrera de entonces no hubiera tolerado un trato diferente.
Estas concepciones eran acordes con el marxismo: El Capital fue pensado por Marx
como una lectura obrera. De igual manera ocurría con Amauta.
Mariátegui, que no era amante de escribir cartas, obligado por su revista debió
convertirse en un asiduo corresponsal. A esa tarea reservaba las primeras horas de la
mañana. En algunas ocasiones tenía la ayuda de Navarro Madrid o Martínez de la
Torre. También Armando Bazán contribuía a mantener el frecuente intercambio
con las provincias. Desde el interior llegaban sugerencias: “Acojo con simpatía y
adhesión su iniciativa para crear en Labor una página dedicada a los comuneros
indígenas”, respondía Mariátegui a Arroyo Posadas (73). Labor permitió la
constitución de “núcleos de simpa- tizantes” en las ciudades de provincias y los
barrios obreros de Lima. Fue así como el órgano periodístico y cultural que era
Amauta confluyó con las tareas de organización política.
Desde el “rincón rojo” de la calle Washington, Amauta adquirió una dimen-
sión nacional. Tal vez por eso, a diferencia de otras revistas, persistió, pudo
durar, no fue una obra efímera. La tenacidad del equipo logró sortear
.
(72) Entrevistas a Julio Gutiérrez (Cuzco 7-VI-80), Román Saavedra (Cuzco, 9-VI-80) y Estela
Bocangel (Cuzco, 9-VI-80). Estas entrevistas fueron conseguidas gracias a la invalorable ayuda
que nos prestó José Tamayo Herrera, a quien encontramos en Cuzco cuando proseguía su
investigación sobre el indigenismo en el sur andino.
(73) Archivo Arroyo Posadas, JCM a Moisés Arroyo, Lima, 5 de junio de 1929.
67
los obstáculos de la represión del régimen leguiísta. Poco tiempo después de la
clausura de 1927, Armando Bazán le escribía a Nicanor de la Fuente:”Estamos en
pleno trabajo para conseguir la reaparición de Amauta. Hay posibilidades para ello.
Por esta razón, en Chiclayo también debe iniciarse el trabajo en este sentido.
Avísanos a la brevedad posible qué hay de las acciones. Habla con Arbulú Miranda
y dile que ya es tiempo de actuar con un poco más de precisión” (74).
Gracias al correo, Mariátegui, ese hombre inmovilizado en Lima, que desde el
agravamiento de su enfermedad en mayo de 1924 pocas veces salía de su casa, pudo
informarse directamente de los sucesos en el interior del país, propalar sus ideas,
incluso sugerir procedimientos organizativos. El hecho no fue ignorado por el
Ministerio de Gobierno. Las autoridades policiales optaron por interceptar, revisar y
a veces sustraer la correspondencia de Mariátegui. Se tuvieron que tomar precau-
ciones: la mayoría de las veces las cartas aparecían remitidas por Anna Chiappe, su
esposa, otras por Sandro, su menor hijo. Bazán le decía a Nicanor Mujica que las
cartas dirigidas a Mariátegui o a él fueran a la dirección de Jorge Delmar Pinedo.
Pero estas precauciones no fueron suficientes para contrarrestar el hostigamiento de
Leguía. En ocasiones no se recibían cartas, se interrumpía bruscamente la corres-
pondencia con alguna provincia o durante meses no se tenía la menor noticia de un
colaborador. Todo esto sirvió para generar esa sensación de acoso y aislamiento
sentida en los meses finales por Mariátegui.
Fue de similar intensidad el intercambio epistolar con los peruanos en el exilio.
Existen cartas intercambiadas entre Mariátegui y César Vallejo. Igualmente con
Eudocio Ravines. Las solicitudes de colaboraciones se reiteran en una y otra carta:
“Cuando le envié un ejemplar de Amauta en que se publicó su lied -le decía a
Alfonso de Silva- le escribimos líneas pidiéndole nueva colaboración (. . .) Envíeme
para Amauta versos o música. Le mando la revista regularmente a la Legación” (75).
Pero, regresando a la tarea colectiva que fue Amauta, su persistencia tam-
bién se explica por la “gestación empresarial” que debió desplegar Mariátegui.
Era una empresa: se editaban 5,000 ejemplares por número que exigían un
adecuado sistema de distribución. Para mantener su precaria economía, se recu-
rrió al sistema de avisajes: la increíble capacidad de seducción y convenci-
miento de Mariátegui explica que entre los auspiciadores aparte de es-
.
(74) De Armando Bazán a Nicanor de la Fuente, cit., en Castillo Paz, El movimiento obrero en
Lambayeque, 1900-1930, Chiclayo, 1977. Gracias a la ayuda de Oscar Castillo pudimos
entrevistar a Carlos Arbulú Miranda (21-VI-80).
(75) Entrevista a Patricio Ricketts (24-V-80).
68
tudios jurídicos, médicos o librerías, figurasen también empresas industriales,
bancos, grandes corporaciones. Los biógrafos de Mariátegui han omitido considerar
su capacidad como empresario. Esa vocación databa también de su juventud,
cuando partiendo con un magro capital convirtió en una próspera y eficiente
empresa periodística a la revista El Turf, desde donde se consiguió popularizar el
juego de la polla (76).
Amauta encontró apoyo financiero en la editorial Minerva, consecuencia de la
asociación entre José Carlos Mariátegui y su hermano Julio, fundada en 1927.
Minerva proyectó desarrollar tres líneas editoriales: la Biblioteca Moderna, donde se
publicarían obras representativas del espíritu contemporáneo, como podrían ser
tempranas traducciones de Freud o reediciones de Sorel; la Biblioteca Amauta,
donde predominarían los ensayos de contenido social, los estudios sobre las
civilizaciones americanas, los análisis sobre la economía y la cultura indígena;
finalmente la Biblioteca de Vanguardia, destinada exclusivamente para difundir
obras literarias. Venían después algunas traducciones, como la que se hizo de Kira
Kiralina, de Panait Istrati. De todo el proyecto se alcanzaron a publicar algunos
libros: mencionamos anteriormente a Tempestad en los Andes, al que se añadió una
antología de Eguren, El nuevo absoluto, texto compuesto por el joven filósofo
Mariano Ibérico y también La escena contemporánea y 7 Ensayos de interpretación
de la realidad peruana. Antes de la muerte de Mariátegui estaban anunciados textos
de Orrego, Uriel García, Falcón, Basadre y Sánchez. La editorial se enmarcaba
dentro de la misma amplitud que la revista.
Amauta y la editorial Minerva aspiraban a una dimensión continental. Por esos
años circulaban importantes revistas latinoamericanas como El Diario de la Marina
en Cuba, Repertorio Americano en Costa Rica o La Vida Literaria en Buenos Aires.
Desde un inicio, Mariátegui había diseñado a su revista como una “tribuna
americana”, para lo cual reclamaba, por ejemplo, a Emilio Rey de La Habana, un
intercambio de textos originales con los grupos de vanguardia peruanos. De igual
modo que con las ciudades de provincias, Amauta debería permitir unir, relacionar
y mantener una estrecha comunicación a los grupos culturales, formados por gente
joven y radical, activos en el continente. El país, para los hombres de la época de
Mariátegui, se confundían con Latinoamérica, sobre todo cuando existían núcleos
de peruanos dispersos desde México hasta Buenos Aires (77).
(76) Archivo Juan Mejía Baca. JCM a Alfonso de Silva, Lima, 28 de febrero de 1927.
(77) JCM a Emilio Roig, 23 de octubre de 1926, citada por Orrillo, Winston, “La solidaridad
cubana con Mariátegui: cartas inéditas” en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Lima,
No. 4, 1976, p. 134.
69
México y Buenos Aires, precisamente, acabaron siendo los dos grandes puntos
de referencia geográfica en el mapa latinoamericano de Amauta. Pero la imagen se
repite entre los redactores de Boletín Titikaka e incluso la podemos encontrar en
algún ensayo coetáneo de Sánchez. Eran además las dos vertientes de América
Latina: lo vernáculo frente a lo cosmopolita, lo autóctono frente a lo europeo (78).
En un extremo la reforma universitaria y en el otro la revolución agraria: dos
fenómenos continentales que explican también a Amauta.
De esta manera Amauta quebraba ese tradicional aislamiento cultural andino.
Mariátegui, a partir de su revista, desarrolló un activo intercambio epistolar con
Samuel Glusberg: le mandaba ejemplares de Amauta y recibía La Vida Literaria,
pero también intercambiaron libros entre Minerva y Babel. Glusberg pensó en un
número especial de su revista dedicado al Perú donde, además de Mariátegui,
colaborarían Eguren y Núñez. Todos estos intercambios derivaron, como veremos
posteriormente, en el proyectado viaje que Mariátegui haría a Buenos Aires (79).
Amauta fue un nexo entre Lima y las provincias, de un lado, y Lima y el
continente del otro. A veces las fronteras se expandieron, en el intercambio epis-
tolar entre Mariátegui y Henry Barbusse. A la casa de Washington llegaron también
ejemplares de La Verité y otros órganos de la naciente oposición de izquierda
parisina. Desde luego que también llegaba La Correspondencia Internacional, en
favor de cuya difusión instaba Mariátegui a sus colaboradores provincianos. Amauta
terminó por ser algo más que una revista: fue la antesala del partido.
(78) Sánchez, Luis Alberto Esta novela peruana, Lima, 1928. Editorial Titikaka, Puno, agosto,
1926, p. 1: “. . . desde México, el gran país cuya autoctonía orienta los ideales de América, hasta
Buenos Aires, donde se confunden las herencias de Europa y producen un nuevo tipo de
cultura”.
(79) Archivo Mariátegui. JCM a S. Glusberg, Lima, 18 de febrero de 1930. Mariátegui, por
intermedio de Glusberg, envió el libro Poesías de José María Eguren a Jorge Luis Borges.
71
CAPITULO IV ENTRE EL APRA Y LA INTERNACIONAL: EL PARTIDO SOCIALISTA
La cuestión del partido fue -como lo ha precisado José Aricó- el centro del
debate entre los socialistas peruanos y la Internacional en Buenos Aires. Meses
antes, la misma cuestión había generado la polémica con los apristas (80). Pero el
tema del partido -que obsesiona los años finales de Mariátegui y alimenta su
vocación polémica- no era una preocupación reciente. Por el contrario, era de
antigua data y, como en muchos otros temas, comprenderlo obliga a remontarse a
sus años de iniciación.
Cuando llegan a Lima las primeras noticias de la revolución rusa, Juan Cro-
niqueur no puede evitar un cierto entusiasmo frente a esa posibilidad de la rebelión
contra lo establecido que parecía emerger luego de la Gran Guerra. Desde su
columna “Voces” en El Tiempo, denota su admiración tanto por Lenin como por
Trotsky: encarnan la imagen del “revolucionario”, cada uno a su manera pero
ambos empeñados en variar el curso de los acontecimientos. Desde luego que estas
declaraciones no son bien recibidas en el periodismo de la República Aristocrática y
algún colega termina motejándolo de “bolsheviqui”. Mariátegui no rechaza el sobre-
nombre y por el contrario lo asume con simpatía. Todavía no era marxista. Menos
todavía leninista. Apenas se iniciaba en el conocimiento del socialismo. Pero el
camino hacia Marx empezó, en su caso, con una adhesión romántica a la revolución
como posibilidad. Páginas atrás nos referimos a sus escritos sobre Rumi-Maqui. En
cierta manera fueron continuados a fines de 1917 con sus notas editoriales sobre la
naciente Rusia soviética.
(80) La polémica con el Apra no será tratada específicamente en las páginas que siguen porque
nuestro interés manifiesto desde el inicio de este ensayo es la polémica con la Komintern.
Existen además estudios suficientemente documentados y valiosos sobre el tema como los de
César Germana, Julio Cotler, Diego Messeguer, Ricardo Luna, Carlos Franco, para mencionar
solo algunos, y en la otra ribera a Luis Alberto Sánchez. Sin embargo no podremos
abstenernos de realizar referencias y alusiones a la discusión con Haya, no sólo porque se
entrecruzaron en el tiempo, sino porque como ha sido observado por Sinecio López, ambas
forman parte de un mismo proceso.
74
. Pero el joven periodista Mariátegui interroga a los sucesos mundiales desde el
Perú. No debe llamar la atención, entonces, que frente a la revolución rusa termine
por preguntarse acerca de su posibilidad como solución para la sociedad peruana.
¿Se podía importar el socialismo? “Nosotros que motejados de bolshevikis, no nos
hemos defendido con grima de este mote sino que lo hemos abrazado con
ardimiento y fervor tenemos que holgarnos y refocilarnos de que el socialismo
comience a aclimatarse entre nosotros como una planta extranjera que halla amor
en este suelo donde tan bien saben medrar y prosperar próvidamente la rica caña de
azúcar y el generoso algodón mitafifi” (81). Encontramos así una sencilla y primera
formulación de temas que luego serán desarrollados con detenimiento. La crítica del
capitalismo no implicará -como ya anotamos- el rechazo absoluto de la cultura
occidental. Necesitabamos importar el socialismo, pero, como ocurrió antes con los
cultivos europeos, era preciso descubrir la tierra adecuada, las condiciones
climáticas precisas que permitieran su crecimiento: el socialismo nunca fue pensado
como un calco. Esa nueva planta europea exigía de un conocimiento imprescindible
del terreno. Pero en 1917 ó 1918 estos temas eran todavía brumosos, imprecisos,
desdibujados…
En efecto. El socialismo al que alude Juan Croniqueur era apenas la preo-
cupación de algunos intelectuales, alejados de la naciente clase obrera (que se
enrumbaba por los senderos del anarquismo) y en cierta manera próximos incluso a
la clase dominante: pensamos en Víctor Maúrtua o en Alberto Ulloa. Este último,
previsto de una especie de “anticapitalisino romántico”, re&u